Wheaton Aubrey VII no pudo reunirse inmediatamente con Holloway porque se encontraba en el continente suroriental del planeta, visitando algunas de las explotaciones mineras de la zona, o al menos eso le contaron a Holloway. También le dijeron que, si bien legalmente tenía el derecho y la obligación de ahondar en la exploración de la veta de piedra solar, también le recomendaban no hacerlo hasta que pudiera verse con Aubrey. Le sería ingresada una suma simbólica en su cuenta de contratista para compensarlo por aquel asunto de «fuerza mayor».
Por supuesto, dado que Aubrey había ordenado congelar los pagos hasta reunirse con él, Holloway no podía acceder a esa suma. Maldijo entre dientes y le recalcó a Isabel que menos mal que le había traído la bolsa de bindis, porque si no igual acabaría muerto de hambre. Isabel, ocupada con los peludos, apenas prestó atención a aquel comentario.
Al cabo de dos días, Holloway dirigió el aerodeslizador hacia el Risco de Carl y la veta de piedra solar. Allí encontraría a Aubrey, inspeccionando la base de operaciones improvisada en la zona. Holloway reparó en la actividad mucho antes de acercarse: una nube constante de partículas que dibujaba una mancha en el cielo, prueba de la maquinaria pesada que operaba en las proximidades. Al cabo de unos minutos sobrevolaba en círculos la veta, en busca de un lugar donde tomar tierra.
«Por Dios, vaya prisa se han dado», pensó Holloway. Al pie del risco se alzaba un modesto campamento, rodeado por una elevada verja de seguridad para ahuyentar a los depredadores. En el interior de la verja, los operarios habían despejado la zona, allanando el terreno para establecer los cimientos de construcciones más permanentes. En el exterior de la zona, los robots taladraban agujeros para ampliar el área protegida por la verja, mientras los operarios se mantenían a salvo detrás de la barrera. Practicados los agujeros, otra cuadrilla de robots colocaría la verja modular adicional que enlazaría con la existente, lo cual ampliaría el perímetro hasta que hubiera espacio suficiente para cualesquiera que fuesen las estructuras que ZaraCorp necesitara. Holloway contempló la naturaleza que se extendía a su alrededor; no seguiría allí mucho más tiempo.
—Aerodeslizador, identifíquese —exigió una voz a través del panel de información de Holloway.
Éste arqueó ambas cejas al oírlo.
—¿Qué manera es esa de saludar? —replicó—. Identifícate tú antes, amigo.
—Aerodeslizador, identifíquese ahora mismo o será derribado —insistió la voz.
—Si se te ocurre dispararme, tomaré tierra en tu cráneo —amenazó Holloway—. Y además me iré de rositas, porque resulta que eres tú quien está en mi veta, así que identifícate o nos veremos en los tribunales, adonde te llevarán con traje de recluso.
Se produjo un silencio que se extendió durante un minuto.
—Aerodeslizador, tiene permiso para tomar tierra en la baliza. —En la pantalla se materializó una imagen que mostraba una baliza y un círculo de aterrizaje a escasa distancia de uno de los edificios más imponentes—. El señor Aubrey le espera.
«Más le vale», pensó Holloway. Holloway activó la aproximación automática hasta la baliza. Al cabo de un minuto había tomado tierra, y mientras salía del aerodeslizador, reparó en los dos hombres que se acercaban. Reconoció a uno de ellos como Joe DeLise, parte del equipo de seguridad establecido en Aubreytown. Era uno de los tipos de seguridad con los que Holloway nunca se iba de copas.
—Vaya, pero si eres tú —dijo Holloway—. Menuda sorpresa. No te has molestado en identificarte, Joe. Eso supone una violación de la normativa de ZaraCorp. Podría redactar una queja al respecto.
—La próxima vez que no te identifiques, Holloway, derribaré tu aerodeslizador —aseguró DeLise—. Tengo órdenes.
—Y yo mi título de propiedad —dijo Holloway.
—Ya no es tu título de propiedad —replicó DeLise.
Holloway esbozó una sonrisa torcida al escuchar eso.
—No creo que alegar lo de «fuerza mayor» te lleve muy lejos en un tribunal de justicia, Joe. Claro que tampoco me importaría arrastrar tu culo por toda la sala para averiguarlo.
—Caballeros, por favor —intervino el otro hombre, que había asistido al cruce de saludos entre Holloway y DeLise con una expresión divertida en el rostro—. Señor Holloway, el señor DeLise tiene orden de abatir cualquier aerodeslizador que no se identifique. Señor DeLise, el derecho del señor Holloway por su hallazgo es perfectamente legal. Puesto que ambos tienen razón, ya pueden devolver sus respectivos miembros al interior del pantalón.
DeLise apretó con fuerza los dientes, pero no replicó. Holloway inclinó la cabeza, atento al hombre que acababa de interrumpirles.
—¿Y con quién tengo el placer de hablar? —preguntó.
—Brad Landon —se presentó el otro mientras se acercaba para estrechar la mano de Holloway—. Soy el secretario personal del señor Aubrey. He venido a buscarle para que puedan reunirse.
—¿Tan ocupado está que no puede ni darme personalmente la bienvenida? —bromeó Holloway.
—Por supuesto que sí —respondió Landon en un tono que hizo patente que si bien la respuesta era una broma, también era absolutamente seria. Landon se volvió a DeLise—: Gracias, señor DeLise. Yo me encargo de todo a partir de ahora. Puede volver a su puesto.
—Quiero que me limpien el aerodeslizador antes de regresar —dijo Holloway.
DeLise lo miró con ojos entornados y se alejó a paso vivo.
—¿Tiene usted la costumbre de ponerse en contra a las personas que acaba de conocer, señor Holloway? —preguntó Landon cuando echaron a andar por la base.
—Ya conocía a DeLise —respondió Holloway—. Nos hemos cruzado infinidad de veces, y es por eso por lo que choco con él.
—Comprendo —dijo Landon—. Pensé que tal vez era una de esas reacciones estereotipadas que se caracterizan por la hostilidad hacia la autoridad.
—Dudo que Joe sea una autoridad en nada —dijo Holloway—. Es uno de esos tipos que creen que la función de un poli es comportarse como un matón profesional.
—Su hoja de servicios está limpia. Lo sé. La consulté antes de dar el visto bueno para destinarlo aquí.
—Creo que es curioso que usted parezca tener la impresión de que cualquiera echa pestes de un matón de la compañía en una base de la compañía —dijo Holloway.
—Entendido. ¿Cree que tendríamos que trasladarlo?
—No, nada de eso. Cada noche que pase aquí no podrá dar una paliza a alguien en un bar. De hecho, les está haciendo un gran favor a los ciudadanos de Aubreytown.
Landon esbozó una sonrisa.
Ambos se acercaban a una zona de la verja que Holloway había tenido ocasión de observar al sobrevolar la veta. Los robots que operaban al otro lado taladraban el terreno, mientras los operarios se mantenían a salvo, dirigiéndolos por control remoto desde estaciones móviles de las que sobresalían palancas. Al acercarse, Holloway fue consciente de la misma sensación que experimentaba al trepar montañas a gran velocidad en el aerodeslizador. Tragó saliva con fuerza, pero no logró gran cosa.
Mientras Holloway se acercaba a los operarios, reconoció que uno de ellos era Aubrey, tocado con un casco de ZaraCorp. Había otro hombre a su lado en la estación móvil de Aubrey; Holloway sospechaba que se trataba del auténtico operario, que aguardaba en silencio a que Aubrey dejase de hacerle perder el tiempo para que pudiera volver al trabajo.
Landon sacó un panel de información del tamaño de la palma de la mano y apretó el botón de comunicación.
—Ya estamos aquí —anunció.
Desde la estación móvil, Aubrey les hizo un gesto para que se le acercaran.
—¿Disfrutando del trabajo? —preguntó Holloway a modo de saludo. Reparó en que Landon se mordía el labio en un gesto de desaprobación. Holloway había olvidado que no debía hablar hasta que le dirigieran la palabra.
—Disfrutar no está en el menú —dijo Aubrey, saltando de la estación y sacándose el casco—. Algún día dirigiré ZaraCorp. Papá siempre dijo que para un líder era importante saber qué hacen los suyos y cómo lo hacen, lo mismo que el abuelo le dijo a su vez, un consejo que pasa de padres a hijos. Todos los Aubrey visitamos nuestros negocios e intentamos desempeñar las labores que llevan a cabo nuestros trabajadores. Eso hace que tengamos los pies en el suelo.
—Así que veinte minutos dirigiendo un robot que instala la verja de seguridad lo convierten a uno en un líder más apto —dijo Holloway.
—De hecho, llevo media hora —replicó Aubrey, consciente del sarcasmo y respondiendo en consecuencia—. Y tal vez lo haga o tal vez no, pero incluso usted admitirá que tomar parte en nuestras operaciones es preferible a que me dedique a tomar copas en el club de turno, esperando a que el viejo la palme.
—Bueno, visto de ese modo… —admitió Holloway. El zumbido del oído iba a peor. Tragó de nuevo con fuerza.
Aubrey observó con interés a Holloway.
—¿Tiene taponados los oídos? —preguntó.
—Sí.
Aubrey señaló una caja que había en la línea que formaba la verja.
—Es un altavoz —explicó—. Mantiene alejados a los zaraptors y otros depredadores que son capaces de captar frecuencias de sonido más agudas de las que oímos nosotros, y las odian. Proyectamos frecuencias que oscilan entre los veinticinco kilohercios y los ciento sesenta decibelios. Ellos las oyen, se dan la vuelta y se alejan corriendo.
—Vaya —dijo Holloway, que tragó saliva de nuevo.
—Antes hacíamos las cosas de otra manera, nos limitábamos a acabar con ellos instalando centinelas automáticos —explicó Aubrey—. Pero eso no les hacía mucha gracia a los grupos a favor de los derechos de los animales, lo que perjudicaba nuestra imagen pública. Supusimos que valía la pena dar una oportunidad a esta alternativa.
—Muy considerado por su parte.
—Y, además, ha resultado ser más barato —añadió Aubrey—. Pero tiene el efecto secundario que experimenta usted. No puede oírlas, pero sí sentirlas. Si se queda aquí el tiempo suficiente, sufrirá una migraña. Después le sangrará la nariz.
—Qué agradables condiciones laborales. Aubrey se señaló los oídos.
—Auriculares que se meten en el oído y anulan el ruido —dijo—. Filtran los agudos. Adiós a los dolores de cabeza.
—Hable por usted —dijo Holloway.
—Todos los operarios de la verja los llevan.
—Estupendo —dijo Holloway—. Yo no.
—De acuerdo, vamos. —Aubrey echó a caminar, seguido por Holloway y Landon—. ¿Qué le parece el campamento? —preguntó, al cabo.
—Me sorprende lo poco que han tardado en construirlo —admitió Holloway—. Hace una semana aquí no había nada.
—Ya le dije que esto era prioritario para nosotros —explicó Aubrey—. Di orden a los transportes de traer maquinaria pesada y reunir a los mejores operarios de otros campamentos. El mismo día en que usted tomó parte en la reunión había gente aquí despejando el terreno. Cuando terminemos, éste será el mayor campamento que tengamos en Zara Veintitrés. Tendrá que serlo para procesar esa veta que encontró usted.
—No puedo evitar reparar en el hecho de que ha emprendido usted todo esto sin contar conmigo —comentó Holloway.
—Verá, es que… —empezó diciendo Aubrey.
—Fuerza mayor, sí, lo sé —interrumpió Holloway, que ignoró el enojo que mostraban por su comportamiento tanto Aubrey como Landon.
Había dejado de caminar. Estaban tan alejados de la verja que ya no le zumbaban los oídos.
—El problema es que la fuerza mayor es algo pasajero y temporal. Lo que están haciendo ustedes aquí es sistemático y permanente. Si no me involucro en esto, entonces ZaraCorp tendrá motivos de peso para anular mi derecho de reclamar este hallazgo. He consultado al respecto tanto las normativas de ZaraCorp como las leyes coloniales. Existe un precedente legal: «Teppo contra Miller». Teppo perdió millones de créditos porque Miller demostró que no se había involucrado lo bastante en la explotación de su veta. A ver, es posible o no que ustedes pretendan arrastrarme a la situación de Teppo, pero ahora mismo eso es lo que me parece a mí.
Aubrey miró en silencio a Holloway unos instantes.
—Dios nos libre de los abogados aficionados —dijo finalmente.
—No soy un aficionado.
—Eso no es lo que asegura el Colegio de Abogados de Carolina del Norte —replicó Aubrey.
—No me expulsaron del colegio por desconocimiento de las leyes —se defendió Holloway.
—De veras. Entonces, ¿por qué lo hicieron?
—En este momento, ese detalle no tiene la menor importancia.
—Sabe que puedo averiguarlo —dijo Aubrey.
—Pues hágalo. —Holloway señaló con un gesto de la cabeza al secretario de Aubrey—. Que Landon lo busque en la red. Es de conocimiento público, no cuesta encontrarlo. Pero entretanto, quiero hablar ahora mismo del caso que nos ocupa.
Aubrey asintió antes de echar de nuevo a andar.
—Acompáñeme, Holloway —dijo—. Quiero mostrarle algo.
Poco después, los tres contemplaban el gigantesco derrumbamiento. Era la parte del risco que Holloway había derruido sobre el lecho del río. Estaba surcada de operarios y maquinaria pesada.
—¿Le resulta familiar? —preguntó Aubrey a Holloway.
—Tiene un aspecto algo distinto del que estoy acostumbrado a ver —contestó Holloway.
—Apuesto a que sí. Las labores de limpieza nos costarán un par de millones de créditos, ¿sabe? Las normativas de la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente nos exigen recomponer esta zona rocosa antes de que podamos ejercer nuestros derechos de explotación. Es una bobada, pero así son las leyes de la Autoridad Colonial.
—Creía que habían cursado una petición de excepción ecológica —dijo Holloway, que reparó con cierto grado de satisfacción en que tanto Aubrey como Landon se sorprendían al verlo al tanto de eso.
«Bien —pensó Holloway—. Quiero que se pregunten de qué otra información dispongo».
—Así es —confirmó Landon al cabo de un instante—. Pero rara vez la conceden, si es que han llegado a hacerlo.
—Y entretanto este gasto nos ha dejado tiesos —dijo Aubrey.
Holloway señaló con la cabeza la montaña de roca.
—Tras el derrumbamiento, saqué de la veta piedras solares del tamaño de huevos de gallina prácticamente sin servirme de herramientas. Lo más probable es que en esa pila de ahí encuentren la suficiente para pagar el coste de recomponer el risco, y que aún les sobre para embolsarse un buen pico.
—Sin duda, sin duda —dijo Aubrey—. Pero no ha entendido a qué me refiero.
—Ah, ¿entonces no se refería a tener que solucionar las consecuencias de un accidente ecológico?
—Me refiero a que fue usted quien causó este «accidente ecológico», como lo llama —continuó Aubrey—. Obtengamos o no beneficios, ZaraCorp acabará con el ojo a la funerala por el puñetazo que usted le propinó.
—No fue intencionado —dijo Holloway.
—No importa —replicó Aubrey—. Tiene que parecer que ZaraCorp comparte las preocupaciones ecológicas, sobre todo teniendo en cuenta que nosotros solicitamos que se nos conceda una excepción ecológica para esta veta. Tenemos que convencer a algún burócrata de la oficina de la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente, a ciento ochenta años luz de distancia, de que tendremos cuidado con los desastres que causaremos y que vamos a dejarlo todo bien limpio cuando hayamos terminado. Lo que hará que ese argumento resulte poco convincente será el hecho de que el principal explorador de esta veta es alguien que, haciendo gala de cierta desconsideración, fue precisamente el causante del desastre ecológico que causó su descubrimiento.
—Los grupos de presión medioambientales ya conocen su nombre, señor Holloway —añadió Landon—. Sus foros de discusión rebosan veneno ante la idea de que adiestrase usted a su perro para que detonara explosivos.
—No hay pruebas de ello —dijo Holloway.
—Esa gente no se molesta en buscar pruebas de nada, señor Holloway —señaló Landon.
—¿Adónde pretenden ustedes ir a parar? —preguntó Holloway—. Porque, si no les importa, preferiría que fuéramos al grano.
—Estupendo —dijo Aubrey—. Aquí lo tiene. Creo que usted se convertirá en un desastre para nuestro departamento de relaciones públicas, y créame, ZaraCorp no necesita eso. Creo que sería mejor para todos nosotros, usted incluido, que simplemente se quitara de en medio. Así que quiero comprarle.
—¿De veras? —preguntó Holloway—. Y supongo que será demasiado dar por sentado que quiere comprarme por el porcentaje del valor real de esta veta de piedra solar.
—No sabemos cuál es su valor —dijo Aubrey.
—Su director de explotación calculó que oscilaba entre los ochocientos mil millones de créditos y uno coma dos billones de créditos —dijo Holloway—. Recuerdo esas sumas perfectamente. Estoy seguro de que usted también las recuerda.
—Sea como fuere, existen ciertas variables… —dijo Landon—. La densidad de la piedra solar. Los desafíos medioambientales necesarios para la explotación de la veta. Las tendencias del mercado.
—ZaraCorp ha dedicado décadas a lograr que la piedra solar se convierta en la piedra preciosa más rara del universo —dijo Holloway—. Creo que podemos asumir que ha logrado su objetivo a nivel de mercado.
—La gigantesca magnitud de este hallazgo podría saturar el mercado —advirtió Aubrey.
Holloway se volvió hacia él.
—Ambos vamos a fingir que sabemos qué supone en este contexto la expresión «monopolio de distribución» —dijo—. De acuerdo. ¿Qué me ofrece?
Aubrey miró a Landon.
—Trescientos cincuenta millones de créditos —propuso Landon.
—¿De golpe? —preguntó Holloway.
—En pagos distribuidos a lo largo de un período de diez años —detalló Landon.
—Me toma el pelo —dijo Holloway—. ¿Quiere que venda mi parte por menos de un diez por ciento de lo que vale y ni siquiera está dispuesto a hacerme un solo pago?
—Treinta y cinco millones al año no supone una suma insignificante de dinero —comentó Landon—. Sobre todo para alguien como usted, que el pasado año ingresó en su haber un total de veintiún mil créditos.
—De eso no cabe duda —admitió Holloway—. Pero cien millones al año, millón arriba millón abajo, es menos insignificante, ¿no?
—También le ofrecemos acciones de ZaraCorp —continuó Landon.
—¿Con derecho a voto? —preguntó Holloway.
—Por supuesto que no —respondió Landon, molesto. Sólo los miembros de la familia Aubrey tienen derecho a voto—. Clase B.
—Con un millón de créditos al año podría adquirir tantas acciones de clase B como quisiera —dijo Holloway—. Y tal vez acciones de BlueSky, para diversificar mi cartera de intereses en empresas dedicadas a la exploración y explotación.
—Por Dios —dijo Aubrey, a quien había sonrojado la sola mención a BlueSky—. Zanjemos de una vez este asunto. Quinientos millones de créditos, Holloway, en su cuenta, ingresados de inmediato. Acéptelos, tomen usted y su perro la siguiente nave que los lleve bien lejos de ZaraCorp Veintitrés y conviértase en el contratista más rico en la historia de ZaraCorp.
—¿Dónde está la trampa? —preguntó Holloway.
—Nada de trampas —aseguró Aubrey—. Landon efectuará la transferencia y podemos firmar el acuerdo aquí mismo, sobre estas rocas. Pero tiene usted que renunciar a todos sus derechos de propiedad. Después tendrá que marcharse.
—¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo? —preguntó Holloway.
—Hasta que me canse de usted y retire la oferta —respondió Aubrey.
—Pues en ese caso voy a darle mi respuesta ahora mismo, que se reduce a que puede metérsela por donde le quepa. No me gusta que me presionen para tomar decisiones, y me importa una mierda que vaya usted a dirigir su empresa más tarde o más temprano. La ley me ampara. Pienso ejercer mi derecho legal y sacar provecho de mi descubrimiento, y no pienso vender por menos de lo que podría llegar a obtener sólo por el hecho de que eso sea conveniente para usted. —Señaló con el pulgar a Landon antes de continuar—: Y aunque salta a la vista que claramente perjudica la salud de Landon cuando alguien se dirige a usted en un tono que no alcance el suficiente grado de adulación, voy a decirle algo. No, mejor voy a prometerle algo: si intenta apartarme de esto una vez más, tendrá ocasión de comprobar el tremendo saco de mierda que puedo verter sobre su departamento de relaciones públicas. De hecho, en este mismo instante necesita mi cooperación más de lo que yo necesito su dinero. Será mejor que lo tenga en cuenta.
Aubrey se volvió hacia Landon.
—Ya se lo dije.
—Sí, es cierto —dijo Landon sin apartar la vista de Holloway. Después sacó el panel de información y lo encendió—: Puesto que estábamos preparados para que despreciara usted nuestra oferta, señor Holloway, acabo de enviarle nuestras peticiones de exploración, que encontrará esperándole en su aerodeslizador. Parece haber un extenso afluente que parte de la veta principal. Por supuesto podríamos haber encargado a cualquiera de nuestros exploradores que trazara el mapa, pero pensamos que eso podría recordarle a usted el caso de Teppo, y no queríamos que creyera que lo apartábamos intencionadamente. Debo advertirle que exige cartografiar el terreno de la jungla, así que ándese con ojo con los depredadores.
—Y procure evitar más posibles desastres ecológicos, si es que puede hacerlo —añadió Aubrey.
—Creo que podré complacerle —contestó Holloway.
—Ya lo veremos —dijo Aubrey al tiempo que Holloway le daba la espalda—. Otra cosa, Holloway.
—¿Sí?
—Tiene derechos sobre esta veta, y tenga la seguridad de que obtendrá hasta el último crédito que se le deba, mientras siga aquí y una vez se haya marchado —dijo Aubrey—. Pero su contrato expira dentro de cinco meses. Cuando eso suceda, se le habrá acabado el tiempo. Lo transportarán de vuelta a casa y, después de eso, no podrá comprar ni con todo el dinero del mundo que esta compañía le proporcione otro contrato. Qué coño, en cuanto vuelva a casa, no obtendrá pasaje en otra nave de ZaraCorp. Todas las empresas filiales que nos pertenecen le negarán sus servicios. Eso se lo prometo. Luego no diga que no le avisamos.
—Parece un poco drástico —dijo Holloway.
—Y es probable que lo sea —admitió Aubrey.
—¿Le hace esto a cualquiera que le incordia?
—No —dijo Aubrey—. Sólo a usted. Usted inspira esa reacción en la gente, Holloway.
—Es un don que tengo —replicó Holloway—. Pero puestos a hablar de promesas, ahora que ha tenido usted ocasión de formular las suyas, ¿va a levantar la compensación que me ha estado reteniendo? El coste de la explotación inicial de la veta salió de mi propio bolsillo. Ahora que ya la están explotando ustedes, tienen la obligación de devolverme esa suma. Ah, y mi perro se ha quedado sin explosivos.
—Encantador —dijo Aubrey. Asintió a Landon, que consultó el panel de información.
—Hecho —confirmó Landon—. Disfrute de sus ocho mil doscientos dieciséis créditos, señor Holloway. No se lo gaste todo en una tarde de compras.
Holloway no pudo evitar esbozar una sonrisa y se alejó caminando.
Joe DeLise aguardaba junto al aerodeslizador de Holloway.
—No me habrás birlado nada, ¿eh? DeLise sonrió.
—Voy a echarte de menos, Holloway —dijo.
—No te me pongas blando, Joe. Aún no pienso ir a ninguna parte.