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Roland von Ornemünde no estaba muy satisfecho con el progreso de sus esfuerzos por hacerse con el feudo de Lauenstein. Claro que ocupaba el castillo tras la huida de Gerlin y también hubiera podido casarse con la esposa del antiguo señor del feudo. Luitgart solo estaba esperando que la confirmaran legalmente como señora del castillo; sin embargo, ello no hubiese supuesto una ventaja para Roland. Luitgart no tenía derecho a una herencia y lo único que hubiera acercado a Von Ornemünde a su objetivo habría sido el matrimonio con Gerlin.

Así que, en la medida de lo posible, procuraba esquivar a la anterior castellana porque, al fin y al cabo, aún era posible que Gerlin regresara o que descubrieran su paradero y la obligasen a regresar. Quizás ello también era el objetivo de la carta que le envió el emperador, a quien Roland, una vez instalado en Lauenstein, le expuso sus reflexiones en hermosas palabras. Evidentemente confiaba en un laudo rápido: en ese momento Enrique VI se dedicaba a encabezar la campaña militar contra Sicilia y seguro que tendría otras cosas que hacer que ocuparse de rencillas provinciales en Franconia.

No obstante, el hijo mayor de Laurent von Neuenwald se había unido al contingente del emperador y al parecer no había tardado en incorporarse al círculo de caballeros más próximo al monarca. Era posible que Enrique VI hubiese prestado oídos a su opinión acerca de los problemas de Lauenstein, sobre todo teniendo en cuenta que el tono de su carta de respuesta era bastante frío. Desde luego que el hecho de preocuparse por Dietmar, su joven pariente, y por su feudo honraba a Roland; no obstante, al emperador le extrañaba que la madre del niño prefiriera que el niño fuese criado en la corte de otros parientes. Quizá Roland debiera de haberse mostrado un poco más amable. En todo caso, el emperador no lo confirmaba como administrador del feudo de Lauenstein, sino que le exigía que aclarase las circunstancias en armonía con la viuda del anterior señor feudal. Si Dietmar pudiera criarse en el castillo de sus antepasados como pupilo de Roland von Ornemünde, no habría ningún inconveniente en que este se encargara de la administración. Pero dadas las circunstancias…

—Sin niño, no hay feudo —dijo Roland dirigiéndose a Odemar von Steinbach, su mejor amigo y compañero de juergas, resumiendo la respuesta del emperador en tono rencoroso—. Una trama muy astuta urdida por ese judío y el caballero De Trillon. Puedo conservar Lauenstein durante diez años, pero si un día Gerlin se presenta con su mocoso ante la puerta del castillo, lo perderé todo.

Odemar von Steinbach soltó una carcajada.

—¡Vaya! —dijo en tono burlón—, supongo que seréis capaz de defender Lauenstein contra una mujer y un niño. Aunque si aparece con medio ejército de caballeros ante vuestra puerta… Ya ha demostrado su destreza en cuanto a conseguir que señores de alta cuna se pongan de su parte…

Roland hizo rechinar los dientes.

—Claro que preferiría obligarla a regresar y casarme con ella que aguardar a que reúna un ejército —exclamó en tono airado—. Pero al parecer ha desaparecido sin dejar rastro, aunque en realidad creí que se encaminaba directamente al castillo más próximo, relatando de paso a todos los trovadores compasivos su tan triste historia. De haber sido así, haría tiempo que la hubiésemos atrapado. Pero…

—¿La señora Gerlin von Ornemünde? —preguntó de pronto un caballero que cenaba por primera vez en la mesa de Roland.

El caballero errante era oriundo de Renania, en realidad de un castillo muy pequeño, pero debía de tratarse de un talentoso justador y espadachín. Al menos ya se había hecho un nombre en los torneos y en ese momento se disponía a viajar hasta Sicilia para unirse al ejército del emperador. El periplo tenía sus pausas: el caballero Baldwin cabalgaba de un torneo a otro, entremedias se asoldaba como escolta de comerciantes con el extranjero o de grupos de peregrinos y por otra parte se alegraba cuando lo acogían en un castillo durante un par de días. Roland le había dado la bienvenida en Lauenstein e incluso consideraba la posibilidad de conservarlo, puesto que en el castillo ya no quedaban muchos caballeros capaces de combatir.

Los hombres de la antigua guarnición se habían mantenido fieles a Dietrich. Después de que Roland ocupara el castillo, en general habían renunciado a sus puestos bajo protesta y se habían dirigido a Sicilia bajo el mando de Heinrich, el hijo de Laurent. Solo rara vez aparecían nuevos caballeros y ya nadie enviaba a donceles para que se formaran en el disputado castillo. Aunque Roland no se encontraba en disputa con otros señores, se había convertido en un proscrito. Mientras el rey no lo reconociera como administrador del castillo, los caballeros evitaban al usurpador. Este era el motivo de que Roland diera una calurosa bienvenida a visitantes como Baldwin von Brest. La confusión del caballero errante resultó evidente cuando la propia Luitgart le tendió la copa de bienvenida y el señor del castillo lo invitó a su mesa.

En ese instante, cuando hubo mencionado el nombre de Gerlin, todos se volvieron hacia él.

—No estoy seguro, pero me parece haber oído ese nombre en alguna parte —dijo el caballero, casi intimidado al notar que había llamado la atención de todos los presentes—. Aunque… sí, ya lo recuerdo, fue en una tasca, y el caballero ya estaba bastante borracho. Pero se deshizo en elogios sobre esa mujer y…

—¿Quién era ese caballero? —preguntó Roland en tono ansioso—. ¿Florís de Trillon?

Baldwin von Brest negó con la cabeza.

—No, no, era un… un renano… ¿Cómo se llamaba…? Berthold, sí, Berthold von Bingen. Estábamos hablando de… eh… las mujeres deseables… Habéis de perdonarme, Roland, claro que no resulta cortés hablar así de las damas, pero ambos estábamos bebidos…

—¿Y ese individuo mencionó a la señora Gerlin? —preguntó Odemar von Steinbach con impaciencia, ajeno como de costumbre a los discursos corteses—. Sí, de acuerdo, era una mujercita bonita… quizás un tanto delgaducha, pero…

—¡A ninguno de los presentes le interesa vuestra opinión sobre la dama, señor Odemar! —lo interrumpió Roland—. Y la lujuria de ese tal Berthold tampoco es…

—El caballero mencionó a una mujer que guardaba un parecido con la señora de Lauenstein —se apresuró a decir Baldwin, que pareció recordar la conversación con mayor exactitud—. Formaba parte de un grupo de peregrinos o algo por el estilo, a quienes Berthold escoltaba; nos encontramos en un mesón de Saarbrücken. Sin embargo, sus protegidos eran bastante curiosos: habló de putas, de astrólogos, de barberos… era casi como si escoltara a un grupo de juglares. Y al parecer ardía en deseos por una de las mujeres, que según él se asemejaba a Gerlin von Ornemünde. No sé nada más, tal vez no signifique nada…

—¿Y la mujer no estaba acompañada de caballeros? —quiso saber Roland—. ¿O de judíos? ¿Tenía un hijo?

Baldwin se encogió de hombros.

—Pasé una noche bebiendo con ese tal Berthold. También compartí el saco de heno con él, ya sabéis cómo son esos mesones. Pero por la mañana me levanté temprano y seguí cabalgando. No presté atención a los demás viajeros. Pero… en efecto, había al menos una mujer con un niño entre ellos; ella también se despertó temprano, su esposo le pidió leche para el niño al mesonero…

—¿Qué aspecto tenía ella? —preguntó Roland.

—No lo sé, de verdad, señor —contestó Baldwin negando con la cabeza—. No presté atención, encima me dolía la cabeza y estaba acribillado de pulgas. ¡Ese mesón era un horror! Pero seguro que no acogía a judíos y, a excepción de mí mismo, los únicos caballeros eran Berthold y sus hombres.

—Si la vio en Saarbrücken, estaba camino de París —comentó Odemar von Steinbach—. ¿Acaso puede esperar ayuda del rey francés?

Roland sacudió la cabeza.

—En todo caso, más bien del inglés…

—Los peregrinos se dirigían a la Turena —dijo Baldwin—. Querían visitar la tumba de san Martín, o algo así.

Roland se puso de pie de un brinco, como si le hubieran vertido brea caliente en la cabeza.

—¡Tours! ¡Por supuesto: quiere ir a Loches! Allí hay un Von Ornemünde que ocupa un gran feudo, si mal no recuerdo. Y que tal vez sea un familiar de su difunto esposo Dietrich…

—Si realmente era ella —dijo Odemar.

Roland le lanzó una mirada severa.

—¡Hemos de averiguarlo! ¿Qué opináis, Odemar? ¿Os apetece correr una aventura? ¿Emprender una pequeña cabalgata al sur?

—En los alrededores de Tours se libran combates —objetó Baldwin—. Plantagenet ha desembarcado en Normandía…

—¡No temo ningún combate! —exclamó Odemar von Steinbach sacando pecho.

De hecho, jamás había evitado una escaramuza desde que era niño y su maestría como espadachín resultaba indudable: la vida tranquila en Lauenstein lo aburría.

—Quién sabe, a lo mejor supone una nueva oportunidad de alcanzar gloria y honores.

Roland se encogió de hombros.

—Por mí, podéis obtener gloria y honores, pero sobre todo traedme a Gerlin von Lauenstein. ¡Y a su hijo! Y en caso de duda, solo al mocoso, sin la mujer. Si muriera en medio del caos de la guerra, el emperador nunca se enteraría de los detalles. ¿Cuándo partiréis?

Odemar von Steinbach se despidió del castillo a la mañana siguiente y partió solo, sin la compañía de un doncel ni de otros caballeros. Consideró que así avanzaría más rápidamente: si después necesitaba ayuda para raptar al niño, seguro que encontraría un par de caballeros errantes o de bribones a quienes podría contratar, puesto que en las comarcas en disputa pululaba todo tipo de chusma, así que no necesitaba llevarse a nadie que le obligara a adjudicar un carácter caballeresco al delito.

De hecho, no tardó en llegar a Bamberg y además tuvo la suficiente presencia de ánimo para preguntar por los grupos de peregrinos que habían pernoctado en los conventos del camino durante las anteriores semanas. Inmediatamente después de Ebrach tuvo suerte: le hablaron de un grupo de viajeros, entre los cuales había varias mujeres, y seguirle la pista a Martinus no resultó difícil. Odemar y su veloz corcel alcanzaron París y el Louvre tras solo unos días y el caballero se alegró sobremanera cuando allí no tardó en obtener noticias sobre Martinus. Como de costumbre, el pequeño astrólogo se hacía de oro ofreciendo sus servicios a los caballeros del rey y confeccionando horóscopos para sus damas. Se había instalado en el Louvre, protegido por el comandante y bien cuidado por Martha. La desaparición de María había dado alas a la vieja criada, que se había hecho cargo del hogar de Martinus con gran decisión. Era más capaz de mantenerlo alejado del vino que cualquier aparición de san Martín y, dichosa, contaba los dineros que el astrólogo se embolsaba. Leopold había sido aceptado en una de las escuelas catedralicias, estudiaba con gran entusiasmo y por lo demás procuraba pasar desapercibido: ningún maestro, por severo que fuese, podía ser peor que su egoísta y porfiado padre y su pendenciera madre.

Fue Martha quien narró detalladamente a Odemar la historia del barbero Friderikus y de su mujer, la señora Lindis… que luego resultaron ser judíos, para espanto de todo el mundo.

—Dicen que el barbero murió en la hoguera, ¡o que lo mataron después de que él diera muerte a un caballero! ¿Os lo imagináis?: ¡un caballero! Y a ella, la señora Lindis… y a la putilla que también viajaba con nosotros… se las llevaron, se las enviaron al rey… ¡Supongo que ambas arderán en la hoguera como herejes, allí en Vendôme!

Odemar escuchó su perorata haciendo gala de paciencia… aunque no le cabía la menor duda de que Salomon von Kronach era capaz de derrotar a un caballero en un combate con la espada. En cambio, le extrañaba que hubiesen trasladado a dos judías desenmascaradas a Vendôme para quemarlas. Debía de tratarse de algo más…

Fuera como fuere, Gerlin se le había vuelto a escapar. El robusto caballero fuerte como un oso empezó a sentir que su presa siempre le llevaba la delantera, pero entonces una sesión con maese Martinus volvió a levantarle el ánimo: no cabía duda de que las estrellas lo conducían a Vendôme y daba igual que allí encontrase a Gerlin o no. El astrólogo le aconsejó que de momento se uniera al ejército del rey francés y que después volviera a considerar su futuro. Al fin y al cabo, además del asunto con Gerlin, también se trataba de obtener gloria y honores… y el caballero bávaro pensó que volver a arrojar al mar a Ricardo Plantagenet no habría de resultar demasiado difícil…

Cuando Odemar se acercó al campamento principal del rey, el ejército del monarca francés ya había iniciado los preparativos para ponerse en marcha. No parecía reinar orden alguno y cuando el caballero entró en el campamento se sorprendió de que nadie le preguntara por su emblema ni comprobara quién era. Un duque que hacía de mariscal y suplente del comandante del ejército le dio la bienvenida en nombre de la corona, pero se ahorró cualquier formalidad en cuanto a su acogimiento.

—Esta noche podéis montar vuestra tienda en cualquier parte, pero no os instaléis muy cómodamente, porque mañana nos largamos —informó a Odemar—. Nos dirigimos a los dominios de la corona: allí se decidirán los próximos acontecimientos. Entonces seguro que el rey os convocará y decidirá personalmente sobre vuestra función en el ejército. ¿No os acompañan soldados de infantería?

Odemar negó con la cabeza.

—Soy un caballero errante, duque, primero he de hacerme con un feudo antes de poder poner hombres de mis tierras a disposición del rey. Sin embargo, si…

El duque asintió con impaciencia.

—Sin duda demostraríais ser un vasallo fiel… Ya veremos, seguro que tendréis numerosas oportunidades de demostrar a Su Majestad vuestro coraje. Pero de momento acampad en alguna parte; tenemos prisa, el rey quiere partir a Orleans de madrugada y el ejército lo seguirá con la mayor rapidez posible.

Odemar albergaba la esperanza de averiguar algo acerca de la estancia de Gerlin y Dietmar en Vendôme de inmediato, pero en el ejército reinaba el caos. Para colmo de males, la guarnición de Vendôme aprovechó la oportunidad de vapulear a los franceses disparando flechas a los hombres que desmotaban las catapultas y enganchaban mulos a sus correspondientes carros. Un par de audaces caballeros incluso osaron un ataque e involucraron a algunas tropas en escaramuzas, en las que arremetían y se retiraban con la misma rapidez. Odemar acabó participando en una de esas pequeñas batallas y se destacó en el acto, tras lo cual fue invitado a reunirse en torno a la hoguera del caballero cuyos hombres habían sufrido el ataque. Louis de Chartres, un conde, compartió vino y comida con el bávaro, pero no pudo responder a sus preguntas de manera satisfactoria.

—No —dijo el conde—, no planeaban ejecuciones, por no hablar de quemar judíos en la hoguera.

Luego añadió que el rey Felipe rara vez lo hacía, que más bien quien se había destacado por ello era Luis, su antecesor. Felipe II, en realidad, planeaba el regreso de los hebreos, pues necesitaba financiación para sus campañas militares. No obstante, el rey había alojado a unos prisioneros en el convento de La Trinité.

—Son rehenes —explicó el conde con gesto indiferente—. Dios sabe qué habrá atrapado en la red, pero en todo caso le resultará útil. Ricardo Plantagenet recorre la comarca como una tormenta de verano. ¡Lo que estamos organizando aquí no es una retirada: es una huida!

En consecuencia, para Odemar no había buenas perspectivas de poder seguirle el rastro a Gerlin de inmediato. El caballero había caído en gracia a Louis de Chartres, quien le pidió que se pusiera al mando de una parte de sus hombres. Negarse era imposible, el conde podría resultar importante para él, ya que quizás otorgara feudos o podía interceder a favor del caballero bávaro ante el rey. Así que Odemar mandó que los hombres formaran, se ejercitaran un poco y que se marcharan en orden, lo cual incluso mejoró su humor: en algún momento sería divertido montar un ejército formado por campesinos y otros siervos. Su padre y su hermano nunca habían osado hacerlo.

Odemar se sumió en un breve sueño sobre un gran feudo cuyo señor le proporcionaba tropas combativas al rey y recibía el aprecio correspondiente. Y en cuanto a Gerlin, se consoló con la idea de que, con toda seguridad, Felipe II se llevaría a los rehenes a Orleans. Era muy probable que viajaran con el mismo ejército que sus captores y, si Odemar actuaba con astucia, ¡incluso podría causar la impresión de que no quería raptar a la condesa huida y a su hijo, sino liberarlos!

Un caballero negro al servicio de la justicia… Odemar sonrió para sus adentros. En el caso de una muchacha educada en una corte galante, era indudable que semejante añagaza surtiría efecto.