Jack Holloway dejó flotando el aerodeslizador, giró en su asiento y miró a Carl. Luego negó lentamente con la cabeza.
—No puedo creer que tengamos que volver a pasar por esto —dijo Holloway—. No es que no te considere parte del equipo, Carl. Sí que lo hago. De veras que sí. Pero no puedo evitar pensar que, por alguna razón, no logro hacerme entender.
¿Cuántas veces he tenido que insistir en lo mismo?
¿Una docena? ¿Dos? Y cada vez que volvemos aquí, es como si olvidases todo lo que te he enseñado. Es descorazonador. Dime que entiendes a qué me refiero.
Carl miró a Holloway y lanzó un ladrido. Era un perro.
—Muy bien —dijo Holloway—. Puede que esta vez se te quede grabado en la mollera. —Hundió la mano en el maletero, de cuyo interior sacó una carga arcillosa.
—Esto es una carga de explosivo acústico. ¿Para qué sirve?
Carl inclinó la cabeza.
—Vamos, Carl —protestó Holloway—. Es lo primero que te enseñé. Se pone en la ladera de un risco, en puntos estratégicos. Como he hecho ya una vez hoy. Lo recordarás. Estabas ahí. —Señaló en dirección al Risco de Carl, un imponente pedazo de roca de doscientos metros de altura, con estratos geológicos que asomaban por la vegetación que cubría la mayor parte de la pared rocosa.
Carl se volvió hacia donde señalaba el dedo de Holloway, más interesado por el dedo en sí que por la pared natural que su amo había bautizado en su honor. Holloway dejó la carga y tomó otro objeto más pequeño.
—Y ésta es la espoleta accionada por control remoto —dijo—. La adheriremos a la carga explosiva para no tener que estar cerca de ella cuando la hagamos explotar. Saltaríamos por los aires, Carl. ¡Bum! ¿Qué opinamos de los bums, Carl?
El rostro perruno de Carl adoptó una expresión preocupada. Bum era una onomatopeya que conocía. A Carl no le gustaban los bums.
—De acuerdo —dijo Holloway, que dejó la espoleta a un lado, desactivada, asegurándose de mantenerla lejos de la carga explosiva. Sacó un tercer objeto.
—Y éste es el detonador por control remoto —explicó Holloway—. Te acuerdas de esto, ¿verdad, Carl?
Carl ladró.
—¿Qué pasa, Carl? —preguntó Holloway—. ¿Quieres emplazar la carga de explosivo acústico?
Carl ladró de nuevo.
—No sé qué decirte. Desde un punto de vista técnico, eso atenta contra las normas de seguridad laboral de la corporación Zarathustra, que impiden a especies no inteligentes detonar explosivos.
Carl se acercó a Holloway, a quien lamió la cara con un quejido que venía a decir: «Por favor, por favor, por favor».
—Vale, de acuerdo —cedió Holloway, apartando al perro—, pero será la última vez. Al menos hasta que comprendas los fundamentos del trabajo. Se acabó eso de tumbarse a la bartola y dejar el trabajo duro en manos de los demás. Me pagan por supervisar. ¿Queda claro?
Carl ladró de nuevo y reculó moviendo la cola. Sabía lo que venía a continuación.
Holloway miró la pantalla del detonador, decidido a comprobar, por tercera vez desde que emplazara las cargas a primera hora del día, que el detonador estuviera sintonizado con las espoletas adheridas a las cargas. Pulsó en la pantalla las respuestas afirmativas conforme respondía las preguntas de seguridad automatizadas y esperó mientras el detonador confirmaba por geolocalización que, en efecto, se encontraban alejados de la onda expansiva de todas las cargas. Se podía ignorar este proceso, pero era necesario trastear en el programa y, de todos modos, Holloway tenía la sana costumbre de evitar saltar por los aires accidentalmente, por no mencionar lo poco que le gustaban a Carl los bums.
«Cargas emplazadas y preparadas —leyó en la pantalla del detonador—. Presione la pantalla para la detonación».
—Muy bien —dijo Holloway, dejando el detonador en el suelo del aerodeslizador, entre Carl y él. El can levantó la mirada, expectante—. Atento —advirtió Holloway, que se volvió en la silla para contemplar la pared del risco. Oyó cómo Carl golpeaba la cola contra una caja, emocionado—. Atento —repitió, intentando alcanzar a ver los puntos que había taladrado a primera hora del día, utilizando el aerodeslizador como plataforma mientras insertaba y aseguraba las cargas en los agujeros.
Carl lanzó un quejido inaudible.
—¡Fuego! —gritó Holloway.
El perro se pegó a su lado, vuelto en la misma dirección que él.
El risco expulsó cuatro nubes de humo, acompañadas de roca y tierra, que proyectaron la vegetación a metros de distancia. La pared del risco se oscureció cuando las aves —es decir, lo que en aquel lugar pasaban por tales— que habían anidado en la vegetación alzaron el vuelo, espantadas por el estruendo y las repentinas erupciones. Al cabo de unos segundos, cuatro estampidos secos consecutivos alcanzaron con su eco la cabina abierta del aerodeslizador, lo bastante alto para ser audibles, pero sin el bum que tanto preocupaba a Carl.
Holloway miró hacia su derecha, donde se encontraba el panel de información con el programa de imagen sónica abierto y a pleno rendimiento. Las sondas sonoras que había colocado sobre el risco y a su alrededor enviaban un torrente de datos al programa, que se esforzaba por procesarlo y transformarlo en una representación gráfica tridimensional de la estructura interna del risco.
—Muy bien —dijo, volviéndose hacia Carl, que seguía con la zarpa en el detonador y la lengua fuera—. Buen chico.
Hundió la mano en el maletero y sacó un hueso de zaraptor, cubierto aún de jirones de carne. Lo desenvolvió de la película protectora y se lo ofreció al perro, que lo aceptó de buena gana. Ése era el trato: si presionaba el detonador, recibía un hueso. Holloway había necesitado varios intentos para lograr que Carl lo hiciera correctamente, pero había valido la pena. De todos modos, Carl tenía que acompañarlo en las salidas de exploración, así que más le valía ser de utilidad o, como mínimo, entretenerle.
En realidad, atentaba contra las normas de seguridad laboral de la corporación Zarathustra permitir a un perro accionar los detonadores. Sin embargo, Holloway y Carl trabajaban en solitario, a cientos de kilómetros del cuartel que ZaraCorp había establecido en la superficie del planeta, y a 178 años luz del cuartel general en la Tierra. Además, técnicamente no trabajaba para ZaraCorp, puesto que era contratista externo, igual que todos los prospectores y exploradores que operaban en Zara XXIII. Era más barato.
Holloway acarició con afecto la cabeza del perro. Carl, absorto en el hueso, no le prestó la menor atención.
Un pitido apremiante surgió del panel de información de Holloway. Cuando se agachó para recogerlo, comprobó que la información que recogían los sensores había alcanzado un punto álgido. Un rumor grave reverberó en la cabaña del aerodeslizador, cada vez más audible. Incesante. Carl apartó la vista del hueso y lanzó un gañido. Aquel ruido se acercaba peligrosamente a la categoría del bum.
Holloway también levantó la mirada y vio que de la pared del risco se alzaba una columna de polvo que oscureció todo lo que había tras ella.
—Mierda —dijo para sí, acuciado por un mal presagio.
Al cabo de unos minutos, la nube de polvo empezó a aclararse y el mal presagio que había tenido empeoró. A través de la confusa neblina, Holloway comprobó que una parte de la pared rocosa se había derrumbado y que coincidía sospechosamente con los puntos donde había emplazado las cargas explosivas. Las estrías geológicas destacaban donde había estado la vegetación. Las aves sobrevolaron la zona, descendiendo en busca de sus nidos, cuyos restos se encontraban a un par de centenares de metros bajo ellos, mientras el derrumbe cubría y cambiaba el curso del río que discurría al pie del risco.
—Mierda —repitió Holloway, echando mano de los prismáticos.
En ZaraCorp se iban a cabrear de lo lindo por el hecho de que hubiese demolido parte del risco. ZaraCorp llevaba años esforzándose mucho para limpiar su imagen pública de empresa expoliadora de recursos naturales, una imagen que sin duda se había ganado a pulso tras expoliar a conciencia los planetas donde operaba. El público ya no se tragaba el bulo de que los planetas deshabitados poseían una tolerancia ecológica superior a los habitados, o que esos ecosistemas recuperarían rápidamente su equilibrio natural en cuanto ZaraCorp encontrara otro lugar. En lo que a ellos respectaba, la explotación minera era la explotación minera, ya fuera en las montañas de Pensilvania o en las colinas de Zara XXIII.
Enfrentado a una impresionante oposición de la opinión pública a las prácticas ecológicas de su compañía (o, más bien, a la total ausencia de ellas), Wheaton Aubrey VI, presidente y director general de la corporación Zarathustra, tiró la toalla y ordenó a todas las filiales llevar a cabo prácticas que cumplieran las normas ecológicas propuestas por la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente. A Aubrey le daba lo mismo. No le importaban lo más mínimo las diversas peculiaridades medioambientales de los planetas que explotaba su compañía, aunque el contrato de exploración y explotación que ZaraCorp tenía con la Administración Colonial especificaba que la compañía obtendría incentivos fiscales si se adhería a las normas de la Agencia Colonial para la Protección del Medio Ambiente, siempre y cuando los costes se mantuvieran por encima de la exigua base del coste de desarrollo formulada décadas atrás, antes de que nadie se preocupara por el expolio ecológico de unos mundos donde, de todos modos, jamás pondrían el pie.
El nuevo y ostentoso régimen de ZaraCorp respetaba las buenas prácticas en otros mundos, ayudaba a procurar que los incentivos fiscales resultaran en una devolución fiscal próxima al cero, lo cual era muy positivo para una empresa cuyo tamaño e ingresos suponían una fracción nada desdeñable en comparación con la propia Administración Colonial.
Pero eso también suponía que los sucesos que empañaban la nueva campaña ecológica de relaciones públicas de ZaraCorp fueran juzgados con mayor dureza. Sin ir más lejos, cosas como el derrumbamiento intencionado de toda la pared de un risco. Si habían utilizado cargas acústicas, había sido para reducir al mínimo los efectos secundarios de la exploración geológica por parte del hombre. Holloway no había pretendido volarlo por los aires, pero teniendo en cuenta la reputación de ZaraCorp, la compañía se las vería y desearía para lograr que la opinión pública se tragara lo del accidente. Holloway se había saltado las normativas en numerosas ocasiones, y casi siempre había salido airoso, pero ésa era la clase de cosas que llamaban lo bastante la atención como para expulsarlo a patadas del planeta.
A menos…
—Vamos, vamos —dijo Holloway sin dejar de mirar por los prismáticos. Estaba esperando a que despejase la nube de polvo que se había levantado para ver lo sucedido.
Se encendió la pantalla de comunicaciones del panel de información, que mostraba una llamada entrante de Chad Bourne, máximo responsable de los contratistas de ZaraCorp. Holloway lanzó un juramento y activó el botón que únicamente activaba el sonido.
—Hola, Chad —saludó, mirando de nuevo a través de los prismáticos.
—Jack, los empollones de la sala de datos me han contado que algo se ha torcido en las lecturas procedentes de tus mediciones —dijo Bourne—. Dicen que todo iba bien, y que de pronto se les han disparado los números. —La voz de Chad Bourne lo alcanzó clara y envolvente, gracias al único regalo del aerodeslizador: un espectacular sistema de audio. Holloway hizo que lo instalaran cuando cayó en la cuenta de que pasaría casi toda la jornada laboral en el vehículo. Era espectacular en muchos aspectos, pero no bastó para que la voz de Bourne sonara menos nasal.
—¿Qué? —dijo Holloway.
—Dicen que es lo típico que se registra cuando se produce un terremoto. O un deslizamiento de tierras —dijo Bourne.
—Ahora que lo mencionas, creo haber percibido un terremoto —dijo Holloway.
—¿De veras?
—Sí —dijo Holloway—. Justo antes de que sucediera, Carl se comportaba de forma extraña. Dicen que los animales siempre son los primeros en percibir estas cosas.
—Así que el hecho de que esos empollones acaben de confirmarme que no se ha producido ningún evento sísmico en tu zona no te importa lo más mínimo —dijo Bourne.
—A quién vas a creer —dijo Holloway—. Yo estoy aquí, y ellos no.
—Ellos están aquí con un equipo valorado en torno a los veinticinco millones de créditos —contestó Bourne—. Que yo sepa tú tienes ahí un panel de información y un historial de malas prácticas de exploración.
—Un supuesto historial de malas prácticas de exploración —corrigió Holloway.
—Jack, has vuelto a dejar que tu perro detonara los explosivos —acusó Bourne.
—No —replicó Holloway. La nube de polvo había empezado a disiparse—. Eso no es más que un rumor.
—Tenemos un testigo —dijo Bourne.
—No es fiable —respondió Holloway.
—Es una empleada de confianza —dijo Bourne—. No como otros que podría nombrar.
—Tenía motivos personales —replicó Holloway—. Créeme.
—Bueno, a eso precisamente me refiero, Jack. Tú tienes que ganarte esa confianza. Y ahora mismo, digamos que no me inspiras mucha. Pero te diré qué vamos a hacer. Tengo un satélite de exploración que dentro de unos seis minutos asomará por el horizonte. Cuando lo haga, voy a tener que echar un vistazo al risco que probablemente hayas hecho saltar por los aires. Si tiene el aspecto que tendría que tener, la próxima vez que te dejes caer por Aubreytown te invitaré a comer un buen filete en el local de Ruby y me va a tener, te rescindiré el contrato y enviaré un par de agentes de seguridad para que te escolten hasta aquí. Y no serán de ésos con los que alternas, Jack, sino de la clase con la que no congenias. Enviaré a Joe DeLise, que estará encantado de verte.
—Te deseo suerte. La necesitarás para arrancarlo de la barra del bar —dijo Holloway.
—Tratándose de ti, creo que hará el esfuerzo —replicó Bourne—. ¿Qué te parece eso?
Holloway no respondió. Hacía unos segundos que había dejado de prestar atención, porque a través de los prismáticos reparó en la presencia de una veta en la roca, entre dos estratos mucho mayores. La veta que observaba era oscura como el carbón.
Y centelleaba.
—Sí —dijo Holloway.
—¿Sí qué? —preguntó Bourne—. Jack, ¿has prestado atención a lo que he dicho?
—Lo siento, Chad, te oigo entrecortado —dijo Holloway—. Interferencias. Manchas solares.
—Bourne, Disfruta de tus próximos cinco minutos. Ya tengo tu contrato en la pantalla de mi panel de información. En cuanto obtenga esa imagen de satélite, le daré a la tecla para borrarlo. —Bourne cortó la comunicación.
Holloway se volvió hacia Carl y recogió el control remoto.
—¡Al cajón! —ordenó al perro.
Carl ladró, recogió el hueso y se dirigió a su caja, que lo inmovilizaría en caso de que el aerodeslizador sufriese un percance. Holloway dejó el detonador en el maletero, aseguró el panel de información y se puso el cinturón de seguridad.
—Allá vamos, Carl —dijo al arrancar el aerodeslizador—. Disponemos de cinco minutos para evitar que nos expulsen del planeta.