—¿Qué es eso que lleváis con vos? —preguntó Gerlin.
Estaba cansada, pero también aburrida. Hacía horas que la mula Sirene bailoteaba tras los caballeros del rey, cuyos sementales avanzaban a un ritmo casi imposible de seguir para el palafrén. De no haber sido por el carro, cuyos caballos de tiro hacían lo posible por arrastrar la carga a lo largo de los caminos aún ligeramente enfangados entre Vendôme y Orleans, no se hubiera podido mantener a la par.
Gerlin pensó en entablar una conversación con el cochero: quizás haría que la cabalgata transcurriera más deprisa y resultara un poco menos aburrida. Así que condujo a Sirene hasta ponerse a su lado y le hizo preguntas acerca de la carga. Dietmar, sentado delante de ella en la silla de montar y que al parecer disfrutaba de la cabalgata, trató de coger la lona del carro agitada por el viento. El cochero dejó colgar el látigo cerca del niño y este gorjeó mientras intentaba cogerlo.
—El archivo real, madame —dijo el cochero. Él también parecía aburrirse—. Y el sello real. Documentos, listas de impuestos… todas esas cosas…
El cochero no parecía poder precisarlo mucho más.
—¿Y lo conducís a través de la lluvia, el fango y la suciedad? ¿No sería mejor guardarlo en algún lugar seguro? —se preguntó Gerlin.
El hombre se encogió de hombros.
—Yo me limito a conducir el carro, madame —contestó—, pero hace tiempo que lo hago. El sello se encuentra allí donde está el rey. Quizás haya una ley, no lo sé. Pero Su Majestad y su archivero —añadió, señalando a un caballero que contemplaba a ambos con aire suspicaz— se encargan de no perder de vista el valioso cargamento. Conducir el carro con el archivo me ha permitido ver mundo…
Gerlin sonrió.
—¿Tenéis idea de cuánto falta? —quiso saber—. Estoy cansada de tanto cabalgar, me duele la espalda y a mi mula empiezan a fallarle las fuerzas; hace horas que galopa.
El cochero miró fugazmente a Sirene, que parecía exhausta. Estaba entrenada para recorrer largos tramos al paso, pero ese día le exigían que galopara sin parar. Gerlin tampoco estaba acostumbrada a ello: el único que parecía divertirse con el balanceo era Dietmar.
—Al pequeño le gusta —comentó el cochero—. ¡Algún día se convertirá en un excelente caballero! Pero vos… cuando paremos para descansar, por mí podéis sentaros en la parte trasera del carro, donde encontraréis un par de mantas. Yo duermo ahí, alguien ha de vigilar los pergaminos… En todo caso, podréis descansar. Aún hemos de recorrer mucho camino, nos esperan unas cuantas millas.
Gerlin aceptó el ofrecimiento agradecida, sobre todo porque Dietmar empezaba a lloriquear. Por más que la cabalgata supusiera una diversión, cada dos horas necesitaba echar una cabezadita. No obstante, el contingente aún tardó un buen rato en tomarse un descanso. Era evidente que el rey tenía mucha prisa por volver a alcanzar los dominios de la corona. El ejército de Ricardo Corazón de León se desplazaba a marchas forzadas.
De pronto, los caballeros se detuvieron junto a un arroyo para abrevar sus cabalgaduras y comer un trozo de pan y de queso. Gerlin aprovechó para atar a Sirene a la parte posterior del carro y preparar un lecho en el carro entoldado para ella y Dietmar. Al rey y a sus caballeros parecía resultarles indiferente que cabalgara o montara en el carro, pues ni siquiera se dignaron dirigirle la palabra mientras discutían sobre si el resto del ejército lograría mantener el mismo ritmo que ellos, aunque solo fuera a medias.
Pronto volvieron a emprender viaje y con el balanceo del carro Dietmar se durmió de inmediato.
—Pequeño juglar —murmuró Gerlin sonriendo al recordar el viaje con Salomon. Pero la evocación la entristeció de inmediato y para distraerse cogió un pergamino, un documento de aspecto oficial al que aún estaba pegado el sello roto del inglés Juan sin Tierra. Gerlin lo desenrolló cuidadosa y silenciosamente para no llamar la atención del cochero y empezó a leer.
—¡Allí está el ejército!
Florís de Trillon había reunido a sus caballeros en un alto, protegidos por un bosquecillo, y contemplaba el ejército francés que se arrastraba como un dragón a través de bosques y viñedos. Los soldados apretaban el paso, sus comandantes parecían apremiarlos.
—¡Esos tienen prisa! —comentó Justin de Frênes, uno de los jóvenes caballeros—. ¿Avanzan… o huyen?
—¡Huyen, por supuesto! —dijo otro—. Esos han empezado a temblar en cuanto han sabido que se acerca nuestro rey Ricardo. Ese Felipe me parece un auténtico cobarde: anexiona comarcas mientras Plantagenet está preso, pero ni hablar de arriesgarse a entrar en combate con él.
Florís asintió, aunque con cierta indiferencia. Según Charles de Sainte-Menenhould, Gerlin debía de encontrarse en algún lugar entre ese conjunto de personas, caballos y carros, pero ¿dónde? ¿Y dónde, por amor de Dios, estaba Salomon, que a fin de cuentas era el encargado de protegerla? A Florís le habría gustado interrogar a Charles, pero tras reflexionar seriamente había descartado la idea. Si Menenhould descubría que habían enviado a un pelotón para liberar a Gerlin, insistiría en formar parte de este. Y eso era lo único que le hubiera faltado a Florís.
El caballero reflexionó concienzudamente. Era poco probable que permitieran que Gerlin cabalgara en cabeza junto con los caballeros, y aún menos entre las filas de la infantería. Si el niño debía recorrer grandes distancias, también sería necesario un carro para transportarlo; por tanto, Florís concentró la atención en el contingente, formado por la acostumbrada mezcla de catapultas, trabuquetes, carros de abastecimiento y de cocina, al que se añadía el acostumbrado apéndice menos oficial: barberos, meretrices y personajes de diverso pelaje… Pero Gerlin tampoco se encontraría entre ellos, puesto que alguien debía vigilarla.
Por fin Florís decidió que su amada debía encontrarse en algún lugar entre los carros de abastecimiento y los soldados, y se volvió hacia sus hombres.
—Oídme, caballeros: iré a echar un vistazo. La próxima vez que se detengan me incorporaré subrepticiamente a las filas del enemigo. Allí hay cientos de caballeros, es imposible que todos se conozcan. En cuanto a vosotros, permaneceréis en los alrededores… excepto Justin y Rüdiger: ambos regresarán lo más rápidamente posible junto al rey Ricardo y le informarán de que el ejército se dirige hacia Fréteval. Al parecer, está insuficientemente defendido, y, si Ricardo puede, que ataque: ¡esta es su oportunidad!
—¿Dónde está el rey Felipe? —quiso saber Guillaume, un joven caballero normando que oteaba la multitud de franceses—. No veo su estandarte por ninguna parte. ¿Es posible que no cabalgue junto al ejército?
—En realidad, no, pero un ejército sin jefe sería un objetivo aún mejor —dijo Florís—. Averiguaré todo eso una vez que me encuentre allí abajo, ¡así que en marcha!
Justin y Rüdiger lanzaron sus caballos al galope, este último de bastante mala gana. Hubiese preferido permanecer junto a Florís y ayudarle a liberar a su hermana, pero supuso que precisamente por ese motivo su antiguo armero le había ordenado que se marchara. Florís siempre lo regañaba por su imprudencia e impetuosidad; a lo mejor temía que Rüdiger se precipitara al atacar y delatara a los caballeros. De todos modos, lo había instado severamente a guardar silencio sobre su parentesco con los rehenes.
—Ignoro lo que vuestra hermana está haciendo, Rüdiger, primero hemos de averiguarlo. Pero se trata de un juego peligroso y vos al menos no debierais involucraros. ¡Así que os ruego que al principio simuléis no conocer a la dama!
Bien, ese problema ya estaba resuelto. Irritado por verse privado de participar en una batalla, Rüdiger siguió a Justin, su compañero de armas, mientras los demás caballeros cabalgaban lentamente detrás del ejército, que acampó a mediodía. En ese momento resultó fácil acercarse al contingente. Las prostitutas y los juglares que acompañaban a las mesnadas se reunieron en un bosquecillo y Florís logró arrastrarse hasta los carros de abastecimiento sin dificultad: un caballero que aprovechaba la breve pausa para hacerle una corta visita a una muchacha o a un barbero. Con actitud serena se hizo servir una porción de guiso en uno de los carros de cocina y preguntó por la rehén como de paso.
—Dicen que es una muchacha bonita —comentó.
—¿Es que aún no habéis tenido bastante? —preguntó el cocinero con una sonrisa maliciosa, pues había visto llegar a Florís desde el lugar donde se reunían las prostitutas—. No comprendo que todavía sigáis con ganas, después de pasar tantas horas en la silla. A mí me duele el trasero solo de estar sentado en el carro. Pero aún no he visto a la rehén… Esa es algo especial, su doncella incluso le prepara la comida…
«¿Una doncella?», pensó Florís, desconcertado.
—Supongo que la vigilan estrechamente —presumió.
—No —dijo el cocinero negando con la cabeza—. Pero corre el rumor de que el monarca se ha llevado a la puta real y a su mocoso en su propio contingente. Lo principal es que no se le escape, ya que supone una estupenda manera de presionar al Plantagenet. Con un poco de suerte, cambiará a su amada por Normandía.
Los hombres reunidos junto al carro de cocina soltaron una carcajada. Sin duda todos ellos ardían en deseos de poner fin a la campaña militar cuanto antes, pero ese día el humor del ejército era excelente. Tanto los soldados como los caballeros parecían alegrarse de regresar a los dominios de la corona.
En todo caso, Florís se despidió de la alegre reunión en cuanto pudo y condujo su caballo hacia delante pasando a un lado de los vehículos de abastecimiento. Entre el contingente de carros y los soldados de infantería, que se habían sentado en el camino y devoraban rápidamente su frugal comida, se había detenido un único carro entoldado. Sentados en el pescante, un joven rubio de rostro alargado y una muchacha muy bella cubierta con un velo compartían pan y queso. El joven le resultó conocido, pero no halló ni rastro de Salomon.
Florís optó por interpelar directamente a los criados.
—Busco a la señora Gerlin —dijo en tono seco—. Me dijeron que la encontraría con vosotros.
Con gran impaciencia, Florís aguardaba a que el ejército reanudara la marcha para volver a esconderse en el bosquecillo y luego regresar junto a sus caballeros… Estaba perdiendo el tiempo. Presa de los nervios, jugueteó con las riendas de su semental.
—¿Es uno de los caballos criados por mi tío? —preguntó Abram.
Florís negó con la cabeza y se persignó en recuerdo a Salomon, un gesto que suscitó una mirada de desaprobación por parte de la bella Miriam, quien consideraba que persignarse por un judío asesinado a manos de cristianos fanáticos era más que inadecuado. Florís la contempló como pidiendo disculpas. Poco antes, Abram y Miriam le habían relatado su viaje con maese Martinus y la muerte de Salomon en París… y también le informaron de la mentira piadosa acerca del origen de Dietmar. Ante la osadía de Gerlin y Abram, Florís solo pudo sacudir la cabeza.
—¡No quiero ni pensar en lo que el francés hubiera hecho con vosotros si lo hubiese descubierto! ¡Y no cabe duda de que tarde o temprano lo habría hecho!
Abram se encogió de hombros.
—¿Acaso debíamos dejar que nos torturasen y nos quemaran en la hoguera? —preguntó—. Dadas las circunstancias, nos pareció que el engaño era la mejor solución. ¡Y ahora vos también estáis aquí! Aun cuando queréis marcharos en el acto. Pero en mi opinión no hace falta que esperéis a que el ejército vuelva a ponerse en marcha. ¿Por qué no os dedicáis a explorar de manera completamente oficial? Nadie os detendrá si avanzáis a caballo. Porque… os dirigiréis a Fréteval, ¿verdad?
—El rey cabalga en compañía de unos veinte caballeros —informó Florís a sus hombres tras seguir el consejo de Abram. Y en efecto: nadie lo detuvo ni le hizo preguntas; de hecho, el ejército francés parecía estar más próximo a disolverse que a retirarse de manera ordenada.
—Lo acompañan también un carro con el archivo real y la señora Gerlin y Dietmar a caballo. Es probable que los caballeros sean guerreros experimentados… al igual que el rey. Además, nada debe ocurrirles a los rehenes, así que, ¿qué hacemos? ¿Atacamos o no? Claro que nos superan en número, pero contamos con el efecto sorpresa y no olvidéis el premio: ¡podríamos tomar prisionero al rey!
Tras la partida de los dos mensajeros, el pelotón de Florís consistía en otros dieciséis caballeros, todos expertos en el combate. Ninguno de ellos tenía gran cosa que perder, todos eran hijos menores con escasas esperanzas de heredar un feudo. Pero si le entregaban su adversario francés a Ricardo Corazón de León… todos ellos se convertirían en hombres prósperos.
—¡Claro que atacaremos! —decidió el joven y vivaz Guillaume—. ¡No podemos dejar a la dama en manos del enemigo, aunque solo sea por el amor cortés!
Los demás rieron, pero Florís jugueteó con la divisa de Gerlin y la sujetó a su lanza con ademán orgulloso.
—¡Por el amor cortés! —exclamó antes de espolear a su semental.
Dispuestos a dar alcance al rey y sus caballeros, los hombres dirigieron a sus caballos hacia el noroeste, en dirección a la fortaleza de Fréteval.
Fréteval era una pequeña aldea amurallada sobre la que predominaba una sólida torre defensiva. La fortaleza estaba defendida por hombres leales a los Plantagenet, pero ese día el rey Felipe no hizo ningún intento de conquistarla. Al contrario: el rey y sus caballeros se esforzaron por pasar sin llamar la atención, tal vez en un intento de evitar cualquier escaramuza. Gerlin ni siquiera logró ver la aldea. Mientras Dietmar dormía pacíficamente, ella leía los documentos más sorprendentes del archivo de la corona con absoluta fascinación… y estos le proporcionaban una seguridad cada vez mayor. No había dejado de temer un encuentro con Ricardo Corazón de León: si este realmente pagaba un rescate por ella y su hijo y luego comprobaba que había sido engañado, la amistad de Gerlin con su madre no la salvaría. Claro que Ricardo era un caballero educado en la corte galante, pero ¿aceptaría tan osado golpe de mano, máxime teniendo en cuenta el precario tesoro público inglés y la humillación relacionada con la mentira? Porque era indudable que atribuir falsamente un hijo a un rey constituía un delito.
Pero los explosivos documentos que habían caído en manos de Gerlin compensarían diez veces el embuste con su hijo, ¡porque resultaba evidente que Ricardo pagaría una fortuna por esas cartas escritas por su hermano Juan! Y Gerlin se granjearía su respeto si quien se las proporcionaba era ella. La joven consideró seriamente la posibilidad de coger los documentos más importantes e intentar una huida, pero después se lo pensó mejor. Era demasiado peligroso; los sementales de los caballeros no tardarían en dar alcance a su fatigada mula. No obstante, al final recogió las cartas de Juan y las ocultó en los bolsillos de su vestido. Si en algún momento se presentaba la oportunidad de huir, al menos dispondría de una prenda. Y quizá tampoco la registraran si Ricardo pagaba el rescate: en dicho caso, le entregaría las cartas como regalo de tornaboda, una idea que casi la hizo reír.
Pero entonces, justo al atardecer, cuando a su pesar Gerlin se vio obligada a abandonar la lectura por falta de luz, el carro se detuvo abruptamente.
—¡Por el rey Ricardo, en nombre del amor cortés!
Gerlin oyó el golpe de los cascos de caballos que se acercaban al galope y una voz que aceleró los latidos de su corazón. Pero si era… ¡No, eso era imposible! Sin embargo, la sonora voz de tenor poseía ese deje divertido, ese matiz satisfecho de un caballero que se lanza riendo al combate y se siente imbatible. Una sensación de la que rara vez había gozado y que tanto le agradaba…
Gerlin intentó alzar el toldo y mirar al exterior, mientras en torno al carro se desataba el infierno. Florís de Trillon debía de haber atacado a los caballeros del rey con otros hombres; Gerlin jamás había presenciado semejante combate. Claro que había visto enfrentamientos multitudinarios en los torneos y experimentado el ataque a su grupo de peregrinos, pero nunca se había encontrado en medio del acontecimiento, y en la buhurt tampoco se combatía con armas afiladas. En ese momento, en cambio, las espadas entrechocaban en torno a Gerlin y su hijo, las lanzas golpeaban contra los petos, los escudos percutían, los caballeros rugían e intercambiaban cintarazos, mandobles e insultos.
El cochero del carro entoldado no participó en la lucha, sino que se escondió debajo del pescante confirmando las sospechas de Gerlin, a quien anteriormente ya le había parecido de un talante poco guerrero. Ella se acercó tanteando al pescante y contempló la confusión, incapaz de distinguir entre los amigos y los enemigos. El combate le pareció bastante parejo… aunque el número de caballeros pertenecientes a la vanguardia se había reducido. ¿Acaso algunos habían salido huyendo? Gerlin apenas concebía esta posibilidad, pero el estandarte del rey no aparecía por ninguna parte. ¡Y los restantes caballeros franceses luchaban sobre todo por el archivo de la corona!
—¡El rey Felipe se ha marchado!
En ese momento los caballeros atacantes también se dieron cuenta de la desaparición del rey, consternados, e interrumpieron el combate durante un momento.
—¿Lo perseguimos?
Mientras todavía titubeaban, uno de los franceses saltó del caballo y echó a correr hacia el carro entoldado. Gerlin reconoció al hombre que el cochero había presentado como el archivero y supuso que debía de saber hasta qué punto era valioso el bien que los atacantes estaban a punto de dejar atrás para perseguir al rey. Temerario, abandonó su caballo y se encaramó al pescante del carro. Mientras los otros hombres distraían a los atacantes, cogió el látigo y azotó a los animales hasta que estos empezaron a galopar aterrados, arrastrando el carro a través del tumulto en pos de los caballeros del rey que huían.
Florís y sus hombres prosiguieron con la lucha implacable. Ninguno de ellos hizo caso del carro… y de momento nadie parecía buscar a Gerlin. Quizás el archivero realmente lograría poner a salvo el carro entoldado… ¡y con este los documentos y los rehenes!
De hecho, los peores temores de Gerlin acabaron por confirmarse cuando, en vez de mantenerse en el camino principal y seguir al monarca, el hombre condujo el carro por un camino lateral hacia el bosque. Si lograba desaparecer entre los árboles, Florís no lo encontraría. Pero tal vez para los caballeros era más importante perseguir al rey que hacerse con unos cuantos documentos.
Los pensamientos de Gerlin se arremolinaron, pero entonces cogió uno de los enormes infolios albergados en el fondo del carro entoldado, cuyo contenido no era muy interesante. Gerlin vio que contenía listados de impuestos; si se perdían, ¡mala suerte!
Se abrió paso hacia delante con cuidado hasta encontrarse justo detrás del pescante y entonces tomó impulso y le asestó un golpe en la cabeza al archivero con el infolio. El efecto fue escaso, el hombre aún llevaba el yelmo, pero se volvió asustado y Gerlin aprovechó la oportunidad una vez más. Entonces el libro le golpeó la cara, ya que el archivero se había levantado la visera para ver en medio de la penumbra. Desde luego que ese golpe tampoco le causó una herida grave, pero durante un instante perdió el control sobre los aterrados caballos. Los animales se dirigieron a la izquierda, se adentraron entre los árboles del bosque al galope tendido y las ramas derribaron al caballero del pescante. Gerlin logró agacharse en el último instante mientras los caballos seguían corriendo sin control. Pero pronto el espeso sotobosque impidió que siguieran avanzando y, cuando el carro quedó atascado entre dos pinos, los animales se resignaron a su destino, se detuvieron y empezaron a pastar.
Atemorizada, Gerlin buscó a Sirene con la mirada, pero la mula no había sufrido ningún daño. En realidad, parecía más bien indignada, puesto que no estaba acostumbrada a estar atada a un carro y ser arrastrada al galope tendido. En cambio, Dietmar estaba de muy buen humor. La loca carrera había despertado al niño y el balanceo volvió a parecerle divertido: cuando Gerlin lo alzó en brazos, el pequeño balbuceaba alegremente.
En el camino las armas seguían entrechocando, pero cada vez menos. Y, bajo el pescante, el atemorizado cochero se removió.
—¿Podéis desatascar el carro? —preguntó Gerlin cuando el hombre se incorporó.
No estaba segura de que se hubiera percatado de su lucha con el archivero, pero al parecer no albergaba resentimientos contra ella, sino que se limitó a lamentarse por el estado del carro a viva voz y luego se dedicó a tranquilizar a los caballos.
—Vaya, puedo intentarlo. Apeaos, mi señora, a lo mejor tendréis que empujar…
El cochero y Gerlin todavía procuraban desatascar el carro cuando oyeron un jadeo a sus espaldas. La joven sufrió un sobresalto: había confiado en que aparecieran Florís y sus caballeros, pero, de hecho, quien se acercaba cojeando a través del sotobosque era el archivero. Cuando alcanzó el carro se arrancó el yelmo de la cabeza.
—¡Coge a la muchacha! —le ordenó al cochero—. ¡Y deja los caballos, nunca lograremos salir de aquí a tiempo! ¡Sería mejor que me ayudaras!
El caballero empezó a revolver los documentos depositados en el carro… Gerlin confió en que durante la enloquecida carrera se hubieran mezclado. Pero si el caballero sabía exactamente dónde debía buscar y no encontraba las cartas en cuestión…
Gerlin dirigió una mirada al vacilante cochero. Era evidente que ignoraba lo que se esperaba de él, porque no podía vigilar a Gerlin y al mismo tiempo coger los escritos que en ese momento el archivero extraía del carro con ademán violento.
—¡Quémalos! ¡Rápido!
La nueva orden confundió al cochero aún más, pero Gerlin aprovechó la oportunidad: mientras el hombre se dirigía al carro, ella huyó entre los matorrales y regresó corriendo al camino. Dietmar lloriqueaba y pataleaba entre sus brazos, mostrando su desacuerdo con que lo llevaran donde fuera en contra de su voluntad.
Pero entonces Gerlin oyó voces y golpes de cascos. Florís y sus caballeros, que habían puesto fin al combate con éxito o al menos obligado a los adversarios a emprender la huida, estaban siguiendo las huellas del carro entoldado y discutían acaloradamente.
—¡No comprendo por qué no perseguimos a los jinetes! —refunfuñaba uno de los caballeros—. Todavía podemos darles alcance y tomar prisionero al rey.
—¡Hace rato que el rey ha huido! —contestó Florís en tono claro y decidido—. Por amor de Dios, Guillaume, él y sus fieles se largaron al galope en cuanto atacamos. Nunca los atraparás, y menos ahora que se ha hecho de noche. En medio de la oscuridad corremos el peligro de sufrir una emboscada. ¡Es mejor que pongamos el archivo de la corona y el sello real a buen recaudo! Puesto que no…
Cuando de pronto se encontró frente a Gerlin, Florís no pudo seguir hablando.
—Gerlin… Mi señora…
Ella alzó la mirada para contemplarlo y de repente se sintió mareada. Era imposible que su maravilloso caballero realmente detuviera su caballo ante ella, montado en la silla de su semental con porte erguido y orgulloso. Recordó la época pasada en Lauenstein, cuando el caballero entrenaba a Floremon para Dietrich… y el rostro dichoso de su joven marido cuando por fin su maestro le tendió las riendas, su entusiasmo al buscar un nombre para el caballo… Floremon, por Florís y Salomon… Gerlin oscilaba entre la risa y el llanto. Era demasiado… demasiados hombres a los que había amado y perdido… Y ahora Florís volvía a estar allí… Gerlin tanteó las riendas de su caballo, pero el aquitano ya se había apeado y se había postrado ante ella.
—Gerlin, mi dama… Gerlin, amada mía… —dijo el caballero en voz baja y tono casi devoto—. Creíamos… creíamos que estabais con el rey…
Para Gerlin fue como volver a encontrarse en la gran sala de Lauenstein… o de Falkenberg… Tanto tiempo atrás, cuando Florís se presentó como comandante de su escolta… Dejó a Dietmar en la hierba, le tendió la mano al caballero y este la besó.
Pero entonces Gerlin hizo un esfuerzo y se controló. ¡Qué estaba haciendo, no se encontraban en la corte! En ese momento no se trataba de intercambiar palabras galantes, sino de poner el archivo de la corona francesa a buen recaudo para Ricardo.
—¡No hay tiempo para eso! —dijo en tono casi grosero—. Debéis entrar allí: los caballos se desbocaron, el carro está atascado y los franceses quieren quemar los documentos…
Dietmar se aferraba a su rodilla, protestando.
—¡Mi pequeño señor Dietmar! —dijo Florís con una sonrisa.
Pero entonces él también recuperó el control. En ningún caso quería que los caballeros descubrieran su auténtica relación con Gerlin. Oficialmente, estaba liberando a esa dama y a su hijo para otro. Y Guillaume ya detenía su caballo a su lado y dirigía la mirada en la dirección indicada por Gerlin.
—¿Qué documentos? —preguntó.
Instantes después, los corceles de los caballeros atravesaron el sotobosque y los hombres se abalanzaron sobre el archivero y su ayudante. Ambos habían formado una pila de pergaminos e infolios y en ese momento el cochero procuraba atrapar unas chispas de su eslabón con un trozo húmedo de yesca.
El archivero miró atónito a los atacantes y tomó una decisión audaz.
—¡Sigue! —le gritó al cochero al tiempo que desenvainaba la espada—. ¡Yo los detendré!
Guillaume rio y quiso emprender la lucha desigual de inmediato, pero Gerlin le ordenó que se detuviera.
—¡Dejadlo hacer, señor! Sois un caballero valiente, pero aquí no hay nada por lo cual merezca la pena que sacrifiquéis vuestra vida. De todos modos… —dijo al tiempo que levantaba su abrigo y rebuscaba en los bolsillos de sus faldas para mostrar las cartas al horrorizado archivero— ¡ya he puesto a buen recaudo los documentos más importantes!
El archivero se entregó en el acto y el cochero tampoco trató de resistirse, incluso ayudó a los demás a volver a cargar los infolios en el carro y luego desenganchó a los caballos. Mientras el hombre apaciguaba a los animales, Florís y sus caballeros desatascaron el carro y finalmente volvieron a enganchar los caballos a la luz de una antorcha. Gerlin volvió a montar en Sirene y cabalgó junto al aquitano, mientras que sus jóvenes caballeros escoltaron al carro entoldado y a los prisioneros.
Florís montó en el semental con Dietmar y el niño recuperó el buen humor.
—¡El pequeño caballero ha crecido! —dijo Florís, riendo—. Y al parecer es muy valiente. Quién sabe, tal vez un día también reciba el apodo de Corazón de León —añadió, guiñándole un ojo a Gerlin.
La joven suspiró.
—Espero que el rey Ricardo se lo tome con la misma serenidad. Me temo que tendré que explicarle unas cuantas cosas…