El ejército de Ricardo Corazón de León se retiró de manera más ordenada que el de Felipe II. También al rey inglés se le partía el corazón al abandonar un castillo sitiado, sobre todo porque en su caso la fortaleza estaba a punto de rendirse. Sin embargo, Loches era más importante, no se podía abandonar completamente toda la estrategia, y además albergaba la esperanza, por escasa que fuera, de que Sancho aún conservase la posición hasta que Ricardo avanzara. Así que el rey emprendió la marcha con rapidez, pero sin precipitación. Sus huestes acababan de ponerse en movimiento cuando Rüdiger von Falkenberg y Justin de Frênes se acercaron al galope. Tras un breve saludo, ambos dejaron atrás a los caballeros que se habían adelantado en sus monturas y se encaminaron directamente a la comandancia. Ricardo Plantagenet encabezaba el ejército principal y no se adelantaba a este como sus adversarios franceses, sino que hacía ondear su estandarte real con actitud orgullosa. Quería que el mayor número de guerreros posible viera por quién entraba en batalla. Para encontrar al rey, bastó con que Rüdiger y Justin cabalgaran hacia la bandera de los tres leones dorados.
Ricardo escuchó su breve informe y luego se dirigió a los caballeros de su séquito.
—¡Ya lo habéis oído! Tenemos la oportunidad de atacar por sorpresa y debiéramos aprovecharla. ¡Ese Florís de Trillón es un hombre valiente, vive Dios! ¡Y desde luego que vosotros también, caballeros! Permaneced a mi lado, os concedo a ambos el privilegio de combatir directamente bajo el mando del rey. Los demás se dirigirán de inmediato a las diversas tropas. Que avancen con mayor rapidez y se preparen para entrar en combate. ¡Entraremos en contacto con el enemigo en Fréteval!
Rüdiger von Falkenberg casi no cabía en sí de orgullo mientras se lanzaba a galope tendido contra el flanco del ejército francés cabalgando en la punta de la formación inglesa, directamente detrás de Ricardo Corazón de León. Sostenía la lanza como en un torneo, pero sin la protección de cuero en la punta, y blandía una afilada espada que ese día se mancharía de sangre por primera vez.
Sin embargo, el primer combate del joven caballero no se desarrolló de manera muy gloriosa; pese a que las tropas de Ricardo lucharon con todo el coraje exigido por su señor, el enemigo no se mostró digno de ellos. Tal como los jóvenes caballeros ya habían informado, el rey Felipe no se encontraba allí y sus caballeros más importantes —casi todo su Estado Mayor y por ello la comandancia del ejército— formaban parte de su vanguardia. Había confiado la dirección del ejército en retirada a cargos secundarios y a caballeros jóvenes… y estos se vieron totalmente superados cuando Ricardo atacó en un frente amplio. Solo unos pocos comandantes lograron reunir sus tropas en el acto y ordenarles que cogieran las armas, mientras que la mayoría se limitaban a mirar en torno, confundidos, y se enfrentaron al enemigo sin prestar atención a sus hombres. La infantería emprendió la retirada inmediatamente, mientras los caballeros luchaban con valor, pero sin la menor perspectiva de alcanzar la victoria.
Los hombres de Ricardo vencieron en toda la línea, aunque en ambos bandos las bajas fueron escasas. Esa guerra no había encendido los corazones de los seguidores del rey Felipe, así que casi ningún caballero estaba dispuesto a luchar hasta la muerte. Muchos de ellos se dejaron tomar prisioneros en cuanto se percataron de que la batalla estaba perdida. Alimentar a los numerosos prisioneros acabó por resultar más difícil para Ricardo que todo el combate y ya al día siguiente se vio obligado a dejar marchar a los caballeros tras cobrar un rescate, lo cual, en general, suponía quedarse con sus armaduras y sus corceles… u obligarlos a jurarle lealtad a Plantagenet. Los caballeros errantes no tenían inconveniente en cambiar de bando: a ellos les daba igual por quién luchaban, lo único que les importaba era conservar sus armas y sus caballos.
Por eso el ejército victorioso también renunció a tomar medidas precautorias. En general, un caballero que había dado su palabra no trataría de escapar. Para Odemar von Steinbach eso significó que podía moverse a voluntad entre las filas del ejército. Había luchado con gran valor y disfrutado de la batalla. No pertenecer al bando victorioso era una pena, pero ello podía cambiar al día siguiente: en el futuro, Odemar estaba muy dispuesto a poner su brazo al servicio de los Plantagenet, en caso de que la sangre llegara al río. Por otra parte, no rompía ningún juramento si encontraba a Gerlin von Lauenstein y se largaba con ella y con su hijo a Baviera.
Un feldscher que atendía a los heridos en medio del nuevo campamento del ejército le indicó el camino al carro de los rehenes.
—Quizá ya estén en libertad —comentó el cirujano, y Odemar sintió cierta inquietud. ¡Gerlin no debía volver a escapar!
Y entonces encontró el carro entoldado en el lugar que le indicaron.
En ese preciso momento llegó el pelotón de Florís con el sello real y el archivo de la corona y, con aire triunfal, los jóvenes caballeros dejaron el carro en medio del campamento. Gerlin solo conservó los papeles más importantes.
—¡No quiero que alguien leal al rey los ponga a buen recaudo! —declaró—. Quiero entregárselos personalmente. Son mis… Vaya, solo confío en que se muestre benevolente conmigo si se los entrego.
—¡Con quien no se mostrará benevolente es con alguien que yo me sé! —dijo Florís, riendo, pues Gerlin le había hablado del extraordinario contenido de las cartas—. Pero primero reúnete con tu gente y procura ponerte tus mejores galas: no me extrañaría que el rey quisiera verte hoy mismo. No es muy dado a postergar los asuntos.
De hecho, el rey ni siquiera dio tiempo al caballero de acompañar a Gerlin hasta el carro donde estaban sus amigos. Mientras recorrían el campamento, Rüdiger von Falkenberg les dio alcance y, tras saludar cariñosamente a su hermana, les trasladó las órdenes del monarca.
—Desea ver a Florís de Trillon, Gerlindis von Lauenstein y al dudoso niño —¿qué querrá decir con eso, Florís?— en su tienda, sin demora.
Florís asintió, pero Gerlin parecía temerosa.
—¿Está muy enfadado, Rüdiger? —preguntó como si fuera una niña pequeña.
Florís le lanzó una mirada afectuosa: su humor y su actitud veleidosa le encantaban. Gerlin podía ser una castellana orgullosa, pero también un ama de casa aplicada, una madre preocupada, una muchacha galante y una niña juguetona…
—En realidad parece de buen humor —dijo Rüdiger en tono desconcertado—. ¿Por qué habría de estar enfadado contigo?
Gerlin decidió que sería mejor no darle explicaciones y espoleó a Sirene. Al fin y al cabo, debía aprovechar las horas que el rey quizás estuviera dispuesto a esperar. Seguro que se mostraría más afable si se presentaba en toda su belleza, y no tan exhausta y sucia como se sentía tras la larga cabalgata, las escaramuzas y los esfuerzos por desatascar el carro con el precioso botín de entre los árboles.
Florís, Rüdiger y Gerlin alcanzaron el borde del campamento, donde Abram y Miriam habían acampado a cierta distancia del abigarrado grupo de seguidores del ejército. Tras haber detenido el carro entoldado a orillas de un arroyuelo y encendido una hoguera, Abram revolvía un guiso que hervía a borbotones, mientras que Miriam se mantenía a cierta distancia, cubierta por un velo. En las noches posteriores a una batalla ninguna mujer estaba a salvo y las meretrices apenas lograban atender a la multitud de clientes. Ricardo Corazón de León había concedido una ración extra de vino a los soldados y un sueldo suplementario. Abram supuso que en gran parte dicho sueldo iría a parar a las manos de las muchachas fáciles y lamentó no poder poner en marcha el negocio de las reliquias con la misma rapidez, pero no disponía de pergaminos, tinta y plumas para confeccionar los correspondientes certificados. No obstante, seguro que podría conseguir todos esos elementos en Fréteval: pensaba dirigirse a la ciudad al día siguiente. Y cuando regresara por la noche, ya podría volver a vender a los guerreros un par de uñas de santos o puntas de flechas endurecidas gracias a la sangre de san Sebastián.
En medio del alboroto en torno a los carros de las meretrices, los tenderos y curanderos, a Odemar no le resultó difícil ocultarse de las miradas de Gerlin y su séquito. Satisfecho, observó como la joven abrazaba primero a la muchacha y luego al hombre, quienes más que sus criados parecían sus amigos. Miriam también acarició y besó a Dietmar, y él pareció alegrarse de estar a su lado. No obstante, al verlo, Odemar sintió cierta inquietud. Claro que debiera de haberlo sabido, pero al pensar en Dietmar siempre veía a Dietrich, el padre del pequeño: un debilucho, demasiado joven y completamente incapaz de dirigir un feudo… pero sí de cabalgar y cuidar de sí mismo. En cambio, el pequeño Dietmar era casi un bebé. Cierto que había cabalgado delante de Florís sentado en la silla, pero el caballero lo había sostenido, por supuesto. Durante un trayecto prolongado eso resultaría imposible.
Por primera vez, Odemar se preguntó cómo organizar el rapto y cómo transportaría a sus víctimas a lo largo de más de seiscientas millas sin llamar la atención. Era evidente que Gerlin no podría escapar a caballo, sobre todo sosteniendo al niño ante la silla de montar, pero ambos prisioneros le impedirían avanzar con rapidez y, al parecer, Florís de Trillon había vuelto a hacer acto de presencia y sin duda lo perseguiría. Además, ella parecía apreciar al caballero más joven. Odemar recordaba vagamente haberlo visto en compañía de Roland, pero era obvio que estaba de parte de Gerlin.
No obstante, con respecto a la escolta de la condesa, la suerte sonrió a Odemar, pues en cuanto Gerlin hubo entregado unos documentos a Florís, ambos caballeros se alejaron del carro entoldado, el aquitano a toda prisa, mientras que el caballero más joven parecía indeciso: era evidente que se sentía atraído por los carros de las prostitutas y de los juglares. Cuando se aproximó a estos, Odemar lo perdió de vista.
Gerlin von Lauenstein se retiró al carro mientras su doncella, o lo que fuera la joven, se ocupaba de Dietmar. La noche estival era tibia, así que pudo desnudar al niño y lavarlo en el arroyuelo antes de envolverlo en una camisa limpia con preciosos bordados que le puso por encima de los pañales. Odemar se puso malo: no podría transportar al niño él solo, debía conseguir a una mujer que cuidara de él.
¿Y por qué no llevarse a esa? En última instancia, tras contemplar el rostro de Miriam, que se había quitado el velo mientras lavaba y vestía a Dietmar, se convenció de que esa muchacha supondría una compañía bastante más agradable que Gerlin. Y, pensándolo bien, ni siquiera era necesario raptar a la madre de Dietmar, puesto que ella lo seguiría de todos modos en cuanto sospechara que el niño se encontraba en Lauenstein. ¡Y eso resultaba sencillo de organizar: en cuanto recibiera una cartita con los amables saludos de Roland, Gerlin ardería en deseos de regresar a su castillo! Tras este razonamiento, Odemar se sintió orgulloso de sí mismo: ¡era refinado, era estratégico! ¡Ahora solo faltaba dar el golpe!
La muchacha estaba sentada a orillas del arroyuelo acunando al niño.
Gerlin hizo un gran esfuerzo por convertirse en la belleza galante con la cual Leonor de Aquitania esperaría encontrarse. Que estuviera presente durante la audiencia con Ricardo supuso cierto consuelo. Seguro que contribuiría a hacer que el rey fuera más misericordioso. Pero también Ricardo era sensible a la belleza femenina, así que Gerlin se aseó a conciencia y se frotó las mejillas para proporcionar un poco de color a su rostro palidecido tras la larga cabalgata. Se cepilló el cabello y luego lo trenzó y lo recogió. Sin ayuda resultaba complicado, pero Miriam no era muy diestra, y, además, estaba ocupada en asear a Dietmar para que el pequeño tuviera un aspecto presentable. Así que Gerlin luchó a solas con sus cabellos y pasó revista mentalmente a los vestidos que le había enviado el rey francés. Algunos eran muy bonitos y recordó uno muy escotado de color aguamarina con aplicaciones negras que también resultaría idóneo: de un color atractivo pero que advertía de su condición de viuda.
Gerlin acababa de ponerse una camisa de seda azul oscuro cuando fuera resonaron gritos y el entrechocar de armas. Asustada pero no demasiado alarmada, alzó la lona del carro. Tal vez se trataba de un par de caballeros impetuosos que peleaban por los favores de una de las prostitutas. Pero entonces vio que un caballero fuertemente armado luchaba con Abram, quien solo llevaba un mandil y calzas, un atuendo escasamente idóneo para combatir. Miriam trataba de ponerse de pie detrás del caballero: al parecer, el hombre la había derribado de un golpe. En ese momento intentaba coger a Dietmar, que también yacía en el suelo y gritaba como un poseso.
Gerlin quiso intervenir, pero el caballero la amenazó con la espada y Abram también negó con la cabeza al tiempo que se defendía desesperadamente de las arremetidas del atacante.
—¡Corre, Gerlin! ¡Ve en busca de ayuda! ¡Intenta encontrar a Rüdiger o a cualquier otro caballero! ¡Date prisa!
Gerlin quiso hacer un intento de salvar a su hijo, pero Abram tenía razón: allí no podía hacer nada y además era improbable que Dietmar corriera auténtico peligro. Por lo visto, el hombre quería apoderarse de Miriam…
Gerlin se puso un vestido, echó a correr hacia el carro de las meretrices y les gritó unas palabras a los hombres que esperaban su turno, pero no tuvo suerte. Allí no había ningún caballero que se sintiera obligado a cumplir con el servicio a la dama, solo soldados de infantería borrachos que se limitaron a reír al oír los gritos de ayuda de Gerlin. Tampoco prestaron oídos a su desesperada pregunta por Rüdiger. Gerlin confió en que su hermano no yaciera en brazos de una de las mozas de fortuna, pero entonces lo divisó en el otro extremo del claro donde también había dos hombres peleando. Pero en ese caso no se trataba de una lucha a muerte, sino más bien de un juego: uno de los juglares había retado a los caballeros a luchar. Se enfrentó a ellos apostando unas monedas y les ofreció un premio considerable si uno de ellos lograba derrotarlo, una oferta irresistible para los soldados rasos, sobre todo porque el hombre era menudo y no parecía muy forzudo. Pero el tipo resultó ser un maestro en la lucha. En ese momento, Rüdiger discutía violentamente con su pequeño e intrépido doncel, a quien quizás intentaba convencer de que no probara suerte.
Los hombres que formaban el círculo gritaban y Gerlin perdió un tiempo valioso abriéndose paso entre la multitud para lograr que Rüdiger y Hansi la oyeran, pero luego ambos reaccionaron con mucha rapidez. De pronto, como por ensalmo, Hansi tuvo una honda en la mano y Rüdiger desenvainó la espada. Temerosa, Gerlin notó que, como Abram, el pequeño doncel solo llevaba ropas ligeras, pero su hermano al menos iba con el yelmo y la cota de malla, así que lograría enfrentarse mejor al atacante que el joven judío.
Con gran determinación, Rüdiger y Hansi se abrieron paso a través de los espectadores de la lucha, que no dejaban de reír y dar voces. El doncel se adelantó con la honda y Rüdiger echó a correr junto a su hermana hacia el arroyuelo… pero allí hacía rato que el entrechocar de las espadas se había acabado. El único que estaba tendido junto a las brasas de la hoguera era Abram, que justo en ese momento procuraba incorporarse. Tenía la camisa manchada de sangre, la espada del adversario lo había herido en el brazo y en las costillas. Gerlin comprobó rápidamente que no eran heridas profundas y que su amigo no corría peligro de muerte, pero ¿dónde estaba el caballero?, ¿qué había pasado con Miriam y dónde se encontraba Dietmar?
—¡Ese cerdo quería llevarse al niño! —dijo Abram, jadeando—. Enseguida vi que no tenía interés en Miriam, aunque le ordenó que montara en la mula con el pequeño… —añadió, señalando a Sirene, que aún seguía atada al carro—. Ella se negó, claro está, pero entonces él la golpeó. Yo intervine… hice lo que pude, Gerlin, pero el bellaco era muy fuerte y muy diestro, me causó heridas bastante graves y después solo pude tratar de retenerlo hasta que llegara ayuda.
Gerlin tuvo que luchar contra un repentino mareo. Si hubiera corrido más aprisa… Si Rüdiger y Hansi hubieran estado en el otro extremo del círculo…
—Miri quiso atacarlo con un palo —siguió diciendo Abram—, pero él la derribó de un golpe, sin el menor esfuerzo, como se espanta una mosca… Lo dicho: era como un oso. Después me cogió de la muñeca y cuando caí al suelo montó a Miri en su caballo. Tenía prisa, pero no la arrojó encima del lomo, señor Rüdiger, tal como suelen hacer esos canallas con las mujeres que toman a modo de botín: la obligó a coger al niño y a sentarse delante de él. Después se largó… hacia allí, en dirección al bosque. Es lo único que alcancé a ver, lo siento.
—Hemos de informar a Florís —musitó Gerlin, consternada.
Aún no podía dar crédito a lo ocurrido. Hacía un momento Miriam había estado allí, jugando con Dietmar, y ahora… Sentía la cabeza espesa y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no perder el conocimiento. Sabía que debía hacer algo, pero era incapaz de dar un paso. Notó que le flaqueaban las piernas y, jadeando, se apoyó contra una roca junto al arroyuelo y se dejó caer.
—¡Hemos de perseguirlos! —exclamó Hansi. Rüdiger y Abram también estaban como paralizados, pero el doncel parecía dispuesto a entrar en acción—. ¡Vamos, antes de que ese perro escape! —Como siempre le ocurría cuando estaba excitado, el pequeño tuvo que esforzarse por hablar en alemán y no en dialecto—. ¡Mirad, señor, aquí hay una huella!
Rüdiger echó un vistazo a las señales de los cascos.
—Ahí hay cientos de huellas —dijo en tono desanimado—. Y en el bosque reina la oscuridad. Así, jamás lo atraparemos.
Lentamente Abram recuperó el control. Se tambaleó hasta el arroyo para lavarse las heridas y buscó un trozo de tela en el carro para vendárselas.
—Las huellas no tienen importancia —dijo por fin—, puesto que sabemos adónde se dirige: llevará al niño a Lauenstein.
—¿Crees que ese hombre era Roland von Ornemünde? —le preguntó Rüdiger en tono incrédulo—. ¿Es posible eso, Gerlin?
Ella se encogió de hombros.
—Apenas pude verlo, solo distinguí a un caballero con la visera baja. A juzgar por la estatura podría ser, pero por lo demás…
Abram negó con la cabeza.
—¡Tonterías, ese era un cómplice! Ornemünde no se alejaría tanto de su castillo, porque podría conquistarlo un tercero. ¡Ayúdame, Gerlin! Y ajusta el vendaje, de lo contrario no podré cabalgar.
Gerlin le ayudó a vendarse las heridas con los dedos entumecidos. En realidad, era muy diestra para esos menesteres, pero en ese momento era incapaz de pensar o actuar. La situación la superaba por completo. Veía la carita bonita e inocente de Dietmar y la sonrisa malvada de Roland antes de bajarse la visera para emprender un combate a muerte con Dietrich.
—Si lo mata…
—¡No lo matará, Gerlin!
Cuando Gerlin ajustó el vendaje alrededor del torso de Abram, este soltó un quejido.
—Si quisiera matarlo, no se hubiera llevado a una niñera para él. Además, para matarlo no necesitaba raptarlo, podría haber resuelto el asunto aquí mismo. Y sin llamar la atención: una mujer acuna a un niño junto al río, un soldado borracho quiere hacerse con la mujer, arroja al niño a un lado, este se golpea la cabeza contra una roca… ¿Quién culparía de la desgracia a Roland von Ornemünde, que vigila su castillo a cientos de millas de distancia?
—¿Y consideras que ese bellaco se dirige a Lauenstein? —preguntó Rüdiger—. ¿Con una mujer y un niño sentados ante su silla de montar?
Hansi seguía examinando las huellas; pese a su impulso de perseguir al ladrón de inmediato, en ese momento recurrió a su amplia experiencia como hijo de un salteador de caminos.
—No puedes cabalgar muy lejos con mujeres que resisten —explicó—. Por eso mi padre nunca tomaba a ninguna como botín, y, en caso de que lo hiciera, la llevaba directamente a la aldea más próxima y la dejaba en manos del dueño del burdel…
Entretanto, Abram volvía a ser capaz de pensar.
—Es una reflexión acertada —dijo en tono pensativo—. Claro que Miri no se resistirá durante mucho tiempo, sobre todo si él la amenaza. Cabalgará con él y, en todo caso, él conducirá a su caballo de las riendas. Pero necesitará un caballo para ella, porque a la larga su semental será incapaz de cargar con tres personas, y, además, llamaría la atención.
—Aquí puedes robar un caballo en cualquier parte —dijo Rüdiger, indicando el campamento que los rodeaba.
—Pero solo caballos de batalla y de tiro, no palafrenes —objetó Abram—. Y necesitará un palafrén, de lo contrario y tras un día sentada en la silla de montar, Miriam sufriría rozaduras. Así que ha de dirigirse a la aldea más próxima.
—O a la de más allá —susurró Gerlin—. Venden caballos en todas partes. Nunca… nunca lo encontraremos…
Rüdiger sacudió la cabeza. Las reflexiones de Abram le habían dado nuevas esperanzas.
—Aquí no hay muchas aldeas; además, se lucha en torno a casi todas y cualquier recién llegado será considerado un sospechoso. En realidad, aquí solo hay una ciudad cuyas puertas hoy estarán abiertas de par en par.
Hansi asintió con expresión sabihonda.
—Cuando mi padre debía ocultarse, siempre nos dirigíamos a un pueblo donde celebraran una feria —dijo—. ¡Y hoy celebran una en Fréteval!