Capítulo 15

Una vez se hubieron marchado los invitados, Holloway echó mano del panel de información y descargó la grabación de la cámara de seguridad. Si alguno de los tres hombres que habían entrado en la cabaña había reparado en la cámara, no dio muestra de ello, lo cual era perfecto, puesto que así lo había planeado Holloway. Había un motivo para que tuviera ese sombrero sobre el lugar donde dejaba la cámara.

Durante los primeros minutos, el vídeo no mostraba más que el aerodeslizador con Joe DeLise dentro. Éste manoseaba los botones del panel de mandos con aspecto de estar profundamente aburrido. Holloway pasó la grabación a cámara rápida, hasta que vio algo en el capó del vehículo. Holloway aumentó la resolución; era Pinto, el peludo revoltoso.

Pinto caminaba sobre el parabrisas del aerodeslizador, presa de la curiosidad que le despertaba el humano que había dentro. Tuvo la impresión de que el humano sentado en el interior del vehículo miraba al peludo con cara de pocos amigos. Pinto pegó la cara al cristal para ver mejor a DeLise y éste golpeó el cristal con la palma de la mano.

Pinto se apartó del cristal, sobresaltado, pero luego pareció comprender que el hecho de que el humano golpease el cristal desde dentro no entrañaba el menor peligro para él, momento en que pegó de nuevo la nariz al parabrisas. DeLise lo golpeó con fuerza otra vez, pero en esa ocasión Pinto no se movió un ápice. DeLise repitió el gesto, una y otra vez. Holloway centró la imagen en el rostro de DeLise y vio que estaba gritando. El aerodeslizador estaba demasiado lejos para distinguir lo que decía, aunque de todos modos la cámara tenía apagado el micrófono.

Holloway arrugó el entrecejo al pensar en ello. Había centrado la imagen en DeLise, pero disponer de una grabación de voz de lo que se había hablado en la cabaña habría sido una especie de seguro para él. Debió de apagar accidentalmente al botón de audio del micrófono cuando lo ajustó para que enfocase el vehículo. No valía la pena obcecarse en eso.

Holloway alejó el zum y volvió a ver a Pinto. El peludo retrocedía del cristal, observando con atención a DeLise, que seguía gritando, preguntándose quizá por qué el humano no salía del aerodeslizador e intentaba alcanzarlo. Al cabo de unos minutos, después de que DeLise se hubiese calmado, el peludo volvió a subirse al parabrisas. DeLise ignoró aposta a la criatura.

Pinto se dio la vuelta y restregó el trasero en el cristal, justo enfrente de la cara de DeLise.

DeLise explotó, recostándose en el asiento para descargar una patada en el parabrisas. Por lo visto, tan sólo la absoluta certeza de DeLise de que Holloway le volaría la cabeza con la escopeta lo retuvo en el interior del vehículo. De otro modo, a esas alturas Pinto sería peludo muerto.

Holloway retrocedió la grabación hasta el punto que le permitió ver de nuevo lo sucedido, todo ello con una sonrisa de oreja a oreja.

Hizo avanzar la imagen. Pinto levantó la mirada, como si llamara a alguien o algo. Un minuto después, otro peludo apareció en el capó del aerodeslizador: era Abuelo Peludo. Ambos se quedaron en el capó como si charlaran acerca de algo, y después Pinto volvió a restregar el trasero en el parabrisas, lo que llevó a DeLise a dar otra patada.

Abuelo Peludo, quien no parecía impresionado, dio una colleja a Pinto y apartó al peludo del cristal, antes de empujarlo del capó. Pinto se dirigió al espino más cercano. Abuelo Peludo se volvió para mirar a DeLise, arrimándose al cristal. DeLise escupió, enfadado.

Al cabo de unos instantes, el peludo pareció tomar una decisión, se puso de cuclillas y restregó su propio trasero en el cristal. Luego se alejó lentamente del aerodeslizador, como quien da un tranquilo paseo. Holloway rió a mandíbula batiente, espantando a Carl.

Holloway pasó la grabación hacia adelante varios minutos. DeLise no hacía nada. Volvió a pararla cuando los compañeros del oficial de seguridad regresaron al vehículo. Al verlos, DeLise abrió la puerta del asiento del pasajero y se arriesgó a salir del aerodeslizador para recibirlos a gritos. Después DeLise se pasó uno o dos minutos gesticulando y señalando hacia el espino por el que Pinto había trepado, seguido por Abuelo Peludo. Aubrey y Landon se acercaron un momento a mirar hacia la copa del árbol, como con intención de ver a los animales. A continuación regresaron hasta donde se encontraba DeLise y el vehículo despegó, saliendo de cuadro a varios metros sobre la plataforma de Holloway.

«Nota mental: invitar a Pinto y Abuelo a una cerveza la próxima vez que los veas», pensó Holloway. De hecho, no les daría una cerveza, porque una vez había intentado dar un poco a Papá y Mamá Peludo, sólo para ver si les gustaba, y ambos la habían escupido. A los peludos les gustaba el agua, preferiblemente si la bebían directa del grifo, que aún los fascinaba, y también los zumos de fruta. Pasaban totalmente de cualquier otro líquido. En ese caso lo que contaba era la invitación. Cualquiera que no congeniase con DeLise era uno de los suyos, sin importar a qué especie perteneciera.

«Cualquiera», dijo una voz en su cabeza, una voz sospechosamente parecida a la de Isabel.

Holloway se sacudió el pensamiento de encima. Sí, cualquiera, lo cual no quería decir que los peludos fuesen inteligentes. Carl también era alguien, pero eso no lo convertía en un ser humano. Era perfectamente posible pensar que un animal era alguien, como una persona, sin atribuirle la clase de fuerza intelectual que acompaña a la inteligencia.

Holloway miró al perro, despatarrado en el suelo.

—Eh, Carl —dijo. Carl enarcó las cejas. Bueno, al menos una de ellas, lo que dotó al animal de una mirada involuntariamente sardónica—. ¡Vamos, Carl, habla! —exclamó Holloway.

Pero el can se limitó a mirar a Holloway, quien jamás le había enseñado a ladrar cuando se lo ordenara. Hacer que un perro ladrase por ningún motivo en concreto nunca le había interesado.

—Buen perro, Carl —dijo—. Así no se habla.

—El perro gruñó, cerró los ojos y volvió a quedarse dormido.

Carl era un buen perro y una buena compañía, pero no era un ser inteligente según ninguno de los estándares que importaban a la Autoridad Colonial. Tampoco los chimpancés, los wetsels, los delfines, los pulpos, los flotadores, los dawgs azules o el pez cincel o cualquier otro animal que fuera más inteligente que la especie animal promedio, aunque sin alcanzar la inteligencia propia de un ser humano. En cerca de doscientos mundos explorados, sólo dos seres estaban a la altura de la inteligencia humana: los urai y los negad, ambos capaces de llevar a cabo actividades por las que era impensable no atribuirles lo que el ser humano consideraba inteligencia.

«Bueno, impensable, no», le recordó una parte de su cerebro. En ambos casos hubo una sustancial minoría en la comunidad dedicada a la industria de la exploración y explotación que discutió su inteligencia. Tanto Uraill como Nega (anteriormente conocidos como Zara III y Blue VI) eran lo bastante ricos en recursos como para que valiera la pena hacer el esfuerzo, sobre todo en el caso de los negad, cuya civilización en el momento del contacto apenas era equivalente a las tribus de cazadores-recolectores que poblaron el continente norteamericano en torno al año 10.000 a.C. Señalar a los abogados de las empresas de exploración y explotación que por ese rasero no atribuirían inteligencia a algunos de sus antepasados directos no los conmovió lo más mínimo. Los abogados están entrenados para no hacer el menor caso de semejantes irrelevancias. Los negad no leían, no tenían ciudades y era discutible que hubiesen desarrollado la agricultura. Para los abogados de las empresas de exploración y explotación aquello era como el béisbol: a los tres strikes perdías el turno de bateo.

Holloway recogió el panel de información y retrocedió la imagen de vídeo de nuevo para ver a Pinto y Abuelo Peludo. Si las empresas de exploración y explotación ponían en tela de juicio la inteligencia de los negad, tenían el terreno abonado con los peludos. No tenían ciudades, literatura, agricultura, y tampoco una lengua, herramientas, ropa y, por lo visto, una estructura social que trascendiese la familiar, o algo lo bastante parecido, dada su peculiar biología unisexual, que pudiera distinguirlos de las especies animales.

Pensó que más les convenía no ser inteligentes. Que lo fuesen no garantizaba que los reconocieran como tales. Sobre todo cuando había tantos intereses empeñados en que no lo fueran. Mejor ser mono y no ser capaz de comprender qué te ha sido arrebatado, que ser un hombre y ser capaz de comprenderlo todo demasiado bien y ser incapaz de impedirlo.

Carl se levantó del suelo y se dirigió a la puerta de la cabaña, meneando la cola. Hundió el hocico en la portezuela del perro, zarandeándola un poco. Se trabó con algo, se quedó abierta y Carl reculó.

Al cabo de un instante, la familia Peludo atravesó la portezuela, de regreso de cualquiera que fuese la pequeña y peluda aventura que hubieran corrido ese día. Todos y cada uno de ellos saludaron a Carl, dándole una palmada, o acariciándolo, con la excepción de Bebé, que se abrazó con fuerza al cuello de Carl. El perro también toleró este gesto, y dio un fuerte lametón a Bebé cuando se separó de él. O de ella.

Papá Peludo se acercó a Holloway y levantó la vista hacia él de un modo que Holloway comprendió que era la manera que tenía el peludo de pedirle ayuda. Holloway, a quien acababan de recordar su papel de mayordomo de los peludos, sonrió y siguió a la criatura hasta la cocina, donde Papá se detuvo ante la nevera. Holloway, que sabía capaz al peludo de abrir la puerta, agradeció el hecho de que le pidieran permiso, así que abrió la nevera.

—Adelante, toda tuya —dijo Holloway, acompañando sus palabras de un gesto. Segundos después, el peludo salió de la nevera con las últimas lonchas de pavo ahumado.

—No creo que te guste —comentó Holloway—. Estaba a punto de tirarlo. —Le quitó el pavo al peludo y se lo ofreció a Carl, que se mostró muy interesado—. Siéntate —ordenó a Carl, que se sentó con un entusiasta golpe seco. Holloway arrojó el pavo a Carl, que lo atrapó en el aire y lo engulló en una fracción de segundo.

Papá observó esto y se volvió hacia Holloway al tiempo que soltaba un grito de protesta. Holloway dio por sentado que significaba: «Lo siento, pero ahora debo matarte».

Holloway levantó la mano.

—Espera —dijo, echando un vistazo en la nevera, de cuyo interior sacó otro paquete—. Amigo mío —prosiguió, mostrando el paquete al peludo—, creo que ha llegado el momento de presentarte algo que los humanos llamamos «panceta».

Papá miró el paquete sin tenerlas todas consigo.

—Confía en mí —dijo Holloway. Cerró la nevera y fue en busca de la sartén.

Cinco minutos después, el olor a bacón había atraído a todos los peludos, por no mencionar a Carl, que miraba la diminuta cocina de la cabaña con extática atención. Hubo un punto en que Pinto intentó encaramarse para sacar de la sartén un trozo a medio freír, pero Mamá tiró de él y lo empujó en manos de Abuelo, que dio una fuerte colleja al jovenzuelo. Por lo visto, dar collejas era la forma que Abuelo tenía de comunicarse con Pinto.

No tardó en preparar seis lonchas de bacón que, una vez enfriadas un poco, ofreció a los peludos, conservando la última para sí. Carl, consciente de la abyecta injusticia de aquella situación en la que todo el mundo tenía su tira de bacón, excepto él, lanzó un gañido quejumbroso.

—Próxima tanda, compañero —prometió Holloway, que separó las demás tiras de panceta para freírlas en la sartén.

Se dio la vuelta de nuevo para ver cómo disfrutaban los peludos del graso aperitivo, y vio a Papá Peludo ofreciendo en alto un trozo de bacón a Carl. Papá lanzó un gritito. Carl se sentó. Holloway sonrió ante el hecho de que Papá Peludo intentara copiar el gesto que él había hecho cuando ofreció el pavo al perro.

Papá abrió de nuevo la boca. Carl se tumbó al instante. Papá abrió por tercera vez la boca y Carl rodó hasta ponerse patas arriba, sacudiendo la lengua. Papá arrojó el trozo de bacón a Carl, que lo devoró con apetito. Luego el peludo siguió disfrutando de su propia ración.

Una salpicadura de grasa alcanzó el brazo de Holloway, lo que le hizo volcar de nuevo la atención en el hecho de que estaba cocinando. Acabó de preparar la segunda ronda de bacón, que distribuyó equitativamente entre los peludos y Carl, los cuales disfrutaron de lo lindo con el bocado. El bacón había sustituido claramente al pavo ahumado como rey de las carnes, al menos para los Peludo. Holloway devolvió el resto de la panceta a la nevera, fregó y guardó la sartén, y anduvo de vuelta al escritorio, donde recogió el panel de información.

Antes de marcharse, Isabel le había confiado a Holloway una copia de sus notas y grabaciones relativas a los peludos, en parte por cortesía, en parte por seguridad. En caso de que le sucediera algo a la información en poder de Isabel, siempre podría recurrir a ese segundo juego. Holloway accedió a los datos, concretamente las grabaciones de vídeo, y dedicó su tiempo a cambiar algunos de los parámetros de presentación.

Y a eso dedicó las horas siguientes.