Esas son las primeras palabras de la balada llamada The Trees They Grow So High (Los árboles alcanzan una gran altura), una balada de la colección Child que sirvió para inspirar mi historia sobre Gerlin y Dietrich. Puede que el texto se refiera a la boda entre Elizabeth Innes y el joven lord Carrington en el siglo XVII, pero quizás el poema sea mucho más antiguo. En todo caso, en la Edad Media e incluso en épocas posteriores no era nada raro que casaran a muchachas con hombres de edades escasamente adecuadas. En este caso, lo más notable es la inicial rebelión de Elizabeth (y también de Gerlin), y por supuesto la trágica y prematura muerte del joven, a quien su renuente esposa acabó por tomarle cariño. De hecho, Elizabeth salió relativamente bien parada con su novio de catorce años. La política respecto del matrimonio practicada en la Edad Media no veía ningún inconveniente en hacer esperar a una muchacha quinceañera a que el mimado vástago de ocho años de un rey se hiciera mayor.
En este caso, la irrazonable justificación del padre de Elizabeth: Daughter, dear daughter, I’ve done you no wrong, I’ve given you a lord to wait upon… (Hija, querida hija, no he sido injusto contigo, te he proporcionado un señor para que le sirvas) dice mucho. La posición social y el cuidado de la mujer y de sus futuros hijos eran más importantes que el amor… que por otra parte solo se convirtió en un tema en el siglo XII a través del advenimiento de las cortes galantes, el servicio a la dama y los trovadores.
Por cierto, una de las primeras grandes damas que dirigieron dichas cortes galantes fue Leonor de Aquitania (llamada Aliénor). La iniciativa de estas damas de alcurnia, que en su mayoría ya habían pasado por varios matrimonios, se correspondía con el desesperado deseo de educar al caballero medieval para convertirlo en un hombre de honor. Las damas galantes se esforzaban por imponer un canon de virtudes que obligara a sus hombres a comportarse con cortesía, a cuidar de su cuerpo, a ser generosos y comedidos en cualquier circunstancia. Además, civilizar a los caballeros era el objetivo principal de la poesía galante, como la que aparece en las novelas artúricas con frecuencia mencionadas en este libro. Ello basta para demostrar que no solo eran relevantes para el mundo de las damas, sino para todo el conjunto de la sociedad medieval, de los campesinos al rey.
El coracero noble de los siglos XII al XIV era una máquina de guerra sumamente especializada. El objetivo de toda su educación, sus ideas y sus actos era el combate. Ello resultaba útil cuando alguien necesitaba protección, pero nadie protegía a la sociedad de los caballeros que abusaban de su poder. La impotencia de mis personajes Lauenstein frente a Roland, un individuo decidido a todo, supone un ejemplo típico: el único remedio que les quedaba a los campesinos frente a las intrusiones de un caballero como él era refugiarse en el castillo de su señor feudal, y si este no disponía del dinero y del potencial militar necesario para llevar una querella con éxito, también eso les resultaba inútil.
Por supuesto, el afectado podía presentar el asunto ante su señor feudal, pero, de hecho, en ese caso las posibilidades también eran limitadas. Si bien el señor feudal no ratificaba la mala conducta del caballero culpable, tampoco intervenía, puesto que se hubiera visto obligado a reunir medio ejército para arrebatar el castillo al usurpador.
En el mejor de los casos, a una mujer como Gerlin le hubiese ofrecido lo que al principio mi heroína esperaba obtener de Leonor de Aquitania y luego de Linhardt von Ornemünde: una posición como viuda en una corte de renombre y mucho apoyo en la tarea de educar a su hijo para convertirlo en un caballero valiente. Entonces, una vez recibido el espaldarazo, podría tomarse la justicia por su mano.
Por otra parte, en tales disputas, un aplazamiento de un par de decenios solía ser frecuente. Las querellas podían prolongarse durante generaciones; casi nunca se decidían mediante un duelo tras arrojar el guante, tal como sugieren los libros y películas. En la Edad Media, los grandes castillos señoriales siempre daban alojamiento a un gran número de hombres armados, puesto que el señor feudal contaba con su apoyo en caso de guerra. Si se producía una querella con otro noble, el castellano no vacilaba en atacarlo con dicho ejército. Una querella era una pequeña guerra con todo lo que eso conlleva. Uno asediaba al otro, destruía sus campos y aldeas, y prefería resolver el problema acabando con toda la familia del adversario.
Con el fin de impedir esto último en la medida de lo posible, los espíritus sensatos empezaron a ocuparse del derecho de querella, que al menos sometía la disputa a ciertas reglas. Para ello era necesario entregar la carta de querella tres días antes de iniciar el combate y también establecía los días en los cuales no se combatía. Sin embargo, con el derecho de querella sucedía algo similar que con las condiciones y las exigencias mediante las cuales se confiaba en controlar los actos de los caballeros: los combatientes podían respetarlas… o no.
Por lo demás, en la Edad Media abundaban los consejeros judíos en las cortes cristianas. Uno de ellos fue el judío vienés Schlom (quizás una derivación del nombre Salomón), que durante una época fue el acuñador del duque Federico de Austria y que como tal aparece en el libro como una persona real. No obstante, su hija Miriam, interesada en la astronomía, es alguien que yo adjudiqué a ese señor.
En relación a la descripción de la vida judía en el siglo XII, he procurado relatarla con la mayor verosimilitud posible, pero las condiciones, los preceptos y las prohibiciones diferían mucho de una aldea a otra, de un condado y un obispado a otro, de una ciudad a otra. Averiguar las reglamentaciones precisas de todas las regiones supuso un trabajo de Sísifo y es muy posible que se hayan deslizado algunos errores en el texto. En ese caso, estos se reducen a circunstancias regionales. En el siglo XII, todas las limitaciones, amenazas, prohibiciones de ejercer determinadas profesiones y demás se dieron en tierras alemanas. El asesinato de la familia Neuss tampoco está inventado: de hecho, tuvo lugar en 1194.
En cuanto a los judíos de París, es absolutamente verídico que Felipe II los expulsó de la ciudad en 1181. Ignoro si más adelante existieron comunidades secretas de judíos obligados a convertirse que dirigían sinagogas y mikwes, pero sospecho que sí. En todo caso, en la Castilla del siglo XV y bajo circunstancias similares era corriente que uno se hiciera bautizar por la mañana por motivos económicos… y que por la noche celebrara el Sabbat sin el menor remordimiento. En España, eso llegó a su fin con la Inquisición. No ocurrió lo mismo en Francia: en 1198 Felipe II volvió a llamar a la población hebrea y París se convirtió en uno de los centros de la cultura judía de Europa.
Gerlin y Dietrich, Florís, Miriam, Abram y Salomon tienen muchos modelos históricos más o menos conocidos, aunque ellos mismos son personajes ficticios. Sin embargo, ya en el siglo XII existían esos castillos en los que se desarrolla mi historia y en Lauenstein residían miembros de la gran estirpe de los Orlamünde, que ha llegado hasta el día de hoy. No obstante, Dietrich y Roland von Ornemünde solo son un producto de mi fantasía, al igual que Linhardt, y no guardan ninguna relación con los Orlamünde actuales. El señorío de Steinbach ya existía en aquella época, pero no se sabe a quién rendía vasallaje esta familia. En 1487 Steinbach ya no estaba subordinado a Lauenstein, pero hacía mucho tiempo que esta propiedad no estaba en manos de los Von Orlamünde.
Algo similar cabe puntualizar en cuanto a la fortaleza de Loches, situada en la Turena. Existen pruebas históricas de que en la época en la que Linhardt ocupaba el feudo este cayó en manos de Ricardo Plantagenet, pero quién volvió a construir las extensas fortificaciones que el rey insistió que fueran erigidas es un misterio que se pierde en las tinieblas de la historia. Durante el cautiverio de Ricardo Corazón de León, Loches estaba ocupada por caballeros franceses. Tras la reconquista, Ricardo debió de otorgar el castillo a algún caballero merecedor de poseer un feudo.
En general, he intentado atenerme al máximo a los datos históricos en cuanto a la descripción de la campaña militar de Ricardo Plantagenet. No solo me refiero a la reconquista de Loches mediante un golpe de mano, sino también al combate de Fréteval el 3 de julio de 1194. Sin embargo, en este caso solo he mencionado unos pocos detalles, lo cual supuso disponer de una gran libertad narrativa y también incluir a mis personajes en los combates. Lo que es seguro es que Felipe II partió a toda prisa de Vendôme con su ejército cuando se enteró de que Ricardo había atacado Loches. Luego los ingleses se toparon con su ejército y su contingente —al que el rey se había adelantado bastante— más bien por casualidad. Los cronistas no describen el desarrollo preciso del combate, sino que se centran en la captura del archivo de la corona (incluidas las cartas incriminatorias de Juan sin Tierra) y del sello real por parte del rey Ricardo. Esa enorme deshonra sufrida por Felipe II acabó por causar la fundación del Archivo Nacional francés. De pronto ya no se consideraba una buena idea que el rey se trasladara de un lugar a otro cargando con su sello y sus importantes documentos.
Los peregrinajes, incluso los difíciles y de muy largo recorrido, eran bastante corrientes durante la Edad Media, aunque con toda seguridad sus participantes rara vez eran personajes tan grotescos y extravagantes como mi Martinus Magentius y sus seguidores. La evaluación de sus conocimientos astrológicos por parte de la Iglesia y las discusiones mantenidas con Salomon al respecto encajan perfectamente con la época. Los reparos científicos del médico judío en cuanto a la interpretación de las constelaciones y su relación con la fecha de nacimiento aún conservan su validez, pero los esotéricos modernos les prestan una atención tan escasa como sus antecesores medievales. Los historiadores destacan la importancia cada vez mayor de la astrología en el siglo XII; sin embargo, la consideran un primer paso hacia una imagen del mundo desde una perspectiva científica, porque al fin y al cabo suponía llegar a conclusiones relacionadas con la causa y el efecto, a diferencia del pensamiento anterior puramente mágico.
Y ya que hablamos de la superstición: espero que mis lectores me perdonen si en este libro retomo el asunto de la falsificación de reliquias, después de que Konstanze, mi personaje de El juramento de los cruzados, financiara una parte de su viaje mediante la venta de estos artículos. He de confesar que ese gigantesco embuste que recorre toda la Edad Media siempre me ha divertido, porque quienes satisfacían la tremenda demanda de fragmentos corporales u objetos personales de santos desaparecidos hacía tiempo debieron de ser sobre todo los comerciantes judíos y musulmanes, y seguro que con ello se resarcían de numerosas humillaciones por parte de sus conciudadanos cristianos. Al contemplar los relicarios cuidadosamente custodiados, sobre todo en las iglesias de las regiones meridionales, siempre me pregunto a quién debió de pertenecer ese «sagrado tesoro» venerado con fervor.
Sin embargo, aún he de confesar una pequeña falsificación histórica: he adelantado la Pascua del 10 de abril de 1194 a marzo. De lo contrario, en el mejor de los casos y partiendo del hecho de que dispusieran de caballos veloces, mis protagonistas hubieran logrado llegar a Fréteval el 3 de julio. Como peregrino, se viajaba más lentamente. Quienquiera que sea la responsable —ya fuera la rana en un recipiente de cristal que anunciaba el buen o el mal tiempo en la Edad Moderna, ya se tratara de Ostara, la diosa germánica— espero que me perdone.
En relación a eso, debo añadir un breve comentario sobre los datos acerca de las medidas de longitud en esta novela: una milla (mille) se refería a mil pasos dobles, y estos difieren en gran medida según la estatura y el largo de las piernas del caminante. Pero también existían grandes diferencias regionales en los datos de dichas distancias. En general, se supone que la milla medieval equivalía a entre 1.450 y 1.500 metros, mientras que la moderna milla terrestre británica equivale a 1,6 kilómetros. En las distancias descritas en la historia también me orienté según esos datos.
Por último, como siempre, quiero dar las gracias a cuantos han participado en la creación de este libro: en primer lugar a Margit von Cossart, mi sumamente minuciosa correctora de texto, y por supuesto a Melanie Blank-Schröder, mi lectora. Su inestimable labor, sobre todo en la segunda parte, ha permitido que no aparezcan más importantes errores relacionados con las cruzadas.
Klara Decker y Alexandra Schedel-Stupperich se encargaron de los fragmentos en dialecto bávaro y procuraron desesperadamente explicarme las diferencias entre el bávaro y el franco. Judith Knigge lo endulzó todo mediante galletas navideñas. Y, naturalmente, el libro fue negociado a través de la Agencia Schlück… y, como siempre, no puedo agradecerle lo suficiente a Bastian Schlück: sin él, no existirían Ricarda Jordan ni Sarah Lark.