—Esto no demuestra nada —aseguró Meyer en cuanto hubo recuperado la compostura necesaria para continuar.
—Demuestra que no podemos desechar inmediatamente la idea de que los peludos sean capaces de hablar —dijo Holloway—. Eso ya es algo. Es algo bastante importante.
—Podría haberles enseñado perfectamente a emitir esos sonidos —aventuró Meyer.
—¿Sugiere usted que soy el artífice de una rocambolesca tomadura de pelo que incluye enseñar a animales a hablar en una lengua que nadie ha escuchado antes? —preguntó Holloway—. ¿Con qué fin, señora Meyer? Si fue un truco para engañar a Isabel, entonces fracasó, porque ella no tenía noticia de ello hasta hace un par de minutos.
—Se trata de un engaño que tiene por objeto poner a la corporación Zarathustra en una difícil posición económica —acusó Meyer.
—Entonces también me perjudica a mí, porque si se dictamina que los peludos son una especie inteligente, perderé miles de millones de créditos —protestó Holloway—. Tengo un motivo claro, obvio, para desear que los peludos no sean más que animales.
Meyer abrió la boca, pero Holloway levantó la mano para interrumpirla.
—Sé qué va a decir ahora —dijo—. El único modo posible en que esto me beneficiaría sería que, de algún modo, hubiera logrado jugar con el valor de las acciones de ZaraCorp en el mercado de valores, con la esperanza de obtener beneficios cuando se desplomara el precio de las acciones. Pero para prevenir semejante argumento, estoy dispuesto a permitir a la jueza Soltan acceso total a mis datos y comunicaciones financieras de los últimos dos años. Tiene carta blanca para solicitar la ayuda de expertos forenses que repasen mis datos y busquen pruebas de que intento manipular el valor de las acciones de ZaraCorp. Pero ya le adelanto que no descubrirá nada relevante. En este momento, mi único valor financiero son los royalties que ZaraCorp ingresa automáticamente en mi cuenta del Banco Corporativo de Zarathustra. Creo que gano un porcentaje de medio punto anual.
—¡Pero no tenemos modo de saber si estos sonidos son su habla! —protestó Meyer—. Usted es explorador, no experto en xenointeligencia. Y ya hemos establecido que la doctora Wangai no ha recibido una formación oficial en ese campo. Tampoco usted posee elementos para valorar el significado de esos sonidos.
Holloway vio que Isabel abría los ojos desmesuradamente; sabía el agujero en el que se había metido Meyer. Holloway sonrió.
—Está usted en lo cierto, señora Meyer —dijo—. Así que sugiero que permitamos que alguien que pueda dictaminarlo nos dé su opinión experta. Sugiero que recurramos a Arnold Chen.
—¿A quién?
—Arnold Chen —repitió Holloway—. Obtuvo su doctorado en xenolingüística por la Universidad de Chicago, creo. Trabaja en la misma oficina que la doctora Wangai. Al final de esta misma calle. Tengo entendido que lo destinaron por equivocación a Zara Veintitrés. Qué afortunados somos de tenerlo aquí.
—¿Esta información es correcta? —preguntó Soltan a Meyer.
—No lo sé —respondió Meyer, confundida por todo lo que había sucedido.
—Con la venia, señoría —intervino Isabel—. Jack está en lo cierto. El doctor Chen es xenolingüista. También es muy probable que lo encuentren en su oficina en este momento.
—¿Haciendo qué, exactamente? —preguntó Soltan.
—Ésa es una buena pregunta, señoría —dijo Isabel—. Estoy segura de que también al doctor Chen le gustaría saber de qué se supone que debe ocuparse.
—Que venga —propuso Soltan.
—Si se me permite hacer una sugerencia, señoría, ordene a uno de los alguaciles que vaya a buscarlo, en lugar de encargárselo a alguien de ZaraCorp —sugirió Holloway.
—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Meyer.
—Creo que, dadas las circunstancias, existe una razonable posibilidad de que alguien pueda intentar aconsejar al experto —explicó Holloway—. Se me ocurren algunos ejemplos que extraigo de mi propia experiencia en los que se han hecho intentos en ese sentido.
Meyer no se pronunció a partir de entonces. Sus labios, prietos, dibujaron una delgada línea.
—De acuerdo —aceptó Soltan.
—También sugeriría no poner al corriente al doctor Chen del motivo por el que va a ser convocado a esta sala —propuso Jack—. Que vea el vídeo sin prejuicios.
—Sí, perfecto —dijo Soltan, algo irritada—. ¿Alguna otra sugerencia de cómo debo hacer mi trabajo, señor Holloway? ¿O ya ha terminado usted?
—Mis disculpas, señoría.
Soltan miró con acritud al prospector antes de volverse hacia Meyer.
—¿Ha terminado ya con este experto? —preguntó.
—No tengo más preguntas que hacer al señor Holloway —respondió Meyer, que miró a Holloway como quien mira a un insecto.
—Señor Holloway, puede usted retirarse —ordenó Soltan—. Haremos un receso de quince minutos mientras el alguacil va a buscar al doctor Chen. —Se levantó y se retiró a su despacho.
Meyer reunió sus notas, las confió a su ayudante y salió como un vendaval de la sala. Holloway reparó en que Landon también había desaparecido, sin duda para poner al día a su jefe de lo sucedido durante la vista.
Holloway se apartó del estrado, sorprendido al ver que Isabel se le acercaba.
—Hola —dijo Holloway.
De pronto, Isabel lo abrazó con fuerza. Holloway se quedó ahí de pie, sorprendido; hacía tiempo de la última vez que había tenido un contacto físico con ella que fuera más allá del beso en la mejilla. Además, cuando Isabel se separó, le dio un beso en la mejilla que fue más cálido de lo que se considera habitual. De hecho, fue amistoso.
—Acepto tus disculpas —dijo.
Sullivan se hallaba a su lado.
—Bueno, menos mal —dijo Holloway—. Porque si no llegas a aceptarlas ahora, te juro que habría tirado la toalla.
—Gracias, Jack. Te lo digo honesta, sinceramente: gracias.
—No me des aún las gracias —le advirtió Holloway—. Si resulta que los peludos son personas, seré más pobre que las ratas y, además, habré perdido el empleo, así que Carl y yo acabaremos llamando a tu puerta.
—Me aseguraré de que no le falte un techo a Carl —dijo Isabel.
—Ah, estupendo. —Holloway miró a Sullivan—. ¿Ves de qué sirven las buenas acciones? —le preguntó.
Sullivan sonrió, pero no dijo nada. Parecía distraído. Isabel dio un rápido beso a Holloway e hizo lo mismo con Sullivan antes de abandonar la sala.
Holloway volcó su atención en el abogado.
—Vuelvo a estar en gracia con ella.
—Si lo hubieras hecho cuando los dos salíais juntos… —comentó Sullivan.
—Sí, bueno. Que mi desdicha te sirva de ejemplo, Mark.
—Jack, tú y yo tenemos que hablar —dijo Sullivan.
—¿Acerca de Isabel?
—No, no se trata de Isabel. Es por todo lo demás.
—Eso es mucha cosa —dijo Holloway—. No creo que tengamos tiempo de hablar de todo lo demás, aparte de Isabel, en los próximos minutos.
—Es verdad —admitió Sullivan—. Hablemos cuando termine esta farsa.
—¿Farsa? —Holloway fingió un asombro burlón—. Es todo un ejemplo de la seria aplicación de la sabiduría judicial.
Sullivan esbozó una sonrisa al escuchar eso.
—No me importa admitir que todo esto transcurre de forma totalmente distinta de lo que esperaba.
—No creo que seas el único que piensa así en este momento.
Uno de los alguaciles de Soltan acompañó al doctor Chen al interior de la sala de justicia. El xenolingüista parecía confundido, y según la capacidad de observación de cada cual, o bien lo acababan de despertar de la siesta o estaba algo ebrio.
—¿Doctor Arnold Chen? —preguntó la jueza Soltan.
—¿Sí? —preguntó Chen.
—Le hemos llamado para que preste testimonio sobre un vídeo que concierne a un tema con el que está familiarizado —explicó Soltan.
—Esto es por lo de la otra noche, ¿verdad? —preguntó Chen—. Admito que se me fue un poco la mano con la bebida, pero no tuve nada que ver con lo que sucedió después.
—Doctor Chen, ¿de qué está hablando? —preguntó la jueza Soltan tras un tenso silencio.
—Ah, de nada —respondió Chen.
—¿Ha estado bebiendo hoy, doctor Chen? —preguntó Soltan, mirándole con fijeza.
—No. —Chen parecía incómodo—. Estaba… Esto…
Soltan se volvió hacia el alguacil.
—Lo encontré sentado al escritorio, durmiendo —aclaró el subalterno.
—¿Ha trasnochado, doctor Chen?
—Un poco, sí —admitió Chen.
—¿Pero es capaz de pensar con claridad en este momento? ¿Sus procesos mentales no se ven afectados por el alcohol o por alguna otra droga o medicamento?
—No, señora —dijo Chen—. Señoría, quiero decir.
—Tome asiento en el estrado, doctor Chen —ordenó Soltan.
Chen se sentó, y la jueza se volvió hacia Holloway.
—Adelante, señor Holloway, tome usted la palabra.
Holloway se levantó de la silla y tomó de nuevo prestado el panel de información de Isabel. Una vez hubo conectado la imagen de vídeo con el monitor, dijo:
—Doctor Chen, voy a mostrarle un vídeo. No se preocupe, lo sucedido la otra noche no aparece en la imagen.
Chen miró inexpresivo a Holloway.
—Usted mire el vídeo y díganos qué impresión le causa a medida que avance —propuso Holloway, que abrió el archivo con Papá, Mamá y Abuelo Peludo compartiendo unos bindis.
—¿Qué son esos animales? —preguntó Chen, mirando la imagen, aún en pausa—. ¿Monos? ¿Gatos?
—Ahora lo verá —prometió Holloway, poniendo en marcha el vídeo.
Chen observó con expresión confundida la grabación. Luego fue como si se le encendiera en la cabeza una bombilla de cincuenta mil vatios.
Chen levantó la vista hacia Holloway.
—¿Puedo? —preguntó, señalando el panel de información.
Holloway miró a Soltan, que asintió con la cabeza. El prospector tendió el panel a Chen, que rebobinó la imagen para reproducirla desde el principio. También subió el volumen para escucharlo mejor. Estuvo pasando la imagen y rebobinándola varios minutos.
Finalmente, se volvió hacia Holloway.
—Ya sabe lo que están haciendo —dijo Chen.
—Pero quiero su opinión, doctor Chen.
—¡Están hablando! —exclamó Chen—. Dios mío. Están conversando. —Volvió la vista hacia el monitor—. ¿Qué son esas criaturas? ¿Dónde las ha encontrado?
—¿Está seguro de que conversan? —preguntó Meyer desde la mesa.
—Bueno, no, no estoy ciento por ciento seguro —dijo Chen—. Sólo me baso en lo que me han mostrado aquí. Necesito ver mucho más para asegurarme. Pero, miren… —Puso en pausa el vídeo y retrocedió un poco la imagen, antes de reproducirla de nuevo—. Escuchen lo que están haciendo aquí. Es fonológicamente variado, pero no es aleatorio.
—¿Qué significa eso? —preguntó Holloway.
—Pongamos por ejemplo el canto de los pájaros —propuso Chen, que se había sacudido de encima el sueño que pudiera tener—. Se repite con leves variaciones. Fonológicamente hablando es muy consistente. No es lo que consideramos habitualmente una lengua. El lenguaje utiliza un número limitado de formas fonológicas, fonemas, pero las emplea en un número casi infinito de combinaciones, según la morfología del lenguaje. Es decir, variado pero no aleatorio.
Chen señaló a los parlanchines peludos.
—Lo que estos tipos hacen es como lo que he descrito. Si prestan atención, podrán oír ciertas secuencias empleadas una y otra vez. Ahí… —Chen pasó la imagen de vídeo a otro punto en que Papá Peludo estaba hablando—. Ese sonido «che». Aparece repetidamente, pero acompañado por otros. Igual que nosotros empleamos determinados fonemas una y otra vez, sobre todo los que representan las vocales de nuestro lenguaje.
—¿Por tanto se trata de una vocal? —preguntó Holloway.
—Tal vez —contestó Chen—. O puede que sea un prefijo, puesto que así, tras pasar un par de veces la grabación, parece preceder siempre a otros sonidos. No sabría decir qué significa o representa.
—Por tanto, podrían no ser más que simples ruidos —dijo Meyer—. Como el maullido de un gato. O el canto del pájaro.
—Bueno, ni los gatos ni los pájaros vocalizan sólo por vocalizar —replicó Chen, cuyo tono de voz se antojó algo soberbio. Holloway sonrió; pensó que después de años de no tener una maldita cosa que hacer, el cerebro del doctor Chen volvía a la carga, dispuesto a vengarse de todo el tiempo que había pasado inactivo—. Y no, no lo creo. El gato utiliza un sonido distinto cuando quiere comunicar que tiene hambre y cuando pretende que le abran la ventana, pero no podemos considerar que su vocabulario sea complejo, y tampoco el sonido transmite un significado complejo. Pasa lo mismo con el canto de las aves. Lo que esos animales hacen, la variación que percibimos dentro de un sistema limitado, sugiere que los sonidos son palabras. —Chen levantó la vista—. ¿Disponen de más grabaciones de vídeo?
—Muchas más —respondió Holloway. Chen parecía un niño el día de Navidad.
—Excelente.
—Doctor Chen —dijo Soltan—. ¿Se trata de un lenguaje? ¿Están hablando?
—¿Quiere una respuesta definitiva? Porque no dispongo de datos suficientes.
—Haga una suposición.
—Si tuviera que aventurar una suposición, diría que sí. Y no sólo por la fonología y la aparente morfología. Mire cómo reaccionan las criaturas, cómo se responden unas a otras en este vídeo. Es evidente que prestan atención y responden, no con sonidos indistintos o rutinarios, sino con pautas diferentes, nuevas. Si no se trata de un lenguaje, si no es el habla, entonces es algo que se le parece mucho.
—En opinión suya, ¿justifican estas pruebas un estudio más concienzudo? —quiso saber Soltan.
Chen miró a la jueza como si fuera estúpida.
—¿Me toma el pelo?
—Le recuerdo que está usted en mi sala de justicia, doctor Chen —gruñó Soltan.
—Discúlpeme —se apresuró a decir Chen—. Es que esto es muy emocionante. Es la clase de cosas que rezas que te pasen como xenolingüista.
¿Qué son estas criaturas? ¿De dónde proceden?
—De aquí —respondió Holloway.
—¿De verdad? —Entonces comprendió el alcance de la cuestión—. Ah —añadió, mirando alrededor de la sala—. Ah. Vaya.
—Sí —dijo Holloway—. Vaya. Soltan se volvió hacia Meyer.
—¿Tiene alguna otra pregunta para el doctor Chen?
Meyer negó con la cabeza. Había comprendido adónde iba a parar todo aquello. Soltan dio permiso a Chen para que abandonara el estrado. Holloway casi tuvo que arrebatarle el panel de información.
—A partir de los datos aportados hoy aquí, he decidido que no existe causa suficiente para ordenar a la corporación Zarathustra que presente un informe de posible vida inteligente —anunció Soltan después de que Holloway y Chen se hubieran sentado—. Sin embargo, es obvio que estas criaturas son más que simples animales. Que alcancen el nivel de seres dotados de inteligencia es una decisión que no compete a ninguno de los presentes, con el debido respeto a los doctores Wangai y Chen. Si ha habido alguna vez un caso necesitado de un estudio más concienzudo, es éste.
»Presentaré una solicitud a la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente, bajo cuyos auspicios se administra la determinación de la inteligencia, para que nos remita a los expertos apropiados con el fin de ampliar el estudio y tomar una decisión respecto a la inteligencia de los llamados «peludos». Hasta ese momento, la corporación Zarathustra continuará con sus operaciones normales, con el entendimiento de que a partir de ahora se atendrá a las normas dictadas por la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente respecto a la explotación de mundos en disputa. A última hora de la jornada de hoy presentaré mis conclusiones por escrito. ¿Alguna objeción, señora Meyer?
—No, señoría.
—Entonces se aplaza la sesión —dijo Soltan, que se levantó y desapareció en su despacho.