Capítulo 16

—Así es como se desarrolla la instrucción —dijo Sullivan a Holloway.

Se hallaban ante la puerta de la única y atestada sala de justicia de toda la localidad de Aubreytown.

—El juez entra y pronuncia unas palabras previas. Luego sigue una presentación de materiales. Isabel se encargará de ello. Se trata de una formalidad, porque el juez dispone ya de todas las grabaciones de Isabel, pero si quiere hacerle alguna pregunta lo hará en ese momento. Luego, un representante de ZaraCorp interrogará a los expertos, que en este caso sois Isabel y tú. El juez también podría formular preguntas en esta fase. Al final, el juez emitirá un fallo.

Holloway arrugó el entrecejo.

—Así que ZaraCorp nos interrogará a Isabel y a mí. ¿Quién va a representarnos?

—Nadie. Se trata de una instrucción, no de un juicio —aclaró Sullivan.

—Si dices que al final el juez emitirá un fallo… A mí eso me suena a juicio.

—Pero no se os acusa de ningún delito, Jack —le recordó Sullivan—. Isabel y tú sois testigos, no acusados.

—Ya —dijo Holloway—. Aquí los acusados son los peludos.

—En cierto modo.

—¿Y quién los representa? Sullivan exhaló un suspiro.

—Tú prométeme que no te pondrás en contra al juez.

—Te juro que no he venido a ponerme en contra al juez —se comprometió Holloway.

—De acuerdo.

—¿Qué papel tienes tú en esta investigación?

—No tengo ningún papel. Me he recusado por la participación de Isabel, y mi jefa estuvo de acuerdo —explicó Sullivan—. Ya te dije que iría a por todas en este asunto: cree que es su billete de salida de esta roca. Y mira, ahí llega. —Sullivan señaló con un gesto el pasillo del edificio administrativo de Aubreytown, por donde Janice Meyer iba caminando hacia ambos con el fin de entrar en la sala de justicia. Tras ella, una joven llevaba la documentación relativa al caso.

—¿Qué tal es ella? —preguntó Holloway.

—¿A qué te refieres?

—Como persona.

—No tengo la menor idea —admitió Sullivan, murmurando para evitar que su jefa pudiera oírle.

La mujer se detuvo ante ambos.

—Mark —saludó antes de volverse hacia Holloway—. Ah, señor Holloway. Me alegro de volver a verle. —Le tendió la mano, que Holloway estrechó.

—Hemos topado con una nueva especie muy interesante —dijo Meyer.

—Son una caja de sorpresas —comentó Holloway.

—¿Le ha explicado Mark cómo se desarrollará la jornada de hoy? —preguntó Meyer.

—Sí.

—No se trata de un juicio —remarcó Meyer—. Así que recuerde que no hay necesidad de titubear a la hora de responder a las preguntas que yo pueda hacerle.

—Prometo decir toda la verdad —dijo Holloway.

Meyer sonrió al oír eso, lo que hizo que Holloway se preguntara si ella sabía algo acerca de la visita secreta que había hecho Aubrey a su cabaña. Se volvió hacia Sullivan y entró en la sala, seguida por su ayudante.

—Como jefa es ambiciosa —concluyó Sullivan.

—Eso no te perjudica —dijo Holloway—. Los jefes ambiciosos dejan vacantes cuando ascienden.

—Eso es verdad —admitió Sullivan, que a continuación sonrió al ver que otra persona se acercaba por el pasillo. Era Isabel.

Ella sonrió a su vez, y cuando llegó a la altura de Sullivan, le dio un beso, público pero decoroso, en la mejilla, antes de volverse hacia Holloway.

Éste le tendió la mano.

—Jack Holloway —se presentó—. Soy tu testigo experto.

—Qué amable, Jack —dijo Isabel, que le dio un beso fugaz en la mejilla—. ¿Te pone nervioso todo esto?

—No. ¿Y a ti?

—Estoy aterrada —confesó Isabel—. Lo que le cuente al juez en esta sala puede hacer que se reconozca a los peludos como personas. No quiero meter la pata. No creo que haya estado tan nerviosa desde que defendí mi tesis doctoral.

—Bueno, entonces te salió bien, ¿no? —preguntó Holloway—. Eso supone un porcentaje de éxito del ciento por ciento.

—¿Cuándo has llegado? —preguntó Isabel.

Carl y yo tomamos tierra hace una hora.

—¿Dónde está Carl?

—Se ha quedado en el aerodeslizador —respondió Holloway—. Relájate —añadió, reparando en la expresión de Isabel—. El aerodeslizador posee un control climático interno. Vamos, que está fresco como una lechuga. Si quieres asegurarte de que sigue con vida, podrás verlo cuando termine la vista.

—Ya que lo mencionas, ha llegado el momento de que entréis —dijo Sullivan—. Esto empezará dentro de unos minutos, y a la jueza Soltan no le gusta que le hagan esperar.

La jueza Nedra Soltan entró en la sala y ocupó el sillón sin preámbulos. No había presente ningún alguacil que anunciara su llegada o que pidiera a los presentes que se levantaran o sentaran. Para cuando todos se hubieron levantado, la jueza Soltan ya había tomado asiento.

—Resolvamos este asunto lo más pronto posible —soltó Soltan, sin preámbulos, y comprobó la lista de declarantes—. ¿Doctora Wangai?

—¿Sí, señoría? —Isabel se levantó.

Holloway estaba sentado a su lado, a la mesa que por lo general se reservaba para la defensa. Janice Meyer y su ayudante se sentaban a una mesa generalmente reservada a la acusación.

«Y dicen que esto no es un juicio», pensó Holloway.

Los bancos reservados al público estaban vacíos, a excepción de Brad Landon, que se sentaba en la hilera del fondo con una expresión de educado tedio, y Sullivan, sentado justo detrás de Isabel.

—Según el programa de esta sesión, debe usted hacer un resumen de los materiales empleados durante la investigación —dijo Soltan.

—Sí, señoría —contestó Isabel.

—¿Va a aportar algún material nuevo que no forme parte del paquete que me envió? —preguntó Soltan—. Porque si no es así, podemos pasarlo por alto.

Isabel pestañeó al oír eso.

—¿Pasarlo por alto? —Miró hacia el monitor que habían introducido en la sala para que llevase a cabo su exposición.

—Sí —dijo Soltan—. Su informe es tan exhaustivo que es capaz de agotar a cualquiera, doctora Wangai. Si todo lo que vamos a hacer aquí es repasarlo, preferiría dedicar el tiempo a otra cosa.

—El objetivo de la presentación consiste en darle tiempo para formular cualquiera duda que pueda tener referente al material aportado —dijo Isabel—. Estoy segura de que tendrá alguna pregunta que hacer.

—En realidad, no —replicó Soltan sin ambages—. ¿Podemos proseguir?

Isabel miró a Holloway, que enarcó levemente ambas cejas, y después hacia Sullivan, que no alteró la expresión.

—Supongo —dijo, al cabo, tras volverse hacia Soltan.

—Estupendo —respondió Soltan, que a continuación se dirigió a Meyer—: ¿A usted también le parece bien, señora Meyer?

—Ningún problema, señoría —respondió Meyer.

—Excelente. Hemos resuelto dos horas del programa que teníamos para hoy. Tal vez salgamos de aquí antes del almuerzo. Puede sentarse, doctora Wangai.

Isabel tomó asiento, con aspecto de sentirse algo aturdida, mientras Soltan recuperaba el programa del día.

—Veamos. Señora Meyer, creo que a continuación debe usted interrogar a los expertos.

¿A quién quiere interrogar primero?

—Creo que la doctora Wangai es la primera de la lista —dijo Meyer.

—Muy bien —convino Soltan—. Doctora Wangai, acérquese al estrado.

Isabel se levantó de la mesa y se acercó al estrado, en cuya silla tomó asiento.

—Por lo general le pediría que declarase bajo juramento —dijo la jueza—, pero se trata de una instrucción y, por tanto, es más informal. Sin embargo, recuerde que debe responder la verdad y satisfacer todas las dudas que se planteen en la medida de lo posible. ¿Lo ha entendido?

—Sí.

—Adelante —dijo Soltan a Meyer.

—Doctora Wangai, díganos por favor su nombre y apellidos, y su ocupación —pidió Meyer tras levantarse.

—Soy la doctora Isabel Njeru Wangai, bióloga jefa de la corporación Zarathustra en Zara Veintitrés —contestó Isabel.

—¿Y dónde obtuvo usted su doctorado, doctora Wangai? —preguntó Meyer.

—En la universidad de Oxford.

—He oído que cuenta con una buena facultad —dijo Meyer.

—No está mal —contestó Isabel con una sonrisa.

—¿Estudió allí xenointeligencia? —continuó Meyer.

—No. Allí mi campo de investigación se centró en la Sarcomonada cercozoa.

—Ahí me he perdido.

—Son protistas —aclaró Isabel—. Organismos unicelulares.

—¿De qué planeta provienen esos protistas?

—Son originarios de la Tierra.

—De modo que su experiencia en el campo de la biología, si bien estudió en una buena facultad, se ha centrado en la biología terrestre, en seres de la Tierra. ¿Es correcto?

—Sí —respondió Isabel—. Pero llevo casi cinco años trabajando en Zara Veintitrés como bióloga jefe. Poseo una considerable experiencia práctica trabajando y estudiando la biología extraterrestre.

—¿Se ha centrado parte de ella en la xenointeligencia? —preguntó Meyer.

—Hasta hace poco, no.

—Así que es su primera incursión en este campo —dijo Meyer—. Es usted nueva en él.

—Sí —admitió Isabel—. Sin embargo, la evaluación que realicé sobre los peludos se fundamentó en criterios sólidos en el campo de la xenointeligencia. Criterios diseñados para ser de utilidad sin importar la experiencia que se posea.

—¿De veras cree tal cosa? Como científico, ¿de verdad cree que cualquier persona que no esté formada en un campo de conocimiento concreto puede llevar a cabo evaluaciones propias de expertos en dicho campo?

—No puede decirse que yo sea «cualquier persona» —repuso Isabel—. Soy una bióloga experta con años de experiencia práctica en el estudio de la xenobiología.

—Así que la experiencia es un grado —dijo Meyer—. Doctora Wangai, no pongo en duda su experiencia y sus conocimientos en su campo de estudio, pero debo poner en duda si el hecho de confiar en su evaluación de estas criaturas en busca de muestras de xenointeligencia no equivaldría a que un paciente consulte a su podólogo en referencia a un trasplante de hígado.

Holloway se rebulló en la silla. Recordaba haber pronunciado unas palabras muy parecidas cuando Chad Bourne se presentó en la cabaña, acompañado por Aubrey y los demás. Entonces había dado por sentado que su conversación con Bourne no había sido privada, pero debía interpretar que la repetición de sus propias palabras en la sala para atacar a Isabel suponía una prueba de que aquella intervención había sido coreografiada de principio a fin. Era la quintaesencia de una farsa de juicio. La única persona que no estaba al corriente de ello era Isabel.

—No creo que su analogía sea tan acertada como usted cree —dijo Isabel.

—Tal vez no —admitió Meyer con una sonrisa—. Prosigamos si le parece, doctora Wangai. Por favor, cuéntenos cómo descubrió la existencia de los peludos.

—Jack Holloway me habló de ellos y me entregó una grabación que había hecho de uno de ellos —explicó Isabel—. El vídeo era interesante, pero no seguro, así que quise verlo personalmente y tomar imágenes de vídeo seguras, para que no hubiese duda alguna de que alguien pudiese haberlas manipulado.

—Después de que el señor Holloway le entregase esa primera grabación, ¿cuánto tiempo pasó hasta que vio personalmente a las criaturas? —preguntó Meyer.

—Cinco días en total, creo.

—Ha dicho que cuando el señor Holloway le entregó la primera grabación, le preocupaba la posibilidad de que alguien pudiera haber manipulado los datos o alterado la imagen —recapituló Meyer—. ¿Existía alguna razón para que pudiese albergar esas dudas?

—No es un resumen fiel a mi declaración —protestó Isabel.

—Si quiere, podemos pedir al secretario del tribunal que nos repita esa parte de su declaración —propuso Meyer.

—No será necesario —respondió Isabel, cuyo tono únicamente delató un atisbo de frustración.

Holloway se preguntó si alguno de los presentes, excepto él, habría reparado en ello. Tal vez Sullivan, pensó, volviéndose hacia el abogado, quien mantenía una expresión inescrutable.

—Me refería a que la grabación de vídeo de Jack no se obtuvo en un aparato seguro —continuó Isabel—. Aunque fuera legítimo, de lo que no me cupo la menor duda, no se trataba de algo que pudiera aportar como prueba en, por ejemplo, una investigación como la presente.

—Acaba de referirse al señor Holloway como «Jack» —dijo Meyer—. ¿Ustedes se conocen?

—Sí, somos amigos —respondió Isabel.

—¿Alguna vez su relación ha superado la frontera de la amistad? —preguntó Meyer.

Isabel hizo una pausa.

—No estoy muy segura de que eso sea relevante —dijo.

—Yo tampoco lo estoy —intervino Soltan.

—Le aseguro, señoría, que todo esto tiene un motivo.

Soltan se mordió el labio, considerando unos instantes las palabras de Meyer.

—De acuerdo —dijo—, pero procure ir al grano, señora Meyer.

La abogada se volvió hacia Isabel.

—¿Y bien, doctora Wangai?

Isabel miró fríamente a Meyer antes de responder.

—Mantuvimos una relación —dijo. Su voz se volvió entrecortada, que era lo que solía sucederle cuando se cabreaba de lo lindo.

—Que ha terminado —puntualizó Meyer.

—Sí —repuso Isabel—. Decidimos dejarlo hace un tiempo.

—¿Por algún motivo en particular? —preguntó Meyer.

—Tenemos recuerdos distintos de cierto suceso.

—¿Se trataría de una referencia a una investigación previa, efectuada por la corporación Zarathustra, en la que usted aseguró que el señor Holloway había enseñado a su perro a detonar explosivos, entre otras cosas, mientras que el señor Holloway aseguró que usted mentía respecto a lo sucedido?

—Sí —respondió Isabel.

—¿Quién mintió durante la investigación, doctora Wangai?

—La investigación concluyó que las acusaciones no podían demostrarse —dijo Isabel.

—No era ésa mi pregunta. Sé cuáles fueron las conclusiones de la investigación. Lo que le pido es su opinión al respecto, y para que quede constancia, su respuesta aquí no compromete de ningún modo su actual o futura relación laboral con ZaraCorp. Doctora Wangai, ¿quién mintió durante esa investigación?

—No fui yo —dijo Isabel, mirando a los ojos a Holloway.

—Por tanto fue el señor Holloway. Isabel volvió la mirada hacia Meyer.

—Creo que mi respuesta ha sido suficientemente clara —dijo.

—Sí —confirmó Meyer—, en efecto. Y también es verdad que esa investigación empañó su expediente, ¿correcto?

—Hace un momento me ha asegurado que todo esto iba a alguna parte —dijo Soltan, interrumpiendo a Meyer.

—Un minuto, se lo ruego, señoría —dijo Meyer—. La doctora Wangai es una excelente científica que ha realizado un importante descubrimiento con estos peludos, tal como ella los llama. No hay duda de su competencia en su campo particular o del valioso servicio que ha prestado a la ciencia de la biología al grabar y describir a esta especie animal.

»Pero también es verdad que carece de la experiencia y conocimientos necesarios en xenointeligencia —continuó Meyer, señalando a Holloway—. Es verdad que la persona que la informó de la existencia de las criaturas, Jack Holloway, es su antigua pareja, con quien tuvo una mala ruptura. Es verdad que cree que el señor Holloway ha mentido antes respecto a ella, en una situación que acabó perjudicando su carrera. Y, finalmente, es cierto que sabemos que el señor Holloway posee, al menos supuestamente, cierta pericia a la hora de enseñar a los animales a hacer trucos relativamente complejos.

»Así que el señor Holloway descubre a estos ingeniosos animalitos y decide compartir su hallazgo con su ex novia. Cuando la ve intrigada, el señor Holloway opta por gastarle una broma y les enseña algunos trucos que, para el neófito, parecen una muestra de inteligencia. La doctora Wangai tarda unos días en llegar a la casa del señor Holloway, así que éste tiene tiempo de sobras para entrenar a los animales. Cuando la doctora llega a la casa, se traga el anzuelo. Así de fácil.

Soltan arrugó el entrecejo tras escuchar esta teoría.

—Señora Meyer, ¿sugiere que todo este asunto no es más que el malvado empeño del señor Holloway de perjudicar la reputación profesional de su ex novia?

—No creo que deba atribuirse al señor Holloway lo que entendemos por maldad —dijo Meyer—. En este momento, la doctora Wangai lo considera un amigo. Es posible que el señor Holloway intentase divertirse a costa de alguien a quien estaba seguro que emocionaría el descubrimiento de una nueva especie inteligente.

Soltan miró en dirección a Holloway, una mirada que le incomodó.

—No me parece que sea una broma muy divertida —dijo la jueza.

—Tal vez no —admitió Meyer—. Pero es mejor teoría que la del sabotaje profesional. Al menos es menos… desagradable.

Soltan se volvió hacia Isabel.

—Doctora Wangai, ¿es posible que el señor Holloway la engañara?

—No —respondió la bióloga.

—¿Por qué? —insistió Soltan—. ¿Porque usted es demasiado competente, o porque el señor Holloway no haría tal cosa?

—Por ambas razones.

—Ha quedado establecido que su especialidad no es la xenointeligencia —dijo Soltan—. También ha quedado establecido que usted cree que no sólo el señor Holloway la mintió, sino que mintió respecto a usted en el transcurso de una investigación oficial.

Isabel no dijo nada. Se quedó mirando a Holloway.

—Si se me permite —dijo Meyer cuando fue evidente que Isabel no iba a responder—. La nota que se añadió al expediente de la doctora Wangai posee cierta relevancia.

—Continúe.

—Doctora Wangai, ¿recuerda qué afirma la nota incluida en su expediente laboral? —preguntó Meyer con cierta delicadeza.

—Sí —dijo Isabel, cuya voz estaba impregnada de una resignación que Holloway nunca le había oído antes.

—¿Qué dice esa nota, doctora Wangai? —preguntó Meyer.

—Dice que mi criterio podría verse perjudicado por las relaciones estrechas o románticas que pueda mantener —respondió Isabel. Meyer asintió y miró a Soltan.

—No tengo más preguntas que hacer —dijo. Soltan asintió y mandó a Isabel bajar del estrado.

A Holloway le costó horrores mirar a Isabel cuando la bióloga caminó de vuelta a la mesa. La estrategia planteada por Meyer no tuvo nada que ver con los peludos, sino con todo lo demás relacionado con Isabel: su competencia, su juicio personal, su profesionalidad y sus relaciones con los demás, aspectos que habían quedado en entredicho al término del interrogatorio.

Isabel se sentó en la silla con la vista clavada al frente, esforzándose por no mirar a Holloway. Sullivan se inclinó para poner la mano en el hombro y reconfortarla. Isabel tomó su mano sin volver la vista atrás. Siguió mirando al frente con cierta expresión que Holloway conocía, una expresión que le dio a entender que por fin Isabel había comprendido lo que los demás actores de aquella función sabían: que la investigación no tenía la menor importancia, que ya se había tomado una decisión respecto a los peludos y que todo aquello era uno más de los pasos que debían recorrer para alcanzar ese objetivo.

Isabel comprendió que lo había echado todo a perder en el estrado. Holloway supo que su papel en aquella representación consistía en darle el golpe de gracia.