Holloway entró en la Madriguera de Warren, en cuyo interior encontró a Joe DeLise justo donde esperaba verlo: sentado a la barra, tercer taburete empezando la derecha. Era el Taburete Honorífico del Borracho de Joe DeLise. Pasaba tanto tiempo ahí sentado que el asiento se había adaptado al contorno de su trasero. Si al entrar en el local, DeLise encontraba sentado en él a otro cliente, éste no tardaba en levantarse, ya que DeLise se plantaba de pie a su lado, mirándolo fijamente, hasta que captaba el mensaje. En una ocasión, un contratista no se dio por aludido. DeLise se sentó en otra parte y esperó a que el contratista saliese del local. A la mañana siguiente encontraron al explorador en el callejón, no muerto pero con una imponente contusión en la cabeza. A partir de entonces, DeLise no tuvo necesidad de mirar fijamente a nadie tanto rato.
Holloway se acercó a DeLise, esperando ver la expresión sorprendida del matón, momento en que le arreó un puñetazo en su cara de pan. DeLise cayó del taburete, seguido por el botellín de cerveza. Todos en el bar, y eso que estaba concurrido, guardaron silencio.
—Eh, Joe —dijo Holloway—. Sé que te sorprende verme.
Desde el suelo, DeLise miraba atónito a Holloway.
—Acabas de golpear a un poli, gilipollas —dijo.
—Sí, en efecto —admitió Holloway—. Acabo de golpear a un poli en presencia de testigos, en un bar que tiene una cámara de seguridad cuya imagen conecta directamente con las oficinas de seguridad. Por tanto, si esta vez se te ocurre hacerme desaparecer, todos sabrán que tú fuiste el culpable, pedazo de mierda gelatinosa. No voy a darte ocasión de matarme dos veces.
—No sé de qué coño hablas —dijo DeLise.
—Pues claro. Pero siento curiosidad por saber por qué quisiste matarme, Joe. Nunca hemos congeniado, pero no pensé que me tuvieras tanta manía. En fin, cuéntame: ¿Se debe sólo a que me metí contigo en el campamento? ¿No eres capaz de encajar un par de insultos? ¿O llevabas tiempo planeándolo? Habla tranquilo, te escucho.
DeLise se levantó del suelo.
—Quedas arrestado, Holloway, por golpear a un oficial de seguridad.
—Excelente. —Holloway le tendió las manos, juntas—. Arréstame, saco de mierda. Más tarde, ya en las oficinas de seguridad, llamaré a un abogado y después ofreceré el relato de lo sucedido contigo y el aerodeslizador, así como todas las cosas que le han pasado al vehículo desde que te quedaste a solas con él hace unos días. Es una historia muy interesante, y acaba contigo cumpliendo condena. Así que adelante, arréstame. De veras que no me importa, Joe. Hagámoslo. —Holloway ofreció de nuevo las manos a DeLise.
DeLise, furioso, no se movió.
—Ya me lo parecía —prosiguió Holloway—. Por lo visto vas a tener que encajar ese puñetazo y acostumbrarte a la idea. Pero míralo de este modo: hoy casi me devoran un par de zaraptors, y tú, a cambio, te vas de rositas con un puñetazo en tu cara de bobo. Vaya si te ha salido barato, ¿no crees? A continuación te haré una advertencia, Joe. Inténtalo de nuevo y será mejor que te asegures de que te salga bien, porque cuando acabe contigo no habrá nada que enterrar. Eso te lo prometo.
Holloway se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta, intentando contener la sonrisa que arruinaría el papel de tipo duro que había intentado representar desde que había entrado en el tugurio. Agredir a un oficial de seguridad no era la clase de cosas de las que uno salía incólume. Holloway había sopesado los pros y los contras, hasta llegar a la conclusión de que mientras tuviera testigos y contase con la grabación de la cámara de seguridad, podría salirse con la suya. DeLise tenía mucho que perder si devolvía el golpe en ese momento. Aunque lo dejara para otra ocasión, la grabación de Holloway acusándolo de intento de asesinato figuraría siempre en los archivos de seguridad de ZaraCorp. Era imposible borrarlo.
Aquello era mucho mejor que acusar oficialmente a DeLise de intentar asesinarlo. De este modo, Holloway no tenía que demostrar nada. Era lo más cerca que estaría de tener una póliza de seguro contra futuros intentos de asesinato. Era una buena jugada. Una jugada muy inteligente. Holloway levantó la vista en dirección a la cámara de seguridad, con intención de saludar con garbo cuando salía del bar.
Vio que la cámara no tenía lente.
Holloway paró en seco y se volvió hacia el camarero.
—La muy jodida se averió la semana pasada —dijo el camarero—. Aún no he tenido un respiro para cambiarla.
Cualquier otro pensamiento que Holloway pudiera tener acerca del particular se vio interrumpido cuando DeLise le alcanzó en la nuca con el taco de billar. Antes de quedar inmóvil en el suelo, Holloway había perdido el conocimiento.
—No sé por qué no le has abierto la cabeza en el callejón —oyó decir a alguien Holloway.
—Demasiados testigos —dijo otra voz que pertenecía a Joe DeLise—. En eso al menos el muy gilipollas no iba desencaminado, así que no he tenido más remedio que arrastrarlo hasta este lugar.
—Aun así has tenido que darle un golpe en la cabeza —dijo la otra voz.
—Sí, pero ahora diré que ha sido por resistirse a la autoridad. En eso me respaldarás, ¿verdad?
La otra voz rió.
Holloway se arriesgó a abrir los ojos, lo cual lamentó de inmediato. La luz le horadó la retina. Hizo un esfuerzo para mantenerlos abiertos y enfocar el entorno. Al cabo, pudo ver con claridad: estaba encerrado en una celda de seguridad de ZaraCorp. Había estado ahí antes, acusado de embriaguez y alteración del orden, un par de noches después de que Isabel lo dejara.
—Tu amigo se ha despertado —dijo una sombra en la distancia.
Otra sombra se acercó a la celda, que resultó ser Joe DeLise. Éste, vestido aún de civil, sonrió a Holloway.
—Hola, Jack —dijo DeLise—. ¿Cómo te encuentras?
—Como si un gilipollas me hubiera golpeado por la espalda —respondió Holloway.
—Eso te pasa a menudo, ¿verdad? —preguntó DeLise—. ¿Sabes? Para alguien que se cree tan listo, de vez en cuando te comportas como un idiota. Como por ejemplo cuando ni siquiera miraste si la cámara de seguridad tenía lente.
Holloway cerró los ojos.
—En eso voy a tener que darte la razón, Joe.
—Un clásico —dijo DeLise—. Voy a pasar años contándoselo a mis amigos.
—¿No seguirás empeñado en partirme la crisma? —preguntó Holloway—. Desde esta noche hay mucha gente que sabe que tienes motivos.
DeLise resopló.
—Por Dios, la gente de ese bar me tiene tanto miedo que ni siquiera se sientan en mi taburete cuando no estoy ahí —dijo—. Warren me contó que cuando estuve trabajando en el campamento, el lugar se llenó hasta la bandera sin que ninguno de los parroquianos se sentase en mi lugar. Joder, Jack. Allí nadie recordará que me diste un puñetazo y te arresté. Todo lo demás se volverá borroso para ellos, y no tardará en hacerlo.
—Entonces cuéntame por qué lo hiciste, Joe. —Abrió de nuevo los ojos para mirar a DeLise—. Me refiero a lo de joderme el aerodeslizador. No me respondiste a eso en el bar. No sabía que me tuvieras tanta manía.
—No tienes precisamente un club de fans, Jack —dijo DeLise—. Ni siquiera gustas a la gente a quien crees gustarle. Y a mí nunca me gustaste.
—Eso suena a confesión —respondió Holloway.
—Insisto en que no tengo ni idea de qué me estás hablando —dijo DeLise—. Lo único que sé es que me has arreado un puñetazo nada más entrar en el bar y que después se te fue la mano y tuve que tumbarte. No es una historia complicada.
—Ah, estupendo. Eso significa que no la olvidarás con facilidad.
DeLise sonrió.
—Voy a echarte de menos, Jack —dijo.
—No es la primera vez que me lo dices.
—Siempre he sido sincero —contestó DeLise—. Y ahora podrás descansar. Tiene que parecer que opusiste resistencia y tuve que noquearte.
—Por supuesto —dijo Holloway.
—No te preocupes, Jack. No te dolerá.
—Te lo agradezco, Joe. De veras.
DeLise sonrió de nuevo antes de alejarse. Holloway intentó concentrarse en el hecho de que, probablemente, tan sólo le quedaban unas horas de vida, pero al cabo decidió que le dolía demasiado la cabeza para pensar y volvió a perder la conciencia.
Al cabo de un rato indefinido sacudieron a Holloway del hombro para despertarlo.
—Holloway —dijo una voz que no reconoció—. Hora de levantarse.
—¿Para que me deis una paliza de muerte? —masculló Holloway—. No es que esté muy motivado.
—Tienes una conmoción cerebral, Holloway —dijo la voz—. No es buena idea quedarse dormido así.
Holloway enarcó una ceja. La voz que no reconoció pertenecía a alguien que tampoco reconoció.
—¿Y tú quién eres?
—Bueno, si todo va bien, soy el tipo que impedirá que te den una paliza de muerte en una celda —dijo el hombre—. Ahora levántate.
Holloway torció el gesto e intentó incorporarse. El tipo se agachó para ayudarle.
—Tranquilo —dijo.
—Qué fácil te resulta decir eso.
El otro sonrió al tiempo que se volvía hacia los tres agentes de seguridad que aguardaban a la entrada de la celda, uno de los cuales era Joe DeLise, que vestía de uniforme.
—Voy a llevarme al señor Holloway —dijo, utilizando un trato más formal para referirse al prospector. Su voz había adoptado un tono que podía considerarse lejos de ser amistoso—. Necesita recibir atención médica.
—No va a ir a ninguna parte, Mark —espetó uno de los guardias de seguridad. Holloway lo reconoció. Era Luther Milner, encargado del turno de noche—. Ese gilipollas ha agredido a un oficial de seguridad y tenemos testigos.
—Oh, oh —contestó el tipo a quien habían llamado Mark—. Los mismos testigos que declararán que el oficial de seguridad presuntamente agredido no tiene reparos a la hora de golpear al primero que ocupe su taburete favorito. Porque cualquiera en ese bar sería un testigo fiable.
—Eh, fue él quien me agredió, letrado —protestó DeLise—. No intentes dar la vuelta a la tortilla. No es eso lo que sucedió.
—Pues claro que no —dijo Mark, que al parecer era abogado—. Igual que si no me hubiese presentado a tiempo, el cuello del señor Holloway estaría roto por resistirse a la autoridad. ¿No es cierto? ¿Me equivoco? ¿No era eso lo que iba a suceder?
—No me gusta nada tu tono, Sullivan —dijo DeLise.
—Y a mí no me gusta que le divierta tanto golpear a un detenido en una celda de ZaraCorp, señor DeLise —replicó Mark Sullivan, el abogado—. De hecho, me molesta a nivel personal, pero sobre todo me molesta como abogado de ZaraCorp. Comprendo que tienen ustedes la impresión de que no tienen que responder ante nadie, pero Zara Veintitrés sigue siendo técnicamente territorio sometido a la Autoridad Colonial, donde un asesinato se considera un asesinato. Y si un empleado de ZaraCorp asesina a alguien en el interior de una propiedad de ZaraCorp, pues… Es la clase de cosas que la compañía no encaja bien. ¿Es usted estúpido, señor DeLise?
—¿Qué? —preguntó el oficial de seguridad.
—Le he preguntado si es estúpido —dijo Sullivan—. Es una pregunta muy sencilla, pero si quiere se la simplifico: ¿Es bobo?
—Vigila tu lengua —le advirtió DeLise.
—¿O qué, DeLise? —preguntó Sullivan, que abandonó el tono formal. Soltó a Holloway y pegó el rostro al de DeLise—. ¿Vas a darme una paliza de muerte? Porque nadie echará de menos al subconsejero general de todo el jodido planeta, ¿no? Si alguna vez vuelves a amenazarme, DeLise, me aseguraré de que pases el resto de tu vida vigilando excrementos de murciélago en la mina de guano de ZaraCorp. Si no me crees capaz de ello, orina en mi dirección una sola vez más. Hazlo.
DeLise no dijo nada. Sullivan volvió a acercarse a Holloway.
—Me cae usted bien —dijo Holloway a Sullivan.
—Será mejor que cierre la boca —replicó Sullivan.
Holloway sonrió.
El abogado volcó de nuevo la atención en DeLise.
—En fin, señor DeLise, recordará que le he hecho una pregunta: ¿Es usted estúpido?
—No —respondió DeLise.
—¿De veras? —dijo Sullivan—. Porque por un momento ha estado a punto de engañarme. Verá, como estoy seguro de que ya sabrá, el señor Holloway, aquí presente, ha encontrado hace poco la mayor veta de piedra solar descubierta en la historia del universo conocido. Posiblemente su valor supere el billón de créditos, del que su parte alcanzará varios miles de millones de créditos. ¿Está usted al corriente de ello?
—Sí —admitió DeLise.
—Bien. Ahora dígame, señor DeLise, ¿qué cree usted que sucedería si el señor Holloway apareciese muerto en una celda de detención de ZaraCorp? ¿Cree que alguien en el universo se tragará el relato de un guardia de seguridad de que el fallecido se resistió a la autoridad? ¿O cree que la Autoridad Colonial abrirá una investigación en toda regla para investigar las operaciones que ZaraCorp ha emprendido en este lugar, buscando más casos de intimidación y asesinato corporativos? ¿Cree que los coloniales detendrán la explotación de la veta de piedra solar mientras se lleva a cabo la investigación, lo cual supondría la pérdida de millones de créditos a la compañía para la cual trabaja?
»¿Qué me dice de los parientes del señor Holloway? ¿Cree que se quedarán de brazos cruzados mientras dure el proceso, o se enfrentarán en litigio a ZaraCorp por prácticas contrarias a la ley, lo que supondrá añadir millones a los miles de millones de créditos que heredarán? ¿Cree que usted, señor DeLise, acabará haciendo alguna otra cosa aparte de pasar el resto de su vida en una celda de dos metros y medio por tres metros en cuanto ZaraCorp decida que el modo más simple de disipar el problema consiste en cargarle a usted el muerto? Dígame otra vez que no es estúpido, señor DeLise. Le prometo que me encantaría oírlo.
DeLise, completamente cohibido a esas alturas, apartó la mirada.
Sullivan miró fijamente a los tres guardias de seguridad.
—Quiero dejar esto perfectamente claro. Tienen que entenderlo y tienen que asegurarse de que todos sus compañeros lo hagan. Hay una persona en Zara Veintitrés que es intocable. Se trata del señor Holloway. Es demasiado valioso. Si algo le pasara, la Autoridad Colonial se personaría aquí para meter la nariz en nuestro trasero común. En este momento, el trabajo de ustedes consiste en asegurarse de que permanezca con vida y que esté satisfecho. Y, señor DeLise, si eso supone pasarse el resto del tiempo encajando puñetazos del señor Holloway cada vez que se crucen, entonces lo hará con una sonrisa y pondrá la otra mejilla. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor —dijo DeLise en un tono que Holloway sospechó que no empleaba desde que tenía ocho años.
Los otros dos oficiales asintieron.
—Espléndido —aplaudió Sullivan, volviéndose hacia DeLise—. Ahora diga al señor Holloway que lo lamenta.
—¿Qué? —El asombro de DeLise fue sincero.
—Tengo entendido que usted le dio un golpe por la espalda con un taco de billar —dijo Sullivan—. Eso exige una disculpa. Hágalo. Ahora.
Holloway contempló el rostro de DeLise, preguntándose si era posible provocar un infarto a alguien. Por divertida que fuera la situación, Holloway sospechó que Sullivan había llevado las cosas un paso más allá para la tolerancia que albergaba el cerebro de mosquito de DeLise.
—No pasa nada —dijo Holloway—. De hecho, soy yo quien tendría que disculparse con Joe. Digamos que fui a celebrarlo a otro bar, que aún tenía ganas de pelea y que Joe tuvo que tumbarme por mi propio bien. No hubo desperfectos que lamentar. Olvidémoslo.
Sullivan miró a Holloway, suponiendo por qué hacía lo que hacía.
—Por mí bien —dijo al cabo de un minuto—. ¿Satisfecho, señor DeLise?
—Satisfecho —respondió DeLise, que miraba a Holloway de un modo que no recomendaba dejarlos a ambos a solas en una habitación, con lo que Holloway no tenía problema.
—Perfecto. Entonces creo que hemos terminado aquí. Voy a llevarme al señor Holloway. A menos que tengan algo más que objetar.
No hubo más objeciones.
—Es usted muy bueno —dijo Holloway cuando salieron de las oficinas de seguridad—. Entiendo qué ve Isabel en usted.
—Me alegra que piense así —dijo Sullivan—. Porque no vamos a volver a hacer nada parecido. Nuestra amistad mutua ha empeñado una buena parte de su crédito personal para que yo viniera a salvarle a usted el culo. No me ha importado complacerla, porque creo que ya sabe usted lo que siento por ella.
—Lo sé.
—Si eso le causa algún problema, necesito que me lo diga ahora mismo —dijo Sullivan—. No me gustan las sorpresas.
Holloway se encogió de hombros.
—Metí la pata con Isabel —reconoció—. No es la clase de persona que te da otra oportunidad. Usted es bueno.
—Perfecto —dijo Sullivan—. Ya he dicho que ha sido un placer ayudarla y ayudarle a usted. Pero eso no volverá a suceder. Agredió a un oficial de seguridad. Y no a cualquiera, sino al que más le gusta ir de chulo con placa. Eso es una tontería. Si vuelve a meter la pata de ese modo, Holloway, tendrá que salir del atolladero por sus propios medios. Espero expresarme con claridad.
—Lo hace. Tiene razón. Fui un estúpido. No volveré a hacerlo. Al menos no esperaré que usted o Isabel me saquen del brete.
—De acuerdo —dijo Sullivan, que miró de arriba abajo a Holloway—. ¿Cómo se encuentra?
—Como si me hubieran arreado un golpe en la cabeza —respondió Jack.
—Es que le han dado un golpe en la cabeza —dijo Sullivan—. Muy bien, empezaremos por el hospital para que comprueben la conmoción. Luego puede usted tumbarse en mi sofá el resto de la noche. ¿Dónde tiene el aerodeslizador?
—En el taller de Louis Ng —respondió Holloway, refiriéndose al mecánico de Aubreytown—. Está puliendo la chapa y reinstalando los cables de tracción de los motores de emergencia. Mañana a mediodía estará listo.
—¿Ha sufrido un accidente?
—Luego se lo cuento —dijo Holloway—. Una cosa, ¿hablaba en serio cuando dijo que si me sucedía algo la Autoridad Colonial lo investigaría?
—¿Si muriera estando bajo custodia de ZaraCorp? —preguntó Sullivan—. Eso seguro. Si estampara el aerodeslizador contra un árbol, probablemente no. Pero no hay motivo para que ellos lo sepan —añadió el abogado, al tiempo que señalaba la oficina de seguridad—. Está claro que se la tienen jurada.
—No todos ellos.
—DeLise seguro —dijo Sullivan.
—Sí. Gracias por salvarme el pellejo. Le debo una. Tendrá que esperar a que empiecen a minar esa piedra solar para que pueda pagarle. Voy a gastarme la mayor parte de mi dinero arreglando el aerodeslizador.
—Puede pagarme llevándome con usted —sugirió Sullivan—. Cuando Isabel me pidió que fuera a buscarle, mencionó que le pidiera que me llevara a la cabaña. Dice que hay algo que quiere comentarme en calidad de consejero legal de ZaraCorp. No tengo ni idea de qué va eso. ¿Y usted?
—Tal vez —respondió Jack Holloway, que se palpaba el cráneo, consciente del inminente dolor de cabeza.