Capítulo 4

«¿Si yo fuera esa cosa, qué estaría haciendo aquí?», se preguntó Holloway. En todo el universo, los animales no son seres muy complejos y suelen querer dedicarse a una de las siguientes actividades: comer, dormir y aparearse. Holloway descartó las dos últimas. Por tanto, era cuestión de comida.

Paseó la vista por el caos que se había formado en la cabaña. En la cocina, junto al fregadero, había una bandeja donde apilaba la fruta, cubierta por una tapa de plástico para protegerla de los insectos. Durante el tumulto, la bandeja se había movido, pero al menos la tapa seguía en su lugar. Debajo de ella había dos manzanas y un bindi, una fruta local que tenía forma de pera, pero cuyo sabor no era muy distinto del plátano. Tanto las manzanas como los bindis se conservaban bien, razón por la que Holloway prefería ambas frutas.

Holloway caminó lentamente de vuelta a la apartándola momentáneamente para levantar la tapa de plástico. Cogió una manzana, pero cambió de opinión y optó por un bindi. El bindi era una fruta autóctona, y aquel… gato también era autóctono. Nunca había oído que una manzana hiciese daño a nadie, pero para qué arriesgarse.

Holloway abrió un cajón y sacó un cuchillo. La criatura felina dio un respingo al verlo. Holloway mantuvo el cuchillo bajo y cortó en cuatro partes el bindi, momento en que recordó que tenía jugo; éste y la pulpa blanda le resbalaron por los dedos. Ignoró este hecho y devolvió el cuchillo al cajón con movimientos teatrales. Ya lo limpiaría más tarde.

La criatura felina pareció tranquilizarse un poco, pero volvió a mostrarse asustada al ver acercarse a Holloway a la librería. La criatura se encontraba en una esquina en la parte alta del mueble; Holloway se situó en la otra punta, fuera del alcance del animal. La criatura felina permaneció allí agazapada, mirando fijamente a Holloway. Sin pestañear se llevó el bindi a la boca, masticándolo lentamente y con visible satisfacción, atento al felino. Tragó el bocado y entonces puso otro trozo de bindi en la parte superior de la librería.

—Eso es para ti —dijo Holloway, como si hablando pretendiera dejar bien claras sus intenciones al animal.

Dejó los otros dos trozos de bindi en la superficie del escritorio y dio la espalda a la criatura felina, dispuesto a poner algo de orden en la cabaña.

Holloway no tenía ni idea de si aquel ser entendería que le estaba ofreciendo comida, o si le gustaría el bindi. Si aquella criatura era una especie de gato, sería carnívora. La buena noticia era que Holloway guardaba algunas chuletas de lagarto en la nevera, así que podría intentarlo con ellas si la fruta no daba resultados.

Una parte de sí mismo, la que se las daba de sensata, le estaba diciendo a grito pelado: «Pero ¿cómo se te ocurre alimentar a un animal salvaje? Tendrías que abrir la puerta y dejar que Carl lo eche de la cabaña. Nunca te habías comportado de este modo cuando se colaban los lagartos».

Holloway no tenía una respuesta satisfactoria, aparte del hecho de que, por algún motivo, aquella criatura le interesaba. La mayoría de los animales terrestres de Zara XXIII eran más reptiles que otra cosa, pues había pocas especies mamíferas en el planeta y estaban muy dispersas. De hecho, Holloway no recordaba haber visto una sola especie, en vivo o en la base de datos, que fuese mayor que la que tenía delante. Tendría que comprobar de nuevo la información de que disponía.

Pero lo que más le interesaba era el comportamiento de la criatura. El ser felino estaba aterrado, pero no actuaba como un animal asustado, sino que parecía más listo que el animal salvaje estándar, sobre todo allí en Zara XXIII, cuya fauna local nunca le había parecido a Holloway que hubiese desarrollado mucho el cerebro.

Además, parecía un gato, y a Holloway siempre le habían gustado los gatos. Al recordarlo, su parte sensata volvió a regañarle.

Holloway recogió los papeles que había reunido, los alineó y los dejó en el escritorio, levantando a continuación la vista hacia la criatura felina. La vio devorando el bindi como si llevara días sin probar bocado.

«Esto lo explica todo», pensó Holloway, que se agachó para dar la vuelta al panel de información de repuesto, torciendo el gesto preparándose para lo peor, convencido de que encontraría la pantalla rota o algo más grave. Pero comprobó sorprendido que estaba intacto. Al encenderlo, se puso en marcha en perfecto funcionamiento. Lanzó un suspiro de alivio y miró de nuevo a la criatura felina, que se había acabado el trozo de fruta.

—Tienes suerte de que esto aún funcione —dijo Holloway—. Si llegas a romperlo, soy capaz de dejar que Carl te devore.

La criatura no dijo palabra, por supuesto, pero no quitaba ojo a Holloway ni a los otros dos trozos de bindi. Seguía hambrienta e intentaba encontrar el modo de alcanzarlos sin acercarse a Holloway. Éste tomó uno de los trozos de bindi y se lo acercó lentamente al animal, pellizcándolo lo menos posible con los dedos índice y pulgar.

—Ahí tienes —dijo Holloway.

«Vaya, estupendo. Ahora te morderá y contraerás el equivalente en Zara XXIII de la rabia», le reprendió su parte sensata.

La criatura felina no se mostró muy convencida con aquel avance y se apartó del trozo de fruta.

—Vamos, hombre —insistió Holloway—. Si fuera a matarte y devorarte, no me lo habría tomado con tanta calma. —Y zarandeó un poco el bindi.

Al cabo de unos segundos, la criatura felina avanzó con cautela, titubeante, y agarró el trozo de fruta sirviéndose de ambas manos. Porque tenía manos. Holloway reparó en la existencia de tres dedos y un pulgar alargado que partía de la parte baja de la palma, más abajo que en el equivalente humano. Holloway pestañeó y las manitas desaparecieron cuando la criatura felina se retiró al extremo opuesto, sin apartar la vista de Holloway mientras devoraba el segundo trozo de bindi.

Holloway se encogió de hombros, volvió a dar la espalda al ser felino y se arrodilló para devolver a la librería los libros y las carpetas que alfombraban el suelo.

Tras unos minutos así, cayó en la cuenta de que estaba siendo observado. Al levantar la vista, vio a la criatura felina observándole desde lo alto, pestañeando.

—Hola —saludó—. ¿Has terminado de comer? ¿Quieres más? —La criatura abrió la boca como dispuesta a responder, pero no emitió un solo gruñido.

Holloway le miró los dientes a la criatura, que no tenían nada de felino y sí bastante de humano. «Omnívoro», dijo una voz en su mente que no era la suya, sino que pertenecía a alguien que conoció bien en el pasado. La voz le inspiró una idea.

Holloway se levantó para dirigirse al escritorio. Apartó el sombrero de la cámara de seguridad, que enderezó porque se había movido cuando Carl estuvo persiguiendo a la criatura por el interior de la cabaña. La cámara tenía un sensor de imagen omnidireccional; podía mirar en todas direcciones, excepto directamente debajo, donde quedaba bloqueado por su propia base. Tomó el panel de información de repuesto, lo devolvió a su base y lo encendió, sincronizándolo para que mostrara la imagen de la cámara de seguridad. Luego tomó el último trozo de bindi y lo acercó a la criatura felina. Ésta, que ya no temía tanto a Holloway, extendió las manos para hacerse con el pedazo de fruta.

—No —dijo Holloway, y devolvió la fruta al escritorio. Recogió la silla del suelo y la colocó para que la criatura felina tuviera que abandonar su posición elevada, bajar al suelo y subirse a la silla para hacerse con el trozo de bindi—. Si la quieres, ven a por ella —ordenó. Se puso el sombrero y se dirigió a la puerta de la cabaña, que abrió lo bastante para salir sin permitir que Carl entrase.

A Carl no le complació aquello y ladró, frustrado, a Holloway. Holloway le dio unas palmadas en la cabeza y se dirigió hacia el aerodeslizador. Introdujo medio cuerpo dentro en busca del panel de información, que encendió para acceder a la imagen de la cámara de seguridad.

—Veamos lo inteligente que eres —dijo, ajustando la imagen para mostrar una visión panorámica del interior de la cabaña.

Durante varios minutos, la criatura no hizo nada. Al cabo, se dispuso a emprender el camino de bajada de la librería, tardando bastante más tiempo en bajar de ella del que había tardado en subir. Durante un minuto, Holloway no pudo ver a la criatura felina, porque el escritorio bloqueaba la visión del suelo. Luego la silla se movió un poco y asomó la cabeza gatuna, buscando el trozo de fruta.

La estuvo contemplando hasta que, de pronto, adoptó una expresión alarmada y desapareció. Holloway esbozó una sonrisa. La criatura acababa de ver el reflejo de sí misma en el panel de información, delante del cual había dejado la fruta. Holloway se había preguntado si la criatura felina se reconocería en el espejo, o más bien, pues ése era el caso, en la imagen de vídeo que hacía las veces de espejo. La respuesta inmediata pareció indicar que no lo había hecho, pero entonces Holloway recordó la de veces que le había asustado su propia sombra. Lo interesante sería lo que sucedería a continuación.

La criatura felina asomó de nuevo la cabeza, esa vez con mayor lentitud, atenta a la «otra» criatura. Finalmente, se encaramó al escritorio y se acercó al panel de información. Allí se acuclilló para mirarlo, y poco después lo tocó. Movió la mano y observó cómo su doble hacía lo mismo. Al cabo de unos minutos, satisfecha, dio la espalda al panel de información, tomó el trozo de bindi con ambas manos y luego se sentó en el borde del escritorio, con los pies colgando, para comérselo. Se había reconocido a sí misma.

—Felicidades, ahora tienes oficialmente la inteligencia de un perro —dijo Holloway.

Carl levantó la vista al oír la palabra «perro». Holloway supo que debía atribuir a su imaginación el hecho de que el can pareciese mostrarse ofendido ante la comparación. Holloway rebobinó la grabación de la criatura felina, la archivó y volvió a activar la grabación. Colocó de nuevo el panel de información en su lugar y regresó a la cabaña, deslizándose por el resquicio de la puerta para impedir que Carl se colara tras él.

La criatura peluda reparó en la presencia de Holloway, pero no se movió, ni siquiera dejó de columpiar las piernas. Por lo visto, había decidido que Holloway no constituía una amenaza. Carl se asomó a la ventana que había detrás del escritorio y ladró a la criatura, que miró en su dirección sin mucho interés y sin dejar de comer. Había llegado a la conclusión de que Carl no podía atravesar la ventana y, al menos de momento, no suponía una amenaza.

Carl ladró de nuevo.

La criatura felina dejó el trozo de fruta, levantó las patas del borde, tomó la fruta y se acercó a la ventana. Carl dejó de ladrar, confundido por lo que estaba haciendo la criatura. El ser felino se sentó a unos milímetros del cristal, atento a Carl, y entonces se puso a comer la fruta delante de él. Holloway hubiera jurado que masticaba con la boca abierta intencionadamente.

Carl ladraba como loco. La criatura felina siguió allí, comiendo y pestañeando. Carl se apartó de la ventana; dos segundos después se oyó un golpe cuando el perro arremetió de cabeza contra la portezuela por la que solía entrar. El cerrojo manual seguía echado. Carl volvió a aparecer en la ventana a los pocos segundos, ya no ladraba, pero seguía muy enfadado con la criatura.

—Muy confiada te has vuelto —dijo Holloway a la criatura.

Ésta se volvió hacia él antes de posar de nuevo la mirada en Carl mientras se terminaba la fruta.

Holloway decidió abusar de su suerte. Se dirigió al escritorio y abrió uno de los cajones. La criatura felina le miró interesada, pero no se movió. Holloway sacó del cajón el collar y la correa del perro. Casi nunca se lo ponía a Carl, pero a veces era necesario hacerlo cuando visitaban Aubreytown. Cerró el cajón y volvió a la puerta de la cabaña, saliendo por ella antes de que se cerrara. Se acercó al perro y le puso el collar, que ató a la correa.

Carl aceptó el collar y la correa, y levantó la vista hacia su amo, como diciendo: «Pero ¿qué demonios?»

—Confía en mí —dijo Holloway a Carl—. ¡A mi lado!

Carl estaba frustrado, pero también estaba bien adiestrado; cualquier perro capaz de recibir una orden para detonar explosivos también es capaz de prestar atención a su amo. Se apartó de la ventana a regañadientes y se situó junto a Holloway.

—Quieto —ordenó Holloway, dando correa. Carl no se movió de donde estaba. Holloway miró hacia la criatura felina, que parecía observar lo sucedido con interés—. Siéntate —ordenó a continuación al perro. Carl miró hacia la ventana de la cabaña, antes de volverse de nuevo hacia Holloway, como diciendo: «Mira, tío, me estás poniendo en ridículo delante del nuevo». Pero se sentó lanzando un quejido apenas audible, abatido. No podía sufrir una humillación mayor.

—A mi lado —repitió Holloway, y Carl se situó junto a su amo.

Holloway permanecía atento a la criatura felina, que no había perdido detalle de lo sucedido. Holloway tiró de la correa, para acercarse más al perro, y echó a andar hacia la puerta de la cabaña. La criatura felina los miró, pero no hizo ademán de moverse.

Holloway abrió la puerta que daba a la cabaña, pero siguió fuera con Carl durante un minuto. Carl se dispuso a cargar contra la puerta si era necesario, pero Holloway lo mantuvo pegado a su cuerpo. Aunque Carl protestó, no tardó en calmarse. Ya imaginaba por dónde iban a ir los tiros.

Ambos franquearon lentamente la puerta. La criatura felina siguió en el escritorio con los ojos muy abiertos, pero sin dar muestras de perder los nervios.

—Buen chucho —dijo Holloway a Carl mientras lo llevaba hasta delante del escritorio—. Siéntate. —Carl obedeció—. Túmbate —ordenó Holloway. Carl se tumbó—. Sobre el lomo —dijo Holloway a continuación.

Hubiera jurado que había oído suspirar al perro. Carl se tumbó sobre el lomo y se quedó allí, con las patas arriba, mirando a la criatura felina.

La criatura felina permaneció sentada un instante, basculando la mirada entre el perro y la puerta abierta. Se dirigió al borde del escritorio y saltó hasta la silla. Carl se incorporó, pero Holloway puso la mano en el pecho del perro.

—Quieto —ordenó. Carl no se movió.

La criatura felina saltó al suelo desde la silla, a menos de unos treinta centímetros del hocico de Carl, y paseó la mirada entre sus patas y el hocico, mientras que Carl, por su parte, la olfateaba como loco, intentando procesar hasta la última partícula del olor de la criatura felina.

La criatura felina se acercó aún más a él y entonces, con muchísimo cuidado, extendió una mano hacia el hocico de Carl. Con discreción, Holloway presionó un poco más el pecho de Carl con una mano, mientras aferraba la correa con la otra, dispuesto a contrarrestar la fuerza del perro.

La criatura felina tocó el hocico de Carl, retiró un poco la mano y luego volvió a tocarlo, acariciándolo suavemente. Lo hizo durante varios segundos. Mientras, Carl movía la cola.

—Ahí lo tienes —dijo Holloway—. ¿Lo ves? No es para tanto.

Carl volvió un poco la cabeza, sacó la lengua y dio un buen lametón en la cara a la criatura felina. Ésta reculó, escupiendo indignada, e intentó limpiarse la cara. Holloway rió. Carl movió aún más la cola.

La criatura felina se irguió de pronto, como si acabara de oír algo. Carl dio un respingo ante lo repentino de su movimiento, pero Holloway lo contuvo. El ser abrió la boca y resolló un instante, como si tuviera problemas para recuperar el aliento. Miró a Holloway, luego en dirección a la puerta. Salió disparada, abandonó la cabaña y se esfumó.

Un minuto después, Holloway le quitó el collar a Carl. El perro dio un brinco y salió corriendo por la puerta. Holloway se incorporó y siguió a ambos a un paso más calmado.

El perro se había parado al borde de la plataforma y miraba hacia arriba, al follaje de uno de los árboles de espino orientales, moviendo la cola lentamente. Holloway sospechaba que su invitado había abandonado la cabaña en esa dirección.

Holloway llamó a Carl, volvió al interior de la cabaña y dio una galleta al perro en cuanto el animal pasó la puerta.

—Buen chucho —dijo Holloway.

Carl movió la cola y luego se tumbó para concentrarse en la galleta.

Holloway se acercó al escritorio, tomó el panel de información y observó la grabación de vídeo de su invitado. A esas alturas estaba seguro de haber sido el primer ser humano que había visto una criatura semejante; si alguien más lo hubiese hecho, seguro que se habría extendido ya su adopción como mascotas, dada su inteligencia y su cordialidad. Habría criadores especializados, concursos y anuncios de comida para peludos, o lo que fuera. Holloway se sintió afortunado al comprobar que su codicia no llegaba a tales extremos. Criar mascotas daba más trabajo del que quería.

Fuera como fuese, el descubrimiento de un mamífero previamente desconocido era un hecho importante. No para Holloway, forzado a sacar provecho de ello, ni para ZaraCorp, cuyo interés en la fauna y flora locales se limitaba al momento en que los restos se convirtieran en una sustancia oleaginosa, un sedimento del que obtener beneficios. Pero Holloway conocía a una persona que estaría muy interesada en esa criatura felina. Las extrañas criaturas felinas eran precisamente lo suyo.

Holloway grabó con una sonrisa en los labios el archivo de vídeo. Sí, ella se pondría la mar de contenta al verlo.

La única duda que tenía era si el verle a él la satisfaría tanto.