Capítulo 8

Eran peludos, y daban la impresión de formar una familia, así que a falta de una descripción mejor, Holloway decidió referirse a sus cinco visitantes como la familia Peludo. A lo largo de los siguientes dos días llegó a conocerlos bien, porque los peludos decidieron instalarse. Eran cinco en total, y Holloway les puso nombres según lo que hacían y cómo se comportaban unos con nosotros.

Su primer visitante era Papá Peludo porque era, obviamente, el líder del pequeño clan, el encargado de hacer la exploración previa antes de dar el visto bueno al resto de la familia para que bajara del árbol a conocer al humano y al perro.

Holloway sabía que si Isabel estuviera presente, le habría regañado por sus suposiciones patriarcales, empezando por la suposición de que Papá Peludo fuera un macho. Holloway tuvo que admitir que Papá Peludo podía ser hembra, o algo totalmente distinto. No todos los seres vivos se ajustan con precisión a la clasificación sexual a la que están acostumbrados los humanos. Coño, ni siquiera eran originarios de la Tierra. Holloway recordó a Isabel hablándole sobre los caballitos de mar, cuyo macho tenía una bolsa ventral donde la hembra depositaba los huevos, que luego el macho fertilizaba y llevaba a todas partes hasta que se producía el nacimiento.

A su modo, la sesión resultó muy informativa, pero básicamente a Holloway no le habían interesado gran cosa los caballitos de mar, las bolsas ventrales y toda esa mierda. Fingió interés porque hacía poco que había empezado a salir con Isabel y esperaba que, después de escuchar con atención la lección, podrían pasar a mayores. Con el tiempo, Isabel descubriría que ésa era su expresión de no estar escuchando nada de lo que se le decía. Ése fue uno de sus primeros problemas, que nunca resolvieron satisfactoriamente. Razón, supuso Holloway, por la que en ese momento estaba solo.

Bueno, solo con un perro y cinco pequeñas criaturas a las que asignaba género y papel social sin tenerlas todas consigo. Holloway supuso que habría un modo de comprobar cuál de ellos era macho o hembra, pero consideró que ése no era su trabajo. Una bióloga llegaría en cuestión de pocos días. Podía esperar. Y si había supuesto mal, siempre estaba a tiempo de cambiar de opinión. Que preguntaran a Carl al respecto. Al principio lo llamó Carla, un homenaje a la tía de Holloway, hasta que alguien le señaló con todo lujo de detalle las cañerías del cachorrillo. Carl era el primer perro de Holloway. Ésa fue la excusa que daba cuando la gente se reía por lo sucedido.

Fuera como fuera: Papá (por ahora) Peludo, líder y patriarca. Holloway le observó interactuar con los demás miembros de la familia de los peludos y volvió a preguntarse qué grado de inteligencia poseía. Para tratarse de un animal era condenadamente listo. Mucho más que Carl, a quien por lo visto había adoptado, a juzgar por la costumbre de Carl de seguir a Papá por toda la plataforma, moviendo la cola. Se necesita ser cierta clase de can para degradarse voluntariamente del papel de perro alfa, y Carl era esa clase de animal. Holloway tendría que hablar con él al respecto, por poco que fuera el bien que pudiera hacerle, teniendo en cuenta que Carl no era más que un chucho.

Holloway estuvo pensando en si existía un animal semejante. Teniendo en cuenta lo limitados que eran sus conocimientos en ese campo, concluyó que Papá Peludo tenía la inteligencia de un mono capuchino, comparación que Holloway se sintió cualificado para hacer debido a que había conocido uno nada más tomar tierra en Zara XXIII. Sam Hamilton, otro explorador, que operaba en el territorio contiguo al de Holloway, tenía uno de mascota. Corría el rumor de que leía libros infantiles en el panel de información para compensar toda una vida de analfabetismo.

Fuese o no verdad, el mono era listo como un demonio y también un poco ladrón; Sam se pasaba la vida devolviéndole a la gente las llaves o la cartera, disculpándose, sobre todo porque solía suceder que de las últimas faltaba alguna que otra tarjeta de crédito de ZaraCorp que los exploradores utilizaban para comprar suministros y para jugar. También se registraban a menudo movimientos en las tarjetas de crédito robadas, pero nadie creía responsable de ello al mono. En una ocasión, Holloway tuvo que tener una charla con Sam al respecto.

Pero Sam y el mono habían desaparecido del panorama. Sam no había cuidado bien de su aerodeslizador, e hizo un imprevisto aterrizaje en la superficie de la jungla después de que uno de los rotores se prendiera fuego y tuviera que apagarlo. Sam nunca se había molestado en comprar una verja de seguridad de emergencia, así que para cuando un explorador vecino llegó al lugar donde se encontraba, lo único que quedaba de Sam y de su mono era un rastro de sangre que se perdía en la jungla. Durante la semana siguiente al incidente se duplicó la venta de verjas de seguridad de emergencia.

Cuanto más pensaba Holloway en ello, más se convencía de que Papá Peludo podía ser más inteligente que el mono. En primer lugar, porque su familia y él seguían con vida en la misma jungla que había engullido al mono. También era lo bastante listo para comprender que juntarse con Holloway podía facilitarle la vida, ya que no se la tendría que pasar evitando a los depredadores en los árboles y en la jungla.

El siguiente en la jerarquía de la familia Peludo era el primero que había salido de entre los árboles para saludar a Papá. Ese peludo tenía un tamaño ligeramente inferior al de Papá, así como una tonalidad de pelo más clara (era rubio, mientras que Papá tenía el pelo de color pardo), pero un rostro más oscuro. Ella —Holloway comprendió en seguida que se trataba de otra suposición— le recordaba a un gato siamés o un himalaya. Era obviamente la compañera de Papá Peludo, ya que ambos pasaban mucho tiempo juntos y no ocultaban sus muestras de afecto, haciéndose arrumacos y frotándose con el hocico con frecuencia. A Holloway le preocupaba un poco que la cosa pudiera llegar más lejos y él pudiera convertirse en testigo involuntario del sexo entre peludos o algo así. Pero ambos, al menos cuando él estaba cerca, se comportaron.

Sea como fuere, esa criatura se mostraba amistosa y confiada con Holloway y Carl, principalmente, supuso Holloway, por el hecho de que Papá Peludo hacía lo mismo. Holloway, movido por una absoluta carencia de creatividad, decidió llamarla Mamá Peludo.

El siguiente en la jerarquía peluda era un peludo gris que no sólo era tan alto como Papá Peludo, sino también más corpulento y tal vez algo más lento, tanto en lo relativo a velocidad como a inteligencia. Ese peludo se mostraba afectuoso con Mamá Peludo, pero de un modo distinto que Papá Peludo. Puestos a aventurar una suposición, Holloway diría que era el padre de Mamá Peludo, por el modo como se comportaban. Pero no era más que otra suposición por su parte; tal vez en el pasado fuera la pareja de Mamá Peludo, antes de que irrumpiera en escena Papá Peludo, y había adoptado un papel más secundario. A decir verdad, Holloway no tenía la menor idea de cómo funcionaba la sociedad peluda. Finalmente acabó etiquetando a ese tercer animal con el nombre de Abuelo Peludo.

Parte del motivo de que Holloway se refiriese a Abuelo Peludo de ese modo giraba en torno al hecho de lo que parecía ser su labor principal de abuelo: cuidar de los dos últimos peludos y mantenerlos a raya. Esos dos peludos eran más pequeños y su comportamiento era más jovial: eran más impulsivos e inocentes, tal como demostraba la costumbre de uno de ellos de acercarse a Carl y subirse a lomos de él con intención de cabalgar como si se tratara de un imponente corcel. Pero a Carl no le hacía mucha gracia, e incluso en una ocasión le dio con el hocico. El peludo devolvió el golpe al perro, y después se alejó corriendo dando gritos, mientras Carl intentaba morderle. Holloway dio por sentado que se trataba del equivalente peludo de un adolescente. Tenía manchas grises y negras sobre el pelaje blanco. Holloway lo llamó Pinto.

El último peludo, rubio tirando a castaño en las puntas como Mamá Peludo, era tan revoltoso como Pinto, pero menos dado a incordiar cada dos por tres. En lugar de intentar montar a lomos de Carl, lo trataba como a su mascota, le daba de comer e intentaba abrazarlo lo más posible. Carl por lo general se dejaba, aunque estaba claro que le resultaba tan sólo algo menos pesado que el hecho de que intentaran montarlo. Por lo visto, aquel perro, el can más gregario que había, también necesitaba su propio espacio, y cuando eso sucedía, Carl se sacudía de encima al peludo y se retiraba al interior de la cabaña; la portezuela del perro seguía sintonizada con él, de modo que los peludos no podían atravesarla sin su permiso. Se introducía por la portezuela y pasaba una o dos horas escondido.

Ese peludo (Holloway la consideraba hembra), el más pequeño de todos, no parecía ofendido o decepcionado por el abandono. Simplemente volcaba sus atenciones en Holloway y en lo que estuviera haciendo en ese momento. No se mostraba tan afectuoso con Holloway como lo era con Carl, pero se quedaba cerca de él y recogía los objetos con o en los que trabajaba. Holloway llegó a la conclusión de que jamás, bajo ninguna circunstancia, tenía que ponerse a hacer un rompecabezas con ese peludo a su lado. A pesar de todo, le encantaba tenerla cerca, la encontraba adorable y empezó a llamarla Bebé Peludo.

Papá, Mamá, Abuelo, Pinto y Bebé formaban una unidad familiar. Holloway no supo decir si los había adoptado o si ellos lo habían adoptado a él. De hecho, sospechaba que la familia había adoptado a Carl y que él era una especie de añadido: el mejor condenado mayordomo que un peludo había tenido jamás. Holloway consideró la idea inexplicablemente divertida, lo que probablemente fue en primer lugar uno de los motivos de que hubiera aceptado la invasión de su hogar y de su vida por parte de aquellas criaturas.

Lo que no quita el hecho de que fuera necesario realizar ciertos ajustes.

Holloway experimentó el primero de esos ajustes a la mañana siguiente de que los peludos descendieran de los árboles. Holloway había despertado con un dolor de espalda monumental. Al cabo de unos segundos, cayó en la cuenta de que se debía al hecho de que estaba retorcido en la hamaca. Esto se debía a que cuatro de los cinco peludos se habían repartido desordenadamente sobre la manta, incluyendo, para su consternación, a Abuelo, abrazado a un extremo de la almohada, roncándole en la cara. Mientras dormía, Carl había dejado entrar a los peludos en la casa, y éstos habían trepado a la hamaca para dormir con él. Holloway se fue revolviendo en sueños para hacerles sitio, y al final terminó adoptando aquella postura antinatural.

Holloway levantó la cabeza de la almohada y vio a Carl tumbado en el suelo, junto a la hamaca. Bebé Peludo se había acurrucado junto a él y suspiraba satisfecho mientras dormía. Carl tampoco parecía estar muy cómodo. Reparó en que Holloway le miraba y le dedicó una mirada como diciendo: «Lo siento, tío. No lo sabía».

—Idiota —dijo Holloway, que reposó de nuevo la cabeza en la almohada.

Más tarde, Holloway intentaba aliviar los músculos doloridos con la ayuda de una ducha caliente en el diminuto lavabo de la cabaña cuando Bebé Peludo apartó la cortina y tuvo ocasión de ver por primera vez a un hombre desnudo y cubierto de jabón.

—¿Te importa? —preguntó Holloway, templado. No era un exhibicionista, pero que un peludo lo estuviera observando mientras se duchaba no era para tanto. Era como cuando el gato te mira mientras te vistes.

Bebé volvió la cabeza y soltó un chillido. Al cabo de cinco segundos, otras cuatro cabezas se asomaron a la ducha, atentas al gracioso ser lampiño que llevaba a cabo aquel incomprensible ritual líquido. En ese momento, Holloway sí que se sintió algo incómodo.

—¿Vais a tomar notas? —preguntó Holloway a sus espectadores—. No os vendría mal tomar un baño, ¿sabéis? No oléis tan bien como indica vuestro adorable aspecto. Sobre todo, tú —dijo, haciendo un gesto a Abuelo—. Me desperté oliendo tu culo peludo. Necesitas una intervención, amigo mío.

Carl asomó el cabeza en la ducha, dispuesto a ver qué se estaba perdiendo. Holloway los empapó con el teléfono de la ducha, sonriendo al ver la velocidad a la que se dispersaron.

También el desayuno fue toda una experiencia. Los Peludo, sentados a la mesa de la cocina, parecían no prestar mucha atención a los bindis y se mostraron mucho más interesados en el enorme sándwich que Holloway se estaba preparando.

—Olvidadlo —les dijo Holloway mientras extendía la mostaza en las rebanadas de pan. Levantó una rebanada para mostrársela—. ¿Veis esto? Dentro de una semana no quedará una sola miga, y luego no habrá más pan hasta que vuelva a visitar la ciudad dentro de un mes. Por tanto, este pan es para mí, no para vosotros.

Los peludos se quedaron mirando el pan como en estado de trance, Carl incluido.

—Además, es un sándwich con ingredientes de la Tierra —continuó Holloway, a quien no importaba que pudieran entenderlo más de lo que le importaba que lo hiciera Carl cuando le hablaba—. Pan de trigo. Mayonesa. Mostaza. Pavo ahumado. —Puso el pavo en el pan, y luego alcanzó el queso—. Emmental. Probablemente os envenenaría, os haría trizas los intestinos o algo peor. Confiad en mí, os aseguro que os hago un favor no compartiéndolo con vosotros. Así de altruista soy. —Terminó de preparar el sándwich y se dio la vuelta para guardar los ingredientes en la nevera.

Cuando se dio la vuelta, Pinto estaba delante de él y le miraba con ojos implorantes.

—Buen intento —dijo Holloway—. Pero tú no eres el más mono. —Cogió el sándwich.

Bebé se levantó, se acercó a Pinto y miró a Holloway con los mismos ojos de patito que el otro peludo.

—Vamos, hombre —protestó Holloway—. Esto no es justo.

Bebé se dirigió hacia Holloway, cuyo brazo tocó levemente sin cambiar la expresión implorante.

—Basta ya —dijo Holloway—. Tu atractivo místico y maligno no ejerce sobre mí el menor efecto.

Bebé se cogió del brazo de Holloway como un koala, lanzando un suspiro, hambriento y angelical.

Al cabo de dos minutos había cortado el sándwich en seis partes iguales, y cada uno de los miembros de la familia de los Peludos disfrutaba de su primer pavo ahumado y queso emmental entre dos rebanadas de pan con grititos de placer tras cada mordisco. Holloway observó sombrío la magra ración que le había quedado.

—Vaya mierda —dijo al cabo de un minuto.

Carl había percibido su debilidad y se le acercaba con ojos llenos de esperanza.

—Por Dios —dijo Holloway—. Estupendo. Ten. —Le cedió su diminuto almuerzo, que Carl engulló de un solo trago—. Espero que se te atragante. Os habéis convertido en un asunto realmente peliagudo para mí, como ya sospecharéis.

Carl levantó la vista, movió la cola y se relamió de pura satisfacción.

Al cabo de tres días, un pequeño aerodeslizador que le resultaba familiar se posó junto al de Holloway, y una persona también conocida salió del vehículo con una bolsa de red llena de fruta.

—Hola —saludó Isabel a Holloway.

—Buenas —saludó a su vez el prospector—. ¿Eso de ahí es una enorme bolsa llena de bindis o es que te alegras de verme?

—Obviamente es una enorme bolsa de bindis —respondió Isabel mientras se descolgaba la bolsa del hombro—. Me pediste que te trajera un montón.

—Es cierto —admitió Holloway, tomándole la bolsa.

—También he traído una tienda y comida para una semana —dijo Isabel—. Ya sabes, para cumplir con mi promesa de que ni siquiera te enterarás de que estoy aquí.

—Tienes permiso para dormir en la cabaña, Isabel —dijo Holloway—. La estación lluviosa no tardará en empezar.

—Las tiendas modernas suelen ser impermeables.

—Eso he oído —respondió Holloway—. Pero mantengo la oferta si cambias de opinión.

Isabel le sopesó con la mirada.

—Sabrás que estoy saliendo con alguien —aclaró.

—Eso he oído —dijo Holloway—. Un abogado o algo así.

—En efecto. Lo digo para evitar malentendidos.

—He dicho que podías dormir en la cabaña, no en la hamaca conmigo. De todos modos, podemos hacer que Carl vigile los alrededores. Así estarás totalmente a salvo.

Isabel miró a su alrededor.

—Por cierto, ¿dónde está Carl?

—En la cabaña —respondió Holloway.

—¿Lo tienes ahí para evitar que espante a esas criaturas?

Holloway sonrió.

—No exactamente —contestó—. Ven, vamos. La condujo a la ventana de la cabaña.

—Mira dentro —dijo—. Con calma, sin hacer movimientos bruscos.

Isabel le miró extrañada, antes de asomarse a la ventana de la cabaña, en cuyo interior vio a la familia Peludo en el suelo, atentos todos al panel de información recostado en los libros que se alineaban en la estantería. Carl, adormilado, se encontraba junto a Bebé.

Isabel se apartó con lentitud, llevándose la mano a los labios para ahogar un grito. Después se volvió hacia Holloway.

—¡Dios mío! —dijo—. Hay una familia entera ahí dentro.

—Ajá.

—Bueno, quiero decir que podría ser una familia —puntualizó Isabel—. Podrían formar alguna especie de estructura social… ¿De qué te ríes?

—De nada —dijo Holloway.

Isabel, ceñuda, echó de nuevo un vistazo al interior de la cabaña.

—¿Qué están haciendo? —preguntó.

—Les he puesto una película para entretenerlos —explicó Holloway.

—No sé si quiero preguntar de qué película se trata.

—Una antigua película de ciencia-ficción titulada El retorno del Jedi —dijo Holloway, encogiéndose de hombros—. Salen unas criaturas peludas. Los ewoks. Mira, se me ocurrió que…Qué coño.

—Oh, oh.

Del interior surgieron una serie de exclamaciones. Los Peludo daban saltitos de emoción.

—¿Qué sucede? —preguntó Isabel.

—Les gusta una escena en la que los ewoks arrojan rocas a los malos de la película —explicó Holloway.

—Veo que no te preocupa darles ideas —contestó Isabel.

—Son animales, Isabel —dijo Holloway—. Son animales muy inteligentes, pero animales al fin y al cabo. No creo que vayan a pasar de ver imágenes en el panel de información a arrojarme rocas desde los árboles.

—Probablemente tampoco sea muy buena idea domesticarlos de este modo —le regañó Isabel—. No vas a pasarte aquí toda la vida, Jack. Cuando te marches, no vas a llevártelos.

—Lo dices como si pensaras que tengo elección —se defendió Holloway—. De hecho, me gustaría que estuvieran menos domesticados, porque así podría disfrutar de una larga noche de sueño reparador.

—¿Duermen en tu hamaca? —preguntó Isabel.

—Ahora ya sabes por qué no hay sitio para ti —bromeó Jack—. Ya hay bastante gente en ella. De hecho, anoche tuve que levantarme y dormir en el aerodeslizador. En fin, es posible que se estén amansando ellos mismos, pero al menos de esta manera no tendrás que esperar para conocerlos.

—A propósito, ¿cómo sugieres que lo hagamos? Que me conozcan, quiero decir. No quiero espantarlos ni que se asusten al verme.

—Yo no me preocuparía por eso —dijo Holloway—. Si algo los caracteriza, es que son muy amistosos…

—Eso tampoco es necesariamente bueno. Los animales que no temen a los humanos muestran la desdichada tendencia de extinguirse. Mira lo que le pasó al dodo.

—Eso lo sé, pero yo no los he hecho así —se excusó Holloway.

—Pero lo que estás haciendo no los ayuda precisamente, Jack —dijo Isabel—. A eso me refiero.

—Díselo tú misma. —Holloway señaló hacia la ventana, desde donde los observaba Bebé.

—Por Dios, qué mono —dijo Isabel.

Bebé volvió la cabeza y abrió la boca. Al cabo de unos segundos, toda la familia Peludo se había hecho un hueco en la ventana de la cabaña.

—Parece como si la evolución los hubiera diseñado para ser el ejemplo de ser adorable, ¿verdad?

—Pues sí —admitió Isabel.

La portezuela del perro se abrió y Carl la atravesó a medias. Isabel lo llamó, pero el perro permaneció inmóvil.

—¿Se ha atascado? —preguntó la bióloga, extrañada.

—Espera y verás.

La familia Peludo franqueó la portezuela por el hueco que dejaba el perro. Cuando el último de ellos la hubo atravesado, Carl los imitó y se dirigió hacia Isabel, moviendo la cola con fuerza.

Isabel se volvió hacia Holloway con una mirada de curiosidad. Éste se encogió de hombros.

—Yo no le he enseñado a hacer eso —dijo. Entonces, Carl y la familia Peludo llegaron a la altura de Isabel, que quedó cautivada por lo bonitos y entrañables que eran.

Holloway sonrió y aprovechó la ocasión para entrar en la cabaña en busca de una cerveza. Al entrar, reparó que el panel de información aún proyectaba la película. Puede que los peludos fueran inteligentes, pero por lo visto aún no habían averiguado cómo apagar el aparato. Holloway recogió el panel, puso en pausa la película y limpió la superficie de la pantalla antes de apagar el programa de vídeo y pasar a la pantalla inicial, que mostraba una alerta conforme había recibido un mensaje de voz de Chad Bourne. Holloway lo abrió.

—Hola, Jack —decía el mensaje—. Antes de que diga nada más, que quede claro de antemano que no se trata de una idea mía. Tenemos nuestras diferencias, pero creo que sabes que yo no intentaría quitarte lo que te pertenece. ¿De acuerdo? «Pero ¿qué coño?», pensó Holloway.

—Dicho lo cual, he recibido la orden de suspender los ingresos en tu cuenta de contratista —continuaba diciendo el mensaje—. La orden provino de Wheaton Aubrey el Séptimo en persona. Le dije que suspender los pagos constituía una violación de nuestro contrato contigo, pero él dijo que antes de que recibieras cualquier pago inicial por el descubrimiento de la veta de piedra solar quería hablar contigo. Dijo que tiene una propuesta de negocios que hacerte. Dice que necesita hablarlo contigo en persona.