10

Florís de Trillon jamás había visto al rey tan furioso. Ricardo Plantagenet estaba rojo de ira y, mientras examinaba los pergaminos que Gerlin había encontrado en el archivo del rey Felipe, no dejaba de apretar los puños con ademán impotente.

—¡Es increíble! —exclamó por fin—. Toda Normandía a la derecha del Sena… Ruan, la Turena… ¡Ese perro traidor ha empeñado todas las tierras que son la herencia de los Plantagenet! ¡Por no mencionar nuestro buen nombre! ¡Promete al francés prestarle juramento como vasallo en nombre de Inglaterra si los franceses le prestan su apoyo contra mí!

—¿Quién ha prometido qué? —preguntó Leonor en tono sosegado. Hasta ese momento la reina había conversado con Florís, quien sentía una inquietud cada vez mayor. Hacía horas que Gerlin debería haberse presentado. ¿Qué podría habérselo impedido?

—¡Mi supuesto hermano! —rugió Ricardo—. ¡Juan, que tan generosamente administró mi país en mi nombre mientras yo estaba preso en Trifels! ¿Lo sabías, madre?

Le tendió una carta a Leonor, que le echó un rápido vistazo. Florís la había leído: en la carta, Juan Plantagenet le prometía al rey de Francia fidelidad eterna con palabras afectuosas, a condición de que le ayudara a quitarse de encima a su hermano Ricardo. Además, entre los documentos que Gerlin había descubierto, figuraba un contrato secreto firmado por Juan donde ponía que, si Felipe II le ayudaba a instalarse en el trono de Inglaterra, él le entregaría importantes comarcas situadas en Francia.

Leonor no parecía sorprendida.

—Nunca me fie de él —dijo—, pero si hubiera sabido esto… ¡Tienes razón, Ricardo, es una infamia! Tenía claro que Juan quería la corona, pero que para obtenerla estuviese dispuesto a traicionar a su país y a su familia…

—¡Sobre todo a su hermano! —espetó Ricardo—. ¿Qué se habrá imaginado? ¿Que yo me pudriría en Trifels? ¿O que perdería la vida durante un «desafortunado accidente»?

Leonor se encogió de hombros.

—Quizás hubiera emprendido una guerra —murmuró, procurando exculpar a su hijo menor, aunque con escaso fervor.

Sin duda, Ricardo no se hubiera alegrado, pero tampoco habría condenado a su hermano por completo si Juan se hubiese enfrentado a él con un ejército. A él la ambición tampoco le era ajena y entre los Plantagenet las luchas por el poder eran casi una tradición. Pero ocultarse y conspirar al amparo del rey francés…

—¡Es demasiado cobarde para guerrear! —espetó Ricardo, resumiendo su valoración sobre el carácter de Juan sin Tierra—. Que las guerras las libren otros en su nombre. ¿Qué haremos con él, madre? —añadió el rey, tomando aire y tratando de tranquilizarse.

Florís decidió que era el momento adecuado para presentar su petición.

Sire… perdonad mi atrevimiento al tomar la palabra sin que me la hayáis dirigido, pero estoy… estoy muy preocupado. Entiendo que os hayáis distraído, pero sigo confiando en que la señora Gerlin se presente. Sin embargo, temo que le haya ocurrido algo. No es propio de ella desobedecer vuestras órdenes, máxime cuando ella misma deseaba veros. Expresó el deseo de entregaros esos documentos en persona, pero habida cuenta de que no ha venido… desearía ir en su busca, majestad.

Ricardo Plantagenet asintió, aún sumido en sus pensamientos.

—Desde luego, Florís. Podéis partir en busca de la dama y, cuando la encontréis, trasladadle mi agradecimiento por haber puesto estas cartas a buen recaudo… ¡E instadla a guardar silencio! Esto último también os incluye a vos: ¡no es necesario que todo el ejército se entere de que mi hermano Juan es un… un perro traidor!

En la mirada de costumbre amable de Ricardo ardía la cólera.

Florís hizo una reverencia ante el rey y su madre, pero Ricardo apenas lo notó.

—Entonces os veremos a vos y a la dama mañana —le dijo Leonor.

Miriam procuró pensar en las estrellas. No podía ver el cielo, pero debía de estar allí, más allá del tragaluz sobre el que hacía unos instantes caía la lluvia como si Dios quisiera anegar la Tierra. Miriam no hubiera tenido inconveniente en ello, pero finalmente la lluvia había amainado. No podía entregarse a su repugnancia y su temor, no debía pensar en el hombre que se arrojaba sobre ella gruñendo. Si no lograba soñar que se encontraba en medio de las estrellas, moriría…

El caballero la besó con violencia y le introdujo la lengua entre los dientes como si tratara de abrir una brecha en una muralla. Su verga le presionaba los muslos…, pero ella aún llevaba el vestido, pues el hombre no le había dado tiempo de deslizarlo hacia arriba. El tipo tanteó el borde del vestido con la mano… «Ojalá no lo desgarre», pensó Miriam. La idea de atravesar el prostíbulo por la mañana siguiente envuelta en harapos la espantaba. Todos verían su vergüenza, aunque, de todos modos, a nadie se le escapaba lo que ocurría en ese lugar. Estaba condenada, la purificación en la mikwe no había surtido efecto… Salomon había muerto en vano… «No, no pienses, no llores, no grites, las estrellas…»

La muchacha cerró los ojos, se encogió para evitar el contacto con el hombre y trató de convocar las estrellas del cielo, su estrella…

De pronto oyó pasos en la escalera que daba al henil. Pasos apresurados y bruscos de alguien que subía la abrupta escalera, y no parecían los del rufián ni los de una de sus muchachas. Quien subía lo hacía con prisas y decisión, y tampoco llevaba livianos zapatos de cuero, sino botas pesadas. El caballero también pareció percibir el ruido; se apartó de Miriam y se incorporó, alarmado.

El recién llegado le pegó un puntapié a la puerta.

—¡Entregadme al niño en el acto! —gritó.

Rüdiger había subido los escalones con la espada en la mano, pero Abram reprimió el impulso de seguirle los pasos. En la estrecha escalera los atacantes solo se estorbarían mutuamente, y, además, emprender la lucha en ese lugar era una locura, ya que la estructura era muy endeble y no ofrecía un punto de apoyo. Por otra parte, reinaba la oscuridad y arriba en el henil quizá tampoco habría luz, así que desde cualquier punto de vista el defensor llevaba ventaja.

Abram reflexionó. Un henil: si el rufián no disponía de mucho dinero, guardaría el heno necesario para un año entero. Casi seguro que se lo hacía llevar justo después de la cosecha, porque entonces era más barato. ¡Y seguro que no cargaba con los haces por la escalera! En general, el heno fresco se trasladaba directamente desde el carro hasta el lugar de almacenamiento, así que debía de haber un hueco en el techo o en la fachada lateral.

Abram desenvainó la espada y echó a correr hacia el exterior. No creía que fuera a costarle mucho descubrir el hueco, porque el burdel era estrecho y estaba encajado entre otras dos casas. Abram recorrió la fachada lateral con la mirada; estaba oscuro pero al menos ya no llovía, el violento chaparrón había cesado tan repentinamente como apareció. Abram descubrió una entrada que daba a un almizate compartido por las dos casas anexas. Lo atravesó a toda prisa y alcanzó un hediondo patio trasero lo bastante amplio como para albergar un carro cargado de heno. Y allí, en la parte trasera del burdel, también divisó el tragaluz, cerrado con un pasador de hierro. Así que se podía abrir desde el exterior y lo único que debía hacer era alcanzarlo…

El joven judío deslizó la mirada por el mugriento patio; en medio de toda clase de desperdicios unas gallinas rascaban el suelo… pero unas cuantas estaban posadas en los peldaños de una escalera bastante ruinosa. Abram espantó a las adormiladas aves; tratar de remontar esa escalera suponía tentar a Dios: varios peldaños ya estaban rotos y los demás parecían podridos, pero Abram no tenía elección. Apoyó la escalera cubierta de excrementos contra la pared y empezó a trepar.

Odemar von Steinbach soltó una sonora carcajada.

—¿Quién quiere algo de mí y de mi pupilo? —preguntó en tono provocador.

Ya se había puesto en pie cuando la puerta se partió, pero no tuvo tiempo de armarse: estaba desnudo, solo llevaba una camisa y los calzones en torno a los tobillos.

Rüdiger lo contempló con una sonrisa furibunda. A contraluz no veía gran cosa, pues en el henil también reinaba la penumbra, pero había más claridad que en la escalera. La luz de la pequeña vela le bastó para constatar que no se enfrentaba a Roland von Ornemünde.

—Vos sois…

La espada de Odemar reposaba en un haz de heno y, en un instante, el caballero estuvo preparado para el combate.

Miriam se arrastró hasta el rincón más alejado del lecho de heno y tanteó en busca de Dietmar. El niño dormía profundamente, lo que no era ningún milagro tras haber ingerido el vino. La joven lo abrazó. No debía sucumbir a su habitual parálisis, debía estar preparada para huir. Pero… dos hombres furibundos se interponían entre ella y la puerta, dispuestos a cruzar las espadas.

—¡Soy Odemar von Steinbach! —se presentó su raptor en tono firme—. ¿Y con quién estoy…? Ya os he visto en cierta ocasión, sois…

—Me llamo Rüdiger von Falkenberg —dijo este—. El auténtico tío del niño que vos raptasteis, sin duda para entregárselo a su pretendido pariente, Roland von Ornemünde. No tenemos por qué batirnos, señor Von Steinbach, no mantenemos ninguna disputa. Propongo que acudamos directamente al señor de la fortaleza de Fréteval y le roguemos que medie entre nosotros. ¿O acaso preferís dirigiros a Ricardo Plantagenet?

Odemar soltó otra carcajada.

—¡Claro, el hermano menor de nuestra señora Gerlin! Que se dedicó a espiar a Roland… ¡Os introdujisteis con mucha habilidad, jovenzuelo! Solo para cambiar de bando cuando os convino. Un pequeño y miserable traidor… al que entretanto armaron caballero, ¿o acaso estoy peleando con un doncel?

Rüdiger se enderezó.

—Florís de Trillon me armó caballero —le informó— y nunca he rehuido una lucha, así que haced el favor de subiros los pantalones, señor Odemar. De lo contrario, podría caer en la tentación de herir vuestras partes más nobles…

Odemar soltó una carcajada maliciosa y se tomó el tiempo de arreglarse las ropas. Como solo se puso una túnica bajo la cual asomaban sus piernas desnudas, no parecía precisamente un guerrero, pero ello no fue óbice para mostrar su agresividad al detener el primer cintarazo de Rüdiger con tanta violencia que el joven caballero estuvo a punto de rodar por la escalera.

Miriam se mordió los labios. Lo ignoraba casi todo acerca del combate con espada, pero incluso ella comprendió que, de pie en la escalera, su posible salvador no tenía la menor oportunidad. Confió en que al menos no hubiera acudido solo…

Rüdiger detuvo el golpe con valentía, pero la segunda arremetida de Odemar lo hizo tambalear e intentó aferrarse a la escalera con desesperación, en vano. Miriam oyó gritos de mujeres que surgían del comedor, quizá quienes chillaban eran las prostitutas o incluso Gerlin.

Odemar echó un breve vistazo hacia abajo; después dirigió la mirada a Miriam y la apuntó con la espada.

—¡Coge tus cosas y el niño y ven! —gritó. El caballero parecía decidido a abrirse paso al exterior junto con ella.

En ese instante se abrió el tragaluz y la pálida luz de la luna iluminó el henil. El caballero y la muchacha se asustaron. Tras la tormenta, la noche empezaba a despejarse y Miriam vio las estrellas…, además de a Abram von Kronach, que se deslizaba a través de la abertura.

—¡Vaya, otro héroe! —se burló Odemar.

Había recuperado el control con rapidez y alzó la espada riendo, pero Abram estaba preparado: arrojó un puñado de inmundicia contra el rostro de su adversario, húmedos excrementos de gallina recogidos en la escalera. Odemar soltó un rugido de furia y solo logró detener los cintarazos de Abram a medias, puesto que necesitaba la mano izquierda para quitarse la porquería de los ojos.

Sin embargo, esa noche el joven judío demostró cierta torpeza. Cada movimiento le resultaba doloroso y la herida en las costillas había vuelto a sangrar mientras trepaba. No obstante, logró hacer retroceder a Odemar hasta la escalera y al menos se encontró entre él y Miriam y Dietmar. Si no le quedaba más remedio, la muchacha podía intentar escapar al exterior por la escalera, pero de momento solo observaba la lucha como si estuviera paralizada y temblando, como solía ocurrirle. El alivio por comprobar que Abram seguía vivo y no estaba gravemente herido dio paso a un nuevo temor por él.

«¡Ojalá supiera cuántos hombres han acudido a rescatarme!», pensó.

—¡Rüdiger! —gritó Abram.

El joven judío arremetía contra Odemar, pero el caballero procuraba evitar desesperadamente que lo empujaran escaleras abajo y aún permanecía apoyado en el peldaño superior, que ofrecía más apoyo que los otros. Poco a poco recuperó la visión. Abram solo podía confiar en que el hermano de Gerlin acudiera en su ayuda, pero en ese momento su mayor preocupación pareció confirmarse: Rüdiger ya estaba derrotado, debía de estar muerto o malherido. Y una vez más, Odemar se disponía a lanzarse al ataque. Abram le lanzó una mirada a su amada paralizada por el terror.

—¡Lleva a Dietmar a un lugar seguro, Miri! ¡A través del tragaluz! ¡La escalera es endeble pero aguantará tu peso! ¡Vamos, ahora!

Miriam hizo un esfuerzo. Solo llevaba la camisa, pero eso le permitiría moverse con mayor facilidad que yendo envuelta en sus faldas.

Cuando cogió a Dietmar y echó a correr hacia el tragaluz, el pequeño se removió. El tragaluz daba al patio empapado por la lluvia y la humedad volvía resbaladiza la escalera, pero la altura no le dio miedo. En Notre Dame había estado aún más cerca de las estrellas… La muchacha tomó aire, se aferró a la escalera y descendió los peldaños con agilidad. Cuando el tercero se partió, se asustó, pero logró recuperar el equilibrio. Sujetó a Dietmar con la izquierda y con la derecha se aferró al puntal de piedra de la escalera. No caería, ni siquiera aunque el peldaño acabara cediendo bajo su peso. Con mucho cuidado, Miriam empezó a descender.

Con el rabillo del ojo, Odemar vio que su prisionera escapaba. Hasta entonces había creído poder abrirse paso con ella en cuanto acabara con el criado de Gerlin, pero ahora debía cambiar de planes. No creía que en el comedor del burdel lo aguardara un ejército, todo eso debía de ser un rescate espontáneo en el que por lo visto Florís de Trillon no participaba. Solo tendría que acabar con los dos o tres principiantes que siguieron su rastro hasta allí, luego podría volver a atrapar a la muchacha y al niño con facilidad. No obstante, debía darse prisa…

Mediante un último mandoble, Odemar obligó a Abram a retroceder hacia el fondo del henil, con lo cual tuvo tiempo suficiente para brincar escaleras abajo. En el comedor, Rüdiger acababa de ponerse de pie, pero visiblemente afectado. Su espada se encontraba en el otro extremo del oscuro pasillo y ni siquiera podía tratar de alcanzarla. Una mujer se inclinaba sobre él…

Al reconocer a Gerlin von Lauenstein, Odemar sonrió.

—¡Mi señora Gerlin! Así que por fin nos encontramos personalmente…

La joven madre se enfrentó a él con una mirada rebosante de odio y, sin reflexionar ni un instante, cogió el pequeño cuchillo que siempre llevaba en el cinto. Odemar rio. La dama y su cuchillito no lo intimidaban y, haciendo un rápido movimiento, la cogió, le arrebató el arma con la izquierda y le rodeó la cintura con la derecha para sostenerla ante sí como si fuera un escudo, con la hoja apuntándole al corazón.

—¡Quedaos quieto, Rüdiger! —le espetó al caballero, que en ese instante cogía su espada—. Ya no importa que hayáis encontrado vuestra arma… y lo mismo vale para ese bellaco del henil. No os acerquéis, de lo contrario…

Rüdiger permaneció inmóvil, al igual que antes había hecho Miriam… pero algo se movió a espaldas del caballero. Un cuchillo brilló, alguien se colgó de los hombros de Odemar, le echó la cabeza hacia atrás… y en ese preciso instante la amenaza de Odemar von Steinbach dio paso a un estertor. Un corte sanguinolento le recorrió la garganta como un collar, abierto como una segunda boca dispuesta a soltar un alarido. El cuchillo y la espada cayeron de sus manos.

—¡Eso ha sido por mi hermano, so canalla!

La pequeña figura de Hansi se asomó detrás del cuerpo de oso del caballero mientras Odemar caía al suelo, agonizando.

—¿Aún recuerdas al galopillo que ahorcaste en Lauenstein?

El cuerpo de Odemar se agitó, tal vez en un intento de llevarse las manos a la garganta, pero le fallaron las fuerzas.

—¡Ahora ya sabes qué se siente! —soltó Hansi en tono implacable, contemplando los ojos cada vez más vidriosos del caballero.

Odemar no tardó en morir; Kurt, el salteador de caminos, debía de haber enseñado a sus hijos a acabar con una víctima con rapidez. Hansi limpió su cuchillo con cuidado y gran frialdad en la túnica del caballero, pero después le lanzó una carcajada juvenil a Gerlin.

—¿Todo bien, mi señora?

Ella asintió, aún sin habla tras la repentina liberación. Por su parte, Hansi volvió a recordar su dignidad de doncel y se volvió hacia Rüdiger un tanto avergonzado.

—Ya sé que eso no ha sido nada caballeresco —se disculpó—. Pero no me quedaba otro remedio. Jamás hubiera logrado matarlo con la espada —añadió, echando un vistazo al corpachón de Odemar—. Porque… él era más pesado que yo y la lucha no hubiera sido equilibrada…

Gerlin no pudo evitarlo: la idea de una lucha equilibrada entre el pequeño Hansi y el gigantesco Odemar le provocó una carcajada histérica.

—¡Hansi! —soltó cuando por fin recuperó el control—, por si te interesa la opinión de tu dama galante acerca de tu acción, te diré que quizá no fuera caballeresca, ¡pero sí absolutamente justa!