Capítulo 14

Isabel y Sullivan regresaron a Aubreytown a última hora de esa misma tarde. Sullivan se acomodó como pudo en el estrecho asiento del pasajero del aerodeslizador, que tuvo que compartir con las muestras y notas de Isabel, además de algunos suministros. Holloway los despidió, consciente de que los peludos no parecían muy contrariados por su marcha. O las criaturas no eran muy sentimentales, o sencillamente pertenecían a esa clase de seres que olvidan todo lo que pierden de vista. Carl pareció algo alicaído al ver que Isabel se marchaba, y deambuló cabizbajo. Ni siquiera le levantó el ánimo que Pinto le tirase de las orejas o que Bebé se arrebujara a su lado.

Tres días después, Holloway recibió una comunicación segura con acuse de recibo, según la cual esperaban que se personara al cabo de ocho días ante un comité de investigación en Aubreytown, para prestar testimonio en relación a los peludos. Holloway sonrió. Isabel no había perdido el tiempo para poner el asunto en marcha.

Al cabo de unos minutos de recibir esta comunicación, Chad Bourne le llamó.

—Te has propuesto que me despidan, ¿no? —preguntó sin preámbulos cuando Holloway dio únicamente paso al canal de audio.

—Saludos para ti también —dijo Holloway, que disfrutaba del primer café del día.

Papá Peludo, de quien Holloway había llegado a la conclusión de que no era el padre de nadie, olfateaba curioso el contenido de la taza.

—Corta el rollo, Holloway —espetó Bourne—. ¿Por qué no me hablaste de esas cosas?

—¿Te refieres a los peludos? —dijo Holloway.

—Sí.

—¿Por qué iba a hablarte de ellos? ¿Quieres un informe detallado acerca de todos los animales que encuentre a mi paso? Lo pregunto porque vivo en la jungla, ¿recuerdas?

—No quiero informes sobre todos los animales que encuentres, no —dijo Bourne—. Pero no estaría mal que me enviaras uno sobre cualquier animal que pueda expulsarnos a todos de la faz de este planeta por tratarse del equivalente de un hombre de las cavernas.

—No son hombres de las cavernas —replicó Holloway—. Viven en los árboles. O lo hacían hasta que colonizaron mi casa. —Jack empujó la taza hacia Papá, invitando al peludo a probar la infusión.

—Jack Holloway, el maestro de la oposición absolutamente irrelevante.

—Además, no son personas, razón por la que ni siquiera me molesté en hablarte de ellos —continuó Holloway—. Son animalillos muy listos.

—Pues nuestra bióloga no está de acuerdo contigo —dijo Bourne—. Y no te me ofendas, Jack, pero es posible que ella sepa más acerca de esto que tú.

—Vuestra bióloga está muy emocionada ante un importante descubrimiento —contestó Holloway, atento al modo en que Papá seguía olfateando el café sin reparos—. Y si bien es bióloga, no es experta en xenointeligencia. Que tenga una opinión acerca de si los peludos son personas es como si un podólogo opinara respecto a la necesidad de trasplantarte el hígado.

—Wheaton Aubrey no parece compartir esa opinión —dijo Bourne—. Y tú no acabas de recibir la visita del futuro director general de ZaraCorp en tu cubículo, gritándote durante diez minutos porque uno de los exploradores no se tomó la molestia de contarte que había descubierto vida inteligente. Mi nombre ya figuraba en su lista de empleados favoritos por concederte un cero coma cuatro por ciento. Pero ahora debe de estar anotando mi nombre en su lista negra de gente a la que asesinar.

—Confía en mí, Chad —dijo Holloway—. No son inteligentes.

Papá inclinó la cabeza y tomó con ciertos reparos un sorbo de café.

—¿Estás seguro de ello? —preguntó Bourne. Papá escupió el café con una expresión que decía: «A ti lo que te pasa es que eres ciego».

—Claro —dijo Holloway—. Estoy bastante seguro. —Tomó el café y dio otro sorbo.

—Quiero acercarme para verlos con mis propios ojos —propuso Bourne.

—¿Qué? De ninguna manera.

—¿Por qué no? —preguntó Bourne.

—Para empezar, porque a menos que me lo hayas ocultado todo este tiempo, Chad, que yo sepa no eres experto en biología ni xenointeligencia —explicó Holloway—. Lo que significa que sólo vendrás a mirarlos, y verás, resulta que yo no dirijo un zoo. En segundo lugar, no quiero pasar mucho rato contigo.

—Vaya, te lo agradezco, Jack, pero no tienes otra opción en este asunto —replicó Bourne—. Según tu contrato, como contratista de ZaraCorp se me permite, e incluso en ciertas circunstancias se me exige, efectuar una inspección personal para asegurarme de que tu equipo y tus prácticas se ajusten al reglamento de la empresa. Así que ya supondrás que no tienes más remedio que abrirme la puerta. Llegaré dentro de unas seis horas.

—Estupendo —dijo Holloway.

—A mí me emociona tanto como a ti —replicó Bourne—. Te lo aseguro. —Cortó la comunicación.

Holloway observó a Papá Peludo.

—Si llego a saber que ibas a darme estos quebraderos de cabeza, habría dejado que Carl te devorase.

Papá Peludo miró fijamente a Holloway, sin alterar la expresión.

Bourne no llegó solo.

—Si sale de ese aerodeslizador, voy a empujarlo fuera de la plataforma —dijo Holloway, señalando a Joe DeLise, sentado en el asiento del pasajero del vehículo de cuatro plazas que acababa de tomar tierra en la propiedad de Holloway.

Wheaton Aubrey VII, que se apeó del asiento trasero acompañado por Brad Landon, enarcó ambas cejas, sorprendido.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

—Sí, que no le soporto.

—No creo que congenie con ninguna de las personas que viajan en el aerodeslizador, Holloway —dijo Aubrey—. Por sí sola no es razón suficiente para que DeLise no se mueva del asiento. Nos acompaña porque las normas de la compañía exigen que cuente con una escolta de seguridad cuando salgo de Aubreytown. La junta se muestra muy sensible cuando me da por sobrevolar a solas la superficie del planeta.

—Me importa una mierda —espetó Holloway.

—Hace mucho calor para quedarse aquí sentado en un aerodeslizador cubierto —protestó Landon.

—Pues si abre la ventanilla, podrán darle un vaso de agua —dijo Holloway—. Si pone el pie en mi propiedad, cojo la escopeta.

—¿Va a añadir el asesinato a su currículo, señor Holloway? —preguntó Landon.

—No será asesinato si ha allanado una propiedad privada y se niega a marcharse, a pesar de mis advertencias.

—Es un oficial de seguridad de ZaraCorp en un planeta administrado por la compañía —apuntó Aubrey.

—Entonces que me enseñe su orden de registro —pidió Holloway—. Si no la lleva, estará allanando mi morada, igual que usted y Landon, ahora que lo pienso. Chad es el único bienvenido aquí.

—Entonces, ¿se propone abrir fuego sobre todos nosotros? —preguntó Aubrey.

—Tentadora idea, pero no —dijo Holloway—. Sólo a él. Si no me cree capaz, adelante, ordénele salir del aerodeslizador.

Aubrey miró a Bourne, que había salido del asiento del conductor del aerodeslizador.

—No tengo ni idea de qué va esto —dijo. Entre tanto, DeLise siguió mirándolos con los ojos como platos por el asombro.

—Deje encendido el motor —ordenó Aubrey a Bourne—. Así podrá poner en marcha el aire acondicionado. —Aubrey se volvió hacia Holloway—: ¿De acuerdo? ¿O tiene usted alguna otra absurda exigencia?

—¿Hay algún motivo que justifique su presencia, Aubrey? —preguntó Holloway, que señaló a Bourne—. Sé por qué ha venido él. Quiere pasar el día en el zoo, pero ¿a usted qué se le ha perdido aquí?

—Tal vez sienta curiosidad por esas criaturas —dijo Aubrey—. Podría perder una fortuna por su culpa. Creo que al menos tengo derecho a echarles un vistazo.

—Lo siento —dijo Holloway—. No están aquí en este momento.

—¿No las has retenido? —Bourne se mostró extrañado—. Sabías que vendríamos.

—Sabía que tú ibas a venir, pero no esperaba este séquito. Y no, no las he retenido, Chad. No son mis mascotas, sino animales salvajes. Vienen y van cuando les place. Después de los primeros dos días empezaron a frecuentar de nuevo las copas de los árboles. Supongo que estarán ocupados haciendo lo que hacían antes de conocerlos. Igual que yo voy y vengo cuando me place, ocupado en las cosas que hacía antes de conocerlos.

—¿Cuándo volverán? —preguntó Bourne.

—Permíteme reiterar la parte en la que me refiero a ellos como animales salvajes. Piensa que no me ponen al día de su agenda cada vez que salen por la puerta.

—En tal caso quizá podamos tratar otros asuntos —dijo Aubrey.

—¿De qué otros asuntos podríamos hablar?

—¿Le importa que entremos? —preguntó Aubrey—. En este momento, me parece irónico que la única persona sentada cómodamente, disfrutando del aire acondicionado, sea el mismo tipo a quien al parecer quiere ver muerto.

Holloway se volvió hacia DeLise, que no dejaba de mirarlos boquiabierto.

—De acuerdo —dijo—. Adelante.

En el interior de la cabaña, Carl saludó a Bourne, pues no sólo lo conocía sino que, además, congeniaba con él, mientras Holloway recolocaba con discreción la cámara de seguridad para disfrutar de un ángulo mejor del mundo exterior y el aerodeslizador de Bourne. Inclinó el sombrero para que la cámara pudiera enfocar la vista.

—De modo que éste es el famoso perro capaz de explosionar cargas explosivas —dijo Aubrey, acariciando a Carl.

—Presunto —corrigió Holloway—. No se ha demostrado. —Dio la espalda a sus invitados y se sentó al escritorio.

—Por supuesto —dijo Aubrey.

—¿De qué quería hablar? —preguntó Holloway.

Aubrey se volvió hacia Landon.

—Nos tiene preocupados la investigación que certificará la inteligencia de los animales que ha descubierto usted —dijo Landon.

—Ya lo supongo.

—Entendemos que lo han llamado a testificar.

—Correcto.

—Nos preguntábamos qué planea usted decir.

—No tengo la menor idea —dijo Holloway—. No sé qué va a preguntarme el juez.

—Supongo que el juez le pedirá que corrobore el informe que ha presentado la señorita Wangai —aventuró Landon.

—Es posible —admitió Holloway.

—¿Y lo hará?

Holloway miró a los tres hombres presentes en la cabaña.

—Creo que podemos saltarnos los preliminares —dijo—. Si pregunta si vi las cosas que vio Isabel, diré que sí. Porque lo hice. Eso no significa que esté de acuerdo con ella en que los peludos sean personas. Si se están planteando convencerme para que me muestre en desacuerdo con las conclusiones de Isabel, no tienen que preocuparse por ello. No estoy de acuerdo con ella. Es más, Isabel lo sabe. Así que no tienen que sobornarme para que lo diga.

—No basta con eso —dijo Aubrey.

—Pues yo diría que sí.

—No. Es bióloga, usted prospector. La opinión de ella tiene más peso que la de usted.

—¿Y? Soy yo quien convive con esos cabrones. La opinión de ella podrá valer más que la mía, pero la mía bastará para impedir que el juez ordene a ZaraCorp presentar de inmediato un informe de posible vida inteligente. En el peor de los casos, el juez ordenará llevar a cabo un estudio más exhaustivo. Si juegan bien sus cartas, con eso obtendrán dos o tres años más, antes de que se alcance una conclusión sobre la inteligencia de los peludos. Tiempo más que suficiente para explotar esa veta de piedra solar.

—Entiendo que le preocupe sobre todo esa veta, Holloway —dijo Aubrey—, pero aquí hay más en juego que su cero coma cinco por ciento. Este planeta es inusual en lo abundante que es la presencia de minerales y metales, incluso si dejamos a un lado la piedra solar. De hecho, ése es el motivo de que abunde la piedra solar. Es el planeta más rico de los que explora y explota ZaraCorp. Si perdemos este planeta, la posición de ZaraCorp se volverá vulnerable.

—¿Por qué me cuenta todo esto? —preguntó Holloway—. No hay razón para que deba saberlo. No es mi problema, aparte del asunto concreto de esa veta de piedra solar.

—Se lo cuento para que entienda, Holloway —dijo Aubrey—. Porque podría convertirse en problema suyo también, si lo prefiere.

Holloway miró a Landon.

—Supongo que ahora le toca hablar a usted. Landon sonrió. Abrió la carpeta que llevaba y cubrió los pocos pasos que lo separaban de Holloway, a quien tendió un documento en papel que sacó del interior. Holloway examinó el documento.

—Es un mapa —dijo.

—¿Sabe de dónde es? —preguntó Landon.

—Sí, del continente noreste.

—Es un mapa del único continente de Zara Veintitrés que ZaraCorp no ha empezado a explotar —explicó Landon—. Este último mes recibimos el visto bueno de parte de la Autoridad Colonial para emprender allí nuestras labores de exploración y explotación.

—Muy bien, ¿y?

—Es todo suyo —dijo Aubrey.

—¿Perdón?

—La corporación Zarathustra va a iniciar un programa piloto que asigna a un único prospector la responsabilidad de la exploración y explotación de un continente —explicó Landon—. Dicho prospector puede desempeñar su labor como quiera, probablemente operando de la manera que tiene la propia ZaraCorp de manejarse con sus prospectores. La diferencia es que el prospector jefe recibirá por su trabajo un cinco por ciento de los ingresos derivados de la explotación del continente.

—Menos los costes operativos y cualquiera que sea el porcentaje que asigne a sus propios contratistas, por supuesto —dijo Aubrey.

—Sí —corroboró Landon—. Pongamos que por lo bajo estamos hablando de un cuatro coma setenta y cinco por ciento.

Holloway esbozó una sonrisa lobuna.

—Supongo que esto significa que no van a echarme a patadas del planeta cuando finalice mi contrato —dijo.

—Eso parece —respondió Landon—. Siempre y cuando acepte.

—¿Y cómo se han propuesto lograr que esto no parezca un soborno? —preguntó Holloway.

—Por dos motivos: porque se reduce el personal que ZaraCorp necesita a su cargo en el planeta, lo cual nos hace ahorrar en gastos, y también porque ese cinco por ciento es desgravable —explicó Landon.

—ZaraCorp ya está pagando prácticamente nada en impuestos —dijo Holloway.

—Considérelo un seguro —dijo Aubrey.

Holloway señaló con el pulgar a Bourne y dijo:

—O sea, que me hago multimillonario haciendo su trabajo —dijo.

—A mayor escala, pero ésa es la idea —confirmó Landon—. Aún es más, usted podría asignar todos los puestos. Usted ni siquiera tiene que estar en el planeta. Podría trabajar desde la Tierra, atento a los beneficios desde la piscina.

—¿Qué tengo que hacer a cambio? —preguntó Holloway.

—Acabar con la credibilidad de la señorita Wangai —contestó Aubrey.

—Eso no será fácil —dijo Holloway al cabo de un minuto—. Por no mencionar que después de hacerlo, llamará la atención el hecho de que me concedan todo un continente.

—Tenga fe en nuestra sutileza, señor Holloway —dijo Landon—. Dejaremos pasar un tiempo prudencial antes de hacerlo público. Y la señorita Wangai no será castigada de ninguna manera por solicitar la investigación, lo cual estaba obligaba a hacer por ley. De hecho, la ascenderemos a jefa de uno de nuestros laboratorios de la Tierra.

—Lo que significa que la ascenderán, lejos de aquí y de los peludos.

—Por una vez la beneficiará usted en su carrera —dijo Aubrey—. La ascenderemos, lo ascenderemos a usted, incluso ascenderemos a Bourne.

Holloway se volvió hacia Bourne.

—¿De veras?

—Bueno, en cierto modo —dijo Aubrey—. Le dijimos que podía trabajar para usted. Nos pareció que tal vez le motivaría hacerse cargo de él.

—Supongo que sí —respondió Holloway. Bourne, por su parte, mantuvo una expresión de infinita desdicha, la misma que había tenido desde el inicio de la conversación. Sabía que lo estaban utilizando como excusa para que Aubrey visitase la cabaña de Holloway, y también qué les sucedía a las personas insignificantes que eran presa de los planes de los peces gordos. A Holloway casi le dio pena.

—Eso resuelve lo relativo a los humanos —dijo—. ¿Qué hay de los peludos?

Aubrey se encogió de hombros antes de responder.

—Si tan importantes son para usted, lléveselos al otro continente —propuso—. Asígneles su propia reserva. Haga lo que le venga en gana. ZaraCorp hará una aportación a su fondo para «salvar a los peludos». Eso mejorará nuestra imagen ante la opinión pública de la Tierra. Siempre y cuando no se le pase a nadie por la cabeza la idea de que esos animales puedan ser personas.

—Isabel tiene un vídeo de los peludos —dijo Holloway—. Un vídeo seguro, no modificado, que muestra cómo hacen cosas que ella considera propias de seres dotados de inteligencia.

—Pero por favor, si usted enseñó a su perro a accionar artefactos explosivos, señor Holloway —protestó Landon.

—No es lo mismo —dijo Holloway, consciente de a dónde pretendía ir a parar Landon, repitiendo los argumentos que Isabel expuso en su momento—. Y si lo que usted sugiere es que diga que Isabel enseñó algún que otro truco a los peludos para perpetrar una estafa, ya me dirán cómo se han propuesto ascenderla a cambio.

—No fue ella quien adiestró a los peludos, sino usted —dijo Landon—. Admita ante el juez que adiestró usted a los animales para que hicieran todas esas cosas antes de la llegada de la señorita Wangai. No discutimos que estos animales no sean listos. Podría haberles enseñado con facilidad cómo hacer esas cosas. Admita que lo hizo para tomarle el pelo, que fue una broma. Ella se tragó el anzuelo y solicitó abrir la investigación antes de que pudiera sincerarse con ella. De ese modo no la perjudicará, y al final dará la impresión de que a usted se le fue un poco la mano con una broma bastante pesada, aunque inocente.

—Quedaré como un gilipollas —dijo Holloway.

—Bueno, todo el mundo ya le considera gilipollas, Holloway —replicó Aubrey—. No se ofenda.

—En absoluto.

—Además, por la cantidad de dinero de la que hablamos, puede permitirse el lujo de quedar como un gilipollas —afirmó Aubrey.

—Visto de ese modo…

—Señor Holloway, le hemos hecho una oferta muy seria —dijo Landon—. Hay mucho en juego. Esta investigación tiene que terminar cuando el juez dictamine que no debemos cursar un informe de posible vida inteligente. Cualquier otra alternativa supone el fracaso. El beneficio de todos está en sus manos.

—Claro —dijo Holloway—. Y lo único que tengo que hacer es dejar en ridículo a Isabel.

—No es por hurgar en la llaga, señor Holloway, pero no se trata de la primera vez que lo hace, ¿me equivoco? —preguntó Landon, señalando con la cabeza a Bourne—. El señor Bourne nos ha contado que ya tuvo ocasión de traicionarla usted durante una investigación anterior. Ella afirmó que usted había enseñado al perro a accionar explosivos. Usted la tachó de mentirosa. En ese momento no le supuso mayores problemas, cuando lo único que estaba en juego era su contrato de prospector. Ahora que tiene la posibilidad de convertirse en uno de los hombres más ricos del universo, tal vez se sienta usted más… motivado.

—Supongo que ése podría ser el caso, sí —dijo Holloway.

—Bien —intervino Aubrey—. Entonces tenemos un trato.

—Debo hacer hincapié, señor Holloway, en que nosotros nunca hemos estado aquí —dijo Landon.

—Por supuesto que no. Sólo su coartada humana, Bourne, que vino a ver los animales.

—Veo que nos entendemos sin reservas —dijo Landon.

—Pues sí, ya lo creo —contestó Holloway.