9

—¿Dónde está la dama galante a la que se supone que un día perteneció mi corazón? —preguntó Ricardo Corazón de León de buen humor.

Florís acaba de presentarse ante el rey; se había tomado el tiempo de asearse un poco, cepillar sus cabellos rubios y ponerse una túnica limpia. El monarca y Leonor, su madre, contemplaron al joven caballero con agrado mientras el escanciador les servía vino. Aquello no parecía un tribunal, así que Gerlin no tenía nada que temer, pero el rey tenía razón: hacía horas que debería haber estado allí. Florís se sorprendió, pero no estaba demasiado inquieto. Rüdiger von Falkenberg le había prometido que escoltaría a su hermana hasta la tienda del soberano, así que no podía haberle sucedido nada. A lo mejor los caballeros tardaban más tiempo en recorrer el campamento en medio de las celebraciones. Entretanto, ardían hogueras por doquier y se asaban bueyes y corderos. La fortaleza de Fréteval había abierto sus puertas y tanto la nobleza como los comerciantes se mostraron generosos y proporcionaron abundante carne, cerveza y vino al ejército de su amado rey Ricardo.

—La señora Gerlin no tardará en llegar —le dijo Florís al rey—. Pero seguro que quiere ponerse bella para vos… Está… está un tanto preocupada.

Ricardo rio.

—¡Tiene motivos para ello! Por lo visto, ha jugado una partida con dos reyes… ¡Enseñasteis muy bien a jugar al ajedrez a vuestras muchachas, madre!

Se volvió hacia Leonor, que se dedicaba a bordar sentada con aire sereno en un sillón, como si no fuera una de las políticas más intrigantes de su generación y como si no se encontrara en un campamento militar sino en un castillo, entre las mujeres. Entonces dirigió una plácida sonrisa a su hijo.

—El ajedrez siempre resulta instructivo —comentó—. Su inventor era un hombre inteligente, uno de los pocos que comprendió la importancia de la dama en la guerra…

—A lo mejor fue una dama quien lo ideó —intervino Florís—. Proviene de Oriente, ¿verdad?

Leonor soltó una carcajada.

—¡Me agrada la idea de que se le ocurriera a una mujer del harén! Y que con el juego gozara de la libertad de la cual no podía disfrutar en el mundo.

—Hay mujeres que también tejen sus redes desde la prisión —dijo Ricardo, tomándole el pelo—. Pero en serio, Florís, vuestra dama supera los límites de la cortesía. Ordené que se presentara ante mí de inmediato, y aun estirando ese concepto ligeramente…

El rey parecía haber perdido parte de su buen humor y Florís se apresuró a sacar los documentos que guardaba en la manga de la túnica: debía distraer al rey, aunque Gerlin prefiriera entregárselos ella misma.

—No sé dónde se ha metido la señora Gerlin, sire, pero estoy convencido de que no tiene la menor intención de ofenderos. Al contrario… Puede que haya jugado un par de partidas…, pero en el fondo lo que le importaba era vuestro bien. Gracias a ella logramos poner el archivo de la corona francesa a buen recaudo y entre esos documentos hallamos… esto. Decidimos custodiarlo personalmente para asegurarnos de que llegaba a vos, era demasiado explosivo para dejarlo en manos de alguien en quien no pudiésemos confiar por completo —dijo Florís al tiempo que entregaba los documentos, los pergaminos y las cartas al rey—. Tal vez queráis echarles un vistazo.

Cuando Ricardo cogió los documentos y se sentó ante una mesa iluminada con velas, Florís soltó un suspiro de alivio: estaba seguro de que su lectura haría que olvidara a Gerlin durante unos momentos.

—Y vos, Florís… —dijo Leonor de Aquitania con voz melosa.

Ese día sus cabellos, bajo la sencilla toca de hilo, aunque coronada por una guirnalda de oro, eran casi blancos y ya no tan abundantes, pero algunas mechas rebeldes se escapaban de la tela. Pese a su edad, el rostro de Leonor era casi liso, solo recorrido por algunas líneas delgadas, como el mármol antiguo. Sus destacados pómulos atestiguaban su anterior belleza.

—¿Por qué no os sentáis a mi lado y me habláis de ella? De mi hermosa Gerlin… Era una niña muy encantadora. Me han dicho que la casaron con un hombre demasiado joven… Una novia primaveral…, pero que sobrellevó su destino con dignidad; no hubiese esperado otra cosa de ella. Y ahora aparece aquí, tiene un papel en la pelea entre dos reyes… ¡y despierta el brillo en la mirada de un joven caballero ante la mera mención de su nombre! Informadme, Florís de Trillon… aunque seáis incapaz de tocar el laúd y convertir la historia en una canción.

Miriam se había sumido en la habitual parálisis que siempre se convertía en su perdición, cuando otras mujeres se hubieran defendido gritando, arañando y mordiendo. Ni siquiera tuvo fuerzas para murmurar una plegaria mientras galopaba a través del bosque junto al desconocido caballero que no demostró la menor contemplación para con ella. Las ramas le azotaban la cara, le arañaban las mejillas y le desgarraban el velo. La muchacha apretaba a Dietmar contra su pecho para protegerlo, mientras el pequeño pataleaba y protestaba. A Dietmar le agradaba cabalgar, pero le disgustaba la fuerza con que Miriam y el caballero lo aferraban y también el desagradable tufo de sus ropas.

—¿Es que no puedes hacerlo callar? —gritó el caballero.

Miriam negó con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra. En ese momento abandonaron el bosque, el caballero condujo a su caballo a un camino y, en tono rudo, ordeno a Miriam que se quedara quieta.

—¡No te muevas y cierra el pico! ¡De lo contrario perderé la paciencia contigo y con el mocoso! No te ocurrirá nada si te portas bien, eres una muchacha bonita y sabes cómo tratar a un crío. Pero si me causas problemas… Hay mujeres de sobra que sabrán ocuparse de un niño…

Miriam consideró la idea de defenderse. Si gritaba, arañaba y le pegaba puntapiés al caballero llamaría la atención de los demás jinetes y viandantes. Esa noche, el camino que conducía desde el bosque a la fortaleza de Fréteval estaba muy transitado. Carros cargados de vino y alimentos se dirigían hacia el campamento, y numerosos caballeros, hartos de frecuentar a las mismas prostitutas del contingente del ejército, cabalgaban en dirección a la ciudad. A lo mejor uno de ellos se compadecería y al menos interpelaría a su raptor acerca de esa mujer a la que se llevaba en contra de su voluntad. Si entonces Miriam le contaba su historia, le mostraba al niño…

Sin embargo, no se atrevió a hacerlo. Como siempre, el miedo la paralizaba. Deseó saber qué le había ocurrido a Abram. No tenía duda de que si podía, iría en su busca, pero estaba herido y ella ignoraba si de gravedad. Incluso podía estar muerto… Miriam soltó un sollozo y el caballero la sacudió.

—¡Te dije que te quedaras quieta! ¡Y sonríe cuando atravesemos las puertas!

Miriam no logró sonreír, pero los guardias no ejercían un control excesivo: al parecer, les resultaba bastante indiferente quién entraba o salía, y solo se dedicaban a catar las entregas de vino, por lo que ya parecían estar bastante borrachos.

Odemar intercambió unas palabras jocosas con ellos… Dada la situación, Miriam no comprendía cómo podía bromear, pero debía de sentirse invencible si transportaba a su botín tras las murallas de la ciudad. Entretanto, había llegado a la conclusión de que a ese hombre el único que le importaba era Dietmar. Quizá pretendía llevarse al niño a Baviera, pero, entonces, ¿por qué se detenía en Fréteval?

De hecho, Odemar albergaba ideas muy similares a las de Rüdiger y Abram. Estaba encantado y se congratulaba por su osado golpe de mano, pero al mismo tiempo se reprochaba su irreflexión durante la partida. Que el criado se defendiera lo había desconcertado, al igual que la repentina aparición de Gerlin. En todo caso, olvidó llevarse la mula para sus prisioneros y ahora debía conseguir otra cabalgadura. Confiaba en que en Fréteval hubiera un mercado de caballos.

Al menos apenas corría peligro de que un posible perseguidor le siguiera la pista: tras la batalla, esa noche, la ciudad estaba atestada. Todas las tiendas y todos los talleres de los artesanos permanecían abiertos, y las tascas no daban abasto y se embolsaban grandes ganancias. Odemar no logró encontrar un albergue más o menos decente, y en realidad no era una buena idea alojarse en uno. En la mayoría de los mesones solo ofrecían dormitorios comunes e incluso si lograba alquilar una habitación privada, el mesonero jamás le daría la llave. Así que Odemar no podría separarse de sus prisioneros, todo un incordio, porque se moría por saborear los platos cuyos aromas invadían toda la ciudad. En todas partes había mesones donde ofrecían comidas y el castellano invitaba a su gente a comer. Además, en las fondas asaban y cocinaban… y corría el vino. Odemar ansiaba beber un trago, pero no podía llevarse a la muchacha a una fonda. A menos que…

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a su prisionera mientras procuraba encontrar un establecimiento que ofrecía algo muy especial.

Miriam tragó saliva.

—Ma… María —susurró.

El caballero rio.

—¡Una pequeña María que quizás incluso aún es virgen! Nos divertiremos mucho durante este viaje… Vaya, allí está lo que andaba buscando…

Nada identificaba al burdel como tal. El lugar parecía bastante venido a menos y allí no se apreciaban seductores aromas a comida, solo el olor de la cerveza barata. Sin embargo, los hombres sentados en el comedor parecían satisfechos; todos ellos abrazaban a una muchacha o regateaban con un hombre flaco de aspecto astuto por el precio de una de sus putas.

—¡Eh! ¿Qué hacéis aquí con esa pequeña?

El rufián advirtió de inmediato que Odemar obligaba a Miriam a entrar en la casa de mancebía mientras ella intentaba desesperadamente cubrirse el rostro con el velo desgarrado.

—¡No podéis traeros vuestra propia mercancía!

—¿Por qué no? —preguntó Odemar con una sonrisa burlona—. ¿Y si te pago? Escúchame, bellaco, necesito una habitación para esta noche. Esta yegüita me salió cara y algo me dice que me he hecho con una virgen a la que quiero amaestrar con toda tranquilidad, ¿comprendes? —añadió al tiempo que entregaba unas monedas al rufián.

—¿Por qué no lo hacéis en el bosque? ¡No está lloviendo! —melindreó el hombre.

Suspirando, Odemar le entregó más monedas.

—Echad un vistazo a la yegüita —dijo—. Proviene de una buena caballeriza y no puedo dejarla a la intemperie.

El rufián aguzó la vista y descubrió a Dietmar, a quien Miriam ocultaba bajo su abrigo.

—¿Y eso qué es? —preguntó en tono suspicaz—. ¡Que me aspen, señor, si no tenéis algo que ocultar! ¡Y no pienso acabar en el patíbulo por vuestra culpa!

—¡El niño es mi pupilo! —exclamó, riendo—. No te preocupes. Y además… nadie nos verá. No vayas a decirme que en esta casa tan amplia no dispones de una habitación donde pueda acostarme con la pequeña durante una noche, ¿verdad?

Odemar volvió a introducir la mano en la bolsa, reflexionó un instante y dobló la suma.

—¡Venga, rufián: por esta cantidad podría alquilar todo tu rebaño de putas!

Era verdad. El rufián asintió, aunque de mala gana.

—De acuerdo. Pero no saldréis de la habitación; si queréis vino y comida os lo traeré yo. ¡Claro que por una suma adecuada!

Odemar puso los ojos en blanco.

—Te convertiré en un hombre rico… Pero ahora ponte en marcha, no tengo ganas de quedarme aquí plantado.

Por fin el rufián condujo a Odemar a lo largo de una estrecha escalera, solo iluminada por una vela, hasta un henil que no estaba tan lleno de mugre como había temido la aterrada Miriam. Había polvo y excrementos de ratones, pero por lo demás resultaba relativamente limpio. El recinto no parecía habitado, quizás el rufián lo utilizaba para almacenar el heno que disponía en sus cuartuchos. Todo el mundo acostumbraba a cubrir el suelo con una capa de heno que absorbía el vino derramado y a menudo los vómitos y la orina, y que, tras una noche de borrachera, resultaba sencillo de quitar. Puesto que le habían pagado bastante dinero, el servicial rufián preparó un lecho de heno para sus clientes.

—Os enviaré comida y vino en el acto —prometió cuando por fin dejó solos a Odemar y sus prisioneros.

El caballero comprobó con satisfacción que el henil se podía cerrar desde el exterior con un cerrojo. Tal vez ello supondría entablar unas negociaciones a la mañana siguiente, pero sin duda podría encerrar a Miriam y a Dietmar durante un par de horas hasta haber realizado las compras necesarias: un caballo, quizás una muda para la muchacha y el niño, y provisiones para el viaje. Odemar no quería hacer muchas paradas. Si se daba prisa, podría alcanzar Lauenstein en veinte días.

El caballero se quitó la armadura mientras Miriam se retiraba al lecho de heno con el pequeño, sosteniéndolo como si fuera un escudo: un escudo que daba voces y olía que apestaba, ya que Dietmar tenía los pañales sucios, sin duda debido al trajín, y volvía a berrear. Odemar se preguntó si podría tomar vino y carne o si aún requería leche.

En todo caso, el rufián cumplió con lo prometido. Tras unos momentos llamaron a la puerta y una mujer un poco mayor de aspecto exhausto y marchito apareció con un plato de carne y pan y una bota de vino. Entonces notó la presencia del niño, aunque Odemar le dijo a Miriam que lo ocultara entre sus ropas. De todos modos, resultaba imposible no oír los gritos de Dietmar.

—Pero si tenéis un pequeño… —dijo la vieja prostituta, y la expresión de su cara se suavizó—. Y llora, seguro que tiene hambre…

—Y también está sucio —apuntó Miriam en voz baja.

«Tal vez esa mujer podría proporcionarme unos paños; si no, tendré que desgarrar mis propias enaguas», pensó Miriam. No podía dejar al niño durmiendo en sus propios excrementos, porque, en esas condiciones, Dietmar no se dormiría. Sus gritos ya habían irritado a su raptor y quién sabe de lo que era capaz para acallar al niño.

—Ya veréis, os traeré leche y miel —le prometió la mujer—. Podéis mojar el pan y eso le gustará. Es un niño, ¿verdad? ¿Puedo tocarlo?

Miriam descubrió la cabecita de Dietmar al tiempo que el caballero parecía estar a punto de estallar. Era obvio que quería deshacerse de la mujer, pero a Miriam le resultaba simpática y además acariciaba los suaves cabellos rubios del niño con lágrimas en los ojos.

—Yo tuve cuatro… —dijo ensimismada, sin llegar a mencionar el destino de los niños—. Esperad, ahora mismo os lo traigo todo.

Poco después volvieron a llamar a la puerta, pero esta vez quien entró cargando con unos pañales de hilo y una jofaina con agua era una muchacha muy joven de aspecto tímido.

—Os lo envía Claudine. Ahora mismo os traerá la leche, pero aún tiene un cliente…

Además, la muchacha dispuso en el suelo un candil en el que ardía una miserable vela y se retiró antes de que Miriam pudiera darle las gracias. En cuanto la joven hubo aseado al pequeño y cambiado los pañales a la luz de la lámpara, el humor de Dietmar mejoró. Odemar contribuyó cortando un trozo de pan, mojándolo en el vino y alcanzándoselo al niño, que lo chupó y masticó con expresión desconcertada, aunque el vino era dulce y parecía agradarle.

—Ahora se dormirá —dijo Odemar—. Es un viejo remedio, mi nodriza solía dármelo a mí…

—Pero… pero… El vino no es bueno para los niños… no crecen si les das demasiado y además… se vuelven tontos —protestó Miriam, pero el caballero solo soltó una carcajada.

—¡Qué va! ¡Mírame a mí! ¿Puedes imaginarte a un hombre más grande y más fuerte que yo? ¡Esta noche te lo demostraré! Y supongo que no pretenderás decir que soy tonto, ¿verdad?

Miriam guardó silencio. Confiaba en que la prostituta Claudine regresara pronto con la leche prometida, pero, de momento, Odemar se dedicó a beber vino y a comer, insistiendo en que Miriam lo imitara. La muchacha no logró probar bocado, pero entonces recordó cuánto más tolerables habían resultado los encuentros con Martinus si primero bebía unos tragos de vino, así que bebió un poco: sentía terror ante la noche que le esperaba.

Gerlin insistió en acompañar a los hombres a Fréteval, aunque tanto Abram como Rüdiger se lo desaconsejaron.

—¡Has de ir a ver al rey, Gerlin! —objetó su hermano—. Ha ordenado que comparezcas, y, aunque sea amable, no es el hombre más paciente del mundo. Puede que ya esté atormentando a Florís, ¡así que no aumentes su enfado!

Gerlin se encogió de hombros.

—Florís se encargará de distraer al rey —declaró sin asomo de duda. Una vez que Ricardo tuviera los documentos en la mano, dejaría de pensar en ella—. Por lo demás, me da igual: ¡si no recupero a Dietmar, lo que el rey piense de mí o me haga no tiene importancia! Sin Dietmar… Sin Dietmar todo habrá sido en vano. Lo hicimos por él… Florís… Salomon… Ojalá Florís estuviera aquí.

—Ahora es imposible ir a buscarlo —dijo Abram.

Había tomado una copa de vino para recuperar fuerzas y estaba dispuesto a emprender la cabalgata. Hansi incluso había conseguido un caballo de batalla para él: por unas monedas de cobre, uno de los otros donceles no tuvo inconveniente en prestarle el semental de su señor. Si Abram no lo devolvía por la mañana, el muchacho se vería en un problema considerable, pero, en ese momento, las preocupaciones de Hansi eran otras.

No obstante, Abram puso serios reparos a la participación de Gerlin en la búsqueda de Miriam y de su hijo.

—¡Pero si ese miserable solo quiere que lo persigas, Gerlin! Sea quien sea, tanto Roland como uno de sus compinches. ¡Primero quieren hacerse con Dietmar… y después contigo!

—Entonces podrían haberme raptado a mí directamente —replicó ella.

Abram puso los ojos en blanco.

—Y quizá lo habrían hecho si te hubiesen encontrado a solas con Dietmar junto al arroyo. Pero tal vez no, con Miri, las cosas fueron mucho más fáciles. La consideran una criada… ¿A quién le importa que la violen? En cambio, raptar a una noble es algo muy distinto. Es probable que a Roland le diera igual si te comprometiera, o incluso estaría encantado de convertirte en su esposa y una vez que te hubiese poseído, todo le resultaría más fácil. Pero, ¿otro caballero? Un viaje de varios días con un individuo contratado para cometer un rapto… Si durante el trayecto alguien le ponía la mano encima a la viuda de Lauenstein, Roland se quedaría con la miel en los labios. Tal como están las cosas, todo se desarrollará como él desea: él obtendrá el niño y tú te apresurarás a dirigirte al castillo para volver a ver a tu hijo.

Gerlin se mordió los labios.

—Si no queda más remedio… ¡Pero es que no quiero abandonar a Dietmar…!

Rüdiger quiso hacer un comentario, pero Abram lo hizo callar con una mirada de desaprobación y sacudió la cabeza.

—¡Y yo no pienso abandonar a Miriam! —afirmó el joven judío, y la miró directamente a la cara—. Los encontraremos a los dos: a mi amada y a tu hijo. Seguro. Y mucho antes de que lleguen a Lauenstein.

Gerlin hizo un gesto afirmativo, casi consolada.

—En ese caso, da igual que cabalgue con vosotros —dijo, obstinada.

Abram suspiró y dejó de oponerse.

—Vuestros deseos, mi señora, son órdenes…

Fréteval era una población pequeña, solo habitada por unos cuantos artesanos y comerciantes que se habían establecido en torno al castillo con el fin de proporcionar a la guarnición las mercancías y los servicios necesarios, si bien en ese momento la fortaleza también albergaba a los habitantes de la aldea más próxima. Los campesinos se habían refugiado tras las murallas del castillo cuando oyeron llegar al ejército del rey francés y ahora lo abandonaban con sus niños, su ganado y sus aves de corral, incrementando el alboroto que reinaba en las estrechas callejuelas.

Al principio, Rüdiger y Abram temieron que no los admitieran intramuros, puesto que hacía horas que el sol se había puesto, pero los embriagados guardias parecían dispuestos a dejar las puertas abiertas durante toda la noche. Sin embargo, abrirse paso a través de las calles era casi imposible. Rüdiger y Abram se vieron obligados a refrenar a sus sementales para evitar que los nerviosos animales dieran coces en medio de la multitud. En cambio, Sirene transportaba a Gerlin por entre la muchedumbre con paso sereno, como siempre, y Hansi escudriñaba a los viandantes con mirada aguda.

—No lo encontraremos en la calle —dijo por fin—. Es demasiado peligroso: en medio del tumulto, la muchacha lograría escapar con rapidez.

Gerlin se desanimó.

—¿Así que habrán seguido cabalgando? —preguntó—. Podría estar en el bosque, podría…

—Será mejor que preguntemos si hay una fonda por aquí —dijo Rüdiger—. Deberíamos comer algo. ¡Juro que me gruñen las tripas!

Gerlin le lanzó una mirada de reproche. ¿Cómo podía pensar en comer? A ella los aromas a carne asada que flotaban en el aire solo le daban náuseas y las hogueras parecían calentar aún más la cálida noche estival. Sin embargo, una tormenta estaba por descargar, por encima del bosque ya caían los primeros rayos. Además, no pudieron seguir avanzando, en alguna parte la multitud se había quedado atascada, quizá debido a un carro averiado o a un caballo que había rodado por el suelo. En todo caso, Gerlin y los hombres estaban atrapados entre innumerables personas que maldecían y protestaban porque no lograban avanzar. Gerlin casi cae de la silla de montar, estaba agotada.

—Nos quedaremos en esa posada hasta que las cosas se hayan calmado —dijo Abram en tono decidido, y señaló un establecimiento de aspecto adecuado cuyos huéspedes bebían y en parte campeaban en la calle porque en el interior no había lugar. La mayoría bromeaba con unas muchachas… Gerlin no quería entrar allí, pero Abram y Hansi ya se habían apeado y ataban los caballos a la pared de la casa. El joven judío se dispuso a ayudarla a bajar del caballo.

Solo Rüdiger aún parecía titubear.

—Pero… pero si eso es un burdel —murmuró, avergonzado.

—A pesar de todo sigue siendo una casa —adujo Abram—, y con un poco de suerte la lluvia no penetrará.

Entretanto, había empezado a tronar y cayeron las primeras gotas. Oponiendo cierta resistencia, Gerlin se dejó arrastrar al fétido comedor donde hacía calor y apestaba a sudor y a vino. Una prostituta joven y robusta sentada en el regazo de un cliente miró fijamente a los recién llegados: era evidente que estaba beoda.

—¡Eh, ahí hay otros que se traen a sus propias mujeres! —exclamó, soltando una risita—. El rufián se enfadará. ¿Acaso las muchachas de Fréteval no os bastamos, nobles señores?

Rüdiger frunció el entrecejo e hizo caso omiso de sus palabras, pero Abram prestó atención y Gerlin se percató de otro hecho extraño: en medio del comedor habían construido un fogón abierto en el que se podía cocinar y asar. No era algo fuera de lo común, los había en numerosos mesones, pero la mujer mayor de expresión seria que calentaba leche ante el fogón le llamó la atención, puesto que allí la clientela se dedicaba a beber, no a comer. Ni siquiera había un cocinero.

Presa de la excitación, Gerlin se abrió paso hasta la mujer.

—¿Es que aquí hay un niño, madame?

La puta robusta que le hacía preguntas a Abram acerca de «traer a sus propias mujeres» siguió hablando y, cuando por fin también apareció el rufián, la conversación dio paso a una discusión. Por supuesto, el hombre negó haber dado acogida a un caballero acompañado por una muchacha y un niño, así que Abram sacó el talego con intención de convencerlo mientras Rüdiger se llevaba la mano a la espada.

En cambio, Claudine, la vieja meretriz, no tuvo inconveniente en hablar a Gerlin, pero sin que la oyeran los dos hombres ni el rufián.

—Aquí hay gato encerrado. La muchacha no parecía una cualquiera… y, aunque lo fuera, ¡nadie se lleva sus niños al trabajo! A la mayoría de los hombres les disgusta… ¡y a los otros, a esos que albergan deseos repugnantes, no me hubiera gustado venderles a mi hijo!

Claudine comprobó la temperatura de la leche y luego la vertió en un cuenco.

Entretanto, Rüdiger y el rufián discutían a gritos, pues el joven insistía en que el hombre le dijera dónde había escondido a los fugitivos.

—Se encuentran en el henil —dijo Claudine—. Allí al menos hace calor y está seco. Pero ¿por qué me lo preguntáis, señora? ¿Acaso ese bribón ha raptado a la pequeña y al niño, por amor de Dios? ¿Es que se trata de vuestro hijo, señora?

—¡Están allí arriba! —exclamaron Gerlin y Abram al unísono. Mientras Rüdiger seguía negociando con el rufián, Abram había logrado sonsacarle la verdad a la joven prostituta y señaló la escalera.

Rüdiger von Falkenberg no se lo pensó dos veces: desenvainó la espada y echó a correr escaleras arriba.