Los primeros rayos del sol despertaron a Salomon von Kronach. La habitación del albergue estaba orientada hacia el este y el médico judío disfrutó del resplandor de la luz en los cabellos cobrizos de Gerlin antes de incorporarse y correr el peligro de despertar a su amada. La joven dormía acurrucada contra él, con la cabeza apoyada en su hombro. Parecía dichosa y serena… Salomon quiso despertarla con un beso, pero entonces llamaron a la puerta.
Gerlin despertó de inmediato; debido a los largos meses de huida, siempre estaba alerta; el sueño de los perseguidos era ligero.
—¿Abram? —preguntó Salomon al tiempo que Gerlin se apresuraba a levantarse y a cubrirse con un chal.
—No, señor, soy yo: madame Celestine, la dueña del albergue. Os ruego que me perdonéis, pero…
—No es molestia —dijo Gerlin, quien abrió la puerta a la mujer mientras Salomon se cubría con la manta—. Aunque es verdad que aún estábamos durmiendo…
—Me disgusta molestaros —se disculpó madame Celestine—, pero estoy preocupada. Vuestros jóvenes parientes…
Gerlin y Salomon habían presentado a Miriam y Abram como la sobrina de Gerlin y el sobrino de Salomon, quienes durante un viaje en común se habían enamorado y ahora estaban comprometidos. Para la aún creyente judía, el acuerdo resultaba un tanto extraño, ya que quienes concertaban los matrimonios eran los padres, pero si la constelación familiar encajaba, estaba dispuesta a aceptarlo como obra de la voluntad divina. No obstante, en ese momento estaba visiblemente inquieta.
—Veréis: le indiqué a la joven que visitara la mikwe antes del alba y seguro que se marchó a tiempo, pero de eso hace mucho; tendrían que haber regresado hace horas, porque ya es de día. Temo que les haya ocurrido algo… y… y quisiera rogaros…
—¡Iremos a comprobar qué ha sucedido! —prometió Salomon, alarmado—. A lo mejor se han despistado: el inútil de mi sobrino y Miriam estarán desayunando en algún mesón, pero en todo caso nos aseguraremos de que se encuentran bien… Gracias, madame Celestine…
En cuanto la mujer se marchó, Salomon se levantó de la cama, cogió su túnica… y su espada.
—¡A ese tarambana no se le puede perder de vista ni un instante! ¿En qué líos andará metido?
—Cálmate, no puede haber pasado gran cosa… —dijo Gerlin, procurando apaciguarlo.
Sin embargo, ella también se apresuró a vestirse; la mesonera no los habría despertado si no estuviera realmente preocupada. Ya hacía una generación que París se había convertido en una ciudad peligrosa para los judíos. Si bien Felipe II, el monarca que reinaba en ese momento, no centraba su odio en los hebreos —de hecho, corrían rumores de que volvería a abrirles las fronteras—, Luis VII, su antecesor, había condenado a muchos a morir en la hoguera. Por consiguiente, el pueblo se mantenía alerta: un hebreo desenmascarado y atrapado suponía una ejecución, una fiesta popular o un linchamiento, que era lo que más divertía a la chusma.
—¿Quieres acompañarme? —preguntó Salomon un tanto de mala gana, al tiempo que se calzaba las botas y Gerlin se ponía el abrigo.
—Por supuesto, no pienso dejarte solo. Sobre todo hoy… —dijo, dirigiéndole una mirada cariñosa. Salomon volvió a besarla.
—Ha sido la noche más hermosa de mi vida, Gerlin. Si hoy tuviera que morir, moriría feliz. No sé qué haremos más adelante, pero…
Gerlin le acarició la cara y le apoyó los dedos en los labios.
—Pensaremos en ello más adelante, pero seguro que encontraremos una solución. Estoy convencida. Dios… tu dios, el mío o el nuestro… el único Dios eterno nos ha bendecido. Puede que lo que hemos hecho transgreda las leyes humanas, pero no contraviene la voluntad divina.
Salomon le dio otro beso, pero no manifestó su opinión sobre sus esperanzas y su fe.
—Tienes razón, debemos marcharnos. ¿Qué haremos con Dietmar?
En realidad, Gerlin quería llevarse a su hijo consigo, pero el pequeño se despertó cuando lo alzó de la cuna y reclamó su papilla a voz en cuello. Un tanto indecisa, Gerlin lo llevó a la cocina de madame Celestine.
—¡Dejadlo aquí, yo cuidaré de él! —dijo la mesonera, quien se dispuso a llenar un cuenco con papilla de sémola al que añadió una buena cantidad de miel. Desde que Gerlin abandonó Lauenstein con él, el niño no había probado nada tan delicioso, y cuando la maternal Celestine le metió una cucharadita en la boca, Dietmar se relamió—. Mirad: no le importa quedarse conmigo, ¡y hacía tanto tiempo que no sostenía un niño en brazos!
El rostro de madame Celestine expresaba la pena por la ausencia de sus nietos, a los que quizá nunca vería. Los judíos que fingieron convertirse rara vez recibían cartas desde las tierras situadas al sur de la península hispánica, gobernadas por los sarracenos, sin correr peligro. Una visita resultaba totalmente imposible.
Gerlin reflexionó un momento, pero Salomon insistió en que debían marchar.
—Si madame Celestine cuida de Dietmar, verá que no está circuncidado —objetó Gerlin en tono inquieto mientras recorría las calles de la ciudad junto a su amado.
Los primeros mercados ya empezaban a abrir, así que la pareja se vio obligada a esquivar carros llenos de verduras y a un vendedor que hacía rodar enormes quesos hacia su puesto, además de mantenerse ojo avizor para que el contenido de cualquier orinal vaciado desde una ventana no se derramara por encima de sus cabezas.
—Ya nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento —dijo Salomon, sin hacerle mucho caso.
Pese a sus críticas, estaba muy preocupado por su sobrino. Abram era un insensato, pero sus intenciones respecto a Miriam eran serias. Seguro que no tenía intención de comprometer a la muchacha negándose a devolverla al seno de la «familia» tras visitar la mikwe. Fuera como fuere, Salomon empezó a dar grandes zancadas y Gerlin tuvo que esforzarse por seguirle el paso…, pero cuando oyó gritos y el entrechocar de armas procedentes de la casa de baños, el médico echó a correr.
—¡Escapa, Miri, echa a correr de una vez!
Salomon y Gerlin oyeron la voz entrecortada de Abram y, un instante después, Gerlin contempló la escena con expresión atónita. Ante la entrada de una casa estrecha y baja que debía de albergar la mikwe, un caballero estaba tendido en medio de un charco de sangre y tanto Abram como un segundo hombre de mayor edad —tal vez el marido de la encargada— libraban un combate valiente pero sin duda inútil contra los cinco compinches del caído. Miriam, pálida como la muerte y por lo visto incapaz de moverse, permanecía un poco apartada. Una mujer mayor profería gritos histéricos, un par de transeúntes observaban la lucha con gran interés, acaso decidiendo por quién debían tomar partido. En todo caso, empezaron a resonar gritos reclamando la presencia de los esbirros. A la larga, la autoridad acabaría por intervenir, mientras tanto…
Salomon desenvainó la espada y acudió en ayuda de Abram, que en ese momento luchaba contra tres caballeros al mismo tiempo.
—¿Vos? —exclamó el caballero al que se enfrentó en primer lugar, y el desconcierto hizo que bajara la espada; Salomon lo imitó: él también se había quedado como paralizado—. ¡Mirad, es el barbero!
Horrorizada, Gerlin no solo reconoció la voz, sino también la armadura de Berthold von Bingen.
—¡Y su amada esposa! ¡Ambos involucrados en asuntos de judíos! —gritó el caballero, soltando una carcajada malvada y lanzándole una mirada triunfal a Gerlin.
»Así que estaba en lo cierto… —continuó—. ¡Hasta ahora no lo creí, pero os parecíais tanto a la pequeña condesa, mi señora… Lindis! ¿Cómo os llamabais? Gertraud o Gerhild… algo por el estilo, pero vos fuisteis la esposa del joven Lauenstein. ¡Dios, todos nosotros nos relamíamos al veros, y vos apenas podíais apartar la mirada de aquel caballero rubio…! ¡Y prestasteis juramento a ese niño que acababa de celebrar su espaldarazo!
—¿Qué queréis hacer, Berthold, luchar o soltar discursos? —preguntó Salomon en tono decidido al tiempo que alzaba la espada. Si aún pretendía tener una mínima oportunidad de conservar el secreto de Gerlin y Dietmar, tendría que dar muerte al caballero.
—Primero tendría que reflexionar si no resultaría indigno que un caballero luchara con un judío, ¿no? —se burló Von Bingen—. ¿Por qué no relacioné el rostro del barbero, que me recordaba a un judío, con el de su puta, que me recordaba al de la condesa, voto a bríos? Pero, claro, el culpable fue Lauenstein. ¡El joven Dietrich os invitó a su mesa… un escándalo…!
—¡Entonces yo decidiré por vos!
Salomon no estaba dispuesto a proseguir con la cháchara. ¡Ya era bastante desastroso si alguno de los mirones había comprendido todo lo que Berthold había dicho! Resuelto, el médico procuró recordar lo que había aprendido acerca del combate con la espada y arremetió con tanta rapidez y destreza que el caballero tuvo que recurrir a toda su presencia de ánimo para detener el cintarazo y un instante después ya no le quedó tiempo para proferir palabras desdeñosas. Salomon era un espadachín de primera, Berthold solo lo superaba en fuerza, pero el médico lo compensaba recurriendo a las fintas.
El combate entre ambos hombres era feroz y los mirones no se cansaban de animarlos, pero entonces unos pasos se acercaron desde dos calles laterales y alguien gritó:
—¡Deteneos! ¡Deteneos de inmediato!
Con el rabillo del ojo, Salomon reconoció el uniforme de los guardias… y por un instante la llegada de estos distrajo a Berthold. El médico aprovechó la oportunidad en el acto: su afilada espada penetró a través de la cota de malla de Berthold y este cayó. Cuando otro caballero se enfrentó a él, el médico arrancó la espada del corazón de Berthold, pero en ese momento los esbirros intervinieron en el combate.
—¡Vete ahora mismo, Miriam! —gritó Abram una vez más, y por fin la muchacha pareció reaccionar al presenciar la muerte de Berthold. Liberada de la parálisis, se giró y echó a correr. Durante un momento, Gerlin pensó en seguirla, pero luego optó por la negociación y la mediación. Uno de los caballeros había empezado a hablar con un guardia.
Gerlin también se aproximó al hombre. Tenía que explicar… debía pensar en algo con rapidez…
—¡Haced algo, monsieur, os lo ruego! Uno de los combatientes es mi esposo…
—¡Esos bellacos que luchan y no llevan armadura son hebreos! —la interrumpió el caballero; era francés, hablaba con rapidez y parecía saber qué quería—. Esa casa era su templo; allí celebraban sus ritos en secreto. ¡Y seguro que esa mujer también es judía!
El esbirro se volvió hacia Gerlin, dispuesto a aferrarla.
Entretanto, Abram había notado la presencia de los guardianes del orden.
—¡Hemos de largarnos, tío, hemos de huir! —le gritó a Salomon, y mediante una rápida arremetida derribó a su adversario—. Hemos enviado al menos a dos de ellos a su cielo… Si nos atrapan…
Pero el adversario de Salomon no se lo puso tan fácil: seguramente ardía en deseos de vengar la muerte de su amigo.
Abram reflexionó un instante: ¿debía acudir en ayuda de su tío? Pero entonces vio que amenazaban a Gerlin y se abalanzó sobre el esbirro… al tiempo que Salomon caía. Gerlin no pudo ver dónde lo habían herido, solo que cayó al suelo, aún defendiéndose.
—¡Hemos de irnos, Gerlin!
La joven gritó y quiso acercarse al médico, pero Abram la arrastró hasta una callejuela lateral, atravesó un mercado… y oyó los pasos de los esbirros a sus espaldas.
—¡Son judíos! ¡Detenedlos!
Gerlin estaba desesperada y solo notaba su respiración agitada y la sangre que se le subía a la cabeza mientras corría sin detenerse. Abram la arrastraba sin misericordia. Derribó un carro cargado de frutas, tropezó con los objetos de hierro que otros tenderos habían dispuesto en el suelo, y, con ello, el vendedor de frutas también se sumó a la persecución. El muchacho judío arrastró a Gerlin hasta otra calle, otra callejuela… La joven se preguntó si sabría adónde se dirigía, hacia dónde huía… Solo quería dejarse caer, el corazón le latía apresuradamente y se estaba quedando sin aliento. Pero en cuanto giraron alrededor de la esquina siguiente, de pronto todo acabó. Ambos chocaron contra dos caballeros que permanecían de pie ante un tenderete de venta de comidas montado al borde de la calle.
—¡Detenedlos, señores! ¡Detened a esas personas!
Al oír los gritos de los perseguidores, los caballeros se volvieron hacia los fugitivos con expresión azorada y les cerraron el paso. Abram trató de seguir adelante, pero Gerlin se desplomó… y de repente oyó una voz amable.
—¿Mi señora Lindis? ¿Qué hacéis aquí? ¿Es que esa gente os persigue?
¡Era Charles de Sainte-Menenhould, en compañía de uno de sus amigos!
Gerlin volvió a albergar una esperanza.
—Debéis ayudarme, señor… debéis…
—¡Detenedlos a ambos! ¡Son judíos y asesinos!
El primero de los esbirros había alcanzado a los caballeros y a los fugitivos y cogió a Abram, que soltó un alarido cuando el hombre le retorció el brazo con gesto brutal. El segundo perseguidor trató de agarrar a Gerlin, pero la espada de Charles de Sainte-Menenhould se interpuso entre él y la mujer.
—¡No toquéis a la dama! —ordenó el caballero—. Y soltad al muchacho. ¡Señor Konstantin! ¡Estoy perplejo de encontraros en esta situación! Debe de tratarse de un malentendido. ¿Qué se supone que han hecho, bellaco?
El joven noble no sentía mucho respeto por las fuerzas del orden de la ciudad. Consideraba que los esbirros y los verdugos eran chusma y los trataba como tales. Desconcertantemente, el guardia, hasta ese instante seguro de sí mismo, se puso firme bajo la mirada del caballero.
—¡Son judíos, monseigneur! —exclamó, pero antes de proseguir tuvo que recuperar el aliento.
—Tonterías, bribón, son peregrinos. O en todo caso viajan con un grupo de peregrinos; yo formé parte de su escolta hasta Tours. Su jefe quería orar junto a la tumba de san Martín.
El otro esbirro, menos respetuoso, soltó una carcajada.
—Pues este de aquí seguro que no suele rezar junto a la tumba de un santo cristiano —comentó, cogió su cuchillo y desgarró la túnica corta de Abram, sus calzas de cuero y sus calzones.
El joven se encogió e intentó cubrirse con las calzas, pero los hombres ya habían visto la prueba de su judaísmo y soltaron un grito.
Sin embargo, Charles de Sainte-Menenhould se limitó a fruncir el ceño.
—¿Podéis explicarlo, mi señora Lindis? ¿Y dónde está vuestro esposo?
Gerlin reflexionó a toda a prisa, pero no se le ocurrió ninguna explicación; en cambio, dirigió una mirada suplicante al joven caballero.
—Charles… yo… no puedo… Pero no soy judía…, soy… Señor, esos hombres me ayudaron… y son… Creedme, por amor de Dios… Y mi hijo… Debéis… debéis… el niño…
Gerlin no pudo continuar. Estaba completamente exhausta y solo entonces fue consciente de que Salomon quizás había muerto. Y Dietmar estaba en casa de una judía conversa que también podría ser desenmascarada, al igual que la encargada de la mikwe aquella mañana.
—¡Basta ya! —la interrumpió el cabecilla de los esbirros—. Ya lo habéis visto, monseigneur, son judíos. Al parecer, celebraban ritos prohibidos en una casa de baños, un par de caballeros del rey los descubrieron… y los hebreos mataron al menos a dos de ellos cuando estos quisieron revelar lo sucedido. Los ahorcarán o acabarán en la hoguera. Por uno u otro de los asuntos, o por ambos. ¡Y ahora permitid que los conduzcamos a la torre antes de que vuelvan a escapar!
El hombre volvió a hacer ademán de coger a Gerlin, pero esta se lanzó a los pies de Charles de Sainte-Menenhould, quien, incómodo, la ayudó a levantarse.
—Tenéis que ayudarme, señor —susurró la joven viuda—. Por amor a vuestra dama… Por amor a la reina Leonor…
En medio de su desesperación, Gerlin intentó pronunciar las palabras en la langue d’oc, la lengua provenzal de los trovadores. Gerlin no la hablaba perfectamente, pero el hecho de conocerla demostraba su origen noble y su educación en una corte galante.
Charles de Sainte-Menenhould la miró fijamente con expresión desconcertada. El esbirro aprovechó para arrastrarla detrás de Abram, pero entonces el caballero recuperó el control sobre sí mismo.
—¡Tranquilizaos, mi señora! —gritó a sus espaldas—. Averiguaré adónde os llevan… Lo mejor será que os sigamos de inmediato. Bertrand…
El caballero que lo acompañaba y que había observado la escena con expresión atónita, echó a andar tras él.
Más adelante, Gerlin no logró recordar las calles por las que la arrastraron; aún no había recuperado el aliento y casi no tenía fuerzas para dar un paso. En todo caso, la trataron con cierta delicadeza, acaso porque los esbirros tenían en cuenta que Charles y su acompañante les seguían los pasos. Pese a ello, Abram recibió golpes, patadas y empujones cuando tropezaba con sus calzas desgarradas.
El camino parecía interminable, pero por fin Gerlin reconoció los edificios del palacio. ¿Acaso pensaban llevarla ante el rey? Durante un instante, cobró esperanzas, pero luego comprendió que eso era un disparate. En primer lugar, el monarca no estaba presente, pues ya encabezaba su ejército contra Ricardo de Inglaterra, y, por otra parte, era altamente improbable que quisieran molestarlo con el caso de una judía desenmascarada. En efecto: no arrastraron a Gerlin y Abram a través de las puertas del palacio, sino hasta una de las torres que formaban parte de las murallas, una torre casi en ruinas. En una pequeña cámara situada detrás de la entrada, dos esbirros estaban sentados junto a una mesa bebiendo vino con el caballero francés que había participado en el combate ante la casa de baños. Todos reían mientras otros dos guardias obligaban a la encargada de la casa de baños a subir una escalera mientras la mujer sollozaba presa de la histeria. Quiso gritarle unas palabras a Gerlin, pero los esbirros la golpearon hasta que calló.
La joven viuda ya no tenía fuerzas para llorar. Sin embargo, al ver a la judía prisionera y oír la risa sarcástica del caballero, recuperó la capacidad de pensar y se asomó a nuevos abismos: ese caballero había conocido la existencia de la mikwe y la mujer no podría defenderse de sus acusaciones, y mucho menos cuando la torturaran. Además, la existencia del baño ritual demostraba que los dos falsos conversos no estaban solos, que en París había otros más, y las autoridades querrían saber sus nombres. Así que torturarían a la dueña de la casa de baños sin piedad… hasta que la mujer delatara a la dueña del albergue y a su esposo, y también a los comerciantes y artesanos cuyas mujeres visitaban la mikwe. ¿Y qué ocurriría con Dietmar? Gerlin se esforzó por pensar con claridad. Tenía que idear algo, era imprescindible…
Los esbirros empezaron por servirse vino y luego informaron sobre la persecución y el posterior apresamiento de Gerlin y Abram, que aún se aferraba a sus calzas. Cuando uno de los esbirros alzó un garrote y le asestó un golpe brutal en las manos, Abram soltó un grito aterrado y soltó la ropa. Entonces, rodeado por las risas de los hombres, las calzas se deslizaron al suelo y revelaron la prueba de que era judío. Charles de Sainte-Menenhould, que se había abierto paso hasta el despacho tras los guardias y sus víctimas, le tendió su manto en silencio y Abram cubrió su desnudez con movimientos torpes. Gerlin confió en que el golpe del esbirro no le hubiera destrozado los huesos de la mano.
—¡La situación no admite duda! —dijo el escriba con una sonrisa—. Solo me faltan los nombres… Vaya, podéis jugaros a los dados quién registrará a la mujer. ¡Lleva ropas elegantes y seguro que oculta unas joyas o algún dinero!
Los hombres empezaron por registrar a Abram, le quitaron el cuchillo y las botas y se embolsaron unas cuantas monedas. De todos modos, no hubieran alcanzado para sobornar a nadie… Gerlin se preguntó si al menos podría ocultar el brazalete de oro de Dietrich, pero entonces la mugrienta mano de un esbirro le agarró el medallón.
—¿Qué tenemos aquí en lugar de la crucecita que una cristiana decente lleva en el escote?
El hombre abrió el medallón, pero al parecer no comprendía el significado de la miniatura que contenía. El escriba se lo quitó de la mano.
—Es extraño… —dijo frunciendo el entrecejo tras examinarlo un momento.
—¡Es valioso! —exclamó otro—. Da igual de quién es la imagen, puesto que no se nota si es judía. ¡Yo lo encontré y pienso quedármelo!
—En caso de duda —dijo el escriba negando con la cabeza—, esa imagen podría costarte la cabeza por traidor. Si no me equivoco, ¡es un retrato de la reina inglesa!