5

Florís de Trillon se había curado de sus heridas. El joven caballero había partido rumbo a Francia en cuanto el hermano enfermero le dio permiso para abandonar el lecho, con la esperanza de dar alcance a Gerlin y Salomon de camino a Loches. Por este motivo pasaba muchas horas diarias cabalgando, pese a que sus heridas aún supuraban y le causaban dolor. Algunas noches caía del caballo como aturdido por el sufrimiento y el cansancio, incapaz siquiera de encender una hoguera para calentarse o cambiar el vendaje de sus heridas.

Afortunadamente, el robusto semental de pelaje pardo que Gerlin y Salomon habían dejado a su disposición en el convento demostró ser un excelente animal. Por ser un caballo de batalla, sus movimientos eran suaves y no se aprovechaba de que, de vez en cuando, más que cabalgar, Florís se aferrara a la silla de montar. Si el camino hubiese estado más transitado, el debilitado caballero habría llamado la atención y quizá se hubiera convertido en víctima de una emboscada, pero, de hecho, la ruta directa a Tours resultó tan escasamente frecuentada como el tramo que pasaba por Reims, emprendido por Salomon y Gerlin junto con el grupo de viajeros encabezado por el astrólogo Martinus.

Durante la cabalgata el caballero empezó a encontrarse mejor: al fin y al cabo Florís era joven y gozaba de una constitución robusta. Para su gran alivio, las heridas no volvieron a infectarse, sino que iban cicatrizando, y Florís avanzaba cada vez con mayor rapidez. Sin embargo, la preocupación no dejaba de martirizarlo al ver que seguía sin encontrar a Gerlin y Salomon. Un grupo de viajeros numeroso siempre tardaba bastante más tiempo en recorrer el camino que un jinete solitario y en realidad ya debía de haber dado alcance a sus amigos. Pero, evidentemente, a Florís no se le ocurrió dirigirse a París; incluso dio un rodeo en torno a Tours al advertir que tropas francesas pululaban por toda la región. Los caballeros y la infantería libraban una escaramuza tras otra con los fieles vasallos de los Plantagenet, que no estaban dispuestos a entregar sus castillos a Felipe II. Durante unos días, Florís consideró la posibilidad de dirigirse a las posesiones de Linhardt von Ornemünde y ponerse a su disposición para defenderlas, pero entonces se enteró de que Ricardo Corazón de León había desembarcado en Normandía.

Florís de Trillon no pudo resistirse; hacía tiempo que admiraba al rey inglés y ya de joven había oído hablar de sus hazañas en Acre y durante la lucha contra el sultán Saladino. ¡No dejaría escapar la oportunidad de combatir junto a quien había sido su modelo!

Ricardo Corazón de León había atravesado el canal con un ejército relativamente reducido, pues sabía que podía contar con aliados en todas las regiones de su antiguo reino. En ese momento se dirigía a toda a prisa hacia Ruan en compañía de su primer contingente y los recién reclutados caballeros, arrebatando un castillo tras otro a los franceses. En Wellebou Florís se encontró con sus tropas y se sorprendió cuando le permitieron entrevistarse con el rey de inmediato. Ricardo Plantagenet deseaba conocer a los nuevos caballeros personalmente antes de encomendarles tareas quizás importantes en el seno de su ejército.

El corazón de Florís latía con fuerza cuando entró en la tienda del joven rey, pero no tardó en descubrir que sus temores eran en vano. Ricardo, que acababa de romper el cerco de asedio en torno a otro castillo y se había asegurado la lealtad de su vasallo, estaba de muy buen humor y le dio una calurosa bienvenida a su nuevo seguidor. El aspecto del rey era agradable y su carácter, cordial. Era de mediana estatura, llevaba los rizados cabellos rubios oscuros más cortos que la mayoría de los caballeros, y lucía una barba poblada pero corta. Su mirada era tan penetrante como amistosa, y Florís se sorprendió cuando se dirigió a él en la antigua lengua aquitana.

—Supone una gran alegría poder contar con un compatriota de mi madre entre mis caballeros. Aún recuerdo con nostalgia el sol de Aquitania y la feliz época que pasé como regente de esas tierras, libre de toda preocupación. Me agradará intercambiar recuerdos al respecto con vos.

Florís inclinó la cabeza y le devolvió el saludo con cortesía.

—No obstante, no me arrebataréis muchas palabras en la lengua de los trovadores —admitió con una sonrisa—. Es verdad, provengo del sur y soy devoto de la corte de la señora Aliénor, pero se me da mucho mejor blandir la espada que tocar el laúd, así que, si andáis buscando un cantor que os entretenga por las noches, temo que habré de decepcionaros. Sin embargo, no encontraréis un guerrero más fiel y más valiente para combatir por vuestra causa.

El rey Ricardo se puso de pie y le tendió la mano a Florís para que la besara, y cuando el aquitano hincó la rodilla ante el monarca, este lo alzó y lo abrazó.

—Me alegra incorporar otro hombre valiente y honesto a mi grupo de caballeros. Pero ahora decidme dónde habéis combatido con anterioridad, Florís, qué viajes habéis emprendido y quién os armó caballero.

El rey Ricardo llamó a un escanciador y ofreció una copa de vino a Florís. Este le habló de su espaldarazo, de los torneos en los que había participado y de su época como maestro armero en Lauenstein, añadiendo que había disfrutado instruyendo a los jóvenes donceles en las artes y las virtudes caballerescas. El rey asintió con la cabeza.

—Así que estáis acostumbrado a dirigir caballeros, pero ¿podría poner también a la infantería bajo vuestro mando? Aquí hay algunos coraceros que lo consideran indigno de ellos, al igual que el manejo de catapultas y trabuquetes. Hace poco he conseguido algunos de esos artilugios y no emplearlos supondría ser corto de miras. Claro que la infantería solo habla la lengua de las tierras alemanas. ¿La domináis?

Florís asintió. En Lauenstein también hablaban alemán y las catapultas y trabuquetes no lo intimidaban, al contrario: le parecían muy interesantes. Salomon había descrito su uso y su montaje a Dietrich y el muchacho había construido unas cuantas maquetas de madera como pasatiempo. Florís nunca había visto unos de tamaño natural, pero se sentía absolutamente capaz de cumplir con la tarea de comandar a los hombres encargados de su manejo.

Cuando le aseguró que podía hacerlo, una amplia sonrisa iluminó el rostro del joven rey.

—¡Creo que nos llevaremos muy bien, señor Florís de Trillon! ¡Vos me ayudaréis a reconquistar mis tierras!

Florís encontró un lugar para dormir en una de las tiendas que el rey había dispuesto para sus tropas; era sorprendentemente confortable y el cuidado y la manutención de las cabalgaduras también estaban muy bien organizados. Por la mañana un mariscal convocó a los caballeros a ejercitarse con las armas y, para sorpresa de Florís, el rey también participó en la improvisada palestra.

Ricardo no se limitaba a supervisar las justas, también examinaba a los caballeros personalmente. Derribó a Florís del caballo con tanta rapidez que el aquitano apenas pudo disfrutar del orgullo y del placer de justar con el héroe de Acre. Luego, durante el siguiente combate con espada, logró resistir mejor, pero también en ese caso el rey acabó por despojarlo del arma mediante un mandoble y sin recurrir a ninguna manipulación. Según la tradición, todos los caballeros errantes dejaban que ganara su señor cuando intercambiaban golpes en un combate simulado, pero en el caso de Ricardo ello no fue necesario. El rey era un excelente guerrero e incluso prodigaba palabras amables a los derrotados, tal como demostró al elogiar la energía de Florís y proporcionarle un par de consejos para mejorar su técnica.

Finalmente, Ricardo Plantagenet asignó a Florís una compañía de soldados alemanes y su enorme catapulta, que debía ser arrastrada por varias mulas de un lugar de asedio a otro. No obstante, el rey solo ordenaba su uso en escasas ocasiones. En esa guerra solía bastar con apostar el aparato ante las murallas de una fortaleza para desmoralizar a los defensores. Los castellanos franceses y sus caballeros defendían dichas fortalezas desde hacía poco tiempo y sabían muy bien que llevaban las de perder. Unos pocos demostraron un gran heroísmo, pero en general las guarniciones de los castillos se rendían en cuanto divisaban las catapultas y los trabuquetes, si es que no lo hacían en cuanto aparecía el ejército inglés.

Florís admiró la sensibilidad de Ricardo en su trato con los demás. Ninguno de los usurpadores fue ejecutado, los caballeros podían optar por retirarse o incluso unirse al ejército de Ricardo. Hasta permitió a un joven y desesperado caballero que le propuso batirse a duelo con él para defender su feudo obtenido con gran esfuerzo que conservara su puesto y su dignidad tras inflingirle una derrota tan abrumadora como la que había sufrido Florís un par de días antes. El rey felicitó al exhausto y ligeramente herido joven por su valor y lo confirmó en la posesión de su feudo a condición de que le jurara lealtad. Con ello, por supuesto, se garantizaba que en el futuro se convirtiera en el más fiel de sus seguidores.

En los días siguientes, Florís no solo se encargó de que su catapulta estuviera apostada allí donde el rey Ricardo quería que estuviera, sino que también luchó a su lado con coraje. El caballero sabía aguardar a que llegara el momento indicado para atacar, pero cuando era necesario no evitaba el combate cuerpo a cuerpo. Controlaba a sus soldados y además se las arreglaba para no perder de vista a los caballeros que lo rodeaban y ordenarles que retrocedieran si se lanzaban al ataque de manera irreflexiva. Sin embargo, evitaba el descontento y dejaba que los osados demostraran su capacidad. Ricardo Corazón de León se percató de ello y lo elogió; en cuanto apareció otro caballero que dominaba la lengua alemana, exoneró a Florís de la responsabilidad de la catapulta y le entregó el mando sobre un grupo de jóvenes caballeros que debían cumplir tareas como vigías y como pelotón de asalto.

Por supuesto, para Florís el ascenso obtenido gracias a su capacidad de mando supuso una gran alegría, aparte de que le ofrecía la oportunidad de actuar por su cuenta, alcanzar la gloria y obtener un botín. Los gastos del viaje habían acabado con todos sus fondos y solo había logrado mantenerse vendiendo todas las pequeñeces que encontró en las alforjas del semental. Si él y sus hombres lograban tomar prisioneros, el incremento de sueldo que ello suponía sería más que bienvenido.

En consecuencia, el joven caballero ardía en deseos de instruir a su sucesor como comandante de la infantería y la presentación del recién llegado supuso otra agradable sorpresa. ¡El futuro encargado de la catapulta era Rüdiger von Falkenberg!

Florís saludó al joven con un abrazo… y una reprimenda sonriente.

—¿Aún en busca de aventuras, Rüdiger? Vuestra hermana os regañaría. ¡Hace tiempo que deberíais haberos instalado en vuestro feudo bávaro y aprendido a administrar el castillo!

Rüdiger hizo un ademán negativo con la mano.

—Bueno, tiempo habrá para ello. También puede que lo deje en manos de mi hermano, al que eso le cuadra mucho más que a mí. ¡En cambio, no creo que se me vuelva a presentar la oportunidad de luchar por el caballero más importante de Occidente!

Rüdiger también albergaba una gran admiración por el rey inglés y Ricardo lo acogió en su ejército con mucho gusto. En el transcurso de los últimos meses, el joven caballero había combatido con éxito en unos cuantos torneos: la formación suplementaria recibida bajo Roland von Ornemünde había dado fruto. Rüdiger sabía defender su pellejo con más talento que la mayoría de los jóvenes de su edad; no obstante, había imaginado que servir en el ejército de Ricardo sería diferente y solo de mala gana escuchó las instrucciones de Florís respecto al manejo de la catapulta y al trato con los soldados, a menudo bastante rezongones.

En cambio, su joven y astuto doncel escuchó las indicaciones con gran atención. Hansi, el hijo de Brandner, seguía a su lado, y gracias a su labia y sus esfuerzos por hablar en un alemán comprensible lleno de giros corteses lograba convencer a todos. Entretanto, había aprendido las primeras palabras en francés y en la palestra no permitía que ningún doncel osara burlarse de él. Hansi demostró ser un diestro jinete, ya sabía blandir una espada y manejar una lanza, y sobre todo demostraba un enorme entusiasmo. Consideró que la catapulta era fascinante y le hubiera gustado ponerla en marcha de inmediato; el concepto caballeresco de que un combate solo era honroso librado con el arma en la mano y cara a cara con el adversario le resultaba completamente indiferente. El método de no acercarse al enemigo y en vez de eso arrojarle piedras desde lejos le parecía una novedad digna de ser tenida en cuenta: sabía cómo funcionaba una honda desde que era un niño.

Así que Hansi no tardó en entenderse a la perfección con los soldados, los controlaba con palabras descaradas y mano ligera, y así facilitaba que Rüdiger se luciera ante los ojos del rey. De esta forma el joven caballero no tardó en conseguir que el monarca aprobara su traslado a un grupo de combate. En efecto, el rey lo incluyó en la unidad comandada por Florís de Trillon en cuanto apareció otro caballero que dominaba el alemán, uno un poco mayor que no tuvo inconveniente en encargarse de la catapulta, y finalmente Florís también apoyó las aspiraciones de Rüdiger explicando a Ricardo que había sido el maestro armero de Rüdiger en Lauenstein.

La primera vez que Rüdiger entró en combate junto al aquitano se sintió henchido de orgullo y, al menos por una vez, disfrutó de no destacar por su juventud, puesto que toda la tropa de intervención estaba formada por hombres como él: guerreros muy jóvenes, valientes y fuertes a los que sin embargo había que dirigir para que no se pasaran de la raya. El gallardo caballero y sus hombres daban que hablar gracias a sus acciones osadas pero siempre exitosas. Espiaban los castillos que habían de ser asediados e incluso lograron ocupar uno descubriendo y apresando al castellano durante una cabalgata de exploración. Florís se puso su armadura, montó en el caballo del castellano, entró en la fortaleza y abrió la puerta a sus amigos. Los hombres del castellano se entregaron en el acto y Ricardo Corazón de León felicitó a sus huestes soltando una carcajada.

Florís y sus hombres se repartían el dinero con el que los caballeros pagaban el rescate de sus caballos y armaduras. Con esos fondos, el caballero por fin pudo volver a comprar una tienda propia y ropas adecuadas. En los días siguientes, sobre todo estas últimas demostraron ser una buena inversión, porque por fin Florís conoció a la legendaria Leonor de Aquitania. La anciana reina había seguido a su hijo a sus tierras reconquistadas y el rey Ricardo dispuso que Florís y sus hombres se convirtieran en su escolta. No solo su vigor cualificaba a los jóvenes caballeros para dicha tarea: el rey sabía muy bien que su madre disfrutaba contemplando hombres apuestos y gallardos envueltos en brillantes armaduras. Leonor se mostró muy cordial y amable, y sonrió cuando Florís le hizo cumplidos empleando palabras refinadas.

—No cabe duda de que supone una pretensión especial que un caballero como vos preste el servicio a la dama a una anciana como yo —dijo Leonor en tono coqueto, pero Florís pudo asegurarle con sinceridad que no le costaba el menor esfuerzo.

Incluso a los ochenta años y tras haber dado a luz a diez hijos, Leonor de Aquitania seguía siendo una mujer hermosa. Su inteligencia y vivacidad compensaban las huellas del tiempo y su mirada era tan resplandeciente como durante su juventud. Por supuesto, la reina continuaba montando como una excelente amazona y alcanzó la residencia provisional de su hijo situada en Évreux sin el menor contratiempo.

En cuanto se hubo instalado, Leonor de Aquitania empezó a recibir en la corte según las reglas establecidas. Los primeros trovadores no tardaron en llegar, de manera que por las noches la música y las risas resonaban en las tiendas del campamento del rey y Florís podía lucir su nuevo atuendo de fiesta.

Otro joven caballero que alcanzó el ejército con su pequeño grupo de resignados guerreros en los primeros días de julio no estaba de humor para este tipo de pasatiempos. Charles de Sainte-Menenhould estaba cansado y desmoralizado después de que los caballeros de su padre, los de mayor edad, le hubieran soltado cuatro verdades tras el fracasado intento de liberar a Gerlin. Claro que ya habían abogado en contra del plan con anterioridad; en aquel momento Charles aún gozaba del apoyo de sus amigos más jóvenes, pero ahora que dos de ellos estaban heridos y solo evitaron caer prisioneros debido a una suerte increíble, las circunstancias habían cambiado.

—¡Podría haber habido muertos con mucha facilidad! —le reprochó uno de los caballeros de su padre a Charles—. ¡O aún peor: uno de ellos podría haber caído con vida en manos de los franceses! Entonces hubieran acusado a vuestra señora Lindis de complicidad, si es que aún no lo han hecho: ¿no se os ocurrió que los seguidores de Felipe son capaces de atar cabos? ¡En ese caso, ella hubiese perdido la libertad y quizá yaciera en alguna oscura mazmorra! Además, no comprendo por qué insististeis en liberarla con tanta urgencia, puesto que la mujer y el niño se encuentran bien y, sin duda, en algún momento el rey inglés pagará un rescate por ellos. ¡Vuestro heroísmo estaba impulsado por una decisión errónea, Charles, alegraos de que Dios se compadeciera de vuestra estupidez juvenil y hoy no debamos llorar a unos cuantos muertos!

La cuestión es que Charles acabó por reconocer su error y procuró idear una nueva estrategia. ¡El rey Ricardo tendría que liberar a su amada y su hijo por su cuenta! El joven caballero estaba impaciente por llegar al campamento del ejército de los ingleses para informar al rey de que Gerlin había caído prisionera. Había cabalgado lo más rápidamente posible, teniendo en cuenta que dos de sus compañeros estaban heridos, y solo debido a la insistencia de sus consejeros de más edad se tomó el tiempo de asearse y refrescarse un poco. Luego se presentó ante la tienda de Ricardo Plantagenet.

El carácter de Ricardo Corazón de León tendía a ser templado, pero esa noche no estaba precisamente de muy buen humor. El monarca acababa de enterarse de la muerte de Sancho VI, rey de Navarra, y las consecuencias de este óbito lo inquietaban. Su bonito plan, consistente en unir su ejército con el del hijo de Sancho en los alrededores de Vendôme, corría peligro. Lo más probable era que Sancho VII partiera de inmediato y lo que ocurriese con la fortaleza de Loches, cuyo asedio acababa de iniciar, le importaría muy poco. Por supuesto, el rey comprendía que el heredero del trono navarro debía tomar posesión de su legado, pero, en general, a Sancho se le consideraba un tanto irreflexivo. Ricardo hubiese proseguido con el asedio hasta la llegada del ejército de su aliado, pero eso no era de esperar por parte del impetuoso príncipe, así que el monarca inglés debía darse prisa: él y su ejército emprenderían la marcha a Loches al día siguiente, pero primero había que levantar media corte…

El rey oyó el canto de un trovador que surgía de la tienda de su madre. En realidad, escuchar música solía complacerlo, pero esa noche todo lo incordiaba y cuando su mariscal le anunció que un joven caballero recién llegado insistía en hablar con él, su humor no mejoró precisamente.

—Que le den de comer en alguna parte, que monte su tienda y que vuelva mañana —indicó al mariscal mientras se servía una copa de un excelente vino enviado por su madre. Leonor de Aquitania parecía tener un sexto sentido con respecto al estado de ánimo de su hijo: para la experta política, el significado de la muerte del navarro era muy claro.

—¡Brindo por vos, Sancho Jiménez! —murmuró el rey antes de vaciar la copa en honor al difunto.

Sancho el Sabio había gobernado Navarra durante muchos años y tanto el pueblo como la nobleza sentían un gran aprecio por él. Sumido en los recuerdos sobre el padre de Berenguela, su mujer, apenas advirtió que el mariscal había vuelto a entrar.

—Perdonad, sire, pero el caballero se niega a marcharse. Dice que es absolutamente necesario hablar con vos esta noche, aunque solo sea por causa del amor cortés.

—¿Por causa de qué? —exclamó Ricardo poniendo los ojos en blanco—. ¿Estáis seguro de que no es con mi madre con quien quiere hablar?

El mariscal sonrió.

—Estoy seguro, y me temo que si no le prestáis oídos nos aguarda una noche inquieta: este hombre parece muy decidido. Dios sabe qué lo impulsa. Por otra parte, es francés: se llama Charles de Sainte-Menenhould.

—De acuerdo —dijo el rey con un suspiro—. Dejadlo pasar, a lo mejor me levanta el ánimo…

En todo caso, Charles de Sainte-Menenhould sabía cómo comportarse en una corte real. Se arrodilló ante el rey, lo saludó con sumo respeto y solo entonces mencionó el asunto que lo ocupaba procurando ser discreto, puesto que no estaba a solas con el monarca: además del cada vez más curioso mariscal, dos íntimos amigos de Ricardo se apiñaban en sus aposentos privados: eran su guardia de corps, pues el caballero francés bien podía ser un asesino a sueldo.

Así que Charles procuró expresarse con tanta cautela que al principio el rey no comprendió sus insinuaciones.

—Decís que el enemigo posee algo que debe de ser muy precioso para mí… ¿A qué os referís? —preguntó en tono impaciente.

El joven caballero miró en torno y luego se dirigió al rey en voz baja.

—Se trata de un asunto… un tanto delicado…

Ricardo frunció el entrecejo.

—¡No me vengáis con acertijos, señor Charles! Es tarde y no tengo tiempo para escuchar vuestras insinuaciones: tengo otros menesteres. ¡Si habéis de decir algo, hacedlo ya! Y espero que la noticia sea merecedora del tiempo que pierdo con vos. Aún hay mucho que hacer. ¡Navarra se retira y ese perro francés ocupa mis castillos, sitia mis ciudades y destruye mis aldeas!

Charles de Sainte-Menenhould hizo una reverencia y volvió a tomar aire.

—¡Hace más que eso, majestad! ¡Mantiene prisioneros a vuestro hijo y a la madre de este!

Solo hacía unas horas que Florís de Trillon había regresado de una misión… y transmitido al rey la noticia de la muerte de Sancho el Sabio. En ese momento se regodeaba rodeado de sus caballeros, disfrutando de los comentarios ingeniosos de la reina Leonor y de las interpretaciones de los trovadores. No había contado con que esa noche el rey reclamara su presencia, pero obedeció la orden en el acto.

Ricardo Corazón de León recibió a su caballero a solas en su magnífica tienda. Estaba sentado en un sillón junto a las llamas de un brasero, sumido en profundas reflexiones.

Sire… —dijo Florís, llevándose la mano al corazón e inclinando la cabeza.

El rey le lanzó una media sonrisa.

—Os agradezco que hayáis acudido con tanta presteza, Florís. Tomad asiento, por favor, y bebed un trago de vino. Hemos… hemos de hablar de un asunto…

Durante la hora siguiente, Florís escuchó con gran fascinación el relato un tanto confuso del joven caballero, quien afirmaba haber descubierto a un hijo del rey en manos del ejército francés.

—El hombre me resulta bastante digno de crédito —dijo Ricardo al final—. Aunque también está locamente enamorado de la madre de mi supuesto hijo. Y, por supuesto, si Felipe realmente mantiene prisionero a un retoño de los Plantagenet, eso supondría una debacle…

—¿Acaso es posible? —preguntó Florís en tono cauteloso.

Ricardo se volvió hacia él.

—¡Claro que sí, puesto que no soy un monje! Por otra parte, nadie me ha informado de un nacimiento, y no tengo intención de poner en marcha todo el ejército solo por un mero rumor. Según ese Menenhould, han llevado a la mujer y al niño a Vendôme y es evidente que hemos de ocupar la ciudad, pero por el camino se encuentran unos cuantos castillos y aldeas que aún están en manos de los franceses. No soy partidario de dar un rodeo y librar la batalla decisiva en medio de los enemigos, precisamente ahora que ya no podemos contar con Sancho. ¡Así que se trata de un asunto para vos, De Trillon! Cabalgad hasta allí, haceos con los prisioneros y regresad. Será mejor que arregléis las cosas para que parezca que huyeron. Supongo que no estarán muy estrechamente vigilados; al parecer, el pequeño Menenhould y sus hombres casi logran liberarlos por su propia cuenta.

—¿Decís que atacó al ejército francés? —preguntó Florís, divertido.

El rey asintió con una sonrisa.

—Lo dicho: arde de amor cortés. El muchacho tuvo más suerte que entendimiento, pero seguro que se convertirá en un excelente caballero, si es que logra llegar a la edad adecuada para ello.

Florís rio.

—¿Puedo preguntar quién es la mujer, sire? ¿O acaso ignoráis su nombre?

El rey se frotó la frente.

—No, no, la mujer se presentó ante Charles como Gerlindis von Ornemünde, aunque lo cierto es que no recuerdo a ninguna muchacha de ese nombre…

Ricardo se mordió los labios. Por más que se esforzaba, no lograba recordar a una amante de cabellos castaños y ojos azules, al menos en el tiempo que pasó en Trifels. Pero el asunto se aclararía cuando la tuviese ante sí.

Florís de Trillon se quedó sin aliento y le costó controlarse para no pronunciar las palabras que tenía en la punta de la lengua. De inmediato experimentó una profunda simpatía por Charles de Sainte-Menenhould: ¡él también habría atacado al ejército francés por Gerlin von Ornemünde! Hubiese sitiado París, tomado prisionero al rey… El corazón le latía apresuradamente. La historia que le había contado Ricardo era extraña, pero resultaba bastante improbable que existieran dos Gerlindis von Ornemünde. ¡Volvería a ver a su amada!