A Holloway se le pasaron dos cosas por la mente al apagarse los rotores frontales del aerodeslizador. «Pero ¿qué coño?» fue su primer pensamiento. Si bien un fallo del rotor no era tan inusual, que lo hicieran ambos simultáneamente lo era.
«Mierda» fue el segundo pensamiento que tuvo. Esto se debía a que Holloway iba solo, estaba en mitad de la nada e iba a estrellarse en plena jungla, donde algo grande intentaría devorarlo por todos los medios.
Holloway desactivó el piloto automático y tiró con fuerza de la palanca del aerodeslizador. Más tarde ya se preocuparía de si lo devoraban o no. En ese momento tenía suficientes preocupaciones para evitar estrellarse. Si lograba posar el vehículo sin estamparse, quizá podría arreglarlo y salir de allí. Si se estrellaba y el aerodeslizador resultaba dañado, sus posibilidades de terminar la jornada parcialmente digerido aumentarían astronómicamente.
Holloway alcanzó los cables de tracción de emergencia conectados a los rotores. Todos los rotores estaban alimentados por el mismo motor, situado en mitad del aerodeslizador, bajo la cabina de pasajeros, controlado por el ordenador, no por la manipulación directa. Sin embargo, los ejes de transmisión sufrían desgaste, y el hardware y los programas informáticos se degradaban con el tiempo, lo cual constituía un auténtico problema cuando el vehículo en el que se viaja se desplaza a mil metros de altura sobre la superficie. En caso de emergencia, deben encenderse los motores pequeños integrados en la estructura de los propios rotores. Dichos motores son demasiado pequeños para permitir el desplazamiento, y su potencia dura apenas unos minutos. Su único propósito consiste en estabilizar el aparato y permitir un aterrizaje inmediato.
Holloway agarró los cables de tracción de los rotores frontales y tiró con fuerza. Los cables de tracción se tensaron y restallaron al arrancar las clavijas de activación de los motores de emergencia. Si Holloway sobrevivía, tendría que recargarlos y sustituir los cables y las clavijas. Era una de esas cosas que el diseño original impedía llevar a cabo personalmente y que requería de la intervención de un profesional acreditado. Éste insistiría en recargar y reajustar todos los motores de emergencia, no sólo los utilizados. Holloway tendría que gastarse miles de créditos en eso y no dejaría de maldecir a todas horas.
Nada de eso preocupaba a Holloway en ese momento. En ese instante, rogaba para que conservaran la carga desde la última vez que los había sustituido hacía más de un año.
Y lo hicieron. Los rotores frontales soltaron un chasquido metálico al adoptar la posición original y cobraron vida. El temporizador iluminó el panel de información de Holloway: contaba con dos minutos y treinta segundos para tomar tierra. Holloway minimizó el temporizador y activó las cámaras del tren de aterrizaje, buscando un lugar donde aparcar.
La zona, que Holloway había explorado durante aquellos últimos tres días por orden de la corporación, era muy boscosa. Había experimentado tantas dificultades para atravesar las copas de los árboles que había tenido que confiar en robots accionados por control remoto para el emplazamiento de cargas acústicas, así como para la obtención de datos. Habían hecho el trabajo, pero le supuso mucho más tiempo del que hubiera tardado utilizando el taladroexcavadora con que contaba el vehículo.
Sin embargo, ya no tenía opción. Tenía que atravesar las copas de los árboles a las bravas. Holloway empujó la palanca de mando, dando gas a los rotores traseros, en dirección a un trecho de vegetación que se le antojó menos impenetrable que cualquier otra parte de la espesura que lo rodeaba. Comprobó dos veces el cinturón de seguridad, y después presionó el botón de aterrizaje de emergencia que había en el panel frontal.
El cinturón de seguridad se tensó hasta dejarlo sin aliento, mientras Holloway oía el estallido seco de la bolsa de seguridad de proa, que adoptó en seguida la forma de su cráneo y le oscureció la visión. Otras medidas de seguridad hicieron lo propio en torno a sus piernas y brazos. La silla, que en condiciones normales giraba sobre su eje, quedó fija con el asiento clavado al frente. Holloway estaba inmovilizado; por decirlo de algún modo, estaba en manos de los sistemas automáticos del aerodeslizador. Se sintió brevemente agradecido de haber dejado a Carl haciendo compañía a Isabel y los Peludo. Prometía ser una caída de miedo.
Y lo fue. El aerodeslizador cayó a una velocidad endiablada al iniciar su descenso, rápido, pero, con suerte, controlado por ordenador, y se precipitó a mayor velocidad que la impuesta por la fuerza de la gravedad, aprovechando la masa del aerodeslizador y la fuerza de empuje acumulada para partir las ramas de los árboles cuando no las apartaba de su camino. Las sacudidas de la cabina y el fuerte crujido a su alrededor dieron a entender a Holloway que cuando tomase tierra habría más leña a sus pies de la que podía reunir en una tarde.
A siete metros del suelo se encendieron los doce cohetes de chorro corto que llevaba el vehículo en el tren de aterrizaje, calculado el empuje de cada uno de ellos en virtud de la posición actual del aerodeslizador para parar la fuerza del impacto, nivelar el eje del vehículo y tomar tierra con toda la suavidad que fuese posible. Cuando los cohetes se encendieron, Holloway sintió el doloroso tirón de sus órganos internos al desplazarse un milímetro a velocidad de descenso, antes de verse frenado por el resto del cuerpo. El sobrecogedor impacto del aterrizaje fue la prueba de que la maniobra podría haber sido mucho más «suave».
Los cinturones de seguridad del asiento se tensaron y las sujeciones inflables silbaron al deshincharse; el motor del rotor se apagó. Holloway salió del asiento y agarró el panel de información para hacerse una idea de la situación. El aerodeslizador tenía abolladuras y había perdido el rotor posterior izquierdo durante el aterrizaje. Si Holloway lograba que el aerodeslizador volviese a funcionar, podía hacer que se elevara, pero no que avanzara. Sin embargo, en conjunto el aparato había sobrevivido, y Holloway había logrado tomar tierra sin estrellarse.
Holloway meditó sobre eso, pero luego lo ignoró. Una vez en tierra, había otras cosas de qué preocuparse. Se desplazó por la cabina hasta una de las bodegas de carga, que abrió para sacar del interior un bulto etiquetado como «verja perimetral de emergencia».
—Allá vamos —dijo Holloway en voz alta, antes de descolgar las piernas por el costado del vehículo.
Cuando se aterriza en plena jungla con un aerodeslizador, ya sea motivado por un accidente o por cualquier otra razón, se forma un tremendo alboroto. La mayoría de los animales cercanos, acondicionados por la evolución para considerar equivalente todo aquel ruido a la actividad de depredadores y demás posibles peligros, huirían a toda prisa de la zona, pero con el tiempo regresarían. Los que eran depredadores de verdad tardarían menos en regresar, intuyendo, como depredadores que son, que el estruendo podía, una vez concluido, acabar dejando a una criatura indefensa herida o retenida lo bastante para que pudieran devorarla sin demasiado esfuerzo.
Todo aquello hizo comprender a Holloway que disponía a lo sumo de un par de minutos, noventa segundos más o menos, para instalar la verja perimetral, porque transcurrido ese período de tiempo algo enorme y hambriento se dirigiría hacia él para averiguar qué había de almuerzo.
Holloway no perdió un solo instante. Actuó con rapidez, asegurándose de instalar con firmeza seis estacas en torno al aerodeslizador, extendiéndolas al máximo hasta que alcanzaron los dos metros de longitud. Una vez terminada la operación, desenrolló la verja magnetizada, notando cómo se ajustaba en su lugar en cada estaca. El perímetro quedó asegurado alrededor del vehículo de Holloway. Era un trasto grande, y la verja… no mucho.
Holloway ajustó el extremo de la verja en la primera estaca, cuya base incluía la fuente de alimentación. Una vez activada, la fuente de alimentación haría dos cosas. Reforzaría la verja, convirtiéndola en un enorme electroimán; mientras las estacas se mantuvieran razonablemente firmes, sería difícil que nada franquease la verja. En cuanto algo entrara en contacto con ella, descargaría veinticinco mil voltios de electricidad, lo cual freiría cualquier cosa que tocara.
La fuente de alimentación duraba doce horas cuando estaba recién cargada. Después de lo sucedido a Sam Hamilton (y a su mono), Holloway siempre se aseguraba de tener la verja de defensa perimetral cargada en todo momento.
Holloway comprobó y se aseguró de nuevo de que la verja estuviera bien instalada, y luego presionó el botón verde para poner en marcha la fuente de alimentación. Se apartó y esperó cinco segundos a que se activara, momento en que se oiría el zumbido de la corriente electromagnética.
Pero no se oyó ningún zumbido.
Holloway observó la fuente de alimentación. Tenía un piloto intermitente encendido junto al botón de puesta en marcha. Holloway no tuvo que leer el letrero situado junto a la luz para comprender que la fuente de alimentación estaba descargada.
—Mierda —maldijo en voz alta. Holloway la sabía cargada, puesto que lo había comprobado durante el repaso mensual del inventario.
Le llamó la atención un movimiento fugaz más allá de la verja. Levantó la vista. A treinta metros de distancia, un par de zaraptors le devolvieron la mirada con expresiones entre curiosas y hambrientas; puede que ambas cosas. Holloway, como quien no quiere la cosa, caminó de vuelta al interior del perímetro de la verja, se metió en el aerodeslizador y cerró el acceso. Acto seguido miró a su alrededor en busca de la escopeta.
Al zaraptor lo llamaban así no porque fuese un ave de rapiña, sino porque recordaba al dinosaurio raptor, a la inteligente y depredadora criatura que había vagabundeado por la superficie de la tierra, por suerte millones de años atrás, antes de que los humanos figurasen en el menú. Al igual que otros depredadores, los zaraptors eran reptiles, obviamente carnívoros, y caminaban en posición bípeda dotados de fuertes patas, capaces de cubrir largas distancias en el terreno de la jungla y lo bastante ágiles para superar los diversos obstáculos con los que los seres humanos podían tropezar. Pero a diferencia de los demás depredadores, los de Zara XXIII tenían cabeza de felino y fuertes brazos que terminaban en manos con dedos oponibles. Los zaraptors eran perfectamente capaces de aferrar y retener a su presa para que fuera incapaz de escapar a sus colmillos.
Al llegar al planeta Zara XXIII, obligaron a Holloway y a otros prospectores novatos a mirar grabaciones de ataques mortales de zaraptors a humanos indefensos, en imágenes grabadas por cámaras de vigilancia, y en un caso, por un explorador demasiado confiado que se pasó de listo. Ésa fue la más difícil de soportar, en buena parte porque la sangre del explorador cubrió buena parte de la lente, impidiendo la visión. Pero cumplió su función: el cerebro humano, por avispado que fuera, no era rival para la velocidad, la fuerza y las fauces del zaraptor.
En el aerodeslizador, Holloway fingió no estar al borde del pánico y se arrodilló junto a la escotilla de la pequeña zona de almacenaje situada junto a su asiento. La abrió y sacó del interior una escopeta. Era un arma pequeña, tosca, de cañón corto, que tan sólo resultaría útil en las distancias cortas. Holloway tenía la sospecha de que, tal como estaban las cosas, tendría que recurrir a ese arma. La había comprado a su llegada a Zara XXIII, pero nunca la había utilizado. Por lo visto, era cierto eso que se decía de que siempre hay una primera vez para todo.
Cargó la escopeta y buscó la caja de munición que dejaba siempre junto al arma. Pero no estaba allí. Holloway sintió un escalofrío.
Se oyó un traqueteo metálico cerca del vehículo. Holloway miró en dirección al lugar de donde provenía el ruido. Los zaraptors se encontraban en la verja, cargando sobre ella.
La verja.
De pronto, Holloway tuvo una idea loca, desesperada, porque las ideas locas y desesperadas eran lo único que tenía en ese momento. Agarró el panel de información cuando uno de los zaraptors separó de los postes el material de la verja.
En muchos aspectos, el aerodeslizador de Holloway era muy básico. Se lo había comprado a otro prospector que había quebrado y buscaba un modo fácil de conseguir dinero para costearse el traslado de sus cosas a la Tierra. El aerodeslizador tenía un diseño funcional, poseía una amplia bodega de carga y un interior espartano cubierto por una combinación de techo y ventana plegables. Cuatro grandes rotores, situados de modo que no cortaran en juliana a las criaturas voladoras o prospectores distraídos, se repartían por los extremos del vehículo, proporcionando sustento y maniobrabilidad.
Desde el momento de la compra, Holloway prácticamente no había hecho ninguna mejora en el vehículo. Le gustaban los vehículos llamativos tanto como a cualquiera (después de todo había sido abogado), pero parte del placer de tener un vehículo llamativo era que los demás lo vieran, y en Zara XXIII no había nadie ante quien lucirse. Allí la gente estaba obsesionada con ganar dinero, no con exhibir las ganancias. Así que la ostentación no tenía sentido, lo cual era en cierto modo liberador.
Sin embargo, Holloway sí había malgastado en algo. El anterior dueño del aerodeslizador lo había equipado con un único altavoz funcional, con un motivo igualmente funcional: escuchar perfectamente la información verbal del panel de mandos del aparato y también mantener comunicaciones con su representante. Holloway había empalidecido al enterarse. Si iba a pasar tanto tiempo en el aerodeslizador, querría escuchar música, audiolibros y otras cosas que lo entretuvieran, mientras sus ojos, manos y todo lo demás estaban ocupados. Holloway quería un sistema de audio.
El sistema de sonido que compró era ridículamente caro, no porque quisiera uno concreto, sino porque era el único que distribuía la tienda de ZaraCorp. Le contaron que la mayoría de los exploradores escuchaban música con auriculares y se contentaban con los altavoces de serie del aerodeslizador. El dependiente ofreció a Holloway lo que le aseguró que era un perfecto par de auriculares. Holloway, a quien no le agradaba la idea de introducirse en el oído nada que fuese más pequeño que un codo, mordió el anzuelo y pagó el precio desorbitado del sistema de sonido.
Los zaraptors habían destrozado la verja de seguridad y merodeaban en torno al aerodeslizador, intentando entender lo que tenían delante, y también el modo de superar el duro cascarón para hincar el diente al bocado que encerraba. Holloway se concentró en no orinarse encima y encender el software de diagnóstico del sistema de sonido.
Una de las cosas que encarecían tanto el sistema de sonido, o eso había explicado el dependiente a Holloway, era que emitía sonidos por encima y por debajo del espectro que era capaz de captar el oído humano: de hecho, el sistema de audio iba de los 2 a los 44,1 kilohercios. Aunque los humanos no pudieran captarlo, tal amplitud tenía sentido porque había efectos psicoacústicos que se propagaban por encima y por debajo de ella, efectos que se perdían en sistemas de sonido más convencionales, cuyos altavoces reproducían menos de lo que captaba el oído humano. Ese sistema de audio lo reproducía todo, al menos eso dijo el dependiente, y el resultado era el mejor sonido posible, algo casi rayano en la audición en directo.
En aquel momento, Holloway respondió al dependiente que sospechaba que todo aquello no era más que un montón de mentiras para justificar el precio del producto. El dependiente admitió que en parte así era, pero que Holloway iba a pagar de todos modos por ello, así que le había parecido mejor contarle el motivo del elevado precio.
Los zaraptors empezaron a golpear con las garras las ventanillas del aerodeslizador, primero con la palma abierta, después crispando los puños. Las ventanillas encajaron los golpes sin ceder; podían enjuagar el impacto de un ave a casi doscientos kilómetros por hora, por tanto también los golpes furiosos de un animal. Uno de los zaraptors se alejó del vehículo. Holloway lo vio marchar. Tenía la vista clavada en el suelo, como si buscara algo. De pronto, hizo una pausa, se inclinó y tomó una roca enorme. Se dio la vuelta para encarar el aerodeslizador y echó el brazo atrás como si fuera un jugador que lanza una pelota de béisbol.
«Vaya, es capaz de emplear herramientas —pensó Holloway a pesar de la gravedad de la situación—. Tendré que contárselo a Isabel». Se agachó involuntariamente cuando la roca salió volando por los aires en una trayectoria recta. Alcanzó de lleno la ventanilla del conductor, practicando una grieta pequeña pero visible. El zaraptor se arrojó sobre el vehículo para golpearlo de nuevo.
Holloway volcó de nuevo su atención en el panel de información, y en el software de diagnóstico del sistema de sonido, que por fin se había cargado.
Cuando Holloway compró el aparato, se pasó media hora leyendo las instrucciones del complejo software, con sus diversas pruebas de frecuencias decidió que la vida era demasiado corta para obsesionarse con los altavoces, volvió a centrarse en el panel frontal del software y marcó la casilla de «mantenimiento automático». Esto permitía al software regularse a sí mismo mientras Holloway escuchaba música y audiolibros. Holloway se encontraba en ese momento en esa pantalla, dándole al botón de «mantenimiento manual».
El zaraptor se hallaba al otro lado de la ventanilla, agachándose para recoger la roca.
La pantalla del panel cambió para dar paso a un menú de opciones listadas sin un orden concreto.
«Maldito interfaz de usuario», pensó Holloway, que localizó la opción para hacer la «prueba de frecuencia» justo cuando el zaraptor arrojó con fuerza la roca sobre la ventana, ampliando la grieta un milímetro.
Holloway seleccionó la opción correspondiente a la prueba de frecuencia, y el panel dio paso a una presentación gráfica acompañada por la voz de un hombre, cuyo tono cálido y rico en matices explicó cómo calibrar el sistema de audio Newton-Barndom XGK en todo el espectro de frecuencia capaz de asegurar a los oyentes un sonoro goce sin reservas.
Holloway gritaba de miedo y frustración mientras buscaba desesperado la opción de saltarse la presentación. La encontró al mismo tiempo que el otro zaraptor había agarrado una roca y empezaba a golpearla contra la misma ventanilla que había elegido el otro depredador. Se turnaban para romper el cristal, y por fin se hizo añicos en el preciso instante en que Holloway encontró lo que buscaba.
Holloway se apartó del cristal y alcanzó el control manual del panel de mandos del sistema de audio: el control de volumen. El primer zaraptor introdujo la garra por la ventanilla para arrancar los restos de cristal, y después metió la cabeza en el interior de la cabina del vehículo, siseando. Saltaba a la vista que se había propuesto entrar en el aerodeslizador. El otro depredador permaneció fuera, esperando a que Holloway se viera obligado a salir.
Holloway logró no hacerse sus necesidades encima mientras esperaba a que el zaraptor recorriese la mitad del espacio que los separaba. Cuando lo hizo, presionó un botón de la pantalla de información. El sistema de sonido se encendió mientras recorría las frecuencias comprendidas entre 22.500 y los 28.000 kilohercios. Holloway ajustó el control de volumen al máximo.
El zaraptor de la ventanilla chilló y golpeó con la cabeza el costado del vehículo, empeñado en sacarla del aerodeslizador. Al cabo de un puñado de aterradores segundos, la criatura logró dar la espalda al vehículo y echar a correr, alejándose de la ventanilla rota. El otro depredador se retiró también. Holloway sintió tal sensación de alivio que estuvo a punto de echarse a llorar.
Pero los zaraptors, visiblemente contrariados, no habían emprendido la huida. Al cabo de unos instantes, empezaron a moverse en círculos en torno al aerodeslizador. Holloway se sintió confundido por ello. Luego inició de nuevo la prueba de frecuencia de sonido, logró aumentar aún más el volumen y por último abrió las puertas y ventanillas.
Los zaraptors, enfrentados al estruendo de aquel doloroso sonido de alta frecuencia que provenía de todas partes, chillaron furibundos y desaparecieron en la jungla.
Holloway los vio marcharse con desconfianza. Puso en marcha el grabador de sonido del panel de información, se aseguró de que grabase frecuencias muy altas y grabó la prueba de frecuencia. Luego lo reprodujo de modo que, una vez concluido, volviese a repetirse desde el inicio.
Al cabo de cinco minutos, la jungla se había sumido en un silencio total, a excepción del viento que sacudía las copas de los árboles. Por lo visto, no sólo los zaraptors odiaban las emisiones de sonido en frecuencias altas.
Holloway sintió un incipiente dolor de cabeza, tal como Aubrey le dijo días atrás que sucedería. Sin embargo, por el momento no había nada que pudiera hacer, puesto que la alternativa a la migraña era que le devorasen el cerebro. Holloway tendría que contentarse de momento con el dolor de cabeza.
Alcanzó el panel de información y efectuó otra prueba de diagnóstico, esta vez para probar los rotores de proa. El diagnóstico no determinó que los rotores sufriesen fallos mecánicos; por lo visto, funcionaban en parámetros normales.
Holloway miró a su alrededor para asegurarse de que la barrera de sonido siguiera funcionando y luego efectuó otro diagnóstico de software, centrándose en los subsistemas relacionados con los rotores. También parecían estar en condiciones. Tras ejecutar un diagnóstico general, tampoco encontró errores o archivos corruptos.
Si el hardware funcionaba perfectamente y el software también, ¿pudo haber sido algo aleatorio, un fallo momentáneo del sistema? Holloway tuvo que admitir que cabía esa posibilidad, pero no le gustó. Suponía que la munición que le faltaba también era casualidad, igual que encontrarse la verja descargada.
Holloway se mostraba dispuesto a atribuir la combinación de esos factores a la mala suerte, el mal karma o lo que fuera. Pero que las tres cosas hubiesen sucedido a la vez le pareció intencionado. Sonaba a paranoia barata, y por lo general no era de los que orquestan paranoias baratas, pero ¿qué otra cosa podía ser? Alguien acababa de intentar asesinarlo.
¿Quién tenía acceso al aerodeslizador? Holloway, obviamente, pero a menos que fuese uno de esos sonámbulos que atentan contra sus propias vidas, no podía considerarse a sí mismo sospechoso.
Isabel llevaba una semana en la cabaña, así que había tenido oportunidades de sobras. Pero si bien Holloway le había dado motivos de sobra a Isabel para odiarlo desde que se conocían, la idea de que intentase acabar con su vida era impensable. Ella no funcionaba así. Aunque lo hiciera, pensó Holloway con ironía, Isabel no se hubiera mostrado tan taimada. Se le habría encarado sin atacarle por la espalda.
Aquello no dejaba más sospechosos. En realidad, la vida de Holloway carecía casi por completo de contacto humano. Las únicas personas que había visto en la última semana eran Isabel y Aubrey y el lacayo de éste, Landon. Claro que ninguno de ellos se había acercado al aerodeslizador. Bueno, Landon sí, pero…
El cerebro de Holloway se paralizó un instante cuando recordó por fin a la otra persona que lo había visitado la semana anterior.
Holloway repasó los programas operacionales del vehículo, en busca de alguno que hubiese sido abierto o modificado durante la semana pasada. Localizó dos. Uno de ellos era el programa de gestión de la potencia del rotor, que había sido modificado. El segundo, un programa añadido hacía cuatro días. No estaba etiquetado, pero Holloway imaginó cuál era su función, lo que había hecho y a qué otro programa, y también quién lo había puesto ahí para asegurarse de que las defensas de Holloway se viesen perjudicadas.
—Hijo de puta —masculló Holloway. Emprendió a través del panel un borrado de sistema y una reinstalación total de las especificaciones originales de fábrica. Llevaría un tiempo que Holloway no quería pasar en la jungla, pero no tenía intención de volar a ninguna parte en el aerodeslizador hasta haber devuelto al sistema operativo a la configuración original y erradicado totalmente el infierno que ese nuevo programa había desatado en su vehículo.
La reinstalación tardó un par de horas, tiempo durante el cual aumentó su dolor de cabeza hasta convertirse en una migraña, acompañada de una hemorragia nasal. Holloway aguantó la última media hora en tierra gracias a una aspirina, utilizando la gasa del maletín de primeros auxilios para sonarse la nariz.
Anochecía cuando Holloway despegó. Llamó a Isabel, pero ésta no respondió, lo cual no sorprendió a Holloway. La imaginó pendiente de los peludos, enseñándoles cálculo o metafísica. Esperó a que saltara el contestador.
—Isabel, soy Jack —dijo—. Escucha, tengo que ir a Aubreytown a resolver un asunto. No tardaré, pero necesito que me hagas un favor. Si no vuelvo a llamarte a eso de medianoche, quiero que avises a tu nuevo amigo y le pidas que vaya a buscarme. Lo digo porque SI no puedo llamarte luego, es porque lo más probable es que necesite un abogado.