Abram y Miriam vagabundearon por las calles de la Isla de la Cité; no tenían prisa, faltaban horas para que se hiciera de día, pero esa ciudad nunca parecía dormir del todo: de las posadas surgía música, en las tascas aún servían comidas y las pequeñas tiendas ofrecían sus mercancías. Sin embargo, tanto Abram como Miriam habían corrido mundo y la variedad de telas y armas, hilos y adornos no los impresionaba. Hubieran preferido encontrar un lugar tranquilo y observar la luna y las estrellas brillando en el cielo por encima de la ciudad. Miriam anhelaba perderse contemplándolas en vez de prestar atención a la inmundicia acumulada en las calles y olvidar el hedor reinante en las callejuelas, donde, además del siempre presente tufo a orina y a podredumbre, se añadían los aromas de los jabones y perfumes de Arabia ofrecidos en numerosos tenderetes.
En busca de barrios más tranquilos, los amantes acabaron por encontrarse en el extremo oriental de la isla del Sena, en el solar donde se edificaba la nueva catedral. El coro ya estaba construido, aún faltaba levantar la nave principal, pero el altísimo edificio ya se elevaba al cielo y a través de los huecos vacíos de las ventanas se abrían paso los rayos de la luna.
—Es muy hermoso —dijo Miriam; su voz era casi devota.
—Y quizá se ha financiado con el dinero confiscado a los veinte mil judíos —comentó Abram en tono objetivo—, ¡así que, hasta cierto punto, el edificio nos pertenece! Ven, echémosle un vistazo.
Abram indicó una de las escaleras apoyadas contra los andamios. Los peldaños eran un tanto inseguros, pero el armazón ofrecía un lugar firme para las tareas de los albañiles y los carpinteros.
Miriam negó con la cabeza.
—¡Eres muy audaz! —dijo, riendo.
—No tendrás miedo, ¿verdad? —contestó Abram frunciendo el ceño—. Desde allí arriba disfrutaremos de un maravilloso panorama de París y…
—¡Y de las estrellas! —añadió la muchacha—. ¡Claro que no tengo miedo! Ansío alcanzar las estrellas desde que tengo uso de razón, ¿acaso lo has olvidado?
Pese a ello, Miriam echó una temerosa mirada a su alrededor antes de apoyar el pie en el primer peldaño: lo que la ponía nerviosa no era la altura, sino la posibilidad de ser descubierta. El campamento de los artesanos se encontraba a escasa distancia, pero en las chozas al pie de la catedral reinaba el silencio. Durante el día, los carpinteros y los picapedreros trabajaban con denuedo, pero de noche todos dormían profundamente. El solar tampoco estaba vigilado. ¿Quién habría robado algo allí?
Abram y Miriam se encaramaron con rapidez hasta alcanzar una gran altura, y cuando Abram extendió su abrigo encima de una saliente e invitó a la joven a tomar asiento, realmente se sintieron cerca de las estrellas. Acurrucados el uno junto al otro, ambos contemplaron las luces de la ciudad y divisaron el Louvre en la otra orilla del Sena; al pensar en Martinus —que quizás aún acampaba allí—, Miriam se estremeció. Pero entonces alzó la vista al cielo y se sintió tan unida a las estrellas como al hombre sentado a su lado que le rodeaba los hombros con gesto afectuoso.
—Esa… —dijo Abram, señalando la estrella más brillante y depositando un beso en la sien de Miriam— a esa le pondré tu nombre…
Miriam soltó una carcajada.
—Esa ya tiene nombre: se llama Sirio —dijo.
Abram hizo un gesto de indiferencia.
—Entonces, Sirio, tú y yo compartimos un secreto. ¡Venga, escoge otra y bautízala en mi nombre!
Miriam se apretujó contra su pecho.
—Habría que bautizar la luna con tu nombre, puesto que tiene tantas caras como tú… Ay, Abram, qué pequeños somos todos frente a las estrellas, ¿verdad? Admiramos esta obra creada por los humanos y los cristianos se atribuyen la capacidad de construir una iglesia que sea como un retrato del cielo. Pero ¿acaso no resulta baladí comparado con lo que el Eterno logró hacer con las estrellas?
Abram asintió y volvió a besarla.
—Solo que nadie lo admite —dijo, sonriendo—. Preferimos matarnos los unos a los otros por cuestiones como quién fue o será el Mesías y si a fin de cuentas el Eterno no habría confiado en un camellero llamado Mohamed. Los humanos son tontos.
Miriam asintió.
—Yo no podría morir por mi fe —confesó—. ¡Pero sí por ellas, por las estrellas! Si no pudiera volver a verlas…
—¡Siempre verás las estrellas! —afirmó él—. Te construiré una casa con una torre para que siempre estés cerca de ellas, y una escalera hasta el techo. ¡Encontrarás una estrella para cada uno de nuestros hijos!
Entonces se inclinó por encima de Miriam y su cuerpo le ocultó la vista del firmamento. No la poseyó por completo —quería reservarse este placer para la noche de bodas—, pero la besó y la acarició hasta que las estrellas parecieron estallar en torno a la joven; al final ambos atravesaron un remolino luminoso, penetraron en un mundo que solo les pertenecía a ellos y se durmieron a una altura vertiginosa bajo la luz de la luna llena hasta que las estrellas empezaron a palidecer. La primera en despertar en medio de la penumbra fue Miriam, y cogió a Abram del hombro.
—¡Has de levantarte, ya casi es demasiado tarde para acudir a la mikwe! Y allí abajo, en las chozas de los albañiles, ya se encienden las primeras luces.
Era verdad: quizá los trabajadores desayunaban al alba con el fin de empezar sus tareas lo más temprano posible. Abram se incorporó abruptamente y, al percatarse de la altitud, el susto casi hizo que se precipitara al vacío.
—Anoche no pareció que estuviéramos a semejante altitud —murmuró, disponiéndose a descender tan alarmado como Miriam. Riendo y excitados por la aventura, ambos bajaron las escaleras con agilidad y al pasar junto a las chozas saludaron a los primeros picapedreros con una risita.
—¡Por los pelos! —comentó Miriam—. Y ahora hemos de apresurarnos a encontrar la mikwe. ¿Dónde se suponía que estaba, Abram?
La casa de baños para mujeres no se encontraba cerca de la catedral y tampoco en uno de los barrios tranquilos: estaba situada muy próxima al Puerto de La Grève, uno de los principales puertos de la ciudad y colindante con los barrios dedicados a la diversión, aún atestados de juerguistas que debían de haber pasado la noche a la sombra de las tascas, en las propias tascas o en los prostíbulos adosados o independientes. Abram apoyó la mano derecha en la empuñadura de la espada y abrazó a Miriam con la izquierda. Además, la muchacha se ocultaba bajo la capucha del abrigo de Abram y se cubría el rostro con el velo; las figuras que merodeaban por allí resultaban un tanto inquietantes. Puede que en algunos casos se tratara de bribones del lugar dispuestos a aligerar a las transeúntes de su dinero, pero, en su mayoría, los individuos todavía borrachos —o los que ya se habían vuelto a emborrachar— que circulaban por las callejuelas debían de ser soldados y, con frecuencia, caballeros, ya que los soldados rasos carecían del dinero necesario para pernoctar en un prostíbulo.
—Sí, lo siento, la zona se vuelve cada vez peor —dijo con un suspiro la dueña de la casa de baños, una mujer despierta de mediana edad que dejó pasar a Miriam cuando esta llamó a la puerta. Celestine le había indicado cómo llamar y su nombre también sirvió de referencia.
—Antaño, aquí solo vivían judíos, pero ahora… se abre una tasca tras otra, puesto que los numerosos soldados parecen impacientes por desprenderse de su paga. A los esbirros de la ciudad les da igual que mis clientas se conviertan en sus presas, aunque casi todas sean cristianas. Y se preocupaban aún menos cuando las que acudían eran judías.
En todo caso, Abram se apostó en un portal próximo a la mikwe sin llamar la atención, con el fin de aguardar a Miriam y prestar ayuda a otras mujeres en caso de que las molestaran camino de la casa de baños. Dado que no tenía nada mejor que hacer, observó la entrada de la estrecha casa de piedra encajada entre otras dos. Los edificios anexos eran más altos, al parecer destinados a viviendas cuyos inquilinos seguramente tampoco sentían un gran entusiasmo por la proximidad de los cada vez más numerosos prostíbulos y tascas. Había dos a la vuelta de la esquina donde incluso a esas horas ya volvían a trastear.
Pero de momento la tranquilidad reinaba en la calle de la casa de baños. Al principio solo pasaron un par de prostitutas con o sin clientes, muchachas exhaustas y demacradas que se limitaban a echar un vistazo anhelante a la entrada de la casa de baños. Quizá de día les abrieran la puerta, pero esas mujeres apenas ganaban lo suficiente para subsistir, de manera que no podían permitirse el lujo de bañarse en una casa decente como esa, aunque la dueña se mostrara compasiva y las animara a entrar. Abram empezó a aburrirse, pero entonces oyó pasos y el tintineo de armas y armaduras.
El joven se llevó la mano a la espada: al parecer, quienes se aproximaban eran coraceros, aunque tambaleantes y un tanto torpes. Era indudable que los hombres con cotas de malla que aparecieron al otro lado de la esquina estaban muy borrachos.
—¿Dices que esa es una casa de baños judía? —preguntó uno—. Pero vosotros… En fin…, vuestro rey los expulsó a todos, ¿no?
El hombre, un caballero muy alto y robusto, hablaba en francés, pero con un acento muy marcado. Abram creyó reconocer su voz.
—¡Os lo acabo de decir! Era una casa de baños judía para mujeres y os apuesto a todos que aún lo es. Qué clase de cristiana acudiría de noche a una casa de baños, ¿eh? Si fuera un hombre honorable, su esposo jamás lo permitiría. Y quienes la administraban la conservaron; claro que ahora son cristianos o al menos dicen serlo. Pero esos… esos no cambian… esos heb… hebreos.
Ese hombre también farfullaba al hablar, pero seguramente era francés.
—¿Y pretendes entrar allí? —preguntó un tercero con un acento que Abram no logró identificar—. ¿Será divertido?
—No tiene nada de divertido. Es un asunto serio. ¡Revelaremos que se trata de judíos! La… la vieja que lo dirige irá a la hoguera. Y las muchachas… Vaya, antes de llamar a los esbirros podremos divertirnos un poco… —dijo el segundo.
—¡Mis hombres y yo no queremos problemas! —protestó el primero—. Queremos unirnos al ejército del rey y…
—¡En ese caso, no encontraréis un mejor billete de entrada que revelar la existencia de un agujero de judíos! Seguro que recibiréis una recompensa… Venid, las mujeres serán una presa fácil…
Para Abram era como si hubiera regresado al pasado. Volvía a sentir la misma impotencia de unos días atrás, en el claro de los salteadores de caminos… solo que esta vez se enfrentaba a seis caballeros y no a una horda de campesinos mal armados.
Cuando los hombres se disponían a llamar a la puerta de la mikwe dando voces, esta se abrió. La encargada se despedía de Miriam… y, presa del temor, se enfrentó al grupito de coraceros.
—¿En qué puedo… serviros, caballeros? Os habéis equivocado de sitio. El lupanar más cercano… —dijo la encargada, haciendo una reverencia.
Miriam contempló a los caballeros con expresión aterrada. A la luz del amanecer su belleza era increíble, sus ojos y su tez resplandecían y sus cabellos sueltos se derramaban por encima de sus hombros apenas cubiertos por el velo. Abram desenvainó la espada.
—¡No buscamos putas, estamos aquí por encargo del rey! —afirmó el caballero francés—. ¡Nos informaron que regentáis una casa de baños judía!
La mujer empezó a justificarse de inmediato y Abram consideró la conveniencia de ir en busca de un esbirro. Lo más probable es que no lograran demostrar nada, aunque registraran el establecimiento. Una tina alimentada con agua corriente también podía formar parte de un baño de vapor absolutamente normal; además, la mujer regentaba el baño con permiso oficial. Pero antes de que Abram pudiera tomar una decisión al respecto, el caballero robusto señaló a Miriam.
—¡Conozco a esa… puta! Viajaba con esas personas extrañas a las que escoltamos. Dijo llamarse María. ¿Y ahora se supone que es judía?
Un escalofrío recorrió la espalda de Abram. Acalorado por la discusión, el hombre habló en alemán y Abram reconoció la voz en el acto: era la de Berthold von Bingen.
—¡Da igual lo que sea! —exclamó uno de los otros caballeros. Él también habló en alemán y Abram lo identificó de inmediato: se trataba de Heinrich von Oberg, otro coracero del séquito de Martinus.
Von Oberg cogió el velo de Miriam soltando una carcajada.
—Ya no tenemos que protegerla y da igual lo que haya estado haciendo aquí, seguro que era algo incorrecto y podremos demostrarlo. Así que…
El hombre metió la mano en el escote de Miriam, la encargada de los baños soltó un grito y Abram no se lo pensó dos veces: su espada perforó la garganta del caballero.