A diferencia de la encargada de los baños, Gerlin y Abram no fueron obligados a subir las escaleras, sino que fueron trasladados al sótano de la torre y de camino pasaron junto a instrumentos de tortura cuya mera visión hizo que a Gerlin se le helara la sangre en las venas. Sin embargo, era evidente que allí no se celebraban interrogatorios importantes: a los delincuentes peligrosos, de los cuales se esperaba obtener declaraciones decisivas, los trasladaban directamente a las mazmorras mejor equipadas del Louvre.
Cuando la arrojaron a una diminuta celda donde solo habían dispuesto un montón de heno mugriento, Gerlin se estremeció. Por fin logró recuperar el aliento y notó el dolor en las piernas tras la prolongada carrera. El sudor que le cubría el cuerpo empezó a secarse y percibió el frío que reinaba en la celda. Solo llevaba un ligero vestido de verano, había perdido el abrigo durante la huida y, temblando, tanteó las paredes y el suelo. Apenas logró distinguir lo que la rodeaba en medio de la oscuridad y si se enderezaba chocaba contra el techo con la cabeza. La celda solo era un agujero en la tierra con barrotes de hierro a un lado, pero a lo mejor le habían dejado un poco agua; tenía la garganta seca y le dolía la cabeza.
Finalmente descubrió un jarro de agua y aunque sabía a podrido bebió varios tragos para aliviar la sed. Entonces resonó un gemido al otro lado del muro y de pronto recordó vagamente que habían arrojado a Abram a una celda similar contigua. ¿Podrían comunicarse a través de los barrotes?
—¿Abram? —preguntó en voz baja—. Abram…, ¿estás herido? —añadió, dejando a un lado cualquier formalidad.
De la celda adjunta surgió un rumor. Al parecer, se trataba de un agujero similar, separado del suyo por un muro. Gerlin no habría logrado ver a su amigo aunque la celda hubiera estado iluminada, pero al menos oyó su voz.
—Gerlin… Gerlin, ¿tienes agua? —preguntó Abram débilmente.
—En un nicho a la derecha de los barrotes encontrarás un jarro de barro —contestó Gerlin.
Oyó los torpes intentos de Abram de arrastrarse hasta allí y confió en que ambas celdas fueran idénticas, pero entonces oyó que el muchacho reprimía una maldición: su amigo debía de haber cogido el jarro con sus manos destrozadas y le pareció que bebía apresuradamente.
—¿Cómo tienes las manos, Abram? —preguntó en tono preocupado—. ¿Tienes algún hueso roto?
—¡Qué va! —respondió él. Su voz había recuperado su habitual tono animado—. Solo he sufrido un golpe, igual que en el hombro: cuando me arrojaron dentro de la celda no pude sostenerme y caí de lado. No os preocupéis, no es nada grave, pero no creo que vaya a vivir el tiempo suficiente como para que sanen.
—¿Qué harán con nosotros, Abram? —dijo Gerlin, lanzando un suspiro—. ¿Y que pasará con Dietmar… y con Salomon…?
—Dejad de pensar en él —susurró Abram—. Hemos de preocuparnos por los vivos, por nosotros mismos para ser exactos, y después por Dietmar y Miriam…
—¿Pero qué podemos hacer? —preguntó Gerlin, desesperada—. Desde aquí…
—No creo que permanezcamos mucho tiempo en este lugar. Al menos, vos no: ese medallón que llevabais despertó la inquietud y la curiosidad de los esbirros. ¿Qué era, Gerlin? O, mejor dicho, ¿cómo podríamos utilizarlo?
En breves palabras, Gerlin le explicó que se trataba de un obsequio de la señora Aliénor. El muchacho soltó un silbido.
—Otro motivo más para descuartizarnos —comentó luego—. ¡Creerán que somos espías de Ricardo Plantagenet disfrazados de judíos!
Gerlin negó con la cabeza, aunque Abram no podía verla, desde luego.
—¿Por qué un espía habría de disfrazarse de judío? Quiero decir que…
Antes de que lograra expresar la idea, la luz de una antorcha iluminó la celda. Uno de los esbirros apareció en la escalera y abrió la celda de Gerlin.
—Venid conmigo, os interrogarán —le espetó, obligándola a ponerse de pie.
Gerlin, que se había desplomado en el heno, se levantó haciendo un esfuerzo, siguió al hombre a regañadientes y parpadeó en medio de la penumbra del despacho, donde se desarrollaba un acalorado debate. Charles de Sainte-Menenhould aún estaba presente y discutía con un hombre alto y delgado que, a juzgar por su uniforme, quizá fuese un comandante de los guardias. Los esbirros debían de haber llamado a su superior. En ese momento, el hombre contemplaba el medallón con el ceño fruncido.
—¿Qué se supone que tiene de especial? —preguntó en tono malhumorado—. Hace un momento dijisteis que la muchacha es judía. Puede que su padre posea una casa de empeños y que la joya proceda de allí.
—Perdonad, monsieur, pero hace años que el rey expulsó a los judíos —objetó el escriba—. Desde entonces solo hay dos casas de empeños en París, ambas dirigidas por bribones, pero cristianos viejos. Y esos individuos y sus mujeres son conocidos. Ella no pertenece a sus familias.
—¡Claro que no! —lo interrumpió Charles de Sainte-Menenhould—. Ella no es de aquí, es oriunda de Baviera.
—¡Pero habla francés como una nativa! —exclamó el esbirro, que había apresado y arrastrado hasta allí a Gerlin—. Aunque no como una parisina.
—Debe de haber aprendido la lengua en la corte, ya que pertenece a la nobleza —dijo Charles—. Creedme, monsieur, para un caballero salta a la vista.
—¿No afirmasteis hace un momento que era una peregrina? —preguntó el esbirro en tono irónico.
—Bien, ¿entonces qué es, monsieur? —soltó el comandante dirigiéndose al caballero—. ¡Y os lo advierto: decid la verdad! ¡Si todo este asunto resultara ser un caso de traición o de espionaje, habéis de saber que los caballeros también pueden morir ahorcados!
Charles de Sainte-Menenhould se enderezó.
—Como mucho, los caballeros pueden ser ajusticiados con la espada —replicó—. A condición de que antes los priven de su dignidad de caballeros, algo que solo es posible si…
—¡Voto a bríos, caballero, decid lo que tengáis que decir de una vez!
Era evidente que el comandante tenía otras cosas que hacer y el asunto de Gerlin suponía un incordio… ¿O tal vez lo desbordaba?
Charles le lanzó una mirada apenada a Gerlin. Era obvio que deseaba protegerla, pero su condición lo obligaba a decir la verdad.
—Cuando conocí a la señora Lindis, era la esposa de un barbero cristiano —empezó a decir.
Gerlin lo escuchó con espanto cada vez mayor. Charles solo dijo la verdad; describió el extraño grupo de viajeros que acompañaba a Martinus y también su desconcierto ante la conducta de Gerlin. Para los oídos de un cortesano, todo aquello sonaba a la excitante historia de un secreto, tal vez relacionado con la política, pero mucho más probablemente con el amor o con una querella entre familias de la nobleza. No obstante, los esbirros creerían que habían atrapado a unos espías.
—¡Son traidores a sueldo de Ricardo Plantagenet! —fue la conclusión a la que llegó el comandante, quien miró a Gerlin con severidad.
—¿Qué tenéis que decir al respecto, mi señora… Lindis? Si es que ese es vuestro auténtico nombre.
—Soy Gerlindis von Ornemünde y Lauenstein —declaró esta, suspirando—. ¡Pero no soy una espía! ¿Cómo podría serlo, puesto que llegamos aquí desde Baviera? ¿Dónde nos habría reclutado el rey inglés? Solo soy…
Gerlin no sabía qué decir, no se le ocurría ninguna historia. «¿Y si me limitara a contar la verdad?», pensó.
En ese momento se abrió la puerta que daba a las celdas bajo tierra y aparecieron dos esbirros.
—¡En todo caso, quería reunirse con el rey! —declaró uno de ellos en tono triunfal—. Pero al inglés, no al nuestro.
Gerlin trató de tomar aire.
—Acabamos de interrogar al muchacho judío. No comprendo por qué os andáis con tantas vueltas, ese bribón estaba con ella, ¿no? Así que debía de saber de dónde proviene. En todo caso, logramos que confesara.
—¿Lo habéis torturado? —preguntó Gerlin con voz apagada. Bajo la jurisdicción de Dietrich, en Lauenstein nadie había sido sometido a tormento. Salomon no había dejado de explicar a su joven alumno que las confesiones obtenidas bajo tortura no tenían ningún valor: cuando el dolor se volvía insoportable, todos lo confesaban todo.
El esbirro sonrió.
—Solo le hemos hecho cosquillas. Ese no aguanta mucho, claro: es judío… Cantó como un pajarillo. ¡Seguro que sabe más cosas, pero que se encarguen de averiguarlas en el Louvre!
—¿Y qué ha dicho?
En la frente del comandante empezó a palpitar una vena: primero el caballero obstinado, luego su propio subalterno que tomaba decisiones por su cuenta. Era evidente que todo el asunto empezaba a superar a ese hombre aún bastante joven.
—Que su tío era el encargado de acompañar a la mujer hasta Normandía. ¡A la mujer y a su hijo! De incógnito, por eso recurrieron a comerciantes judíos, no a caballeros. Ella tiene algo que interesa al Plantagenet. Al parecer, el muchacho no sabe nada al respecto, solo lo habrían contratado para conducir el carro y porque conoce los caminos.
—¿Y dónde se encuentra ese niño? —preguntó el comandante.
Gerlin volvió a cobrar esperanzas. Abram no la había delatado bajo la tortura. ¡Debía de tener un plan! Al menos se le había ocurrido algo para sacar a Dietmar del albergue; Gerlin quiso soltarles la dirección, pero entonces consideró que sería más astuto callar.
—¡Hablad, mujer! —gritó el comandante—. ¡Seáis quien seáis, estáis jugando con vuestra vida!
—¡Haced el favor de dirigiros a ella de manera respetuosa, monsieur! —lo interrumpió Charles de Sainte-Menenhould—. Ya lo habéis oído: la dama pertenece a la nobleza… quizás incluso sea de sangre real…
«¿De sangre real? —pensó Gerlin—. ¿Adónde quiere ir a parar el caballero?»
Entonces Charles se dirigió a ella en tono amable.
—Creo que realmente será mejor que digáis la verdad, mi señora. Al menos en cuanto a dónde se encuentra vuestro hijo. Porque el niño que viajaba con vos es vuestro hijo, ¿verdad?
—¡Claro que es mi hijo! —espetó Gerlin.
—¿Y quién es el padre? —preguntó el esbirro.
Charles le lanzó una mirada de desaprobación. Gerlin no respondió; había recuperado el valor y se condujo como correspondía a su rango: una aristócrata no tenía por qué dar cuentas de sus asuntos a un ayudante de verdugo.
—Al niño no le ocurrirá nada, lo prometo por mi honor de caballero. Y mi amigo, el comandante de la guardia de la ciudad, también os dará su palabra, ¿verdad? —dijo Charles, y le dirigió una mirada tanto de complicidad como de advertencia. El hombre asintió con expresión resignada.
Gerlin se mordió los labios.
—¿Permitís que os ruegue, caballero, que recojáis a mi hijo personalmente?
La idea de que los brutales esbirros arrancaran al niño de los brazos de la dueña del albergue la horrorizaba.
Charles hizo una profunda reverencia.
—¡A vuestro servicio, mi señora!
—¡Pero enviaré a dos de mis hombres con vos! —exclamó el comandante, que no quería dejar todo el asunto en manos del caballero.
Sin perder la calma, Gerlin les dijo el nombre del albergue. Por más lamentable que fuera su situación, había llegado el momento de demostrar la dignidad y superioridad de la nobleza, y cuando volvieron a conducirla a su celda subterránea casi sintió alivio, un consuelo que se desvaneció en cuanto pasó junto a la celda de Abram y vio que estaba tendido como muerto encima del heno mugriento. ¿Acaso los esbirros sí lo habían torturado?
—Me dieron una paliza —declaró Abram con voz ahogada, una vez que los hombres arrojaron a Gerlin a la oscura celda y ambos prisioneros volvieron a estar a solas—. Me duele todo el cuerpo, Gerlin… pero no me rompieron ningún hueso, no es grave. Y encima no hubiese sido necesario, puesto que yo quería hablar. Escúchame, se me ha ocurrido una idea. Ese medallón, ese vínculo con Ricardo… es nuestra única oportunidad. Hemos de conseguir que crean que eres valiosa para el rey. O que Dietmar lo es. ¿Has admitido que eres su madre? A lo mejor podemos decir que es un pariente de los duques de Aquitania… En todo caso, hemos de recuperarlo… y salir de este agujero. Si te reconocen como aristócrata te adjudicarán una celda confortable, sobre todo si el niño está contigo. Quizá no la sometan a una vigilancia estricta… ¡Tal vez logremos huir!
Los barrotes de la celda solo tardaron unas horas en volver a abrirse para Gerlin y en esa ocasión también para Abram. Los guardias los arrastraron fuera —Abram, soltando gemidos, apenas lograba mantenerse en pie— y los obligaron a subir las escaleras. La comitiva atravesó el despacho hasta alcanzar un patio interior y por fin los prisioneros se encaramaron a un pequeño carro enrejado.
—Es el carro de los condenados a muerte —musitó Gerlin—. No… nos ajusticiarán, ¿verdad?
Los esbirros rieron.
—¿Y por qué no, mi señora? Hoy la chusma ya ha quemado a un par de judíos en el Puerto de La Grève. Deberíamos haber intervenido, pero por desgracia llegamos un poco demasiado tarde para salvarlos. Por supuesto, los hombres del rey hubieran preferido interrogarlos antes, pero cuando el pueblo le echa mano a un hebreo disfrazado de cristiano…
—¿Uno? —preguntó Gerlin, y pensó en Salomon.
—Cinco en el Puerto de La Grève —le informó el risueño esbirro—. Pero hoy queman y ahorcan en toda la Isla de la Cité. Esa casa de baños albergaba un nido de víboras, debe de guardar alguna relación con la idolatría, pues todas sus mujeres acuden allí. Solo hubo que pellizcar al marido de la encargada para que confesara todos los nombres…
Gerlin elevó una plegaria por la amable dueña del albergue y rogó que no la hubieran tomado prisionera antes de que Charles pudiera hacerse con Dietmar. Abram se desplomó a su lado en el carro y al ver su estado Gerlin se espantó. Tenía los ojos amoratados y la mano derecha deforme e hinchada, pero intentó incorporarse y ella lo ayudó. Y entonces ambos vieron algo que los reanimó: Charles de Sainte-Menenhould entró en el patio interior empujando a Miriam von Wien. La muchacha estaba correctamente vestida, cargaba con un hatillo que quizá contenía ropa para Gerlin y sobre todo para Abram… y sostenía a Dietmar en brazos.
—Son el niño Dietmar y su niñera —declaró el caballero ante el comandante, que parecía un tanto irritado—. ¿Y esto qué significa? —añadió, señalando a Gerlin y a Abram en el carro.
Ambos se aferraban a los barrotes, ansiosos por abrazar al pequeño y a la muchacha.
Miriam, que interpretaba su papel con maestría, apenas osó alzar la cabeza.
—¿Judía o cristiana? —preguntó el comandante en tono malhumorado sin apartar la vista de la muchacha—. Aunque en el fondo poco importa eso. Hemos informado al gobernador del rey. De momento, trasladaremos a estas personas al Louvre; lo que allí hagan con ellos no es asunto mío. Por mí, podéis acompañarlos, caballero. Queríais poneros al servicio del rey, ¿no?
El comandante ordenó a sus hombres que abrieran el carro para Miriam y Dietmar. Gerlin estrechó al niño contra su pecho y por fin pudo llorar. ¡Habían ocurrido tantas cosas desde que depositó al pequeño en brazos de la dueña del albergue!
Miriam no osó demostrar su preocupación por Abram abiertamente y él también se controló. Solo cuando el carro entró en movimiento y el herido no pudo evitar un gemido de dolor, Miriam lo abrazó y le apoyó la cabeza en su regazo.
Charles de Sainte-Menenhould había acudido a caballo y ahora cabalgaba junto al carro.
—¿He resuelto el asunto para vuestra satisfacción, mi señora? —preguntó con una sonrisa pícara mientras dirigía una mirada elocuente a Miriam y Abram.
—¡Para mi más absoluta satisfacción! —contestó ella. Se sentía profundamente agradecida, pero también muy agotada. En ese preciso momento el carro pasaba junto al Puerto de La Grève y creyó percibir el hedor de la hoguera—. No podríais haberlo hecho mejor y ahora estaré en deuda con vos hasta el fin de mi existencia. Sobre todo porque encima cabalgáis hasta el Louvre, aunque en realidad vos…
Charles negó con la cabeza.
—Antes de abandonaros, mi señora, y unirme al ejército del rey Ricardo, quisiera saber toda vuestra historia. También para poder ayudaros, tal vez. Así que decidme: ¿quiénes sois vos y vuestro hijo?
Gerlin miró a Abram en busca de ayuda, pero este era incapaz de inventar una historia. El carro se agitaba por encima del empedrado de la Isla de la Cité y cada sacudida le causaba dolor. Además, solo tenía ojos para Miriam, y ninguno de lo dos notó la expresión de impotencia de Gerlin.
—Bien, resulta que… No quisiera perjudicaros con los detalles, caballero. Podría resultar peligroso, también para vos. Pero… he guardado… guardo… he guardado una relación muy estrecha con la familia de los Plantagenet… —dijo Gerlin, andándose con rodeos.
—¿Con qué miembro de la familia Plantagenet? —preguntó Charles en tono implacable—. ¿Con la reina Leonor? ¿Con Ricardo? ¿Con Juan?
—¿Con Juan? —repitió Gerlin, sonriendo. El hijo menor de la reina Leonor nunca tuvo un papel preponderante en su corte.
Pero entonces se le presentó una imagen olvidada hacía tiempo: la del príncipe Ricardo, un apuesto muchacho de ojos azules y mirada inteligente que un día le dirigió la palabra en el corredor ante los aposentos. Ella aún era casi una niña, pero había coqueteado un poco y él le había tomado el pelo e intercambiado frases galantes con ella.
«Pero debéis darme hijos». Gerlin recordó las palabras de Ricardo con una sonrisa.
«Tan numerosos como las estrellas del cielo», había sido la ingenua respuesta de ella.
Gerlin inspiró profundamente.
—Con el rey Ricardo —dijo por fin.