Capítulo 13

—¿Le importa que le haga una pregunta personal? —preguntó Sullivan a Holloway.

Jack volvió la mirada hacia Sullivan, que estaba sentado en uno de los asientos que recorrían los costados del aerodeslizador. No estaba muy bien diseñado para llevar pasaje; aunque ambos asientos tenían cabida para dos, no eran precisamente cómodos, pero Sullivan no se quejó.

—Ha impedido que me dieran una paliza de muerte —respondió Holloway, volviéndose de nuevo al frente para observar el manto de jungla infinita que se deslizaba bajo el aparato, en el trayecto de regreso a la cabaña—. Eso vale por un par de respuestas sinceras.

—¿Por qué le expulsaron del colegio de abogados?

Holloway resopló, sorprendido.

—Vale, ésa no me la esperaba —admitió—. Creía que iba a preguntarme por lo que pasó con Isabel.

—Esa historia ya me la ha contado ella —respondió Sullivan—. Su versión, al menos. Pero dice que usted nunca habla de su expulsión.

—No es muy difícil encontrar los pormenores —dijo Holloway—. Apareció publicado en prensa. No hablo mucho de ello porque todo se debió a mi estupidez.

—Después de lo que acabo de escuchar, aún tengo más ganas de saber lo que pasó.

Holloway exhaló un suspiro y activó el piloto automático, antes de volverse en el asiento hacia Sullivan.

—Ya sabe que era abogado —dijo.

—Lo sé.

—De hecho, era uno de los suyos —continuó Holloway—. Trabajaba para una corporación. Alestria.

Sullivan frunció el ceño, buscando en la memoria lo que fuera que recordase acerca de esa compañía.

—Una farmacéutica —dijo, al cabo.

—En efecto. La fundó un puñado de excéntricos, dedicados a salvar la selva amazónica creando medicamentos de origen vegetal —explicó Holloway—. Pero eso nunca cuajó, así que volvieron a hacer las cosas a la vieja usanza, sintetizando medicamentos en un laboratorio. Hace unos doce años, obtuvieron aprobación para su fármaco, al que llamaron Thantosa.

Sullivan abrió los ojos desmesuradamente.

—De eso me acuerdo —dijo.

Holloway asintió; eran pocos los que no recordaban la Thantosa. Fue catalogada como un medicamento seguro para combatir el insomnio y la ansiedad infantiles, dirigido específicamente a compensar las diferencias neuroquímicas entre el cerebro infantil y el de los adultos. Se había vendido bien hasta que un ejecutivo de Alestria confió la producción del medicamento a una empresa de Tajik, con el pretexto de rebajar costes y fomentar el desarrollo de una economía incipiente, cuando en realidad lo que sucedió es que el ejecutivo obtuvo una suma considerable de dinero por parte de esa empresa.

La empresa de Tajik recortó costes y suprimió dos de los principios activos del medicamento, sustituyéndolos por isómeros farmacológicamente inertes, que cambiaron la potencia relativa de los productos químicos y, por tanto, el efecto del medicamento. Murieron doscientos niños; otros seiscientos se fueron a dormir, pero sus cerebros jamás llegaron a despertar.

—¿Trabajó en la defensa en la demanda colectiva? —preguntó Sullivan.

Holloway negó con la cabeza.

—En los procesos penales contra el ejecutivo Jonas Stern. Lo acusaron de homicidio por negligencia, mientras que Alestria fue acusada de homicidio involuntario corporativo. Stern tenía su propio abogado para los cargos de homicidio, y a mí me pusieron a trabajar en el homicidio involuntario corporativo. Los casos se combinaron para que pudiera atenderlos un único jurado.

—¿Y qué hizo para que lo expulsaran del colegio? —preguntó Sullivan—. ¿Manipuló al jurado? ¿Sobornó al juez?

—Di un puñetazo a Stern.

—¿Dónde?

—En la cara.

—No —dijo Sullivan—. Me refiero a si le agredió mientras ambos estaban en la sala.

—Ajá —confirmó Holloway—. Delante del juez, el abogado de la acusación y un par de docenas de periodistas.

Sullivan miró a Holloway, incapaz de comprender.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Bueno, si pregunta al Colegio de Abogados de Carolina del Norte, se debió a que el caso iba mal para la defensa y yo intentaba forzar que lo declarasen juicio nulo agrediendo a Stern, lo que infundiría una intolerable serie de prejuicios en el jurado.

—¿Lo declararon juicio nulo?

—Era un juicio nulo. Eso por supuesto. Pero no lo declararon por mi culpa, porque mi agresión a Stern no se debió a eso.

—Entonces, ¿por qué lo hizo?

—Por ser un arrogante hijo de puta egoísta —respondió Holloway—. Escuchábamos en la sala el testimonio de unos padres que habían administrado el medicamento a sus hijos, un medicamento que acabó con la vida de ambos porque Stern estaba demasiado ocupado llenándose los bolsillos para preocuparse por lo que pudiera estar haciendo nuestra línea de producción. Esos padres se encuentran en el estrado, contando lo sucedido entre gritos y lloros, y yo estoy sentado junto a Stern, mientras él se ríe y se sonríe como si los padres, aspirantes al papel de sus vidas en un culebrón, estuvieran en plena audición y fuera él quien juzgara si lo conseguían o no. Al final no pude soportarlo más. Así que le di un golpecito en el hombro para llamar su atención y luego le rompí la nariz.

—Eso fue una estupidez.

—Una bobada, sí —convino Holloway—. Pero hizo que me sintiera la mar de bien.

—Igual de estúpido que agredir a DeLise —añadió Sullivan.

—Eso también me hizo sentir bien.

—Le recuerdo que agredir a puñetazos a la gente no es manera de ir por la vida —dijo Sullivan—. El primer incidente le llevó a ser expulsado del colegio de abogados y el segundo, casi acaba con su vida. A la larga no llegará a ninguna parte con semejante porcentaje de éxitos.

—Entendido —dijo Holloway—. Al final se declaró juicio nulo, me despidieron y luego me expulsaron del colegio de abogados, y más tarde el departamento de justicia de Carolina del Norte me dio a escoger entre afrontar una acusación de manipular al jurado o abandonar el planeta. Y aquí estoy.

—¿Qué le pasó a Stern?

—El abuelo de uno de los niños fallecidos le pegó un tiro en la escalera del juzgado durante la segunda vista —respondió Holloway—. A primera hora de ese mismo día, su médico le había diagnosticado cáncer de pulmón en fase cuatro. Fue a su casa, se armó y abrió fuego sobre Stern, a quien alcanzó entre ceja y ceja. Después se entregó a la policía en la misma escena del crimen. La comunidad local recabó fondos para afrontar su fianza, y el fiscal del distrito arrastró los pies lo bastante para que el abuelo muriera en casa, con los suyos.

Sullivan negó con la cabeza.

—Eso tampoco estuvo bien.

—Supongo que no —dijo Holloway, que se volvió hacia los controles del aerodeslizador para asegurarse de que no se habían apartado del rumbo; cuando comprobó que no era así, añadió—: Pero a veces está bien hacer lo que no es correcto.

—¿Eso incluiría declarar ante aquel comité de investigación que Isabel mintió cuando declaró que usted había enseñado a su perro a detonar explosivos? —quiso saber Sullivan.

—Ah, eso. Ya veo que acabaremos hablando de lo mío con Isabel.

—Tan sólo pretendo hacerme una idea clara de lo sucedido.

—No voy a poner ningún pretexto —dijo Holloway—. Me habrían cancelado el contrato de contratista, y no podía permitírmelo. Recordará que no tengo permiso para regresar a Carolina del Norte. No tengo adónde ir. Cuando lo hice, comprendí que suponía poner fin a mi relación con Isabel. No es la clase de persona que perdone algo así. Pero no me pareció que tuviera alternativa.

—Aún le tiene aprecio —dijo Sullivan.

—Me tiene tanto aprecio como cree que merezco. Aprecia mucho más a mi perro.

—El perro no mintió sobre ella durante una investigación —apuntó Sullivan.

—Nunca lo llamaron a testificar.

—Es usted una persona interesante, Jack —dijo Sullivan, tuteándole—. Me gustaría llegar a imaginar lo que te cruzaba por la mente cuando agrediste a Stern y cuando traicionaste a Isabel.

—Bueno, creo que se trata de eso precisamente —dijo Holloway—. Salta a la vista que a veces, sencillamente, no pienso las cosas.

—Yo creo que sí —dijo Sullivan—. Lo que pasa es que antepones tu persona a cualquier otra cosa. La parte en la que no piensas viene después, cuando llega el momento de lidiar con las consecuencias.

Holloway se volvió de nuevo en el asiento.

—¿Sabes qué, Mark? —dijo, tuteándole también—. Si no te importa, me gustaría cambiar de tema.

Nada más aterrizar, Holloway presentó a Sullivan a Carl y a la familia de los peludos. Mientras sobrevolaban la jungla, había puesto al corriente al abogado para que no le sorprendiera tanto la situación. Sullivan prestó mucha atención cuando le presentó una a una a las criaturas, antes de volverse hacia Isabel. Holloway miró hacia otro lado cuando Sullivan e Isabel se besaron, pero reparó en el hecho de que los Peludo no lo hacían. Todo lo contrario, los miraron boquiabiertos, pues desconocían aquella muestra de interacción humana.

Sullivan también reparó en ello.

—No tenía tanta audiencia durante un beso desde que me escogieron rey del baile de graduación —dijo, inclinándose para ver mejor a las criaturas, que lo rodearon tanto o más curiosas que él.

Carl, que había visto muchos más seres humanos que los peludos, fue a saludar a su amo.

Isabel miró a Holloway.

—Veo que te has ido de rositas —dijo.

—Gracias a Mark. —Holloway acarició al perro—. Y gracias a ti por transmitirle el mensaje.

—¿Pensabas que no lo haría?

—Pues no —admitió Holloway—. Ha llovido mucho desde que rompimos.

Isabel rió al escuchar eso.

Bebé Peludo se las había ingeniado para arrebujarse junto a Sullivan.

—Son una monada, ¿verdad? —dijo, acariciando a Bebé—. Sobre todo ésta. Me recuerda a un gato que tuve.

—De hecho, no es hembra —dijo Isabel.

—¿De verdad?

—¿De verdad? —preguntó también Holloway.

—Sí, de verdad —confirmó Isabel—. Es la consecuencia de dar por sentado una estructura patriarcal.

—Pues la última vez que nos vimos la tratabas así —le recordó Holloway.

—Y ésa es la consecuencia de dar por sentado que tú habías comprobado estas cosas, Jack —explicó Isabel—. Pero debí haberlo pensado mejor.

—Vaya, gracias.

—De nada, pero no lo decía para regañarte. Las otras especies animales desarrolladas de este planeta se reproducen sexualmente, pero sólo hay un sexo. Las criaturas producen células sexuales haploides capaces de fertilizar otras células, y también poseen cavidades donde la cría puede desarrollarse, ya sea dentro de un huevo o como un embrión, dependiendo de la especie.

—Por tanto son hermafroditas —intervino Sullivan.

—No —dijo Isabel, que reparó en la mirada confundida de Sullivan—. Si estuviéramos en la Tierra, podrías llamarlo así porque allí hay dos sexos. Pero los animales de este planeta nunca desarrollan una diferenciación entre macho y hembra. Siempre ha habido un único sexo. Aquí la vida es unisexual. —Volvió la vista hacia Holloway—. Y yo era consciente de ello, y a eso me refería cuando dije que debí haberlo pensado mejor, Jack.

—Entonces, ¿estás segura de que debemos considerar que nuestros peludos amigos no tienen sexo definido? —preguntó Holloway.

—Bastante segura —respondió Isabel—. Sus órganos sexuales se parecen a los de otras criaturas grandes.

—¿Cómo lo sabes?

—Pues obviamente porque lo he comprobado.

—Vaya.

—Habrías sido un biólogo lamentable, Jack.

—En esto debo ponerme de parte de Jack —se disculpó Sullivan—. Eso es bastante perturbador.

—Vaya, gracias, Mark —dijo Holloway. Isabel miró a ambos, ceñuda.

—¿Habéis terminado? —preguntó.

—¿Entonces son una especie de clones? —preguntó Sullivan, dejando en el suelo a Bebé, atento al resto de los peludos—. Porque no se parecen.

—No son clones —respondió Isabel—. Si se parecen a las demás criaturas que pueblan el planeta, sus células haploides no se fusionan bien con otras células que poseen la misma capa proteínica. La única manera de clonar se da en situaciones de estrés medioambiental, cuando la química corporal cambia para crear células haploides sin la capa proteínica. Pero eso se da en circunstancias muy particulares.

—Veo que te has propuesto lucirte —se burló Holloway.

Isabel le sacó la lengua.

—Redacté un ensayo al respecto —dijo—. Si no recuerdo mal, Jack, en una ocasión me dijiste que lo habías leído.

—Probablemente lo hice, pero eso no significa que lo entendiera.

Isabel resopló antes de señalar a los peludos, que para entonces se habían aburrido y se habían dispersado, dispuestos a dedicarse a sus cosas.

—Al menos nos resuelve una duda, y es que definitivamente los peludos pertenecen a este planeta. Comparten morfología con otras especies locales vertebradas, y parecen haberse adaptado adecuadamente al entorno. No dudé en ningún momento que fueran autóctonos, pero es bueno disponer de pruebas biológicas que lo confirmen. Tengo muestras genéticas, aunque tendré que llevarlas al laboratorio para confirmarlas. En cuanto las tenga, estoy preparada para dar el siguiente paso.

—Oh, oh… Allá vamos —dijo Holloway.

—¿A qué te refieres con eso de dar el siguiente paso? —quiso saber Sullivan, que miró primero a Isabel antes de volverse hacia Holloway.

—A tu novia se le ha metido en la cabeza que nuestros amigos peludos son personas —explicó Holloway.

—¿Personas? —Sullivan se volvió hacia Isabel.

—Sí —confirmó ésta.

—Te refieres a personas, a seres inteligentes, no como cuando se dice que las mascotas se comportan como personas.

—¿Tan raro te parece? —preguntó la bióloga.

—Un poco. Son encantadores y muy amistosos, parecen bastante listos y te aseguro que ya quiero uno para mi sobrina de Arizona, pero eso no los convierte en personas.

—Vaya, gracias de nuevo, Mark —dijo Holloway.

—Está claro que para vosotros este asunto es motivo de constantes disputas —opinó Sullivan sin dejar de mirar a Isabel, al tiempo que señalaba con la cabeza a Holloway.

—Lo es. Pero al contrario que Jack, mis motivaciones van más allá del deseo de que el descubrimiento de los peludos no me arruine el saldo bancario. Mientras él se dedicaba a hacer vete tú a sa…

—Unos zaraptors han estado a punto de devorarme —interrumpió Holloway.

—Yo he pasado el tiempo con los peludos, viendo cómo viven sus vidas, grabándolos y tomando notas —continuó Isabel—. Llevo una semana aquí. No es mucho tiempo, lo admito, pero sí lo suficiente para saber que estas criaturas son inteligentes. —Se volvió hacia Holloway—. ¿Unos zaraptors estuvieron a punto de devorarte?

—Sí.

—¿Por qué no lo has dicho antes? —preguntó Isabel.

—Cuando te llamé, ya no corría peligro de que me devoraran —explicó Holloway—. Y necesitaba que te preocuparas por lo que me disponía a hacer, en lugar de por lo que me había pasado.

—Aun así podrías habérmelo contado.

—Ya no eres mi novia —le recordó Holloway.

—Pero sí tu amiga.

—¿Todo esto va a alguna parte? —intervino Sullivan—. Porque por fascinante que me parezca esta muestra de relación interpersonal, querría que nos concentráramos en todo esto de que las criaturas peludas son personas. Me refiero a que eso debe de haber motivado mi presencia aquí, ¿me equivoco, Isabel?

—Disculpa —dijo Isabel—. Jack es capaz de sacar lo peor de mí.

—De ti y de mucha otra gente —confirmó Sullivan—. Así que no te preocupes. Aparquemos el asunto.

—De acuerdo —dijo Isabel, que dirigió otra mirada de soslayo a Holloway.

Por mucho que quiso evitarlo, Holloway tuvo que admirar la capacidad de Sullivan para conducir a Isabel. Era algo que Holloway nunca había sido capaz de hacer. Siempre que la hacía enfadar, terminaba empeorando la situación cuando se empeñaba en mejorarla. Al final ambos mantuvieron una relación tan tensa que vivían inmersos en un constante ambiente de crispación. Es posible que Holloway fuera lo bastante hábil para minimizar las disputas, después de todo se había dedicado profesionalmente al litigio y era bueno en su trabajo hasta que descargó el puñetazo en los morros de Stern, pero había algo en Isabel que lo empujaba hacia la discusión. No era el mejor modo de mantener una relación.

—Espera —dijo Holloway.

Isabel y Sullivan se volvieron hacia él.

—Tienes razón, Isabel —admitió—. Debí habértelo contado. Como amigo. Lo siento.

Holloway intuyó en la mirada de Isabel un abanico de muestras sarcásticas de asombro motivadas por el hecho de que se hubiese disculpado por algo y lo hubiera hecho sinceramente. Pero la cosa no fue más allá.

—Gracias, Jack —dijo. Holloway asintió.

—¿Y los peludos? —preguntó Sullivan con tono apremiante.

—¿Por qué no entramos en la cabaña? —propuso Isabel—. Nos sentamos, tomamos una cerveza, vemos alguna de las grabaciones y repasamos las notas que he tomado. Así podréis decidir por vosotros mismos si el material del que dispongo es lo bastante convincente.

—Alcohol y una película —dijo Holloway—. Yo me apunto. Qué coño, hasta estoy dispuesto a que todo corra de mi cuenta.

Isabel pasó dos horas mostrando a Sullivan y Holloway fragmentos de sus grabaciones en los que aparecían diversas actividades que estaba segura que demostraban que los peludos poseían una inteligencia que iba más allá de la propia de un animal. De vez en cuando, uno u otro de los peludos se sentaba a su lado para observar las imágenes, aunque al cabo de un rato se aburría y se marchaba. Las criaturas se habían cansado de verse en el panel de información.

Concluida la parte de la presentación que requería de imágenes de vídeo, Isabel recurrió a sus notas, comparando el comportamiento de los peludos con el de los seres humanos, así como las especies inteligentes urai y negad. Isabel era una científica metódica; por tanto, su trabajo no se basaba en suposiciones sino en comprobaciones, había hecho notas a pie de página e incluía referencias bibliográficas. Al terminar la presentación, también Holloway estaba casi convencido, muy a su pesar, de que los peludos eran personas.

—No se sostiene —opinó Sullivan cuando Isabel hubo terminado.

—¿Cómo? —preguntó Isabel con los ojos muy abiertos.

—Ya me has oído, Isabel —dijo Sullivan sin pestañear—. Creo que no se sostiene, no es algo sólido.

—No sé qué entiendes tú por argumento «sólido».

—En este caso, cuando digo que no se sostiene me refiero a que no se sostiene —dijo Sullivan—. La razón de que no crea que se sostiene se debe a que estas criaturas no hablan. Si no se comunican unas con otras, ni con nosotros, entonces te va a costar convencer a alguien.

—Por Dios, hablas como Jack —dijo Isabel. Holloway sonrió, irónico—. El habla no es más que un criterio para dictaminar la inteligencia.

«Cheng contra BlueSky S.A.» enumeró varios más.

—Lo sé —aseguró Sullivan—. Pero aunque no soy experto en xenolegislación, sé lo siguiente: en la mente de un profano, lo que incluiría a cualquier juez que presidiera la sala donde se dirimiese un caso como éste, el habla es uno de los principales indicadores de la inteligencia. De hecho, es tan importante que suelen descartarse otras consideraciones si el habla no está presente.

Isabel miró con amargura a Sullivan.

—¿Me estás diciendo que si los peludos reunieran todas las demás condiciones de inteligencia según el caso de Cheng que citas, no importaría porque sencillamente no son capaces de hablar?

—Lo que digo es que hasta la fecha no hemos podido confirmar que una especie inteligente no hable —matizó Sullivan—. Hay cosas que los humanos podemos hacer y los urai no pueden hacer. Hay otras que los urai son capaces de hacer, pero que los negad no. Cosas que los negad pueden hacer, pero nosotros no, etcétera. Pero lo que nos caracteriza a todos, Isabel, es el habla.

—Eso no significa que no sea posible —dijo Isabel.

—No —admitió Sullivan—. Es posible. Pero en este caso, tu problema, Isabel, y no te lo tomes como un ataque personal, es que estás pensando como bióloga, no como abogado.

Isabel esbozó una sonrisa torcida.

—A ver si me aclaras por qué eso supone un problema.

—Normalmente no lo sería —continuó Sullivan—, pero este asunto se dirimirá en los juzgados, no en un laboratorio. Y tienes que recordar lo siguiente: si estos amigos tuyos son inteligentes, ZaraCorp perderá su licencia para explotar los recursos de este planeta. Eso supone billones de créditos en pérdidas minerales, incluida la veta de piedra solar que Jack acaba de descubrir. Los beneficios e ingresos de ZaraCorp sufrirán un duro golpe. Nada de esto te atañe, pero sí atañe a ZaraCorp. Si te da por presentar un informe de posible vida inteligente sin disponer de pruebas suficientes de que estos seres son capaces de hablar, lo único que caracteriza a todas las especies inteligentes, te garantizo que los abogados de ZaraCorp se volcarán en ese hecho y no pararán hasta que se desestimen las conclusiones de tu informe.

—Yo lo haría —dijo Holloway.

—Yo también —confirmó Sullivan.

—¿Pero no lo harás? —preguntó Isabel.

—¿No? Represento a ZaraCorp, Isabel. Ni a ti ni a los peludos. Si Janice Meyer me pide que los represente en el caso, no tendré más remedio que hacerlo.

—Fantástico —dijo Isabel, apartándose de su novio.

—No es que eso vaya a pasar —respondió Sullivan—. Porque, vamos, Isabel. Un caso de posible vida inteligente es la clase de cosas que los abogados se mueren por litigar, sea a favor o en contra. Sé que Janice no quiere mantener toda la vida el puesto de primera abogada de Zara Veintitrés. Me arrollaría con su aerodeslizador si me interpusiera en su camino para representar un caso así. Pero el motivo de mi presencia aquí era sondear mi opinión al respecto de este asunto, ¿no? Éste es mi punto de vista: si cursas un informe de posible vida inteligente, te aplastarán.

—Tu consejo es que debería mantener la boca cerrada respecto a los peludos —dijo Isabel—. Como Jack.

—Nunca he dicho que debas mantener la boca cerrada —se defendió Holloway—. He dicho que estés totalmente segura.

—Es que estoy totalmente segura —replicó Isabel—. Pero lo que estoy oyendo es que no basta con estar absolutamente segura. Y para cuando tenga pruebas suficientes para convencer a todo el mundo, ZaraCorp habrá agujereado toda la superficie de este planeta, así que mejor me callo.

—De hecho, ya es tarde para eso —dijo Sullivan.

—¿Por? —preguntó Holloway, adelantándose a Isabel.

—La Autoridad Colonial exige por ley que cualquier prueba de vida inteligente le sea comunicada por las corporaciones dedicadas a la exploración y explotación en cuanto se descubre —explicó Sullivan—. Y ahora que me lo has contado, en calidad de representante legal de ZaraCorp, me veo en la obligación, por ley y por las normativas corporativas, de informar a mis superiores.

—Eso no lo habías mencionado hasta ahora —dijo Isabel.

—No me habías contado para qué querías verme en este lugar —señaló Sullivan—. Además, piénsalo detenidamente, Isabel. Me has pedido que venga porque soy abogado. No he dejado de ser abogado de ZaraCorp, igual que tú tampoco has dejado de ser la bióloga de ZaraCorp.

—Pero acabas de decir que si presento un informe de posible vida inteligente, perderé —dijo Isabel—. Los peludos perderán.

—Por no mencionar que pondrán fin a todo el trabajo en el planeta —apuntó Holloway.

Con una sonrisa en los labios, Sullivan levantó una mano.

—Que todo el mundo respire hondo —dijo—. Isabel, hay un modo de que se investigue la inteligencia de los peludos sin que tú o ellos acabéis aplastados por ZaraCorp. Y Jack, también hay una manera de seguir adelante sin que renuncies a tu parte.

Isabel y Holloway cruzaron la mirada.

—¿Y bien? —preguntó Holloway a Sullivan—. ¿Vas a contárnosla?

—Estaba disfrutando de la pausa dramática —se justificó Sullivan.

—No seas borde, Mark —advirtió Isabel.

—Vale. —Sullivan bajó la mano—. Habréis reparado en que he dicho que la corporación dedicada a la exploración y explotación está obligada a informar de cualquier prueba de vida inteligente. Eso significa que el informe proviene de ZaraCorp, no de ti o de mí.

—Muy bien, ¿y? —dijo Isabel.

—Esto permitirá a ZaraCorp iniciar un proceso para llevar a cabo el informe —explicó Sullivan—. Podrías cursar directamente el informe de posible vida inteligente, pero como ha apuntado Jack, las consecuencias serían demoledoras, así que lo que haremos en lugar de eso será solicitar una investigación que busque pruebas de la inteligencia de estos seres. La investigación supone básicamente que la compañía pedirá que se dictamine si las pruebas de que dispone llevan a tener que presentar el informe de posible vida inteligente, a no hacerlo o a seguir investigando.

—¿Qué supone esa tercera posibilidad? —preguntó Holloway.

—Supone que si el juez ordena examinar las pruebas por expertos de la Autoridad Colonial en xenointeligencia, mientras este estudio se lleve a cabo, la corporación dedicada a la exploración y explotación tendría permiso para continuar sus labores en el planeta —explicó Sullivan—. Es un escenario en el que todo el mundo gana.

—No todo el mundo gana —dijo Isabel—. Cualquier cosa que la compañía se lleve del planeta no estará aquí para que más tarde los peludos puedan aprovecharla.

—La Autoridad Colonial exige que la compañía destine buena parte de los ingresos obtenidos en un planeta en fideicomiso, pendiente de la resolución del estudio que se lleva a cabo. Por si acaso.

—¿De cuánto estamos hablando? —preguntó Isabel.

—De un diez por ciento —respondió Sullivan.

—¡Un diez por ciento! —exclamó Isabel—. Eso es ridículo.

—Es mejor que nada, que es lo que obtendrán si cursas personalmente ese informe de posible vida inteligente —le advirtió Sullivan.

—No es que quiera presentar ninguna objeción, pero que ZaraCorp investigue si ZaraCorp tendría o no que explotar los recursos de un planeta parece constituir un clásico caso de conflicto de intereses —opinó Holloway.

—Por ese motivo, la investigación la presidiría un juez de la Autoridad Colonial —matizó Sullivan—. Lo que supone que el veredicto poseería validez legal. Así que si el juez decide que ZaraCorp tiene que cursar un informe de posible vida inteligente, la compañía dispondría de dos semanas para hacerlo, y de otras semanas para detener todas las labores de explotación, a la espera de una resolución.

—Por tanto, aspiramos a un dictamen que apunte a ese «seguir investigando» que has mencionado antes —dijo Holloway.

—No aspiramos a nada —respondió Sullivan—. Eso depende del juez. Pero como he dicho, creo que el dictamen de «seguir investigando» es el que permite que todos salgan ganando. Isabel, tú ganas porque no tener pruebas de que los peludos sean capaces de hablar no es tan problemático como lo sería en una sala donde se decidiera sobre si puede considerárselos una especie inteligente. Al menos, los expertos en xenointeligencia alcanzarán una decisión en un sentido u otro. Jack, tú ganas porque sea como sea, te pagarán. Tal vez no obtengas miles de millones de la veta de piedra solar, pero al menos recibirás millones, y creo que podrás soportarlo.

—Probablemente —admitió Holloway.

—ZaraCorp gana porque sigue el procedimiento, así que nadie puede elevar una sola queja al respecto —continuó Sullivan—. Aunque tenga que abandonar Zara Veintitrés, la compañía tendrá tiempo de preparar a sus inversores para que su precio en bolsa pueda encajar la noticia. No sufrirá graves fluctuaciones, no cundirá el pánico ni habrá sorpresas, que es lo que más odian las empresas. Y en lo que atañe a los peludos…

Los tres humanos se volvieron hacia los peludos, cuatro de los cuales se echaban una siesta en el suelo. El quinto, Pinto, se había subido al escritorio y había quedado colgando de un extremo. De pronto, el peludo lanzó un grito y se descolgó por el borde del escritorio, para aterrizar justo sobre la cabeza de Abuelo Peludo (Holloway había llegado a la conclusión de que no era el abuelo de nadie, pero era demasiado tarde para cambiarle el nombre). Sorprendido, Abuelo Peludo soltó un gruñido y persiguió a Pinto, corriendo a collejas al joven peludo mientras lo perseguía. Carl, emocionado al ver que pasaba algo, se puso a perseguir a ambos. Tres segundos después, todos los peludos corrían como idiotas, dándose collejas unos a otros como si ensayaran la escena de una comedia protagonizada por pequeñas criaturas cubiertas de pelo.

—Al menos tendrán ocasión de demostrar que son seres pensantes —concluyó Sullivan, señalando en dirección a los Peludo—. Aunque debo decirte, Isabel, que este puñado tuyo de genios no resulta muy convincente.

—Bueno, creo que subestimas su capacidad para la comedia —dijo Isabel.

—No lo creo —dijo Sullivan.

—Debo apoyar a Isabel —intervino Holloway—. Esto es mucho mejor que ver a los Tres Chiflados.

—Eso es verdad —concedió Sullivan.

—¿A qué tres chiflados te refieres? —preguntó Isabel.

Ambos la miraron con una extraña mezcla de horror y compasión.

Los Peludo y Carl se tumbaron exhaustos en el suelo de la cabaña.