Holloway paseaba a Carl, en busca de un lugar donde el perro pudiera hacer sus necesidades, cuando Wheaton Aubrey VII apareció delante de él como por arte de magia.
Holloway miró alrededor de Aubrey.
—¿Dónde está su sombra? —preguntó—. Pensé que no le permitían ir a ninguna parte, excepto al baño, sin ir acompañado de su guardaespaldas.
Aubrey hizo caso omiso del comentario.
—Quiero saber por qué ha montado ese numerito en la sala de justicia —dijo.
—Me pregunto qué parte de lo sucedido le ha parecido un «numerito» —respondió Holloway—. La parte en la que cuento la verdad o la parte en la que no le advierto a usted que voy a contar la verdad.
—Corte el rollo, Holloway. Teníamos un trato.
—No, no teníamos ningún trato —puntualizó Holloway—. Fue usted quien dijo que teníamos un trato. Yo no recuerdo dar mi conformidad. Dio por sentado que habíamos llegado a un acuerdo, y yo no me molesté en corregir su error.
—Por Dios —dijo Aubrey—. No hablará en serio.
—Por Dios que hablo en serio —aseguró Holloway—. Y si quiere llevarme a los tribunales, no tardará en averiguar que hay jurisprudencia suficiente que apoya mi punto de vista. Cualquier contrato verbal carece de la solidez necesaria, pero un contrato verbal en el que una de las partes no da su consentimiento audible y explícitamente no vale ni las ondas sonoras que lo transmiten. Por supuesto que usted no querría llevar este asunto a los tribunales. Ningún juzgado ve con buenos ojos a nadie que incite al perjurio. Y si bien ignoro si incitar a alguien a cometer perjurio en una investigación que casi posee carácter legal es un delito digno de penas de cárcel, como mínimo supongo que basta con su ilegalidad para echar por tierra el supuesto trato.
—Demos por sentado un instante que ambos sabemos que nada de lo que acaba de vomitar tiene la menor importancia —propuso Aubrey—. Y finjamos también que ambos sabemos cuál es la verdad, es decir, que la última vez que hablamos, usted tenía intención de hacer exactamente lo que habíamos planeado. ¿De acuerdo?
—Como usted quiera —replicó Holloway.
—De acuerdo —dijo Aubrey—. Repito: quiero saber por qué ha montado usted ese numerito en la sala de justicia.
—Porque son personas, Aubrey —contestó Holloway.
—Mierda, Holloway. —Aubrey estaba furioso—. Los dos sabemos que a usted no le importa una mierda que sean personas o no, sobre todo cuando eso le supondría perder millones de créditos. Usted no está hecho de esa pasta.
—No tiene la menor idea de qué pasta estoy hecho —replicó Holloway.
—Eso parece, porque di por sentado que, a pesar de todas las pruebas que afirman lo contrario, sería usted capaz de pensar con lógica y de obrar en su propio interés cuando fuera necesario. Todo esto no va a ayudarle lo más mínimo. Lo único que consigue es ponerlo a buenas con la bióloga. Espero que el sexo por compasión que mantenga con usted valga los miles de millones que acaba de perder, Holloway.
Holloway contó hasta cinco antes de responder.
—Aubrey, habla como alguien que nunca ha recibido una paliza por comportarse como un gilipollas —dijo.
Aubrey separó los brazos del cuerpo.
—Adelante, Holloway —dijo, desafiante—. Me encantará ver cómo lo intenta.
—Recordará que ya he hecho lo que he podido, Aubrey —dijo Holloway—. Es por eso por lo que tenemos esta charla, ¿no?
Aubrey pegó los brazos al cuerpo.
—Esto no tenía nada que ver conmigo —dijo.
—No —admitió Holloway—. Pero era uno de los beneficios añadidos.
—Sabe que nunca aceptarán que esas criaturas peludas suyas son inteligentes —advirtió Aubrey.
—Sé que va a empeñar todos los recursos que tiene a su alcance para evitarlo, lo cual no es lo mismo.
—Vamos a ganar el caso —prometió Aubrey.
—Entonces, como mucho, eso le costará las costas legales, lo que cobren los expertos a los que pague y demás —dijo Holloway—. Para ZaraCorp eso no es nada. Usted, Aubrey, probablemente gane más en concepto de los intereses que le devengan a diario sus participaciones. Y qué más da. Pero si no gana, los peludos tendrán derecho a explotar los recursos de su propio planeta, en cuyo caso todo esto no tendrá ninguna importancia y podrá considerar un regalo todo lo que haya obtenido del planeta hasta ese momento, en lugar de considerarlo un derecho. Ya ve que no tiene motivos para quejarse.
—Sigo sin comprender por qué lo ha hecho —dijo Aubrey.
—Ya se lo he dicho.
—No le creo.
—Como si eso me importara. Mire, Aubrey, los expertos tardarían años en alcanzar una conclusión. Si usted y sus expertos y abogados se salen con la suya, eso es lo que sucederá. En ese caso, disfrutará de años enteros para explotar el planeta. Tiempo más que suficiente para preparar a su compañía y a sus accionistas.
—O tal vez alcancen una decisión en cuestión de meses —respondió Aubrey—. En ese caso, la compañía estará bien jodida.
Holloway asintió.
—Entonces le sugiero que priorice sus esfuerzos —dijo—. Usted mismo ha mencionado que esa veta de piedra solar que encontré vale décadas de ingresos para ZaraCorp. Yo de usted volcaría todo lo que tengo en ello.
—Ya es mi principal prioridad —confirmó Aubrey.
—Pues a partir de ahora se convertirá en su principal prioridad con la etiqueta de «urgente», ¿no? —preguntó Holloway.
Aubrey esbozó una sonrisa torcida, feroz.
—Ahora entiendo por qué lo hizo, Holloway —dijo—. Que nosotros explotásemos la veta de piedra solar a nuestra manera no le haría a usted lo bastante rico lo bastante pronto. Usted quería tanto como pudiera obtener, tan rápido como pudiera obtenerlo. Así que muestra a la jueza Soltan un pellizco de esos monos peludos parloteando para obligarla a forzar una investigación en profundidad, pero no lo bastante como para obligarnos a presentar a la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente un informe de posible vida inteligente. La corporación Zarathustra se tiene que concentrar ahora en el proyecto más provechoso del planeta, que por cierto fue usted quien descubrió.
Cuando Holloway no dijo nada, Aubrey continuó.
—Esto demuestra que a usted no le importan nada esos peludos suyos. Pase lo que pase, obtendrá su porcentaje de la veta de piedra solar, decidan los expertos que son inteligentes o no. Ha tomado el pelo a su amiga la bióloga y también ha engañado a ZaraCorp. Buen trabajo. Casi lo admiro. Casi.
—Como si ZaraCorp no fuera a sacar ningún beneficio de esto —dijo Holloway—. Si explota la veta rápidamente, es como si creara una dote para su compañía. Tendrá el monopolio de piedra solar. Podrá almacenar la cantidad que obtenga y sacarla al mercado con cuentagotas durante décadas, siempre que necesite un empujón extra. Que yo obtenga lo mío antes o después no cambia las cosas.
—Sólo tendremos el monopolio si se determina que los peludos no son una especie inteligente —matizó Aubrey.
—Sea como sea tendrán el monopolio —insistió Holloway—. Tal como he comentado recientemente a alguien, los peludos acaban de descubrir los sándwiches. Inteligentes o no, no hay modo de que puedan ponerse al día en el mundo de los negocios interplanetarios. Es poco probable que la Autoridad Colonial les permita hacerlo durante décadas. Sólo hace diez años que la Autoridad Colonial decidió que los negad eran competentes para cerrar acuerdos sobre los recursos de su propio planeta. Los peludos están muy por detrás de la posición que ocupaban los negad cuando se decidió que eran una raza inteligente. El monopolio de ZaraCorp no va a cambiar en un futuro próximo.
—Aun así nos costará cientos de millones de créditos redirigir todos nuestros recursos planetarios a esa veta —puntualizó Aubrey.
Holloway se encogió de hombros, gesto que comunicó un mensaje perfectamente claro: «Como si me importara».
—Y podríamos decidir no hacerlo.
—Entiendo que la familia Aubrey no considere adecuado confiar las acciones con derecho a voto de ZaraCorp a la plebe —dijo Holloway—. Pero quienes tienen acciones de clase B de la compañía podrán venderlas cuando vean que la directiva toma decisiones estúpidas, como, por ejemplo, no explotar la veta de piedra solar cuyo valor todos aseguran que equivale al resto del planeta, cuando existe una sólida posibilidad de que el planeta quede fuera del alcance de futuras explotaciones. En ese caso, la única duda real es hasta qué punto bajará el valor de las acciones. Supongo que no lo bastante para que la corporación ZaraCorp quede excluida de cotizar en bolsa. Pero nunca se sabe, ¿verdad?
Aubrey esbozó otra sonrisa amarga.
—¿Sabe una cosa, Holloway? Me encanta que hayamos charlado —dijo—. Ha puesto muchas cosas en perspectiva.
—Me alegro.
—Supongo que no tendrá más sorpresas que quiera compartir conmigo —dijo Aubrey.
—No, en realidad no.
—Por supuesto que no —contestó Aubrey—. En ese caso ya no serían sorpresas, ¿verdad?
—Todo en la vida es un constante proceso de aprendizaje —dijo Holloway.
—Una cosa más —añadió Aubrey—. He decidido que cuando su contrato expire, haré que ZaraCorp lo renueve. Pese a todo, creo que usted nos perjudicará menos aquí que en cualquier otra parte. Y quiero que esté donde pueda tenerle vigilado.
—Agradezco el voto de confianza —respondió Holloway—. Supongo que ya no seguirá planeando darme ese continente.
Aubrey se alejó.
—Lo imaginaba —dijo Holloway, volviéndose hacia Carl—. Menuda pieza está hecho ese Aubrey —dijo al perro.
Carl respondió al comentario con una mirada que decía: «Me parece muy bien, pero ahora tengo que mear».
Y Holloway echó a caminar.
—Llegas tarde —dijo Sullivan al abrir la puerta.
—Me ha detenido en el camino el futuro director general de la corporación Zarathustra —se excusó Holloway.
—Ésa es una excusa aceptable —respondió Sullivan, volviéndose hacia Carl, que llevaba la lengua colgando.
—Prometí a Isabel que traería a Carl. Pensé que estaría por aquí.
—Tardará un poco en llegar —dijo Sullivan—. ¿Por qué no entráis? —Se apartó de la puerta.
El apartamento de Sullivan era la vivienda estándar que la corporación Zarathustra proporcionaba a sus trabajadores en los planetas que ocupaba: veintiocho metros cuadrados de superficie, repartidos entre el comedor, el dormitorio, la cocina y el cuarto de baño.
—Me parece preocupante que mi cabaña sea más espaciosa que tu apartamento —dijo Holloway al entrar.
—No mucho más.
—Al menos tiene el techo más alto —observó Holloway, levantando la vista. Podía poner la palma de la mano en el techo si se lo proponía.
—En eso estoy de acuerdo —dijo Sullivan mientras caminaba hasta la cocina—. Pero no tienes a un interno que vive encima de ti y que hace ruido hasta las tantas de la madrugada. Te juro que voy a asegurarme de que ese crío no consiga otro empleo en la compañía. ¿Cerveza?
—Por favor. —Holloway se sentó, imitado por Carl.
—¿Por qué motivo te asaltó Aubrey por el camino? —preguntó Sullivan—. Si no te importa que lo pregunte.
—Me preguntó por qué había montado ese número hoy en la sala de justicia.
—Qué curioso —dijo Sullivan, que volvió al salón para ofrecer una cerveza a su invitado—. Estaba pensando en hacerte esa misma pregunta.
—Aunque no por las mismas razones.
—Probablemente no —admitió Sullivan, que descorchó su propia cerveza antes de sentarse—. Jack, voy a contarte algo que no debería. El otro día, Brad Landon vino a mi oficina y me pidió que esbozara un contrato interesante, por el cual se cedía la autoridad operativa de todo el continente noroeste del planeta a un único contratista, quien a su vez, a cambio de gestionar las considerables labores operacionales y organizativas en representación de ZaraCorp, obtendría el cinco por ciento de todos los ingresos brutos.
—Eso sería un buen negocio para cualquiera.
—Pues sí —dijo Sullivan—. Veamos, me pidió que ideara el contrato de manera que a menos que se cumplieran ciertas cuotas de producción muy rigurosas, el contratista obtenía muy poco, aunque comprenderás que «muy poco» en este caso es un término muy relativo. Quienquiera que obtuviese el puesto se convertiría en un hombre rico, más de lo que pueda concebirse.
—Ya veo.
—Me preguntaba por qué has renunciado hoy a eso —dijo Sullivan.
—¿Cómo sabes que iban a ofrecerme a mí ese contrato?
—Por favor, Jack. Creía que a estas alturas ya habrías dejado de considerarme un idiota.
—¿Me lo preguntas en calidad de abogado de ZaraCorp, o como novio de Isabel? —quiso saber Holloway.
—Ni lo uno, ni lo otro. Te lo pregunto porque siento curiosidad, y también porque hoy en el estrado hiciste algo que no esperaba que hicieras.
—Creías que iba a traicionar a Isabel —dijo Holloway.
—Para no andarme con rodeos te diré que sí —confesó Sullivan—. Podrías haber ganado miles de millones y has perdido la oportunidad. Teniendo en cuenta tu historial reciente, no me pareces alguien muy sentimental. Y no te ofendas, pero no hubiera sido la primera vez que traicionas a Isabel.
—No me ofendes. No tiene nada que ver con Isabel.
—¿Entonces?
Holloway tomó un sorbo de cerveza. Sullivan esperó con paciencia.
—¿Recuerdas por qué me expulsaron del colegio de abogados?
—Por dar un puñetazo a aquel ejecutivo en la sala de justicia —dijo Sullivan.
—Por reírse en la cara de aquellos padres —matizó Holloway—. Todas esas familias pasaban por un infierno, y Stern se sentía tan cómodo que se reía. Era porque sabía que al final nuestros abogados eran lo bastante buenos para sacarnos a todos del lío en el que nos habíamos metido. Él sabía que nunca vería el interior de una celda. Pensé que alguien tenía que darle una lección, y yo estaba en posición de hacerlo.
—¿Y qué relación tiene todo esto con nuestra actual situación? —preguntó Sullivan.
—ZaraCorp planea arrollar a los peludos —explicó Holloway—. La empresa tenía planeado negar a los peludos su derecho en potencia a ser considerados personas sólo por el hecho de que podía hacerlo, y también porque los peludos se interponen en su camino para aumentar su margen de beneficios. Y tienes razón, Mark. Iba a beneficiarme mucho con todo este asunto, así que participar en su función redundaba en mi propio interés.
—Por decirlo de algún modo —dijo Sullivan.
—Sí —convino Holloway—. Pero al final soy yo quien tiene que vivir consigo mismo. Cometí un error al agredir a Stern en la sala de justicia, pero no lo lamenté entonces y sigo sin lamentarlo. ZaraCorp podría incluso demostrar con el tiempo que los peludos no son una especie inteligente, pero si lo logran, al menos lo harán ateniéndose a la ley, y no sólo porque les seguí la corriente y se lo puse fácil. Puede que lo que he hecho hoy no fuera lo más inteligente por mi parte, pero al menos ZaraCorp no se reirá de los peludos en su cara.
Sullivan asintió antes de tomar un trago de su propia cerveza.
—Eso es muy admirable.
—Gracias —dijo Holloway.
—No me des aún las gracias —respondió Sullivan—. Es admirable, pero también me pregunto si no me estarás tomando el pelo, Jack.
—No me crees.
—Me gustaría. Te expresas bien, pero está claro que no has enterrado la mentalidad de abogado. Presentas un caso en el que tú siempre acabas siendo, si no un buen tipo, al menos el tipo cuyos motivos resultan comprensibles. Eres convincente. Pero también yo soy abogado, Jack. Soy inmune a tus encantos, y creo que bajo tu racionalización se ocultan otras cosas. Por ejemplo, tu historia acerca de por qué agrediste a Stern en mitad del juicio.
—¿Qué le pasa?
—Tal vez lo hiciste porque no soportabas verlo, o la idea de que se estuviese riendo de esos padres —empezó Sullivan—. Pero comprobé por curiosidad los registros financieros de tu antiguo bufete de abogados. Resulta que dos semanas antes de que agredieras a Stern, recibiste una bonificación laboral de cinco millones de créditos. Esa cantidad es ocho veces mayor que cualquiera de las bonificaciones que recibiste con anterioridad.
—Es lo que me tocó por un acuerdo de disputa de patentes —explicó Holloway—. «Alestria contra PharmCorp Holdings». Y los hubo que obtuvieron bonificaciones aún más elevadas que la mía.
—Lo sé, consulté las bonificaciones —dijo Sullivan—. Pero también sé que la mayoría de las más cuantiosas se pagaron un par de meses antes que la tuya. La tuya fue muy oportuna. Y es suficiente para que un abogado de empresa contemple su propia expulsión del colegio de abogados, así como su medio de vida, con una arrogante falta preocupación.
—Ahora estás especulando.
—No son simples especulaciones —dijo Sullivan—. También sé que la oficina del fiscal del distrito de Carolina del Norte metió la nariz. Al contrario de lo que acabas de decir, Jack, el consenso general fue que Stern y Alestria iban a perder el caso. Y tú mismo dijiste que el motivo de que te expulsaran del colegio de abogados fue que todo el mundo creyó que pretendías forzar un juicio nulo. En este caso todos salís ganando.
—La oficina del fiscal del distrito no pudo probar nada respecto a esa bonificación —aseguró Holloway, irritado.
—También soy consciente de eso —dijo Sullivan—. No estarías aquí si lo hubieran hecho. Pero como bien sabes, «no demostrado» no es lo mismo que «refutado».
—La diferencia es que no tengo nada que ganar revelando la inteligencia de los peludos —replicó Holloway—. No tenía por qué hacerlo, pero lo hice.
—Sí, lo hiciste —dijo Sullivan—. Y con esa acción forzaste a la jueza a ordenar un estudio más exhaustivo, lo que a su vez obligará a ZaraCorp a una inmediata revisión estratégica de su distribución de recursos en Zara Veintitrés. No me sorprendería que en algún momento, no muy tarde, se anunciara que casi todos los recursos dedicados a la explotación del planeta se concentrarán en esa veta de piedra solar que descubriste, Jack. Lo que te convertiría en un hombre rico, rápidamente, sin importar lo que suceda con los peludos. Y ése es un hecho respecto al cual siento cierta ambivalencia.
—¿Te molesta el hecho de que pueda enriquecerme? —preguntó Holloway.
—¿Enriquecerte? No —respondió Sullivan—. Pero intrigar para convertirte en alguien multimillonario… Sí. Eso sí me molesta. Porque me siento responsable. Soy yo quien os mencionó a ti y a Isabel la opción de profundizar en el estudio. No se me pasó por la cabeza que a pesar de todo pudieras ganar millones con esa opción, que consideraras esa cantidad insuficiente y que encontraras el modo de ganar más.
—Una teoría interesante —dijo Holloway.
—Pensé que te lo parecería. No me malinterpretes, Jack. En cierto sentido me complace que hicieras lo que hiciste, sean cuales sean tus motivos. No importa lo que pudieran contarte, la reputación profesional de Isabel no habría sobrevivido a la acusación de que se dejara engañar. Habrías acabado con su carrera. Al contrario que tu situación previa, ella no dispone de un colchón de miles de millones de créditos que la ayuden cuando su carrera se hunda. Así que sean o no egoístas tus motivos, hiciste lo correcto. Isabel nunca escuchará de mis labios la sugerencia de que pudiste hacerlo por cualquier otro motivo que no fuera apoyarla. ¿De acuerdo?
Holloway cabeceó en sentido afirmativo.
—Bien. Pero hay una cosa más de la que debes ser consciente. Algo que sé que no se te ha ocurrido pensar. Y es el futuro de los propios peludos.
—¿Qué pasa con eso?
—¿Qué piensas de los peludos, Jack? —preguntó Sullivan.
—Bueno, acabo de revelar pruebas de su inteligencia como especie —respondió Holloway—. Creo que eso debería darte una pista.
—Teniendo en cuenta que proviene de ti, no —dijo Sullivan—. Llevo un rato diciéndote que tienes un modo curioso de mostrarte egoísta. Redunda en tu interés revelar la posible inteligencia de los peludos. Si es una herramienta más en tu larga contienda con ZaraCorp, sacarás poca cosa.
—No lo es.
Sullivan levantó la mano.
—Cállate —dijo—. Aparca las bobadas un momento, Jack. Apaga ese cerebro de abogado y esa manía que tienes de ir tres pasos por delante de todos, por no mencionar pensar en tus propios intereses y en la pasión que despierta en ti el dinero, y respóndeme con seriedad y honestidad:
¿Te importa o no lo que les ocurra a esos peludos?
Holloway dio un sorbo de cerveza, reconsideró la pregunta y la matizó.
—¿Dejando a un lado todo lo demás? —preguntó a Sullivan—. ¿Dejando a un lado tus teorías, razones y las posibles explicaciones para mis acciones?
—Sí —respondió Sullivan—. Dejando a un lado todo eso.
—Entre tú y yo —dijo Holloway.
—Entre tú y yo.
—Entonces te diré que sí —respondió finalmente Jack—. Sí, me importa lo que les suceda a los peludos. Me caen bien. No quiero que les pase nada malo.
—¿Crees que son inteligentes?
—¿Importa eso?
—Dijiste que aparcarías las bobadas, Jack —le recordó Sullivan.
—Eso hago. La respuesta sincera es que ahora mismo no me importa particularmente que se demuestre si son inteligentes o no. Puede que Isabel tenga razón, que sean personas y que como tales tengan derechos. Tal vez no sea correcto que alguien como yo espere sacar tajada antes de que eso se decida, pero eso es asunto mío. Al final, sin embargo, cuando se dictamine que son o no personas, el hecho es que, si que los consideren inteligentes acaba beneficiándolos a la larga, eso me hará feliz.
Sullivan miró un instante a Holloway, antes de apurar de un trago la cerveza.
—Es bueno saberlo —dijo—. Porque ahora voy a contarte otra cosa que probablemente no debería confesar. Ésa es la razón de que deseara cuando te levantaste hoy del asiento del estrado, Jack, que hubieses mentido cuando insinuaste que habías tomado el pelo a Isabel.
—¿Qué?
De todas las cosas posibles que Sullivan podría haber dicho a Holloway, ésa ni siquiera hubiera podido imaginarla.
—Ya me has oído —dijo Sullivan—. Ojalá hubieras mentido y la jueza hubiera determinado que los peludos no eran inteligentes.
—Vas a tener que explicarme eso —pidió Holloway—. Hace un momento decías que eso habría acabado para siempre con la credibilidad de Isabel. Me siento confundido.
—Habría acabado con su credibilidad, pero tal vez habría salvado a los peludos —explicó Sullivan.
—Sigues sin aclararlo —dijo Holloway.
—¿Pero tú has leído realmente «Cheng contra BlueSky S.A.»? —preguntó Sullivan—. Me refiero en concreto a las conclusiones que establecieron los criterios para demostrar la inteligencia.
—Cuando estudiaba Derecho.
—Yo lo he repasado a raíz de todo lo sucedido. Léete ese caso y sus consecuencias.
—¿Recuerdas por qué el tribunal falló contra Cheng? —preguntó Sullivan.
—Porque no pudo demostrar que los nimbus flotadores estaban dotados de inteligencia —dijo Holloway—. No pudo probar que hablaran.
—Correcto —confirmó Sullivan—. La gente recuerda que no pudo demostrarlo. Lo que no recuerdan es por qué no pudo hacerlo. El motivo es que todos los miembros de la especie habían muerto. Entre el momento en que Cheng presentó el caso y el momento en que llegó al tribunal superior, los nimbus flotadores se habían extinguido.
—Murieron —dijo Holloway.
—No. Fueron asesinados, Jack. Su población nunca fue muy numerosa, pero en cuanto Cheng presentó el caso, empezaron a caer como moscas.
—Los habrían declarado especie protegida en cuanto se resolviera el caso —dijo Holloway.
Sullivan esbozó media sonrisa ante Holloway.
—Sí, en un planeta sin vigilancia que contaba con una población residente de prospectores y operarios cuyos puestos de trabajo se esfumarían si se declaraba inteligentes a los flotadores… Ya me dirás si en una situación así hubiera servido de gran cosa que los declararan especie protegida.
—Cierto.
—Por supuesto, nunca pillaron a nadie con las manos en la masa —explicó Sullivan—. Pero la población no cae en picado de esa forma sin que exista un motivo. No hubo cambios climáticos, ni un virus que les contagiáramos los humanos, nada por el estilo. La única explicación que encaja con los hechos fue la intencionada depredación humana.
—Estoy seguro de que tú no fuiste el único que reparó en ello —observó Holloway.
—No. Tras el caso Cheng, la Autoridad Colonial cambió de procedimientos para impedir que volviera a suceder algo parecido. Ahora, cuando existe sospecha de depredación, se supone que la Autoridad Colonial nombra un encargado especial cuya misión consiste en atajarla. Pero los encargados especiales únicamente pueden nombrarse después de que se presente u ordene un informe de posible vida inteligente. Eso no ha sucedido aquí. Ahora mismo, los peludos carecen de protección legal.
—Así que crees que la gente va a darles caza —dijo Holloway.
—Creo que es inevitable. Y creo que tú y yo seremos responsables de ello. Yo indirectamente por sugeriros la opción de que se necesitaba un estudio más exhaustivo. Tú, Jack, eres directamente responsable por forzar a la jueza en esa dirección. En cuanto corra la noticia, todos los prospectores y operarios de este planeta van a dar caza a los peludos. Intentaran matarlos de un modo u otro antes de que se demuestre su inteligencia. Si acaban con ellos ahora, no quedará ni uno con vida para demostrar la validez de la sentencia, sea cual sea.
—Si se extinguen, nadie podrá ser acusado de asesinato —matizó Holloway—. Porque en lo que a ellos concierne, no hicieron más que matar animales.
Sullivan asintió.
—Los hemos condenado a la extinción. Así de simple —dijo—. Por eso tenía que averiguar qué opinabas al respecto. Porque ahora mismo, tú, yo e Isabel somos los únicos amigos que tienen.
Se oyó un timbre procedente del bolsillo de la chaqueta de Holloway. Era el panel de información de bolsillo. Jack lo sacó, leyó el mensaje y se puso en pie.
—¿De qué se trata? —preguntó Sullivan.
—Es el sistema de alarma de mi cabaña —respondió Holloway—. Se ha declarado un incendio en mi casa.