El camino al Louvre atravesaba el puente del Sena y luego un tramo de bosque, pero pensar en una huida tal como Abram había considerado al principio resultaba impensable. Los carros que transportaban a los prisioneros estaban bien vigilados y a ese respecto no podían esperar ayuda por parte de Charles de Sainte-Menenhould. El caballero aún estaba demasiado ocupado en asimilar las insinuaciones de Gerlin y hallarle una explicación. Después de que ella nombrara a Ricardo, Charles no siguió haciendo preguntas: la etiqueta de la corte galante impedía tales indiscreciones. Sin embargo, contempló al pequeño Dietmar con respeto renovado y también parecía reflexionar sobre planes futuros. En todo caso, dejó de charlar con Gerlin, y, en cambio, cabalgaba a su lado en silencio o detrás del carro de los condenados.
Cuando por fin alcanzaron el Louvre, volvía a llover y los prisioneros estaban empapados y muertos de frío. Seguro que un día el complejo de edificios rodeado de una muralla ofrecería un aspecto defensivo impresionante, pero de momento más bien parecía una mezcla de lugar de encuentro de los ejércitos y una enorme obra en construcción. El Louvre era un castillo, la sede administrativa, una prisión y la cámara del tesoro. El Archivo de la Corona también se guardaba allí cuando el rey estaba en París, pero si el monarca se encontraba en otra parte o emprendía una campaña militar, como ocurría en ese momento, se llevaba los documentos consigo.
De momento, el único que residía en el Louvre era su gobernador, muy ocupado con el ejército y la administración, así que tampoco interrogó a Gerlin y a los demás de inmediato, sino que primero los hizo encerrar… en un alojamiento modesto pero bastante confortable. Las habitaciones incluso disponían de un lecho, pero Gerlin renunció a este y se lo cedió a Abram, que a duras penas lograba moverse tras el traqueteante trayecto en el carro. Miriam se ocupó de él mientras Gerlin encendía un fuego en la chimenea; el edificio era cuando menos moderno y la salida de humos, adecuada. El día anterior, en el albergue, el confort había sido mucho menor, pero Gerlin habría dado cualquier cosa porque nada de lo del día anterior hubiese sucedido y poder volver a pasar una noche maravillosa con Salomon. Mientras acunaba a Dietmar derramó silenciosas lágrimas por su amado.
No quería ni imaginar la agonía de Salomon; solo confiaba en que hubiera muerto con rapidez a causa de las heridas sufridas durante el combate. La muerte en la hoguera era algo tan horroroso que la mera idea hizo que Gerlin retrocediera de las llamas de la chimenea presa del espanto. Además, se sentía culpable: de no ser por ella y por Dietmar, Salomon y Abram jamás hubieran emprendido ese viaje, el médico habría seguido viviendo dedicado a sus enseñanzas y a su profesión, cultivando viñedos y criando caballos en secreto. Dietrich no debería haberle obligado a jurar que la protegería y ella tendría que haberlo eximido de dicho juramento a tiempo. Pero en el fondo de su corazón sabía que Salomon no lo hubiese aceptado. El médico la había amado desde mucho antes de la muerte de Dietrich, desde la primera vez que se encontraron en el castillo de Falkenberg.
Finalmente el llanto acabó por agotarla. Se envolvió en su abrigo y se tendió en la alfombrilla delante de la chimenea, sin soltar a Dietmar: lo abrazaba casi como había hecho en el albergue, cuando la proximidad de Salomon aún la intimidaba. Dietmar protestó un momento por el abrazo demasiado estrecho, pero, tras patalear y liberarse, se durmió pacíficamente. Al menos el niño no había tomado parte en todas las tragedias acaecidas ese día.
Madame Celestine había cuidado muy bien de él hasta que Miriam, completamente fuera de sí tras presenciar el combate, regresó al albergue temblando y gimoteando. Celestine solo logró que le relatara lo sucedido tras insistir un buen rato, pero después no tardó en sacar las conclusiones pertinentes. Los judíos de París vivían bajo un temor constante: que su fingida conversión fuera descubierta, motivo por el que unos cuantos disponían de planes muy concretos en caso de ser desenmascarados. Madame Celestine y su esposo también reunieron sus joyas y sus ahorros a toda prisa, cogieron sus hatillos siempre empacados y pusieron pies en polvorosa. Sabían que si lograban abandonar la Isla de la Cité antes de la llegada de los esbirros tendrían una buena oportunidad de escapar. Hacía el sur, había dicho madame Celestine en tono casi alegre; al parecer, ella y su esposo pensaban abrirse paso hasta al-Ándalus. Dado que viajaban como cristianos y estaban acostumbrados a fingir, era bastante probable que lograran atravesar tierras hispanas sin problemas. Después tendrían que encontrar comerciantes judíos que les ayudaran a atravesar la frontera. Gerlin deseó buena suerte a aquellas dos personas amables.
La propia Miriam había permanecido en el albergue con Dietmar, aunque madame Celestine le ofreció que los acompañara, pero la muchacha volvió a caer en la parálisis que siempre la afectaba cuando corría verdadero peligro. En vez de emprender medidas para salvarse, se había ocultado en el más oscuro rincón de la cocina, acunando a Dietmar y llorando en silencio. Fue en ese estado que Charles por fin la encontró. Esa noche dormía acurrucada junto a Abram, y, cada vez que despertaba de una pesadilla, sus gritos también desvelaban al pobre muchacho. Gerlin estaba casi tan preocupada por Miriam como por el joven judío. Esa muchacha no sería capaz de enfrentarse a mucho más, era imprescindible que pudiera pasar unos días sin amenazas ni emociones.
A la mañana siguiente, el administrador del Louvre empezó por enviar a su capellán de la corte a la prisión de Gerlin. La joven le causó muy buena impresión; se presentó con su nombre auténtico y aceptó la santa comunión de buen grado. Gerlin le había explicado a Miriam cómo persignarse correctamente, presentó a Abram como converso y resultó que «Konstantin» dominaba las oraciones a la perfección. Con respecto a la confesión, Gerlin recordó las predicciones astrológicas de Abram. Durante el viaje, el joven judío a menudo le había explicado cómo explayarse en insinuaciones para convencer a su interlocutor de algo sin decir auténticas mentiras. Con voz ahogada, Gerlin confesó una relación con un hombre inadecuado para su rango, pero al que sin embargo había amado, sin dejar de pensar en la noche pasada con Salomon y rompiendo a llorar, con lo cual se granjeó la compasión del no muy severo párroco, que de inmediato la consoló.
—En su inconmensurable sabiduría, Dios sabrá por qué os impuso esa carga —dijo, echando un vistazo elocuente al pequeño Dietmar—. Pero el niño ya ha sido bautizado, ¿verdad?
Gerlin le aseguró que el pequeño había sido acogido en la comunidad cristiana con todos los honores en el castillo de su padre y por fin el clérigo se retiró para informar al administrador del Louvre. Unas horas después, este requirió la presencia de la madre y del niño.
—¿Así que ese es el bastardo de Corazón de León? —preguntó con el ceño fruncido sin dejar de contempló a Dietmar, que gorjeaba alegremente.
Gerlin se sonrojó.
—Señor, nunca he…
—Y jamás lo admitiríais —dijo el hombre con una sonrisa burlona—. Sí, sí; después todas se vuelven honorables, pero al menos escogisteis un amante lucrativo: Berenguela aún no le ha dado hijos al rey, ¿verdad?
Gerlin no hizo ningún comentario.
El administrador deslizó un dedo bajo la barbilla de Dietmar y obligó al niño a alzar la vista.
—En todo caso existe un parecido —dijo—. El cabello rubio, los ojos… Los ha heredado de los Plantagenet. Y vos sois oriunda de tierras alemanas… Allí detuvieron a ese bribón.
Gerlin asintió, aunque en realidad Ricardo fue detenido en Austria. El rencoroso duque Leopold V lo había tomado prisionero de regreso de Tierra Santa, después de que el rey lo ofendiera durante la cruzada. Luego, puede que tanto el emperador alemán como el rey francés se inmiscuyeran en las negociaciones sobre el rescate y se desquitaran.
—Sea como fuere… Al parecer la historia es verdad. ¡Un asunto demencial! —dijo el administrador, riendo—. Pero una suerte para nuestro rey: no cabe duda de que vuestro amante pagará una bonita suma por el rescate… y quizá se enfurezca bastante cuando le sugiramos que su hijito sea criado en la corte francesa…
Esto último era una manera elegante de denominar el cautiverio de los rehenes, aunque para el niño en cuestión ni siquiera supondría una desventaja. Era bastante frecuente que, a fin de preservar la paz, los niños de ilustre cuna fueran criados en las familias de los peores enemigos de sus padres. Allí, en general, recibían una excelente educación y más adelante abandonaban las cortes con importantes obsequios… y como amigos de por vida. No obstante, por motivos evidentes, dicha solución resultaba imposible, y Gerlin apretó al pequeño contra su pecho con expresión temerosa.
—Ojalá supiera qué hacer con vos ahora mismo —prosiguió el gobernador, suspirando—. Aquí en París resultáis inútil para el rey; además, estoy convencido de que él mismo querrá decidir qué hacer con vos. Lo mejor… Sí, lo mejor será que os envíe a Vendôme. Que el rey disponga qué hacer con vos, tal vez vuestra llegada influirá sobre el asedio… De todos modos, mañana dos tropas se pondrán en marcha hacia allí y vos podréis cabalgar con ellos. Sabéis montar, ¿verdad?
Gerlin asintió, pero entonces pensó en Abram y Miriam.
—¿Y mi séquito? —preguntó en el tono más arrogante que pudo—. ¿Mis criados? ¡Al rey le disgustará saber que su… su pupilo viaja como un niño pordiosero!
El administrador frunció el ceño.
—¡La princesita presenta exigencias! ¡Se niega a viajar sin su doncella y sus criados! Pero de acuerdo: el niño es de cuna noble y comprendo que ha de viajar de un modo correspondiente a su rango, así que dispondré un carro para la dama y sus criados. ¿Y qué pasa con ese rumor de que en realidad se trata de judíos?
Abram aún estaba tendido en la cama, muy dolorido, pero cuando Gerlin le relató la historia, no pudo contener la risa.
—¡El bastardo de Plantagenet! ¡Y todos se lo creen! ¡Felicitaciones, Gerlin, ha sido una idea estupenda!
—En algún momento descubrirán la verdad —dijo Miriam, temerosa.
Abram asintió.
—Pero al menos la argucia nos proporciona un plazo de gracia considerable. Quién sabe lo que ocurre en Vendôme… En este momento está sitiada, ¿no? Por parte de un rey… ¿o del otro? En todo caso, habrá un caos considerable y, además, siempre es más fácil escapar durante un viaje que superar las murallas del Louvre. ¡Anímate, Miriam, lo lograremos!
La fortaleza de Vendôme estaba sitiada por el rey Felipe. Durante el cautiverio de Ricardo Plantagenet, Francia se había adueñado de las propiedades de Anjou, pero el gobernador de los Plantagenet y el pueblo, que amaba al rey Ricardo y aún más a la reina Leonor, se levantaron en armas contra los ocupantes. La gente se enorgullecía del coraje de Corazón de León y de la belleza y encanto de su madre, por no mencionar que Ricardo nunca había sido mezquino con los habitantes de sus tierras: incluso desde Tierra Santa decidió aumentar el sueldo de sus tropas apostadas en la frontera cuando se enteró de la amenaza procedente de Francia, así que los caballeros defendían sus castillos, las ciudades y sus fortalezas con gran determinación. Hacía meses que el rey Felipe guerreaba y entonces, cuando Ricardo y su ejército desembarcaron en la costa de Normandía y el príncipe Sancho de Navarra, su cuñado y aliado, se aproximaba a él con otro ejército, la resistencia aumentó de intensidad.
En realidad, Francia tenía escasas posibilidades de conservar las tierras, pero el rey Felipe siguió combatiendo con ahínco, de momento contra las tropas del conde de Vendôme, a las que confiaba en reducir por el hambre sitiando la fortaleza, pero ello no resultó muy eficaz. La ciudad estaba rodeada de pequeños feudos que tampoco se sometían al rey y cuyos señores conocían numerosos caminos a través de los cuales podían introducir provisiones en la ciudad. A Felipe le hubiese venido muy bien una buena noticia: por ejemplo, el descubrimiento de la existencia de unos rehenes mediante los cuales extorsionar a Ricardo Plantagenet.
El administrador del Louvre, que por supuesto estaba al corriente de la situación y confiaba en obtener ventajas granjeándose la simpatía del rey, organizó la partida de Gerlin y su séquito con la mayor rapidez posible y no reparó en gastos para equiparla de acuerdo a su rango. Sus atenciones llegaron al extremo de enviar a un hombre al mercado de caballos para comprar un palafrén para Gerlin, quien, perpleja pero muy contenta, saludó a Sirene, la mula blanca. Alguien debía de haber descubierto la mula en las caballerizas del albergue judío y la había confiscado.
—Este animal no se despega de nosotros —dijo Abram, sonriendo.
Haciendo un esfuerzo, el joven judío se encaramó al pescante del carro entoldado; aún no se encontraba bien, pero el día anterior había obtenido unos ungüentos y unas hierbas que al menos aliviaban sus dolores. Tenía los ojos hinchados y amoratados, lo que le confería un aspecto oriental, pero al menos volvía a ver y podía conducir el carro. Los prisioneros de alcurnia y su séquito no eran transportados encadenados o en carros con barrotes: se confiaba en su palabra y su escolta solo consistía en algunos coraceros.
Gerlin hubiera deseado que los acompañara Charles de Sainte-Menenhould, pero, una vez que llegaron al Louvre, el caballero desapareció. Durante un momento pensó en preguntar por él, pero luego desechó la idea. Tal vez tuviera buenos motivos para ausentarse.
La tropa encargada de vigilar a Gerlin solo estaba formada por caballeros y sus donceles, además de algunos carros con provisiones, así que nadie iba a pie y el contingente avanzó con rapidez. Sin embargo, volvía a llover y durante la noche de la primera jornada de viaje se produjo un incidente curioso: un grupo de hombres armados intentó atacar la retaguardia de la comitiva.
Gerlin, que cabalgaba por delante de su carro entoldado y de los carros del ejército cargados de provisiones, de pronto se encontró en medio de la refriega, cuando unos hombres surgieron del bosque. Ya oscurecía, pero los caballeros y los donceles todavía no habían montado el campamento. Debido al mal tiempo, habían avanzado con lentitud, pero insistían en alcanzar la meta de la etapa. No temían cabalgar en medio de la oscuridad, porque, ¿quién osaría atacar al ejército del rey?
Sin embargo, los seis coraceros que se acercaban al galope no temían a la muerte ni al diablo. Cuando uno de ellos avanzó directamente hacia ella y trató de coger las riendas de Sirene, Gerlin soltó un grito. Presa del terror, intentó alejar a la mula, pero entonces reconoció al caballo de Charles.
—¡Callad de inmediato, mi señora Lindis, estamos aquí para rescataros! —siseó el caballero, mientras otro procuraba encaramarse al pescante del carro entoldado que Abram defendía blandiendo el látigo. No habían confiado una espada al «criado» de los rehenes, de lo contrario seguro que hubiera habido muertos.
—¡Estáis loco, Charles! —le espetó Gerlin, tratando de detenerlo, pero entonces otros caballeros ya se acercaban a toda prisa para abalanzarse sobre los atacantes.
Durante unos instantes, Charles de Sainte-Menenhould pareció reflexionar si merecía la pena que él y sus hombres se involucraran en un combate con sesenta caballeros y sus donceles, pero entonces uno de sus acompañantes derribó al caballero a quien Charles acaba de desafiar.
—¡Vamos, monseigneur, seguro que no estáis cansado de vivir!, ¿verdad? —dijo uno de los caballeros de mayor edad que acompañaban a Charles.
—Lo siento, mi señora Lindis…
Gerlin no lo comprendía. ¡Incluso en ese momento, el insensato joven recurría a las palabras galantes!
—¡Desapareced, Charles! —chilló. ¡Que la sangre de ese soñador también manchara sus manos era impensable!
Durante instantes que parecieron eternos, Gerlin oyó el entrechocar de espadas y escudos, y los gritos. Pero entonces los atacantes huyeron, y, para alivio de la joven viuda, no quedó ningún muerto en el campo de batalla: solo dos caballeros de su escolta habían sido derribados del caballo y se frotaban los hombros y las caderas doloridas, por lo demás no había ocurrido nada. El comandante de los coraceros estaba tan desconcertado como sus hombres.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó, perplejo—. No se habrá tratado de un intento de liberar a los prisioneros, ¿verdad?
Miró a Gerlin con severidad, pero más que culpable, ella parecía sorprendida y confusa, y todos vieron que se había defendido de los atacantes. Además, su doncella reaccionó con histeria total: seguro que la joven que temblaba y chillaba no esperaba que la raptaran.
—Más bien habrán sido salteadores de caminos que querían quedarse con nuestros carros —dijo uno de los caballeros—. Por eso se abalanzaron directamente sobre los vehículos entoldados. ¡Unos locos! Como si hubiese existido la más mínima oportunidad de obtener un botín.
—La gente está hambrienta —intervino Gerlin, y les informó del ataque del grupo de campesinos al contingente de peregrinos acaecido hacía unas semanas—. Y además pretendían raptar a las mujeres, mi doncella casi cayó victima de los bribones. Os agradezco de todo corazón que me hayáis salvado, caballeros. ¡Estoy convencida de que el rey sabrá apreciar vuestra acción!
Cuando los caballeros dieron por zanjado el asunto, Gerlin suspiró aliviada… y rogó que a Charles no se le ocurriera hacer otro intento. Pero seguro que sus hombres se lo impedirían y, en silencio, dio las gracias a la sensatez del padre de Charles: lo mejor que podía haber hecho por su impetuoso hijo era precisamente proporcionarle consejeros de mayor edad.
Los caballeros contaban con que el viaje a Vendôme llevaría tres días, pero de hecho tardaron cuatro en alcanzar la fortaleza. No había dejado de llover y Gerlin agradeció al cielo cuando la albergaron a ella y a su séquito en la abadía de La Trinité. El rey Felipe había ocupado el convento, pero los monjes y los guardianes de la iglesia de peregrinación de Sancta Lacrima estaban de parte de los Plantagenet. Allí recibieron a Gerlin y a los suyos como si se tratara de una comitiva de la realeza y ella empezó a sentir cierta inquietud. En realidad, había albergado la esperanza de que los franceses guardaran el secreto del supuesto origen de Dietmar, pero de hecho la noticia se extendió con velocidad realmente pasmosa. Y el intento de Charles de raptarlo no había hecho más que dar alas a la leyenda. Aunque el comandante de la tropa restó importancia al asunto afirmando que habían sido salteadores de caminos, en el ejército había un par de trovadores que convirtieron el incidente en una canción. La hermosa rehén y el que quizá fuese hijo del rey encendieron su fantasía.
El día después de su llegada a Vendôme, Gerlin recibió un susto de muerte: recogieron a su hijo en el convento y lo llevaron ante el rey. La joven madre pasó un par de horas angustiosas en sus aposentos cuando de improviso apareció el monarca en persona acompañado de sus caballeros y le devolvió a su hijo. Tal como le informó el abad no sin nerviosismo, el rey Felipe también quería echar un vistazo a la madre.
—El bueno de Ricardo tiene un gusto excelente —fue el comentario del rey cuando Gerlin lo saludó con una profunda reverencia. Felipe II era un hombre apuesto de largos cabellos castaños y ojos azules de mirada penetrante—. Y muy diestro en elegir a las jóvenes más bonitas. ¿Dónde os encontró, madame? ¿En Trifels? ¿O quizás en Dürnstein?
Se trataba de los castillos donde Ricardo pasó su cautiverio.
—No puedo decir nada al respecto —contestó Gerlin, ruborizándose.
El rey soltó una carcajada.
—Sois un poco tímida, ¿verdad? Pero vuestro pequeño no puede desmentir sus orígenes: es evidente que se trata de un Plantagenet. Creo que en breve le enviaré una carta al rey; seguro que se alegrará al saber que su retoño ha llegado aquí sano y salvo y que recibe los cuidados adecuados… Estáis satisfecha con vuestro alojamiento, ¿no es así?
El rey deslizó la mirada por las habitaciones sobrias pero limpias del convento y se detuvo en el atuendo sencillo de Gerlin.
—Podríamos proporcionaros vestidos más conformes a vuestro rango… Me han dicho que viajabais como la mujer de un juglar. Muy divertido… Pero Ricardo siempre fue un aficionado al disfraz: cuando lo tomaron prisionero viajaba vestido de comerciante. Bien, haré que os envíen algunas ropas.
Gerlin inspiró profundamente.
—¿Podría… podría recuperar mis joyas? —preguntó—. ¿Un… un medallón y un brazalete de oro rojo?
Esa pretensión pareció divertir aún más al monarca.
—¡Vaya, el famoso medallón con las palabras escritas por la reina Leonor! ¿Acaso ya no os ha causado bastantes problemas? Y un brazalete… ¡Dejadme que lo adivine: se trata de un regalo del rey! Me temo que será el único, bella mía. Todo el tesoro de Ricardo acabó en las manos de quienes cobraron el rescate…
Gerlin estuvo a punto de replicar que en ese momento el rey Ricardo se dedicaba a reconquistar un par de las comarcas más productivas de su reino, pero optó por guardar silencio. ¡Qué le importaban las burlas de ese hombre! Dada la situación, más valía no tener a Felipe como adversario.
No tardó en comprobar que la prudencia había sido una sabia consejera. Unas horas después de la visita de Felipe le entregaron un arcón y un cofrecillo que contenía el medallón de Leonor, así como el regalo de bienvenida de Dietrich. Cuando lo deslizó por encima de su mano, Gerlin no pudo contener las lágrimas. En pocos meses pasados había perdido tantas cosas… su esposo, su hogar y por último a Salomon. Por primera vez en muchas semanas, volvió a pensar en Florís. ¿Dónde estaría el caballero? ¿La estaría buscando o quizás había muerto a causa de sus heridas? Gerlin no se hacía ilusiones sobre los cuidados prodigados a los enfermos en los conventos. Los monjes hacían cuanto podían, pero ante la menor complicación no les quedaba más remedio que limitarse a rezar.
Durante un par de días, Gerlin y los suyos disfrutaron de la tranquilidad de la abadía. Las heridas de Abram cicatrizaban y ya volvía a pensar en una huida, pero Gerlin consideró que cualquier intento en este sentido sería inútil. Toda la región en torno a Vendôme estaba ocupada por las tropas francesas, y aunque sin duda existían redes entre los seguidores de Ricardo, los prisioneros las desconocían, y, en esa ocasión, el talento de Abram para descubrirlas y ponerlas en marcha fracasó. Para lograrlo debería haber establecido un contacto íntimo con los monjes y eso amedrentaba al judío.
—¡Pero algo ha de ocurrir en los próximos días! —dijo la inquieta y preocupada Miriam. Estaba nerviosa y apenas logró escanciarle una copa de vino a Gerlin sin dejar caer el jarro.
—Cuando el rey Ricardo reciba la carta no tardará en contestar que él no tiene ningún hijo.
Abram se encogió de hombros.
—Es imposible que lo sepa —comentó Abram en tono práctico—. A menos que durante su cautiverio haya vivido como un monje, y eso me parece improbable.
Sin embargo, el rey exigiría nuevas pruebas, querría saber el nombre preciso de la madre, las circunstancias de su encuentro con ella… Al pensar en las consecuencias de sus embustes, también a Gerlin le temblaban las manos. Compartía los temores de Miriam cuando ambas mujeres se asomaron a la ventana de la casa de huéspedes y divisaron el movimiento de tropas en torno a Vendôme.
—Al parecer el rey quiere atacar —dijo Gerlin, sintiendo la boca seca—. ¿O acaso es el conde que planea un ataque?
Abram negó con la cabeza.
—El conde no es tonto, sabe perfectamente que lo mejor para Plantagenet es mantener ocupado al rey aquí. Y esos individuos… —dijo, señalando el campamento junto al convento, ocupado sobre todo por las tropas de reserva y donde también cuidaban de los enfermos y los heridos— esos tampoco se preparan para entrar en combate. Para eso no necesitan desmontar las tiendas. No, Gerlin, ¡esa gente se larga!
Y, de hecho, durante las horas siguientes, los prisioneros observaron como cargaban las tiendas a lomos de mulos y a los heridos en carros entoldados: las tropas se preparaban para emprender la marcha. Entonces el abad de convento anunció su visita. Gerlin lo recibió en la más amplia de sus habitaciones, vestida con ropas oscuras y cubierta por un velo.
—He venido para informaros por orden del rey que os trasladarán a otro lugar —dijo el monje tras saludarla amablemente—. Nuestro monarca se retirará a los dominios de la corona y vos lo acompañaréis.
Con ello, el abad se refería a la principal comarca francesa en torno a Orleans: la única donde la soberanía a Felipe II no se enfrentaba a ninguna disputa. En cuanto al resto de Francia, el monarca no solo luchaba contra los Plantagenet, sino también contra poderosos señores feudales franceses.
—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Gerlin, desconcertada—. Creí que quería enfrentarse a Ricardo en el campo de batalla.
—Quizá no con tanta urgencia —dijo el abad, esbozando una sonrisa pícara—. O, en todo caso, no aquí ni ahora. Ha llegado a nuestros oídos, e indudablemente también a los de Su Majestad, que el príncipe de Navarra, el aliado del rey Ricardo, ha interrumpido el sitio a la fortaleza de Loches para regresar a España.
—¿Loches? —Gerlin dio un respingo al oír el nombre de la fortaleza—. ¿Loches está sitiada?
¡El castillo de Loches, el feudo de Linhardt von Ornemünde y su auténtica meta, resultaba ser otra fortaleza en disputa! ¡Y, al parecer, quien la sitiaba era un aliado de Ricardo Corazón de León! Así que el tío de Dietrich debía de haber perdido el castillo. ¿Dónde se encontraría en ese momento, por el amor de Dios? ¿Con el ejército del rey Ricardo? ¿O acaso prisionero en las mazmorras de su propia fortaleza?
—Pues resulta que Loches ya no está sitiada —repitió el abad en tono paciente—. El padre de Sancho, Dios lo tenga en su gloria, ha muerto repentinamente. El príncipe ha de encargarse de poner en orden los asuntos de su propio reino. Por eso el rey Ricardo emprendió camino a Loches para proseguir con la lucha, y para ello ha de atravesar la comarca de Vendôme. Al saberlo, a Su Majestad el rey Felipe… bien, por decirlo de manera un tanto desdeñosa…, le entró miedo y se echó atrás.
Gerlin se esforzó por concentrarse: el destino de Linhardt von Ornemünde le importaba mucho más que la retirada de los franceses de Vendôme. No obstante, prestó atención a las siguientes palabras del abad, quien le comunicó que por lo visto el rey Felipe se disponía a partir apresuradamente. Planeaba adelantarse a caballo a su ejército en compañía de un grupo de caballeros y llevarse los archivos reales, por supuesto, además de a Gerlin y Dietmar, sus dos valiosos rehenes.
—Debéis dejar el carro aquí —le dijo el abad—, al igual que vuestra servidumbre, que podrá unirse al ejército y volver a encontrarse con vos en Orleans.
Gerlin frunció el ceño.
—¿Y mi hijo? —quiso saber—. ¿Cómo piensa transportar al niño?
El abad se encogió de hombros.
—Supongo que el rey Felipe no ha reflexionado demasiado al respecto —dijo entonces—. Pero podéis cabalgar con el pequeño en brazos, ¿no? O encargarle la tarea a un caballero. En todo caso habéis de daros prisa, puesto que el rey no aceptará la presencia de otro carro. Además, no supone una gran distancia.
Inquieta, Gerlin se preparó para emprender viaje. El arcón del rey era valioso y además contenía ropas de abrigo. Entre otras prendas había un manto amplio y pesado que la protegería de la lluvia tanto a ella como al niño. No obstante, de momento lucía el sol y los caminos se secaban con rapidez. Si el rey de verdad tenía prisa, solo tardarían un día en atravesar la frontera de los dominios de la corona.