Capítulo 3

El aerodeslizador de Holloway se encontraba a medio camino de vuelta cuando el panel de información le avisó de que alguien había irrumpido en su casa. La alarma del sistema de seguridad se había activado, alertada por el sensor de movimiento.

—Mierda —dijo Holloway.

Activó el piloto automático del vehículo; el aerodeslizador hizo un movimiento brusco cuando adquirió la señal y ajustó levemente su rumbo a la base de Holloway. Allí no había que preocuparse por el tráfico, ya que el terreno que exploraba Holloway constaba de una densa jungla situada tierra adentro, lejos de cualquier lugar poblado o de cualquier ser humano, así que el rumbo era una línea recta trazada sobre las colinas y las copas de los árboles. Encendido el piloto automático, Holloway tomó el panel de información y repasó las imágenes de la cámara de seguridad, que no mostraban nada fuera de lo común. Holloway tenía la cámara sobre el escritorio, y por lo general la utilizaba para colgar el sombrero. La visión de la casa, y de quienquiera que estuviese en su interior, la bloqueaba un sombrero ajado que había llevado puesto a modo de broma durante su segundo año en la facultad de Derecho de Duke.

—¡Maldito sombrero! —exclamó Holloway. Subió el volumen del micrófono de la cámara de seguridad y se acercó al altavoz del panel de información, por si al intruso le daba por hablar.

No hubo suerte. No oyó voces, y lo poco que alcanzó a oír quedó ahogado por el rugido del motor del aerodeslizador y el viento sobre la cabina abierta.

Holloway ajustó el panel de información en la base y contempló el panel de instrumentos del aerodeslizador. El vehículo se desplazaba a ochenta kilómetros por hora, una velocidad segura en la jungla, donde los pájaros podían alzar el vuelo en bandada y acabar estampándose en el casco. La base distaba unos veinte kilómetros de su posición, como bien sabía sin necesidad de comprobar la lectura del GPS, porque veía Monte Isabel a la derecha. La cara oriental de la colina estaba desgajada y los cuatro kilómetros cuadrados que se extendían a sus pies estaban allanados, libres de vegetación; era donde ZaraCorp realizaba lo que denominaba eufemísticamente «minería inteligente», una explotación minera como cualquier otra, pero con el supuesto compromiso de reducir al mínimo el impacto tóxico y, al finalizar las operaciones, restaurar la zona a su estado original.

Cuando ZaraCorp empezó a minar Monte Isabel, Holloway se había preguntado cómo era posible restaurar una zona a su estado original en cuanto ZaraCorp hubiese minado todo lo que considerase valioso, aunque en realidad eso no le quitaba el sueño. Él había sido uno de los encargados de realizar la exploración previa de Monte Isabel; la pequeña veta de piedra solar que llamó su atención en un primer momento se agotó en cuestión de semanas, pero el monte constituía una buena fuente de donde extraer antracita, y el escaso árbol de rocaverde crecía en la cara del monte que se alzaba sobre el río. Gracias a ese hallazgo había obtenido un porcentaje de un cuarto del uno por ciento, una suma decente, y después había seguido con lo suyo.

El ojo crítico de Holloway supuso que Monte Isabel daba para uno o dos años más antes de que agotaran sus recursos, momento en el cual ZaraCorp retiraría todo su equipo y soltaría en la zona un puñado de aterrados becarios que se apresurarían a cubrir el lugar de semillas de rocaverde, lo que equivaldría a «restaurar la zona a su estado original», todo ello mientras rezaban para que aguantara la valla que rodeaba el perímetro de la zona minera.

Las vallas solían aguantar. Rara vez perdían un becario a manos de un zaraptor. Pero el miedo era un potente motivador.

Un fuerte ruido surgió del panel de información. Quienquiera que hubiese entrado en la casa de Holloway acababa de romper algo. Holloway lanzó un juramento y presionó el botón para cubrir la cabaña del aerodeslizador, antes de pisar el acelerador. Tardaría cinco minutos en llegar a casa, así que las aves que poblaban las copas de los árboles tendrían que valorar si valía la pena arriesgarse a alzar el vuelo.

Cuando el aerodeslizador se acercó a su casa, Holloway lo puso en modo de ahorro de combustible, lo cual reducía considerablemente la velocidad pero también convertía al vehículo en un aparato prácticamente silencioso. Frenó a un kilómetro de distancia y echó mano de los prismáticos.

Holloway tenía su casa en un árbol o, más concretamente, en una plataforma anclada en varios árboles de espino, en el extremo de la cual se encontraba la cabaña prefabricada donde residía, además de los dos cobertizos donde almacenaba el equipo y los suministros de prospección. Unos paneles solares montados en turbinas con forma de cometa proporcionaban la energía necesaria al generador, al que también iba conectado la incineradora de basuras y el colector de agua. En el centro de la plataforma había una zona de aparcamiento con espacio suficiente para el aerodeslizador de Holloway y otro vehículo, siempre y cuando fuese pequeño.

Era el espacio que contemplaba Holloway. Estaba vacío.

Holloway se relajó un poco. El único modo de acceder al recinto era por medio de un aerodeslizador. Cabía la posibilidad de que alguien se hubiese acercado a pie y hubiera trepado, pero ese alguien tenía que ser o muy afortunado o estar muy seguro de sus posibilidades. El suelo de la jungla era propiedad de los zaraptors y las versiones locales de la pitón y el caimán, cualquiera de las cuales consideraban al frágil y lento ser humano una presa fácil, un bocado rápido. Holloway vivía en los árboles porque todos los depredadores grandes lo hacían en la superficie, a excepción de la pitón, y no les gustaban los árboles de espino por motivos que justificaba su nombre. También resultaba muy difícil trepar por ellos si medías más de medio metro, lo cual sería el caso de cualquier ser humano.

Sea como fuere, Holloway inspeccionó la plataforma y el follaje en busca de cables y cuerdas de escalada, pero no vio nada. La otra opción consistía en que alguien se hubiese dejado caer desde arriba, desde un aerodeslizador que después se marchó. Pero Holloway habría detectado tráfico en un radio de cien kilómetros a la redonda cuando activó el piloto automático, y no había sido así.

Resumiendo: o había un increíble asesino ninja acechando en su cabaña, haciendo trizas la cerámica, o no era más que un animal. Holloway no descartaba la posibilidad de que Bourne enviase a alguien para darle un susto, sobre todo después de lo que había pasado aquel día, pero dudaba que hubiese sido capaz de encontrarlo en tan poco tiempo. Como mucho habría recurrido a los agentes de seguridad de ZaraCorp, que no eran precisamente inteligentes, como el mencionado Joe DeLise. Ellos, sobre todo DeLise, no se molestarían en actuar con sigilo.

Por tanto, lo más probable era que se tratara de un animal, seguramente alguno de aquellos lagartos que abundaban en la zona. Tenían el tamaño de iguanas —eran lo bastante pequeños para evitar quedar empalados al trepar por la corteza de esos árboles—, eran vegetarianos y más tontos que una piedra. Se colaban por todas partes a la mínima de cambio. Al poco tiempo de su llegada a Zara XXIII y de construir la plataforma en las copas de los árboles, Holloway encontró el lugar infestado de ellos. Instaló una verja eléctrica, pero descubrió que despertarse a diario con la visión y el olor de un lagarto ahumado lo deprimía terriblemente. Al cabo, otro explorador le contó que a los lagartos les aterraban los perros. Carl no tardó en llegar.

—Eh, Carl —dijo Holloway al perro—. Creo que tenemos un problema con los lagartos.

Carl levantó la cabeza al oír eso. Disfrutaba de lo lindo con su papel de héroe en la lucha contra los lagartos. Holloway sonrió, arrancó el aerodeslizador y se dispuso a tomar tierra.

Carl saltó del vehículo en cuanto Holloway apagó el motor y abrió la cabaña. Olfateó el ambiente, contento, y se dirigió hacia uno de los almacenes.

—Eh, bobo —dijo Holloway mientras el perro se alejaba moviendo la cola. Se le acercó y le dio una suave palmada en el lomo—. Vas en dirección contraria. El lagarto está en casa. —Señaló en dirección a la cabaña, y se volvió hacia ella. Estuvo mirando un rato tras reparar en el gato que le observaba a través de la ventana que había frente al escritorio. Holloway tardó un segundo en recordar el hecho de que no tenía gato.

Y tardó otro segundo en recordar que, por lo general, los gatos nunca se yerguen sobre dos patas.

—¿Qué coño es eso? —se preguntó Holloway en voz alta.

Carl se dio la vuelta al oír la voz de su amo y reparó en la criatura de aspecto felino que miraba a través de la ventana.

La criatura de aspecto felino abrió la boca.

Carl ladró como un perro loco y salió disparado hacia la puerta de la cabaña. Su carencia de pulgares lo habría dejado al pie de la entrada, de no haber instalado Holloway una puerta para perros después de cansarse de tanto levantarse en plena noche para dejar salir a Carl a orinar. El cierre de la portezuela del perro detectó la proximidad del chip que llevaba en el hombro y se abrió una fracción de segundo antes de que Carl introdujera la cabeza por ella, paso previo a correr como un loco por la cabaña.

Desde su posición, Holloway vio a la criatura de aspecto felino apartarse de la ventana. No había transcurrido un segundo cuando Holloway oyó cómo se rompía una gran cantidad de objetos.

—¡Mierda! —exclamó, echando a correr hacia la cabaña.

Al contrario que Carl, Holloway no llevaba un chip de proximidad implantado en el hombro, así que rebuscó la llave para abrir la cerradura, sin dejar de oír los ladridos y los ruidos que provenían del interior. Holloway corrió el cerrojo y abrió la puerta justo a tiempo de ver que la criatura felina corría hacia él.

El ser felino levantó la vista, vio a Holloway y resbaló, intentando desesperadamente cambiar la dirección que llevaba. Carl, justo detrás de la criatura, dio un brinco para evitarla y giró sobre sí a medio salto, dando con el flanco en la puerta de la cabaña, cerrándola en las narices de Holloway. Éste lanzó un juramento y cayó de rodillas ante la puerta, llevándose las manos a la nariz. Se oyeron más ruidos procedentes del interior.

Al cabo de unos minutos, Holloway fue consciente de dos cosas. La primera fue que no sangraría por la nariz mientras la tuviera así de hinchada. La segunda, que todos aquellos ruidos habían cesado, sustituidos por el sonido de los incesantes ladridos de Carl. Holloway se levantó, se tocó de nuevo la nariz para asegurarse de que no iba a convertirse en un grifo en el momento menos oportuno y luego abrió la puerta con gran cuidado.

La cabaña le recordó el estado en que acabó su cuarto de la universidad al final del semestre: una explosión de documentos y objetos por el suelo, cuando tenían que estar sobre la mesa o en un estante. Los platos que descansaban antes en la modesta pila de la cocina también alfombraban el suelo. El panel de información de repuesto también estaba en el suelo, y no pudo distinguir si aún funcionaba o no.

Carl se había incorporado sobre la única librería de la cabaña, desde donde ladraba como loco. Bastó un vistazo rápido a lo alto del mueble para reparar en la presencia de la criatura felina. Los libros y las carpetas se habían caído de los estantes bien cuando el ser felino se había encaramado a lo alto, bien cuando Carl intentaba alcanzarlo. La librería no se encontraba cerca de nada a lo que aquel ser felino pudiera saltar, y parecía estar demasiado alta para que la criatura saltara desde ella, incluso si Carl no estuviese a sus pies. Se encontraba a salvo del perro, al menos de momento, pero también estaba atrapada. Miró a Carl y luego a Holloway, paseando la mirada felina, aterrada, entre ambos.

—¡Silencio, Carl! —ordenó Holloway, pero el perro estaba demasiado enajenado por la emoción de la persecución como para prestar oídos a su amo.

Holloway miró en torno de la habitación. Entre todo el caos distinguió el lugar por el que se había colado la criatura: una pequeña ventanilla, inclinada, que había en el dormitorio de Holloway. Debió de haberla dejado abierta, de modo que la criatura habría entornado la hoja de la ventana y se habría colado en el interior de la cabaña. Una vez dentro ya no pudo salir. La ventana era accesible desde el tejado, pero habría jurado que estaba demasiado alta para que la criatura pudiese alcanzarla desde el suelo o la cama.

Volvió la vista hacia la criatura felina, que lo estaba mirando fijamente antes de volver la mirada hacia la ventana y de volverse de nuevo hacia él. Era como si la criatura hubiese caído en la cuenta de que Holloway se había percatado de cómo se las había ingeniado para entrar allí.

Holloway se acercó a la ventana entornada, la cerró y echó el cerrojo. Luego se acercó al perro y lo agarró del collar. Carl dejó de ladrar y, con un gañido de sorpresa, rascó el suelo sin mayores consecuencias. Holloway llevó al perro hacia la puerta de la cabaña, la abrió y sacó al animal, sirviéndose de la pierna para evitar que se colara. Cerró la puerta, echó el cerrojo manual y luego reculó un paso. Se oyeron dos golpes cuando Carl quiso entrar por la puerta del perro. Al cabo de unos segundos, las zarpas y la cabeza asomaron por la ventana situada frente al escritorio de Holloway, ladrando indignado cuando no gimoteaba para que su amo lo dejase entrar.

Holloway ignoró al perro y volcó la atención en la criatura felina, que seguía pendiente de todos y cada uno de sus movimientos, aterrada aún, aunque tal vez no tanto como antes.

—Bueno, peludito —dijo Holloway—. Aquí estamos, solos tú y yo.