Capítulo 2

Cinco minutos y treinta segundos después, Holloway abrió el circuito de comunicaciones de su panel de información, activando únicamente el sonido.

—Supongo que vas a decirme que me han rescindido el contrato —dijo a Bourne.

—Rescindido es poco —admitió éste—. Y ahora mismo voy a extender una orden prioritaria de extracción. Tú quédate donde estás, que alguien llegará en cosa de una hora para recogerte. Te llevarán directamente al ascensor espacial. No cargues mucho peso.

—¿Tengo posibilidad de convencerte de lo contrario? —preguntó Holloway.

—Ninguna —respondió Bourne—. Superviso seis docenas de contratistas, Jack. Seis docenas. Ni uno de ellos me da tanto por saco como tú, así que a partir de ahora mi vida será mucho más sencilla.

—¿Seguro que la imagen satélite te muestra lo que necesitas ver? —preguntó Holloway.

—El satélite capta imágenes con una resolución a escala centimétrica, Jack —dijo Bourne—. Imágenes en directo. Ahora mismo contemplo la pared del risco que acabas de volar por los aires, y os estoy viendo a tu perro y a ti sentados en un borde que hasta hace muy poco se consideraba la cara interna del risco. Saluda a Carl de mi parte.

Holloway se volvió hacia Carl.

—Saludos de parte de Chad.

Carl pestañeó antes de tumbarse para descansar.

Carl es un buen perro —comentó Bourne—. Lástima que sea tuyo.

—No es la primera vez que me lo dicen —dijo Holloway—. Chad, si el satélite es capaz de alcanzar esa resolución, seguro que me ves la mano.

—Me estás enviando a tomar por el culo —dijo Bourne al cabo de un segundo—. Genial. ¿Siempre te has comportado como un crío de doce años o es que de pronto te ha dado por ahí?

—Me alegra que lo hayas visto, pero no me refería a esa mano —dijo Holloway—, sino a la otra.

Se produjo una breve pausa.

—No me jodas —dijo Bourne.

—No, de eso nada. Es piedra solar.

—No me jodas —repitió Bourne.

—Y menudo pedazo de piedra —continuó Holloway—. Tiene el tamaño del puño de un recién nacido. Y aquí en este borde tengo otras tres iguales. Las extraje de la hendidura como quien recoge manzanas. Éste es el cementerio original de la medusa, amigo mío.

—Panel de información —dijo Bourne—. Imagen de alta resolución. Ahora.

Con una sonrisa, Holloway echó mano del panel de información.

Zara XXIII era en muchos aspectos un planeta de clase III sin nada que destacar. Tenía más o menos el diámetro de la Tierra, también su masa, y orbitaba en torno a su estrella en la zona apodada por los expertos «Ricitos de Oro», es decir, la zona templada donde es posible encontrar agua, la cual posibilita la inevitable existencia de vida. Carecía de formas de vida inteligentes, como la mayoría de los planetas de clase III, ya que de otro modo sería un clase IIIa, el contrato de exploración y explotación de ZaraCorp no sería válido y sus recursos quedarían en manos de los seres pensantes que lo habitaran. Pero como Zara XXIII carecía de seres con cerebro, o el equivalente a un cerebro, ZaraCorp tenía libertad para explorarlo y explotar sus recursos, extraer el mineral y horadar la superficie en busca del petróleo que los seres humanos hacía tiempo que habían agotado en su propio mundo.

Pero por normalucho que fuera Zara XXIII, había algo que lo hacía destacar del resto de los planetas de ZaraCorp: cien millones de años atrás, un inmenso ser con forma de medusa dominaba sus océanos, alimentándose de algas y diatomeas que, a su vez, se alimentaban del agua inusualmente rica en minerales que formaba los mares de Zara XXIII. Cuando murieron esas medusas, sus frágiles cadáveres se hundieron en las profundidades faltas de oxígeno, cubriendo el suelo oceánico en tramos que en ocasiones se extendían kilómetros y kilómetros. Los cuerpos fueron cubiertos por sedimentos y fango, y con el tiempo, el peso y la presión del agua comprimieron y transformaron las medusas en otra cosa.

Se convirtieron en piedras solares, unas piedras parecidas a ópalos que no sólo reflejaban la luz como fuego afiligranado, sino que, de hecho, eran termoluminiscentes. El calor corporal de quien llevaba una piedra solar bastaba para hacerla irradiar luz. No la llamativa luz de un tubito fluorescente en una discoteca, ni el brillo en la oscuridad de un anillo que cambia de color según el estado de ánimo, sino una luz elegante, sutil e incandescente que favorecía la tonalidad de la piel y mejoraba el aspecto del propietario. Puesto que la temperatura de la dermis de cada uno varía ligeramente, una misma piedra solar proporcionaba un aspecto distinto a cada persona. No existía una piedra preciosa más personalizada.

ZaraCorp las descubrió cuando excavaba lo que confiaba que sería una veta, y decidió que aquella piedra rara que ascendía extraída por el embudo era más prometedora que el carbón. Desde entonces, la corporación se había tomado muy en serio la filosofía de los antiguos carteles de diamantes, posicionando la piedra solar como la piedra más preciosa de todas, puesto que únicamente podía encontrarse en un planeta, el suministro era muy limitado y, por tanto, alcanzaba el precio más alto posible. La piedra solar que Holloway tenía en la mano estaba valorada en torno a nueve meses de paga. Cortada y tallada, la piedra probablemente alcanzaría más de lo que cobraría en tres años como prospector externo.

Algo que, tras el despido, había dejado de ser.

—¡Vaya pedrusco! —exclamó Bourne, mirando la piedra solar a través de la cámara del panel de información—. Para mear y no echar gota.

—Vaya si lo es —dijo Holloway—. Podría retirarme si la vendo, y ni te cuento con el resto de las piedras que he extraído. Supongo que lo haré, ahora que me pertenecen junto a la veta.

—¿Qué? —preguntó Bourne—. Jack, llevas tanto tiempo a la intemperie que te has trastornado. Nada de eso te pertenece.

—Claro que sí —replicó Holloway—. Me has despedido, ¿recuerdas? Eso me convierte en prospector independiente, no en un contratista. En calidad de prospector independiente, cualquier cosa que encuentre es mía, y sólo yo podré explotar cualquier veta que localice. Así lo dicta la Autoridad Colonial en materia de exploración y explotación. «Butters contra Wayland», por ejemplo.

—Vamos, Jack. Sabes que ZaraCorp no permite la presencia de prospectores independientes en el planeta —protestó Bourne.

—Y yo no lo era cuando llegué —insistió Holloway—. Pero tú acabas de convertirme en uno.

—Además, ZaraCorp tiene todo el planeta en propiedad —alegó Bourne.

—No. Lo que tiene ZaraCorp es un permiso en exclusividad para explorar y explotar los recursos del planeta, concedido por la Autoridad Colonial. En la práctica, ZaraCorp gestiona el lugar. Según las normativas, es territorio de la Autoridad Colonial.

—¿Debo recordarte lo que significa exclusivo? —preguntó Bourne—. Un contrato exclusivo de exploración y explotación significa que únicamente ZaraCorp tiene permiso para explorarlo y explotarlo.

—No —replicó Holloway—. Sólo significa que ZaraCorp es la única entidad corporativa que tiene permiso para trabajar en el planeta. Todo individuo que actúe por cuenta propia tiene permiso de exploración y explotación en cualquier planeta de clase tres, siempre y cuando obre conforme a las normas de la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente y permita a las entidades corporativas, que operen con contrato de explotación, ejercer el derecho de adquisición preferente para hacerse con todo aquello que haya extraído. «Buchheit contra la corporación Zarathustra».

—Te estás sacando las citas de esos presuntos casos de la manga, Jack —acusó Bourne.

—Son auténticos —aseguró Holloway—. Anda, ve a comprobarlo. Ya sabes que en otra vida me dediqué a la abogacía.

Bourne resopló alto y claro a través del panel de información.

—Claro, y te expulsaron del colegio de abogados —dijo.

—No fue por desconocimiento de la ley —se excusó Holloway sin faltar a la verdad, al menos a parte de la verdad.

—De todos modos no tiene importancia, porque cuando inspeccionaste la veta, trabajabas para ZaraCorp —le recordó Bourne—. Rescindí tu contrato después. Por tanto, el hallazgo de esa veta y el fruto de ese descubrimiento nos pertenecen.

—Podría, si hubiese utilizado el equipo de ZaraCorp cuando llevé a cabo la prospección —explicó Holloway—, pero utilicé mi propio equipo, el cual pagué de mi bolsillo. Puesto que he empleado mi propio equipo, legalmente el derecho del descubrimiento revirtió a mi persona cuando me despediste: «Levensohn contra Hildebrand».

—Menuda tontería —dijo Bourne.

—Compruébalo —lo desafío Holloway.

De hecho, esperaba que Bourne no lo hiciera, pues al contrario que los otros dos casos que había citado, se había inventado la existencia de

«Levensohn contra Hildebrand». De todos modos iban a echarlo a patadas del planeta, así que valía la pena intentarlo.

—Voy a comprobarlo —dijo Bourne—. Eso te lo aseguro.

—Estupendo. Tú hazlo. Y mientras te ocupas de ello, voy a seguir excavando la veta. Y cuando aparezcan tus matones e intenten sacarme a rastras de aquí, saldré con una sonrisa de oreja a oreja, porque entonces podré denunciarlos a ellos, a ti y a ZaraCorp, gracias al precedente sentado por «Greene contra Winston».

Holloway no pudo verlo, pero supo que Bourne había dado un respingo en la silla. Mencionar «Greene contra Winston» a cualquier jefazo de ZaraCorp era peliagudo porque, entre otras cosas, el fallo había enviado a Wheaton Aubrey V, antiguo presidente y director ejecutivo de ZaraCorp, a San Quintín durante siete años.

—«Greene contra Winston» fue desestimado, picapleitos —replicó Bourne, tenso.

—No —objetó entonces Holloway—. Se introdujo una excepción de ámbito limitado, extraída de «Greene en Mieville contra Martin». Esa excepción no se aplica en el caso que nos ocupa.

—Y una mierda, claro que se aplica —dijo Bourne.

—Bueno, supongo que habrá ocasión de averiguarlo —respondió Holloway—. Claro que, probablemente, pasemos años litigando en los tribunales, con toda la publicidad negativa que supondrá eso para ZaraCorp. ¿Quién ha olvidado lo sucedido la última vez? Además, para tu información te diré que he estado grabando nuestra charla, por si se te ocurre sugerir a DeLise y sus matones que me arrojen por la veta cuando me encuentren.

—Me ofende la insinuación —dijo Bourne.

—Me alegra oír eso, Chad —respondió Holloway—. Pero prefiero asegurarme que lamentarlo.

Bourne exhaló un suspiro.

—De acuerdo, Jack —dijo—. Tú ganas. Voy a restituirte en el puesto. ¿Satisfecho?

—En absoluto —respondió Holloway—. Si me rescindiste el anterior contrato, tengo derecho a renegociar el nuevo.

—Te ofrezco el mismo contrato que tiene todo el mundo.

—Hablas como si no estuviera aquí sentado junto a una veta de piedra solar que vale tirando por lo bajo mil millones de créditos —dijo Holloway—. Veta que, por cierto, me pertenece.

—Te odio.

—No me eches a mí la culpa —protestó Holloway—. Eres tú quien me rescindió el contrato. Mis exigencias son muy sencillas. En primer lugar, no quiero que me despidan por el derrumbe de este risco. Ha sido un accidente, tal como podrás comprobar cuando revises los informes.

—De acuerdo —Bourne—. Concedido.

—Y quiero el uno por cierto de comisión por el descubrimiento —añadió Holloway.

Bourne lanzó un juramento. Holloway exigía cuatro veces la comisión habitual para quien encontrara una veta.

—Ni hablar —respondió Bourne—. Ni hablar. Me despedirían por pensar siquiera en aprobar esa cantidad.

—Es un miserable uno por cierto —dijo Holloway.

—Pides diez millones de créditos por haber volado por los aires la pared de un risco.

—En realidad, creo que la comisión podría superar con creces esa cantidad —dijo Holloway—. Desde donde estoy sentado distingo otras seis piedras solares.

—No —dijo Bourne—. Ni se te pase por la cabeza. Como mucho estoy autorizado a concederte un cero coma cuatro por ciento. Acéptalo y zanjemos el asunto. Si no lo aceptas, acudiremos a los tribunales. Y te juro una cosa, Jack: si me despiden por esto, yo mismo iré en tu busca y te mataré. Y me quedaré con tu perro.

—No podrías caer más bajo. Mira que robarme el perro —dijo Holloway.

—Cero coma cuatro por cierto —insistió Bourne—. Ésa es mi última oferta.

—Acepto —dijo Holloway—. Añádelo como cláusula a ese contrato que ambos admitimos que rescindiste llevado por tu estupidez. Si me lo envías urgente, no tendré que volar a Aubreytown para aprobarlo.

—Hecho —confirmó Bourne—. Va de camino.

Acto seguido, se iluminó el icono correspondiente al correo del panel de información de Holloway, que tomó el aparato, repasó con la mirada el contenido del mensaje urgente y lo aprobó introduciendo su código de seguridad.

—Un placer hacer tratos contigo, Chad —dijo Holloway mientras dejaba a un lado el panel de información.

—Tú hazme el favor de morir incinerado, Jack —respondió Bourne.

—¿Eso quiere decir que no me invitarás a comer un filete en el local de Ruby? —preguntó Holloway.

Pero Bourne ya había interrumpido la comunicación.

Holloway sonrió al tiempo que levantaba la piedra solar, poniéndola al contraluz. A pesar de no estar cortada, de ser la piedra en bruto, era preciosa, y Holloway la sostuvo el tiempo necesario para que absorbiera su propio calor corporal, de tal forma que los filamentos que recorrían la piedra relucieron como atrapados en ámbar.

—Tú te vienes conmigo —le dijo Holloway a la piedra.

ZaraCorp podía quedarse con las demás, y lo haría. Pero esa piedra acababa de convertirle en un hombre rico y, por tanto, era una piedra de la suerte. Tenía alguien en mente a quien dársela… A modo de disculpa.

Holloway se puso en pie y se guardó la piedra en el bolsillo. Miró a Carl, que seguía tumbado ante la veta. Carl entornó una ceja.

—Bueno —dijo Holloway—. Por hoy ya hemos hecho todo el daño que podíamos. Volvamos a casa.