Cuando la jueza Soltan mencionó su nombre, Holloway se levantó de la mesa de la defensa y se acercó al estrado. La jueza le recordó que tenía que decir la verdad. Holloway buscó con la mirada a Brad Landon y afirmó que así lo haría. Landon le dirigió una imperceptible inclinación de cabeza.
Isabel siguió la mirada de Holloway hasta recalar en Landon. Luego se volvió de nuevo hacia el prospector con una expresión inescrutable.
—Señor Holloway, por favor díganos su nombre y apellidos, y su ocupación —pidió Janice Meyer.
—Soy Jack Holloway, y hace ocho años que trabajo como prospector contratista aquí en Zara Veintitrés.
—¿Cuánto hace que conoce a la doctora Wangai? —preguntó Meyer.
—Me la presentaron a su llegada a Zara Veintitrés —respondió Holloway—, pero tuve ocasión de conocerla mejor un año después, cuando coincidimos en la fiesta anual que Chad Bourne organiza para los exploradores. Al cabo de unos meses iniciamos una relación que duró unos dos años, momento en el que rompimos por los motivos señalados aquí hoy.
—¿Qué relación tiene actualmente con la doctora Wangai? —preguntó Meyer.
Holloway miró a Isabel, inexpresiva.
—Somos amigos, pero tengo cosas por las que disculparme —dijo.
Meyer asintió.
—Veamos, descubrió usted recientemente a las criaturas que usted y la doctora Wangai llaman «peludos», ¿correcto?
—Hará un mes, más o menos, sí —confirmó Holloway—. Uno de ellos entró en mi cabaña.
—¿Y ha pasado mucho tiempo con ellos la doctora Wangai durante este período? —preguntó Meyer.
—Pasó cerca de una semana estudiándolos en mi propiedad —dijo Holloway.
—No parece que eso sea mucho tiempo —comentó Meyer—. Sobre todo para decidir o no si esas criaturas son inteligentes.
—Isabel es científica y cree saber qué debe buscar —explicó Holloway—. Supongo que cree que observó lo suficiente para tomar una decisión, porque de otro modo no lo habría hecho.
—¿Está de acuerdo con la afirmación de la doctora Wangai?
—Isabel es consciente de que ambos hemos tenido opiniones distintas en este asunto —dijo Holloway—, y la última vez que tuvimos ocasión de comentarlo, insistí en que no creía que los peludos fuesen una especie inteligente.
—¿Por qué cree usted que ambos tienen tal diferencia de opiniones?
—¿Aparte, claro está, del hecho de que descubrí una veta de piedra solar que me supondría miles de millones de créditos, siempre y cuando se dictamine que los peludos no son inteligentes? —dijo Holloway.
Meyer pestañeó teatralmente al oír eso.
—Creo que todos somos conscientes de que trabaja usted como contratista de ZaraCorp —dijo.
—Entonces, si dejamos eso aparte, he tenido ocasión de observar a los peludos durante un período más extenso que Isabel —explicó Holloway—. Y si bien no soy científico y sólo puedo hablar desde el punto de vista de un neófito interesado, inicialmente los peludos no me parecieron más que animales inteligentes, como los monos o, tal vez, los gatos más listos del universo.
—¿Son lo bastante listos para que alguien pueda adiestrarlos? —preguntó Meyer.
—No creo que quepa duda al respecto. He entrenado a mi perro para que haga toda clase de cosas, y cualquiera de los peludos es más listo que mi perro.
—¿Lo suficiente para aprender algunos trucos capaces de engañar a un biólogo?
—Si la bióloga, como es el caso, no es experta en xenointeligencia, y si la emoción de su propio hallazgo le impidiera observar ciertas cosas, entonces sí. Sin duda.
—¿Sugiere que la doctora Wangai no es buena observadora?
—Sé que es buena observadora, pero también que hubo ciertas lagunas.
—Eso no es una acusación que pueda hacerse a la ligera contra la bióloga jefe de Zara Veintitrés —advirtió Meyer.
—Le pondré un ejemplo —propuso Holloway—. Después de mi primer encuentro con los peludos, les asigné un sexo en función de ciertas hipótesis que hice: el macho es agresivo y bullicioso; la hembra, protectora y dulce. Los llamé Papá Peludo, Mamá Peludo, etcétera. Durante días, Isabel dio por sentado que los peludos eran macho y hembra, a pesar de tener en cuenta que, como primera bióloga del planeta, sabía que la mayoría de los animales no tienen género, como ocurre en los de la Tierra. Admitió que al principio había dado por sentado que eran macho y hembra porque yo se lo había contado así y asumió que yo lo había comprobado previamente.
—Eso supone un lapso importante en su capacidad de observación —afirmó Meyer—. Supongo que no tendrá usted prueba de ello, aparte de su palabra.
Holloway señaló a un punto situado por detrás de Isabel.
—El señor Sullivan le oyó decirlo. En honor de la verdad, diré que Isabel cayó en la cuenta, aunque tardó unos días.
—Todo porque usted le había dicho lo contrario —dijo Meyer.
—Sí. No pretendí confundirla. No fue más que una suposición incorrecta por mi parte. Fue inocente, pero al final logré confundirla.
—Nadie le culpa de perjudicar intencionadamente la situación profesional de la doctora Wangai —le aseguró Meyer—. Pero, señor Holloway, ¿existe alguna posibilidad de que usted confundiera en otros aspectos a la doctora Wangai? ¿No por lo que le dijo, sino por lo que usted no le contó?
Holloway se mostró incómodo.
—Sí —dijo, al cabo—. Supongo que fue así. Y aquí ahora, me siento bastante avergonzado por ello. Desearía no tener que admitirlo.
—Pues tiene que admitirlo, señor Holloway —dijo la jueza Soltan.
—Lo sé. Por supuesto. Sin embargo, creo que me resultaría más sencillo explicarlo si pudiera utilizar el monitor que ha traído Isabel para hacer su exposición. ¿Les parece bien?
—¿Cuánto tiempo nos llevará? —preguntó Soltan.
—Seré tan breve como me sea posible —aseguró Holloway—. Confíe en mí, quiero zanjar este asunto tan rápidamente como usted.
—De acuerdo —aceptó Soltan.
Holloway señaló la mesa de la defensa.
—En el panel de información tengo unos datos que necesito.
—Puede abandonar el estrado, pero tenga en cuenta que aún está testificando y bajo juramento de decir la verdad.
—Entiendo. —Holloway se levantó, abandonó el estrado y se dirigió a la mesa de la defensa, donde se encontraba su panel de información. Hizo caso omiso del aparato y se acercó a Isabel, que era incapaz de mirarle a la cara.
—Isabel —dijo.
—Por favor, no se dirija en este momento al otro experto, señor Holloway —pidió la jueza.
—Lo siento, señoría —se disculpó Holloway—. Pero no necesito datos de mi panel de información, sino del suyo.
—No comprendo.
—Ni yo —dijo Meyer.
—La información almacenada en el panel de Isabel es una grabación segura de vídeo, tomada por cámaras y grabadoras diseñadas con la verificación científica y legal en mente —explicó Holloway—. Soy plenamente consciente de que se ha puesto en duda la verdad de mis palabras en el estrado, no sólo por Isabel. Quiero asegurarme que todos crean lo que me dispongo a afirmar y que no he falsificado las pruebas que voy a mostrarles.
Soltan asintió.
—Doctora Wangai, por favor entregue su panel de información al señor Holloway.
Isabel le tendió a regañadientes el aparato.
—Gracias —dijo Holloway—. ¿Puedo acceder a todas tus grabaciones de vídeo?
—He introducido mi usuario y contraseña —respondió Isabel, tensa, evitando decir más de lo que era estrictamente necesario.
—¿Has cambiado los nombres de los archivos de vídeo?
—No.
—De acuerdo, gracias.
Isabel no respondió. Holloway miró en dirección a Sullivan, cuya expresión no se antojaba especialmente amistosa. También él había imaginado cuál era la naturaleza de la función que allí se representaba.
Holloway manipuló el panel y abrió un canal de comunicación con el monitor. El monitor parpadeó a la espera de que le fuese suministrada la imagen de vídeo.
—Ya hemos establecido que la doctora Wangai, a pesar de su considerable competencia y talento como científico, a veces permite que sus suposiciones se impongan a su capacidad de observación y su conocimiento de la fauna planetaria —dijo Holloway a modo de introducción. Se le había animado la voz y hablaba con fluidez y precisión; era el tono que había empleado cuando se dedicó a litigar profesionalmente. Tanto Soltan como Meyer dieron un respingo imperceptible cuando percibieron el cambio de su tono de voz. Holloway reparó en ello, pero no permitió que su expresión lo delatara—. Aceptar mis conclusiones respecto al sexo de los peludos constituye un ejemplo obvio. Pero hay otro detalle que le pasó desapercibido.
Holloway manipuló de nuevo el panel de información y, seguidamente, se inició la reproducción de vídeo, una imagen de Papá, Mamá y Abuelo Peludo sentados juntos en un semicírculo, comiendo bindis.
—Todos sabemos que uno de los indicadores más importantes para determinar la inteligencia de una especie es la capacidad de hablar. Según la sentencia del caso Cheng, esto se traduce en «comunicación con significado que transmita más de lo inmediato y lo inminente». Hasta la fecha, se conocen tres especies que se comuniquen a un nivel que satisfaga el criterio de Cheng: el ser humano, los urai y los negad. Es una característica que estas tres especies comparten.
»Pero hay otra cosa que los humanos, los urai y los negad tienen en común: su habla es vocalizada, y la vocalización de cada uno se adhiere a niveles audibles para el oído humano. De hecho, son los humanos quienes poseemos la escala más amplia de frecuencias en nuestra habla, mientras que los negad son quienes poseen menos. En resumen, nosotros podemos oír el habla de humanos, urai y negad.
Holloway puso la imagen en pausa.
—Hace un par de semanas visité el nuevo campamento que ZaraCorp construye para la explotación de la veta de piedra solar que descubrí. Mientras estuve allí, me mostraron unos enormes altavoces repartidos a lo largo de la verja que protege el perímetro. Emitían un sonido a tope de decibelios, con objeto de espantar a los zaraptors y otros temibles depredadores de la jungla, pero aunque yo podía notar el aporreo de los altavoces, no podía oír nada, ya que emitían el sonido a veinticinco kilohercios. Eso supera la frecuencia que el oído humano es capaz de registrar.
—Estoy esperando a escuchar qué importancia tiene todo esto, señor Holloway —dijo Soltan.
—Exacto —prosiguió Holloway—. Está esperando a escuchar la importancia de esto, pero no puede porque escucha en una frecuencia demasiado grave. Todos nosotros lo hemos hecho. Los altavoces de la verja funcionan porque los depredadores de Zara Veintitrés oyen a frecuencias mucho más elevadas que nosotros. Y oyen a frecuencias más agudas no por un motivo aleatorio, sino porque para ellos tiene sentido desde un punto de vista evolutivo. Digamos que porque su presa y otros animales pequeños emiten sonidos en esa frecuencia.
Holloway volvió a reproducir el vídeo desde el principio, sobreponiendo a la imagen el menú de opciones.
—Una de los bonitos detalles que tiene la cámara de investigación que utilizó la doctora Wangai para grabar a los peludos es que, al contrario que la mayor parte de las cámaras que se comercializan, registra datos que los humanos no percibimos por nuestros propios medios —explicó—. Por ejemplo, además de grabar el espectro visible de colores, registra las frecuencias infrarroja y ultravioleta. Hay que usar filtros para ver esos datos, por supuesto, pero ahí están. También registra sonidos que superan y que son inferiores a la frecuencia que registramos los humanos. También para oírlos nos vemos obligados a emplear filtros.
Holloway repasó las diversas opciones del menú y restableció los filtros de audio del vídeo para permitir que aquellos sonidos por encima del rango de audición humano fueran audibles. Volvió a reproducir la imagen de vídeo.
Era la misma imagen de Papá, Mamá y Abuelo Peludo, sentados en semicírculo. Sólo que ahora sonaba como si mantuvieran una conversación.
—Miren —dijo Holloway en voz baja, señalando la imagen del monitor—. Miren cómo esperan a que llegue su turno para hablar. Miren cómo responden a lo que dicen los demás. —Subió el volumen del monitor, de modo que la charla entre los peludos cobró intensidad—. Pueden escuchar la estructura del lenguaje.
Al cabo de unos instantes, Holloway puso el vídeo en pausa, lo apagó y seleccionó otra grabación en la que aparecían Abuelo Peludo y Pinto. Además de las collejas, había un constante flujo de sonido procedente de Abuelo, interrumpido ocasionalmente por un chillido de Pinto, que de todas las cosas posibles sonaba a presunción.
Puso la pausa, cerró el vídeo y abrió el archivo de otra grabación. En ésta, Mamá Peludo acicalaba a Bebé Peludo. Los ruidos que provenían de Mamá Peludo eran distintos a los sonidos de otros vídeos, eran más suaves, sibilantes.
—Dios mío —dijo Isabel—. Mamá está cantando.
En el vídeo, Bebé Peludo sumaba su voz a la de Mamá Peludo, ambas criaturas unidas en la armonía de sonidos. Todos observaron y escucharon el vídeo unos instantes.
Entonces Holloway puso el vídeo en pausa y se volvió hacia Isabel.
—Lo siento, doctora Wangai —dijo, caminando hacia ella—. Pero me temo que estamos ante otro ejemplo de su escasa pericia como observadora. Supongo que sabía que las criaturas de Zara Veintitrés son capaces de oír más allá de la frecuencia que alcanza el oído humano, lo que supone por tanto que existe una alta posibilidad de que tanto ellos como otras criaturas produzcan sonidos en esa frecuencia elevada. No obstante, igual que se dejó influenciar por el modo en que atribuí sexos y roles a los peludos, también trabajó a partir de la suposición implícita de que el habla de los peludos sería como el de cualquier otra especie inteligente: algo que usted podría oír. Y así, la parte más importante de su argumento para justificar la inteligencia de los peludos, su capacidad de hablar, no fue observada y le pasó desapercibida.
Holloway devolvió el panel de información a Isabel, que ésta aceptó con mano temblorosa. Holloway se volvió hacia Meyer, que le miraba con la misma expresión que podría haber tenido si el prospector acabara de desnudarse en presencia de toda la sala.
—Y así es como engañé a Isabel, señora Meyer. Señoría —dijo, inclinando levemente la cabeza en dirección a la jueza Soltan, cuya expresión rivalizaba en asombro con la de la abogada de la corporación—. He mencionado que la última vez que tuve ocasión de hablar con ella le dije que no creía que los peludos fuesen inteligentes, y así era. Pero entonces vi cómo uno de los peludos hizo que mi perro se sentara y tumbara sobre el lomo tras ordenárselo, órdenes verbales. No pude oírlas, pero recordé que los demás animales del planeta captaban frecuencias más agudas, igual que hace mi perro. Así que repasé la información y descubrí que los peludos habían estado hablando todo el tiempo.
»Despisté a Isabel al no contarle esto —confesó Holloway—. Haciéndole creer que no estaba de acuerdo con ella respecto a la inteligencia de los peludos, cuando, de hecho, a lo largo de estos últimos días me he convencido totalmente de ello. Hablan, señora Meyer, señoría. Hablan, discuten, conversan y cantan. No es un truco que pueda fingirse, por listo que sea el animal, o por inteligente que sea quien los adiestre. No son animales. Son personas.
»Y doctora Wangai —añadió Holloway, volviéndose de nuevo hacia Isabel—, yo estaba equivocado. Me equivoqué al ocultarte esta información y al permitirte presentarte en esta instrucción sin todos los hechos que necesitabas para defender tu afirmación, y también al permitir que nadie arrojase una sombra de duda sobre tu reputación. Me equivoqué. Me equivoqué por hacerlo, por permitirlo. Lo siento.
Holloway dio la espalda a Isabel y se sentó de nuevo en el estrado.
—Doy por concluida mi exposición de los hechos —dijo, dirigiéndose a la jueza.