Capítulo 5

La población total de Zara XXIII no superaba nunca las cien mil personas; para ser más exactos, los cien mil seres humanos. Puede que de vez en cuando hubiera un urai o negad, llevado allí por ZaraCorp para ocupar un puesto intermedio y demostrar que la compañía estaba comprometida con la diversidad de las especies inteligentes en sus prácticas de contratación. Pero rara vez se quedaban mucho tiempo, y ni ZaraCorp ni sus empleados humanos se esforzaban precisamente para convencerles de que se quedaran. Zara XXIII era «cosa de hombres» de principio a fin.

Sesenta mil de las personas que habitaban Zara XXIII trabajaban directamente en alguno de los cientos de campamentos de exploración y explotación, en cuadrillas que oscilaban entre los quince y los dos mil, dependiendo del tamaño y de la complejidad de la mina. La mayoría de esas personas eran trabajadores (los hombres y algunas mujeres que operaban la maquinaria minera y transportaban el producto desde las montañas o las minas, cuando no desde los pozos), aparte de algunos gestores y supervisores. Pero cada sitio contaba también con personal que realizaba tareas auxiliares, como cocineros, expertos en tecnología, conserjes, médicos y enfermeros, y el personal de «entretenimiento» de ambos sexos.

Estos campamentos de exploración y explotación salpicaban el planeta desde el ecuador hasta los polos; enviaban materias primas a Aubreytown, la única ciudad del planeta, ubicada en una elevada llanura ecuatorial, para ahorrar el coste de los pocos kilómetros de ascensor espacial que sería necesario construir. Aubreytown enviaba a su vez suministros, personal de relevo y ataúdes para algunos de los trabajadores para cuyos puestos se enviaba personal de relevo. Uno podía pasarse la vida entera trabajando en los campamentos de exploración y explotación de ZaraCorp, y de hecho había quienes lo hacían.

Veinte mil habitantes de Zara XXIII trabajaban en el ascensor espacial de Aubreytown, encargados de recoger la materia prima enviada explotación, preparándola para el transporte, primero ascensor espacial arriba y luego a las naves atracadas en la terminal troncal de envíos, a distancia geoestacionaria del planeta. Las naves simbolizaban el expolio ingente e injusto de la materia prima de Zara XXIII a la Tierra, o lo simbolizarían si hubiese especies dotadas de inteligencia en el planeta que pudieran reconocer ese expolio. Pero no las había, de modo que ni ZaraCorp ni la Autoridad Colonial creían que hubiera nada malo en ello.

Quince mil habitantes de Zara XXIII eran contratistas que hacían de prospectores y exploradores, como Holloway. Estos contratistas pagaban una tasa anual de varios miles de créditos a ZaraCorp, que les asignaba un territorio para que explorasen en su nombre. Si encontraban algo que pudiese explotarse y ZaraCorp acababa instalando un campamento para su explotación, el contratista compartía los beneficios en un porcentaje de un cuarto del uno por ciento del valor de los materiales extraídos.

Si tu territorio incluía vetas ricas en piedra solar, podías hacerte rico, como iba a sucederle a Holloway. Si incluía minerales o vegetación peculiar, podías obtener una fuerte suma. Si, tal como le sucedía a la mayor parte de los contratistas, trabajaban en un territorio que no incluía materia prima en cantidades suficientes para que ZaraCorp se molestara en extraerla, te arruinabas, y rápido. La mayoría de los contratistas duraban uno o dos años antes de reservar pasaje a la Tierra sin un crédito en el bolsillo. ZaraCorp exigía el prepago del viaje de vuelta a todos sus contratistas. No se permitía la presencia de exploradores independientes en el planeta.

Las cinco mil personas restantes hacían de todo: equipos de construcción y mantenimiento destinados a los edificios e infraestructuras de Aubreytown. Ejecutivos de ZaraCorp y personal administrativo destinados al planeta para llevar la cuenta de los materiales y beneficios, así como el personal auxiliar de estos ejecutivos. Una jueza que representaba la Autoridad Colonial y sus dos ayudantes. Una brigada de seguridad bien armada, pero no muy experimentada, cuya principal labor consistía en poner fin a las peleas que tuvieran lugar en los bares de Aubreytown (eso cuando no eran sus propios integrantes quienes las provocaban). Los propietarios y el personal de los dieciséis bares, los tres restaurantes y el local que era una mezcla de burdel y tienda de Aubreytown. El personal médico del hospital, que contaba con doce camas. Y, finalmente, el clérigo soltero y algo solitario encargado de la capilla ecuménica a las afueras de Aubreytown, que ZaraCorp había construido junto al incinerador de basura. No había esposas que no tuvieran trabajo. No había niños.

Un observador astuto habría reparado en que entre el personal enumerado no había nadie dedicado a la ciencia pura. Esto era intencionado. El contrato concedido a ZaraCorp la autorizaba a la exploración y la explotación, y la compañía prefería centrarse en lo segundo siempre que podía. Dejaban la exploración en manos de los desdichados contratistas, gracias a los cuales la compañía obtenía beneficios sin importar los descubrimientos que pudieran o no hacer. Para esa clase de exploración no era necesario contratar científicos profesionales, tan sólo gente dispuesta a emplazar cargas acústicas, tomar muestras y luego introducir los datos en máquinas especializadas, que eran las encargadas de resolver el duro trabajo científico. La explotación requería ingenieros y otros trabajadores con habilidades de naturaleza técnica, en lugar de personal de laboratorio.

Sin embargo, ZaraCorp tenía en nómina a tres científicos en Zara XXIII, más que nada para satisfacer las cláusulas del contrato de explotación impuesto por la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente. Incluían un geólogo, una bióloga y un xenolingüista desesperado que supuestamente debía ser asignado a Uraill, pero a quien una serie de problemas burocráticos había enviado a Zara XXIII. Estaba obligado a quedarse allí hasta que se resolviera el papeleo, proceso que hasta la fecha había llevado dos años estándar y no mostraba indicios de resolverse. El xenolingüista, pagado pero inútil, se pasaba los días bebiendo y leyendo novelas de detectives.

Jack Holloway había coincidido con el xenolingüista en una ocasión en un evento auspiciado por ZaraCorp al que se vio obligado a asistir. Averiguó gracias al tipo, que estaba un poco bebido, lo poco que necesitaba saber respecto a las complejidades fonológicas de las diversas ramas de la lengua urai y cómo las tres lenguas auxiliares del urai ejercieron una gran influencia en todas y cada una de ellas. Dijo a su cita para el evento que, después de una hora de aquello, más le valía compensarle. Lo había hecho. Su cita era la bióloga.

La misma persona a quien Holloway buscaba en este momento.

Isabel Wangai no vio a Holloway. Iba pendiente de su panel de información mientras salía de su edificio de oficinas, y él se encontraba al otro lado de la calle, de pie, con Carl atado a la correa. Carl había visto a Isabel, e inmediatamente empezó a mover la cola como loco. Holloway miró hacia ambos lados de la calle; no había nada más que peatones. Desató a Carl y el perro atravesó corriendo la calle en dirección a Isabel.

La mujer se mostró momentáneamente confundida cuando el perro se abalanzó sobre ella, pero cuando reconoció al animal, soltó un grito de alegría y se arrodilló para encajar la ración diaria de lametones caninos recomendada por las autoridades. Tiraba juguetona de las orejas de Carl cuando Holloway se le acercó.

—Se alegra de verte —dijo Holloway.

—Yo también me alegro de verle —dijo Isabel, que besó el hocico del can.

—¿Te alegras de verme? —preguntó Holloway.

Isabel levantó la vista hacia Holloway y sonrió con la sonrisa que la caracterizaba.

—Pues claro que me alegro —dijo—. ¿De qué otro modo, sino, podría ver a Carl?

—Ah, perfecto —replicó Holloway—. Entonces permíteme que me lleve a mi perro.

Isabel rió, se levantó y dio un beso amistoso a Holloway en la mejilla.

—Bueno, ya está. ¿Satisfecho?

—Gracias —dijo Holloway.

—No se merecen —respondió Isabel, que se volvió hacia el perro, le dio unas palmadas en la cabeza y extendió las manos. Carl dio un brinco y puso las zarpas en las manos de ella para recibir un doble apretón de manos—. ¿Has venido a la ciudad por algún motivo concreto o has conducido los seiscientos kilómetros que te separan de aquí sólo para que pueda ver a Carl?

—Tengo un asunto pendiente con Chad Bourne —explicó Holloway.

—Vas a pasarlo en grande —dijo Isabel—. ¿Aún sois los mejores amigos del mundo?

—Nos llevamos de maravilla —contestó Holloway.

—Ja, ja. Te he oído contar ya suficientes mentiras para saber que me tomas el pelo, Jack.

—En ese caso, deja que lo exprese de otro modo. —Holloway sacó la piedra solar que había llevado consigo—. Recientemente le he dado motivos de peso para que congeniemos mejor.

Isabel vio la piedra, soltó a Carl y extendió ella. La bióloga la puso al contraluz, dejando que el cristal se empapara de fulgor.

—Es grande —dijo, al cabo.

—No tanto como algunas de las otras —admitió Holloway.

—Vaya —dijo Isabel, observando de nuevo el pedrusco con atención. Cerró la mano en torno a ella y se encaró a Holloway—. Así que finalmente has encontrado tu veta.

—Eso parece —respondió Holloway—. La imagen acústica devuelve una veta de un centenar de metros de ancho, aunque la imagen no alcanza a abarcarla del todo. Hay puntos en que rebasa los cuatro metros de grosor. Podría ser la madre de todas las vetas de piedra solar.

—Pues felicidades, Jack —dijo Isabel—. Es lo que siempre has querido. —Hizo ademán de devolverle la piedra, que a esa altura brillaba débilmente en su mano.

—Es para ti —dijo Holloway—. Un regalo. A modo de disculpa.

Isabel arqueó una ceja.

—Una disculpa. ¿De veras? ¿Y puedo saber por qué te disculpas hoy?

—Ya sabes —respondió Jack, incómodo—. Por todo.

—Vale —dijo Isabel.

—Admito que metí la pata —reconoció Holloway.

—Eres incapaz de admitir cómo lo hiciste. Eso forma una parte importante de cualquier disculpa, Jack.

Jack señaló la piedra solar.

—Es una piedra enorme —dijo.

Isabel soltó una risilla y le devolvió la piedra. Holloway la aceptó a regañadientes.

—Es muy valiosa —puntualizó—. Como mínimo podrías venderla.

—¿Y gastármelo todo en la tienda de la compañía? —preguntó Isabel.

—O en la otra parte de ese edificio —dijo Holloway.

—Va a ser que no. Ni en un sitio ni en otro. En fin, si fuera el dinero lo que me motivara, no me habría dedicado a la biología. Me habría dedicado a lo mismo que tú.

—Ay —dijo Holloway.

—Lo siento. Es preciosa y aprecio tus esfuerzos por disculparte, pero no creo que me convenga.

—¿La disculpa o la piedra? —preguntó Holloway.

—Ni una cosa ni la otra —respondió Isabel—. Preferiría una disculpa mejor, cuando puedas permitirte el lujo de dármela. Y ya sabes lo que opino de las piedras solares en general.

—Ya no llegamos a tiempo de salvar a las medusas.

—Tal vez —dijo Isabel—. Por otro lado, ver cómo ZaraCorp se instala en esa colina que bautizaste en mi nombre para arrancar hasta el último vestigio de vegetación porque podría haber más como ésta ahí… —Señaló la piedra que tenía Holloway en la mano—. Pues ha bastado para que pierdan el atractivo para mí.

—No sólo lo hacen por la piedra solar, sino por la rocaverde.

Isabel miró fijamente a Holloway.

—Era broma —dijo Holloway.

—¿De veras? —respondió Isabel con la sequedad que caracterizaba un tono de voz que Holloway había llegado a temer, incluso a evitar en la medida de lo posible—. Pues has hecho bromas mejores.

—Supongo que podría hacerte otro regalo para compensarte por ello —dijo Holloway.

—¿Qué? ¿Otra piedra? Gracias, pero no —contestó Isabel—. Me gustó que le pusieras mi nombre a una colina. Ése fue un regalo considerado. Fue una lástima que acabara como acabó. —Se dio la vuelta, inclinada para besar a Carl en la cabeza, y se dispuso a alejarse por la calle.

—Hay otra cosa —añadió Holloway.

Isabel se detuvo y tardó un segundo antes de volverse para mirar a Holloway.

—¿Cómo? —preguntó. Su tono indicaba que ya le había dedicado todo el tiempo del mundo.

Holloway se sacó del bolsillo una tarjeta de memoria.

—Hace unos días entró un visitante en la cabaña —explicó—. Una especie de criatura. Algo que no había visto hasta entonces. No creo que nadie haya visto jamás algo semejante. No creo que nadie lo haya visto antes. Pensé que podría interesarte.

Por mucho que quisiera evitarlo, estaba interesada.

—¿Qué clase de animal es? —preguntó.

—Se me ocurrió que querrías ver el vídeo —dijo Holloway.

—Si se trata de otro lagarto, a ZaraCorp no le importará —advirtió Isabel—. A menos que sea venenoso para el ser humano u orine petróleo en estado puro.

—No se trata de un lagarto —prometió Holloway—. ¿Te dicta la compañía lo que debes investigar?

—Pues claro que sí —dijo Isabel—. Concretamente, me dicta lo que no debo investigar. Por desgracia, si no catalogo lagartos en este planeta, no sirvo para gran cosa aquí. Acabaré como Chen. —Se refería al xenolingüista.

Holloway señaló con un gesto de cabeza la tarjeta de memoria.

—Esto te tendrá ocupada —dijo—. Te lo garantizo.

Isabel observó la tarjeta de memoria con expresión suspicaz, pero anduvo hacia él con la mano extendida.

—Le echaré un vistazo —dijo, aceptando la tarjeta—. Será mejor que no me hagas perder el tiempo, Jack.

—Ya verás que no —respondió él—. Al menos eso sí lo he aprendido.

—Estupendo —dijo Isabel—. Me alegra saber que sacaste algo en claro de la relación.

—La verdad es que no me sirve de gran cosa en el día a día —dijo Holloway—. Teniendo en cuenta que te pasas todo el tiempo en la ciudad.

—Bueno, así es la vida —respondió Isabel—. Aprendemos las cosas cuando ya es demasiado tarde, y luego no tenemos ocasión de aprovechar lo que hemos aprendido —dijo mirando a Holloway a los ojos.

—Lo siento —se disculpó Holloway.

—Lo sé —dijo Isabel—. Gracias, Jack. —Le dio otro beso en la mejilla, amistoso, pero sin ir más allá—. Y ahora tengo que irme, de veras. Has hecho que llegue tarde a mi cita para almorzar. —Volvió a dar una palmada a Carl y se alejó apresuradamente.

Holloway se quedó de pie unos instantes, viendo cómo se alejaba, y luego se agachó para poner de nuevo la correa a Carl.

—Teniendo en cuenta cómo están las cosas, creo que ha ido bien.

El perro levantó la vista a Holloway con lo que a éste le pareció que era cierta dosis de duda.

—Vamos, cierra la boca. No todo fue culpa mía —se justificó Holloway.

Carl y Holloway volvieron los ojos hacia la calle a tiempo de ver cómo Isabel desaparecía tras doblar la esquina.