12

Al día siguiente, Ricardo Plantagenet condujo su ejército a Loches, una pequeña ciudad a la sombra de una imponente fortaleza. El castillo predominaba en una saliente rocosa asomada al valle del río Indre. Quizás hacía siglos que allí había fortificaciones, pues se trataba de un lugar de importancia estratégica.

Gerlin, que viajaba en el contingente de la reina Leonor, pero naturalmente bajo una gran protección, admiró la gran torre fortificada y las sólidas murallas que le parecieron inexpugnables. Sin embargo, Ricardo Corazón de León no opinaba lo mismo y atacó en cuanto sus tropas hubieron rodeado el asentamiento. Tal vez siguiera teniendo muchos simpatizantes en la ciudad: la batalla por Loches apenas duró tres horas. Flanqueado por sus caballeros más valientes, entre los cuales no solo se encontraba Florís de Trillon sino también el joven Rüdiger von Falkenberg, ocupó la fortaleza mediante un golpe de mano.

Cuando el heroico rey y su admirada madre entraron en la ciudad, los habitantes lanzaron vítores a su paso. Ricardo dejó partir a la guarnición del castillo en paz y su primera medida fue nombrar al castellano como mediador en el asunto del archivo de la corona. No cabía duda de que el hombre cabalgaría de inmediato para reunirse con su rey y ya podría informarle de las primeras condiciones para recuperar el archivo. Gerlin se compadeció de él. Solo confiaba en que Felipe II no fuera uno de esos soberanos que, sin la menor vacilación, le cortaban la cabeza al mensajero portador de malas noticias.

Esa noche, la corte de Ricardo Plantagenet se instaló en la fortaleza de Loches y el rey insistió en visitar las numerosas construcciones subterráneas, mazmorras y pasadizos secretos junto con Florís.

—¡Vaya por Dios, el tío de vuestro futuro pupilo debía de ser un individuo muy minucioso! —comentó el rey entre risas cuando ambos descubrieron un pasillo tapiado que conduciría a posibles intrusos a una trampa—. Puede que, en esa familia, más que el ardor guerrero, reine la inteligencia; según dicen, el padre del niño era un auténtico debilucho.

—Era muy joven… —dijo Florís en voz baja—. Pero era un buen señor. Ya veremos en qué se convertirá Dietmar; en todo caso, procuraré hacerlo lo mejor que pueda.

El rey asintió.

—Y además está su madre. ¡Creo que Gerlin von Ornemünde posee suficiente ardor guerrero como para tres personas! ¿Deseáis que os invite al círculo de los caballeros junto con ella, esta noche cuando yantemos?

Florís se ruborizó.

—Yo… no lo sé. Ella…

—¡Seguro que accederá, Florís! —dijo Ricardo en tono impaciente—. Y, si no, habréis de insistir; al fin y al cabo la muchacha ya no es virgen…

Florís se mordió los labios. Evidentemente, lo último que deseaba era obligar a Gerlin. La amaba, siempre la había amado… y quería que ella también lo amara, sin tener en cuenta lo que hubiera sucedido antes. Si ella prefería esperar, él esperaría… No obstante, el rey no era el más paciente de los hombres y era mejor no desairarlo, de eso estaba seguro. Gerlin tendría que acatar sus órdenes.

—No os preocupéis, mi madre se encargará de convencerla. Estoy seguro de que esta noche, cuando cenemos en la sala, vuestra novia os estará esperando.

Para ser una fortaleza sometida a un prolongado asedio, la cocina de Loches preparó un banquete extraordinario. Pero, por supuesto, la comarca de la Turena era rica y en la pequeña aldea de Loches había tenderos, el río proporcionaba peces y en torno a la fortaleza vivían campesinos. Los ingleses requirieron bueyes de sus establos para asarlos y Leonor insistió en que compensaran a los propietarios generosamente.

—¡De lo contrario, la próxima vez apoyarán a los franceses! —le dijo a su hijo en tono severo cuando este se burló de ella—. El pueblo ha de amarnos, Ricardo, ya me encargaré yo de que te recuerden como un soberano inteligente y sensato, mucho después de que ambos hayamos muerto.

Complacida, la reina examinó los platos abundantemente decorados, los pescados cubiertos de una capa dorada o plateada, los cisnes a los que habían vuelto a envolver en sus plumas una vez cocinados, los asados exquisitamente rellenados y los postres multicolores. Hacía mucho tiempo que los caballeros de Ricardo no habían disfrutado de un banquete semejante y comieron con gran apetito.

Esa noche solo Gerlin von Ornemünde parecía incapaz de probar bocado. Compartía el plato con Florís y este hizo todo lo posible por ponerla de buen humor. El joven caballero le escanciaba vino, le daba de comer los mejores trozos de carne y de aves del corral, y reía y bromeaba con ella. Sin embargo, Gerlin respondía con escaso entusiasmo y solo por cortesía de vez en cuando tomaba un bocado. Florís se preocupaba por su salud, pero ella no parecía agotada, más bien al contrario: ¡hacía tiempo que Florís no la veía tan hermosa!

La fortaleza de Loches disponía de una casa de baños y la corte de Leonor se encargó de inmediato de que a las damas no les faltara ningún lujo. Mientras los caballeros se aseaban en el río, peleando y riendo, las mujeres disfrutaban de baños de vapor y de tina. Las damas de Leonor aplicaron clara de huevo en la cabellera de Gerlin, la lavaron, la cepillaron, la trenzaron y por fin la recogieron en un peinado tan complicado que resultaba imposible adivinar si se trataba de una mujer que se casaba por segunda vez o de una virgen que iba a prestar los juramentos por primera vez. Gerlin había optado por llevar el atuendo decente y muy sencillo de una viuda, en parte para volver a demostrar su respeto por Dietrich, pero la reina se limitó a sacudir la cabeza.

—¡Dejaos de tonterías! ¡Hace tiempo que habéis olvidado a Dietrich! Queréis llevar luto por vuestro hebreo, pero eso ya no cuenta en absoluto, pequeña; hoy comenzáis una nueva vida y no lo haréis con el aspecto de una triste corneja. Tomad: poneos este vestido azul celeste y dejad de lamentaros por la amplitud del escote: es lo que está de moda. Antaño, cuando era tan joven como vos, lo llevé con mucho placer. Por desgracia, a mi edad estos alardes no resultan aconsejables.

La reina solía llevar prendas confeccionadas con telas preciosas y tampoco rechazaba los colores brillantes, los hilos dorados y las aplicaciones de piedras preciosas, pero dejaba los escotes extravagantes para las muchachas. El escote del vestido destinado a Gerlin —era casi blanco y solo despedía ligeros destellos azulados a la luz de las velas— ostentaba aplicaciones de piedras preciosas azul oscuro, al igual que las mangas, cortadas según la última moda, tan largas que cubrían las manos. Un ancho cinturón bordado de oro y gemas realzaba la esbeltez de Gerlin y el dobladillo del vestido rozaba el suelo.

—Y ahora poneos un bonito velo… No, niña, nada de tocas severas que oculten vuestra hermosa cabellera. Uno ligero, transparente… Oh, sí, de seda… Seda de Oriente… Había telas muy bonitas en Tierra Santa. Fue una pena que solo nos dedicásemos a librar guerras. Estáis bellísima, querida. Aguardad, aún falta la diadema… Sí, sí, no os resistáis, no es tan valiosa, ya sabéis que todo el oro de Inglaterra ha ido a parar al tesoro de ese emperador Enrique.

La reina le guiñó el ojo a su antigua pupila en un gesto de complicidad y apoyó una diadema de oro sobre el velo. Tal vez había conservado una parte de los tesoros de Inglaterra, al menos lo suficiente como para adornarse a sí misma y a sus muchachas.

Fuera como fuere, en ese momento contempló a la hermosísima joven con aire orgulloso y complacido, una joven a la que solo le faltaba una sonrisa de novia para completar la imagen. Pero Gerlin no lograba adoptar una expresión ni siquiera medianamente dichosa. Cada vez que alzaba la vista con el deseo de alegrarse de su nuevo castillo y su apuesto caballero, surgían las imágenes de su primera boda. El rostro juvenil y entusiasmado de Dietrich… pero también los de Florís y Salomon. Aquella noche ambos habían llenado sus copas con demasiada frecuencia y sus miradas se habían posado en la pareja de novios con reprimida envidia, pese a que la boda de Dietrich suponía haber alcanzado su objetivo. La expresión malvada y rencorosa de Roland… La fría mirada de Luitgart…

Finalmente, Florís desistió del intento de alegrar a su novia y permaneció sentado a su lado en silencio… hasta que el rey dio por terminada la cena, se puso de pie y, alzando la voz, proclamó la entrega del feudo de Loches al caballero Florís de Trillon.

—Aunque, en realidad, para la mayoría de los jóvenes caballeros, hacerse con sus propias tierras solo supone el cumplimiento de sus auténticos deseos —bromeó el rey—, puesto que todos albergan el sueño de elegir una mujer y conducirla a su propia fortaleza, monseigneur De Trillon no dejó pasar el tiempo, luchó y venció por su dama, Gerlindis von Ornemünde, y hoy ha conquistado su mano y su corazón para siempre. Caballeros, ¿queréis formar un círculo? El señor Florís y la señora Gerlin se prestarán juramento.

Florís tomó la mano helada de Gerlin.

—Si no lo deseas no hemos de hacerlo —dijo en voz baja.

Ella negó con la cabeza y entró en el círculo de los caballeros con expresión serena y cogida de la mano de Florís.

—Con este beso te tomo como esposa…

Gerlin aún recordaba perfectamente los labios secos y tibios de Dietrich que rozaron los suyos con timidez. Si en algún momento había soñado con casarse con Florís, la imagen siempre incluía un auténtico beso, pero en ese momento se alegró de que los labios de su nuevo esposo solo rozaran los suyos.

—Con este beso te tomo por esposo.

Gerlin repitió las palabras en voz baja, se puso de puntillas y le devolvió el beso a Florís, pero sin mirarlo. Cuando abandonaron el círculo, dirigió la vista a Leonor.

La reina se la devolvió con aire casi compasivo, pero después le ofreció una sonrisa para levantarle el ánimo. Según su opinión, todo iría bien, al menos ella había hecho todo lo posible. Gerlin procuró sentirse agradecida; las intenciones de Leonor de Aquitania eran las mejores, sin duda, y la solución también era la mejor para Dietmar… Gerlin buscó a su hijo, al que las damas de la reina volvían a mimar. Había conquistado una fortaleza para él mediante un beso… Dietmar se criaría en un lugar seguro, pero… ojalá no la invadieran esas imágenes del pasado, ojalá lograra olvidar Lauenstein y París…

Durante las horas siguientes, la joven pareja recibió los parabienes de todos. Los caballeros brindaron a la salud de Gerlin y Florís, y no escatimaron las chanzas y las bromas, que fueron subiendo de tono a medida que avanzaba la noche. Entretanto, habían apartado las mesas y las sillas con el fin de hacer lugar para a las representaciones de los músicos y los juglares. Los recién casados distribuyeron monedas y regalos entre los juglares con gran generosidad y ya se preguntaban de dónde sacarían el dinero para que los pobres de Loches también participaran de su dicha. Abram les ayudó, su caja estaba repleta gracias al floreciente negocio de venta de reliquias. No obstante, al día siguiente Florís tendría que hablar con los comerciantes de la aldea, quienes sin duda concederían un generoso crédito al nuevo castellano hasta la siguiente recaudación de impuestos.

Florís se esforzó por parecer animado y feliz, pero Gerlin parecía cada vez más petrificada a medida que se iba aplazando lo inevitable. ¡No quería compartir el lecho con Florís! Ya le dolía la cabeza y esa noche en ningún caso podía seguir luchando contra más imágenes, imágenes que sin duda la invadirían. Dietrich, que la había tocado y besado con tanto cuidado como si ella fuera la imagen de una santa…; la admiración que asomó a los bellos ojos de Salomon al ver su cuerpo desnudo. Sus caricias expertas y seductoras… la risa de ella y la de él… Y luego recordaría cómo abrazó a Dietrich en su lecho de muerte… y el espantoso hedor a humo y carne abrasada en el Puerto de La Grève…

Gerlin trató de aturdirse bebiendo vino, pero fue en vano. Finalmente, cuando el rey Ricardo hizo ademán de poner punto final a la velada y parecía dispuesto a acompañar a los novios hasta sus habitaciones, Gerlin se puso de pie de mala gana. El rey había bebido un poco y, a diferencia de los demás caballeros, no estaba completamente ebrio, pero sí de buen humor y dispuesto a la broma. Entregó unas cuantas monedas más a los músicos y entonces estos encabezaron el desfile de los caballeros. Una multitud excitada y risueña se adelantó a la flamante pareja portando antorchas y no permitió que les cerraran en las narices la puerta de los aposentos preparados a toda prisa para el nuevo castellano y su esposa. El rey y los amigos del novio no pararon hasta que Florís y Gerlin se tendieron bajo las mantas. Gerlin seguía llevando el vestido de fiesta…, solo le faltaba el velo, que un joven y entusiasta caballero le había quitado.

Por fin Florís se interpuso entre la lasciva multitud y su esposa.

—¡Lo que falta ya lo resolveré yo solo! —gritó.

También Rüdiger von Falkenberg se esforzó por echar a los alegres visitantes. El joven caballero notó la palidez y la tensión en el rostro de su hermana y comprendió que Gerlin necesitaba descansar.

Cuando la puerta de los aposentos por fin se cerró detrás de los hombres, Florís suspiró aliviado. Echó el cerrojo e incluso bloqueó la gatera, confiando en que el gesto divertiría a Gerlin, pero solo oyó el llanto de su joven esposa.

Florís reprimió el impulso de volver a tenderse a su lado, apartarle los cabellos del rostro y consolarla, y se limitó a servirse una copa de vino dulce de la jarra dispuesta por uno de los atentos cortesanos.

—Si te resulta tan repugnante, Gerlin, no te tocaré —susurró.

Ella alzó el rostro bañado en lágrimas.

—Sí, lo deseo, Florís. Pero… no puedo. No dejo de ver a Dietrich y…

Florís vació la copa de un trago.

—Hubo algo entre tú y… el judío —musitó.

—¿Cómo lo sabes?

Gerlin estaba realmente sorprendida, tanto que ni siquiera se le ocurrió desmentirlo, aunque no había querido contárselo a su esposo, porque si lo sabía todo las cosas resultarían aún más difíciles.

Florís soltó una carcajada furiosa.

—¡Por amor de Dios, Gerlin, todos cuantos no eran ciegos ni sordos debían saber que te amaba!

Gerlin se sonrojó.

—¡Te juro por Dios y por todos los santos… por la vida de mi hijo… que jamás pensé en ello en Lauenstein! Nunca hubiera traicionado a Dietrich… ni a ti. Y además, era imposible…

—Pues es evidente que no —replicó Florís secamente.

Gerlin se incorporó.

—No me disculparé por ello, Florís. Fue… fue un milagro, un amor entre dos mundos, lo dicho: un amor imposible. Tal vez algún día tenga que justificarme ante Dios, que quizá me castigó dejando morir a Salomon a la mañana siguiente… ¡A ese amor solo le quedaban unas pocas horas, Florís! O tal vez fue su Dios quien lo castigó… No lo sé y tampoco pienso en ello. La idea de un Dios semejante… es pavorosa. Pero ante ti no he de justificarme, Florís de Trillon. Soy tu esposa. Puedes poseerme ahora o puedes esperar, pero nadie puede borrar el pasado…

Florís se acercó al lecho. Le hubiese gustado abrazarla y besar su rostro de expresión martirizada, pero ella se equivocaba: borrar el pasado era muy fácil. No el afecto que había unido a Gerlin y Salomon, sino el amor delicado y primaveral que un día surgió entre ella y Florís en Lauenstein. Un amor que no tuvo tiempo de florecer pero cuya raíz aún permanecía en la tierra. Volvería a prosperar y esta vez florecería, a condición de que él se diera tiempo…

Florís procuró sonreír.

—¿Deseáis… que tienda mi espada entre nosotros? —preguntó en tono formal.

Gerlin todavía no logró devolverle la sonrisa, pero en su mirada resplandeció una primera y renovada esperanza. Siempre había amado las pláticas cortesanas.

—¡Oh, no, señor caballero! Yo… confío en vuestra palabra de honor… No me tocaréis hasta que…

«… hasta que nos prestemos juramento en el círculo de los caballeros…» Eso es lo que habría dicho la princesa que huyó junto con su caballero en la novela artúrica, pero dichas palabras no encajaban allí, desde luego.

Lo absurdo de sus sentimientos la golpeó dolorosamente. Todo era tal como ella y sus amigas se lo habían imaginado cuando estaban en la corte de la señora Aliénor: la boda con un apuesto caballero en un maravilloso castillo, bendecida por un rey en persona… Un lecho blando, una habitación cuyo suelo estaba cubierto de flores… solo entonces Gerlin percibió su aroma. ¿Y ella permanecía tendida allí, llorando?

—… hasta que el hielo se derrita y el corazón de mi reina de las nieves vuelva a revivir… —dijo Florís con voz suave—. Lo recuerdo…, sois una novia primaveral… No temáis, Gerlin, esperaré…

Florís recogió un pimpollo de rosa del suelo y lo depositó en la almohada junto a su esposa. Luego le deseó las buenas noches y recorrió los aposentos en busca de una cama. Para su gran sorpresa, descubrió otro lecho en una de las habitaciones contiguas. ¿Acaso lo habrían dispuesto para una niñera? ¿Una doncella o una nodriza? En ese caso no habrían dispuesto cojines, almohadas y pieles. De momento, Gerlin no tenía criados, y no todas las mujeres deseaban compartir sus aposentos con alguien que no fuera su esposo. Florís se tendió en la cama inesperadamente confortable y pensó en la reina Leonor. A lo mejor había sabido que el invierno podía ser muy largo.

A la mañana siguiente los brillantes rayos del sol iluminaron la fortaleza de Loches. Gerlin se sentía un tanto cohibida y se presentó ante Florís completamente vestida cuando él salió de su habitación, pero lo recibió con cordialidad con un desayuno de gachas de sémola con miel, con las que también alimentaron a Dietmar en cuanto Miriam lo llevó a sus aposentos.

—Pareces feliz —dijo Miriam, como si los ojos de Gerlin mostraran las huellas del llanto de la noche anterior—. Tal vez un tanto cansada, pero… —añadió, guiñándole un ojo.

Gerlin le sonrió. Tal vez Miriam no notara nada. Al menos ella sí que parecía completamente feliz; la noche anterior había contemplado las estrellas junto a Abram, en la torre de la fortaleza, y le confeccionó un horóscopo entre risas. Según los cálculos, viviría una vida larga y feliz. No obstante, ambos planeaban emprender la marcha ese mismo día, y no al norte, de regreso a tierras alemanas, sino al sur, a Hispania y tal vez más allá. Durante bastante tiempo su vida seguiría siendo una aventura, pero, por otra parte, la vida de los judíos siempre lo era. Y tal vez al final lograrían llegar a un lugar en el que nadie fuera asesinado o quemado en la hoguera solo por negarse a renegar de la fe de sus antepasados.

Gerlin estaba dispuesta a aplazar la decisión acerca de la verdad de una fe para después de la muerte. Les deseaba toda la suerte del mundo a sus amigos.

Ricardo Corazón de León y su ejército también partirían ese día. Había numerosas ciudades y castillos que aún esperaban ser reconquistados. Sin embargo, los caballeros todavía se reunieron en Saint-Ours, la iglesia perteneciente a la fortaleza, para asistir a misa.

—Tened cuidado, el edificio ya se derrumbó una vez hace un par de años —advirtió Abram echando un vistazo a la iglesia—. Yo procedería con cautela… Aunque tendría un amuleto muy valioso, un trozo del hábito de san Ponciano. Ofrece protección contra los terremotos…

Gerlin tuvo que reír.

—¿Quién es el santo patrono de los embaucadores, Abram? ¡A ese deberías prenderle una vela algún día!

Por supuesto, ese día la iglesia no se derrumbó, pero durante toda la misa Gerlin no dejó de pensar en lo mucho que Dietrich y Salomon hubieran disfrutado con su extraordinaria arquitectura. Tras el derrumbe del primer techo habían erigido dos bóvedas octogonales como medida de seguridad y estas se sostenían sin otros apoyos adicionales. Bajo una de ellas el sacerdote bendijo el matrimonio de Gerlin y Florís. Ambos se cogieron de las manos y, suspirando de alivio, Florís constató que en esa ocasión las de su amada no estaban heladas como el día anterior y que apretaban las suyas en vez de permanecer inmóviles. Pero en ese lugar tampoco había nada que evocara la bendición de su matrimonio con Dietrich, en Lauenstein. El ambiente era tibio y el sacerdote no era un obispo con resaca, sino un hombre amable que dio la bienvenida al nuevo castellano de Loches de todo corazón.

—¡Que vuestra unión sea bendecida con numerosa descendencia! —les deseó para concluir.

—Tan numerosa como las estrellas del cielo —dijo el rey Ricardo cuando todos abandonaron la iglesia, y le guiñó el ojo a Gerlin.

Cuando por fin se despidieron de la comitiva real y el carro entoldado de Miriam y Abram también atravesó las puertas de la fortaleza, Florís condujo a su joven esposa a través de sus nuevos dominios. Al fin y al cabo, había explorado el castillo con el rey, mientras que de momento Gerlin solo conocía los baños. Pero entonces no se centró en recorrer los pasadizos secretos y los adarves, sino que ambos remontaron las murallas y las torres para que ella pudiera apreciar el feudo en toda su belleza. Gerlin admiró la meseta rocosa sobre la que se elevaban la iglesia y el castillo, disfrutando de la amplia vista sobre la pequeña y ajetreada aldea, y sobre el perezoso río Indre a lo largo de cuya orilla izquierda se extendía el asentamiento. Los campos y los viñedos en torno a Loches se habían visto afectados por los asedios: Florís se vería obligado a perdonarles los impuestos a los campesinos durante al menos un año, pero en la siguiente primavera allí volverían a plantar y cosechar.

Sonriendo de felicidad, Gerlin se volvió hacia su esposo.

—Es maravilloso —susurró—. Dietmar…

Florís negó con la cabeza.

—No pertenecerá a Dietmar —dijo en tono decidido—. A menos que el hielo jamás se derrita y no tengamos hijos. En ese caso, habrá que volver a hablar con el rey Ricardo dentro de unos años. Pero, si Dios quiere, un día volverás a amarme y me darás herederos para Loches. Esta es una tierra muy bella, Gerlin, y si la administramos con inteligencia nos hará ricos dentro de pocos años. Recibiremos a los mejores caballeros de todo el mundo… y todos ellos enseñarán a Dietmar y a sus hermanos a blandir la espada. Tendremos docenas de donceles fieles a nuestros hijos que podrán celebrar su espaldarazo junto con Dietmar. Y entonces, un día, tu hijo se dirigirá a Lauenstein para exigir su auténtica herencia. Se lo juré a Dietrich, Gerlin. ¡Y yo cumplo mis juramentos!

Florís la contempló con expresión firme y ella le devolvió la mirada.

—También le juraste que cuidarías de mí —dijo en tono cariñoso.

—¿Y acaso no lo hago? —exclamó Florís, tomándole la mano. El corazón le latía con fuerza—. Sabéis que he jurado ser vuestro caballero, mi señora.

No era la primera vez que le decía esas palabras y en su recuerdo, de pronto, la torre del homenaje de Loches se convirtió en la balaustrada de Lauenstein, en aquella noche anterior al espaldarazo de Dietrich. Cuando algo llegó a su fin y algo nuevo se inició.

Gerlin se volvió hacia su esposo y alzó la mirada.

—¡Pues entonces bésame, tú que has jurado ser mi caballero! —dijo en un tono tan sereno como antaño. Y ello le pareció tan oportuno como en aquel entonces.

—¿Solo una única vez? —preguntó Florís, pues también él recordaba aquella ocasión.

Gerlin no contestó y se limitó a ofrecerle sus labios.