Aunque seguía lloviendo y Dietmar estornudaba y tosía —lo cual, según Salomon, no suponía un motivo de preocupación—, durante los últimos días del trayecto a París Gerlin se sentía mejor y más segura que a lo largo de las semanas anteriores. En principio Berthold von Bingen ya no suponía una amenaza, pues el caballero tenía otras preocupaciones y no acechaba a Gerlin y a Salomon. Si bien la escolta originalmente contratada seguía acompañando a Martinus y su grupo de viajeros, más que nada porque los hombres aún no habían cobrado su sueldo, a menudo se reunían con otros caballeros y parecían decididos a unirse a las tropas del rey en cuanto llegaran a París. No se veían afectados por reparos morales como el joven Charles, que cada vez parecía más decidido a unirse a las huestes del rey Ricardo. Gerlin albergaba la esperanza de poder seguir viaje con él y sus hombres hasta Tours, pero eso suponía que Abram lograra alojar a Miriam en París, puesto que el caballero deseaba seguir pronto.
No era el caso de Martinus, quien tenía la intención de permanecer en París durante un período prolongado y ya no demostraba el menor interés por Miriam. Tendría que recurrir a sus relaciones para alojar a Leopold en una de las escuelas situadas en los alrededores del Petit Pont o de la iglesia de Montaigne-Sainte Geneviève, y, en caso de necesitar dinero, este no escasearía. En aquellos días el astrólogo estaba aún más ocupado que Salomon con sus tratamientos curativos y que Abram con la confección de «certificados de autenticidad» para sus reliquias. Todos los caballeros querían saber si la suerte los acompañaría durante las futuras batallas y estaban dispuestos a pagar bastante más por un horóscopo que por los cuidados médicos.
—Antes había grandes albergues judíos en París —dijo Salomon, procurando consolar a Gerlin, muy preocupada por la tos de Dietmar—. Es improbable que sus propietarios los dejaran en manos del codicioso rey. Seguro que la mayoría todavía permanecen en manos judías o, mejor dicho, bajo administración judía. Si pagamos bien, allí también encontraremos una habitación seca, limpia y cálida, donde el pequeño se recuperará con rapidez.
Gerlin no veía la hora de llegar a la villa francesa.
La ciudad de París, que se extendía a ambas orillas del Sena y era el punto de intersección de numerosas carreteras comerciales, crecía de manera permanente y ya se extendía más allá de las nuevas murallas erigidas por el rey Felipe escasos años atrás. El monarca, que había convertido la ciudad en su residencia y en la capital de su reino, vivía en la Isla de la Cité, una isla situada en el centro del Sena. Aunque el palacio carecía de comodidad y amplitud, tenía la ventaja de encontrarse en el centro de la metrópoli, donde se concentraba el comercio al detalle, las escuelas y la vida cultural. Por otra parte, el rey había acariciado la idea de ampliar el palacio, algo imposible debido a la falta de espacio, así que Felipe mandó construir un palacio en la orilla derecha del Sena, una zona cada vez más dedicada al comercio y los negocios. La gran torre circular de la fortaleza, que servía tanto de sede administrativa como de prisión, estaba destinada a dominar la ciudad, y, tras las murallas ya levantadas, el rey reunía las tropas que no podían dirigirse directamente a Vermandois y Valois, los departamentos de las tierras amenazadas por Ricardo.
Berthold y sus caballeros se despidieron definitivamente del grupo de peregrinos que rodeaba a Martinus sin dejar de lanzar miradas suspicaces a Gerlin y Salomon.
—Aún no he descubierto de dónde conozco a nuestro extraño barbero y su «esposa» —señaló en tono burlón cuando Gerlin hizo una reverencia—. Aunque albergaba grandes esperanzas de que la señora Lindis resultara pertenecer a la nobleza y se despidiera de mí con un beso galante.
—¡Dejad de molestar a mi esposa! —exclamó Salomon, quien se interpuso entre Gerlin y el caballero al tiempo que llevaba la mano a la espada. Dado que estaban rodeados de numerosos caballeros y soldados, Berthold no intentaría una confrontación abierta, sobre todo porque se suponía que meterse con la mujer de un barbero era indigno de un caballero.
Y en efecto: Von Bingen se retiró soltando una carcajada.
—Haya paz, barbero, no quiero nada de vuestra esposa… Solo me gustaría saber dónde he visto esos cabellos y esos ojos con anterioridad…
Gerlin estaba harta y, tras esbozar otra reverencia, se retiró a su carro. Salomon y Abram querían encaminarse directamente a la Isla de la Cité, mientras que Martinus seguía titubeando. Sabía que debía dirigirse al centro, y de hecho su objetivo era Notre Dame; sin embargo, en torno al Louvre había oportunidades tan excelentes de ganar dinero que consideró la posibilidad de permanecer allí un par de días más. Martha, una mujer muy codiciosa, apoyaba ese plan.
En cambio, Leopold estaba cansado de viajar junto a sus padres, que no dejaban de pelear. Posiblemente no había nacido para convertirse en un nigromante, pero no cabía duda de que se esforzaría por ser aceptado en una de las escuelas catedralicias, entre otros motivos para escapar de los interminables reproches y críticas de Martha. Gerlin le deseó mucha suerte al joven y, al igual que Miriam, dio gracias al cielo cuando dejaron atrás a Martinus y sus seguidores. La idea de instalarse en el albergue judío —o anteriormente judío— entusiasmaba a la muchacha, ante lo cual Gerlin se limitó a sacudir la cabeza.
—¿Qué se supone que significa «anteriormente judío»? —se extrañó—. Todos actuáis como si de pronto volviésemos a encontrarnos entre amigos, pero supuestamente la comunidad judía ha sido extinguida. ¿O acaso hay algo que no he comprendido?
Abram volvió a sonreír con picardía, pero Salomon se dirigió a ella con aire comprensivo.
—¿No recuerdas lo que te expliqué en Bamberg —preguntó en tono amable—, cuando me preguntaste si yo podría entrar en una iglesia cristiana sin insultar a mi Dios? Como te dije, si no queda más remedio, tenemos permiso para dejarnos bautizar, siempre que sigamos cumpliendo los mandatos del Eterno, y cada uno se toma dicha libertad a su manera. Unos creen que solo es permisible si está en juego nuestra vida, otros cuando la posición y la profesión corren peligro. En muchas comarcas, los judíos solo pueden dedicarse a las finanzas. ¡Cuando se pronuncia semejante edicto, todos los artesanos, eruditos y médicos de pronto han fundar bancos o abrir casas de empeño! Eso no solo significa la ruina de dichas personas, sino también la de la comunidad. ¿Cuántas casas de empeño se pueden abrir en una misma ciudad? ¿Acaso un médico debe romper su juramento y dejar de atender a los enfermos, solo porque un rey se lo ordene? En ese caso, los afectados solo tienen dos opciones: emigrar… o hacerse bautizar para guardar las apariencias. Entonces acuden a la iglesia todos los domingos y durante el sabbat y otros días festivos judíos evitan por todos los medios que alguien los oiga cuando rezan sus auténticas oraciones. Claro que ello supone un riesgo, pero a menudo no queda más remedio… Seguro que eso mismo es lo que ha pasado en París: no me cabe la menor duda de que existe una comunidad judía que actúa en secreto.
—Entonces, ¿también habrá una mikwe? —preguntó Miriam con timidez. Excepto cuando se trataba del cálculo de la trayectoria de las estrellas, solo se dirigía al médico en voz baja.
—Estoy convencido de ello, Miriam —contestó él con una sonrisa bondadosa—. Solo hemos de ser muy cautelosos al preguntar dónde se encuentra.
Durante el trayecto hasta el puente siguiente, la muchacha le habló a Gerlin de la mikwe con gran entusiasmo: por lo visto se trataba de un baño ritual para las mujeres mediante el cual eliminaría de su cuerpo todos los pecados y los peligros del viaje, y también su vínculo con Martinus. La joven parecía dispuesta a llevar a Gerlin a la casa de baños, pero esta se hubiese conformado con uno normal. No había cometido pecados durante el viaje, pero estaba llena de piojos y pulgas.
Antes de cruzar el Sena, Abram y Salomon cambiaron las vistosas ropas de barbero por el atuendo más digno de los comerciantes y los eruditos. Envuelto en la larga túnica de médico, Salomon parecía más viejo y serio, pero la mirada con la que contempló a Gerlin era afectuosa y casi de deseo.
—Tú también puedes volver a ponerte el velo y ocultar tus cabellos, Gerlin. Así ya no tendrás que temer que te reconozcan.
Salomon volvía a llamar a la joven por su verdadero nombre, pero mantuvo el tuteo familiar, algo que complació a Gerlin. Y también sus palabras tranquilizadoras, puesto que indicaban que Salomon no ignoraba la gran tensión a la que se había visto sometida durante las últimas semanas. Sin embargo, era posible que el médico no tuviera ni idea del peso que supondría para la joven la vida como judía o como cristiana encubierta en la comunidad mosaica de París. De momento, ello significaba que debía evitar desvestir a su pequeño hijo en presencia de otras mujeres. Dietmar se había convertido en un niño vivaz que casi había aprendido a caminar. Gerlin tendría que ponerle un calzón, aunque no fuera una prenda frecuente en niños tan pequeños. Un bebé judío de su edad habría sido circundado hacía tiempo, aun cuando lo hubiesen bautizado para guardar las apariencias.
La Isla de la Cité, con sus calles estrechas y atestadas de tiendas, mercados, fondas y mesones, resultó ser el barrio de comercios y viviendas más animado que Gerlin hubiera visitado jamás. La gente hablaba con tanta rapidez que Gerlin apenas lograba comprender nada, pese a que había aprendido francés en la corte de la señora Aliénor y lo hablaba con la misma fluidez que su lengua natal. Salomon, Miriam y Abram tenían aún más dificultad en comprender el idioma, aunque este último lo aprendió enseguida. Al fin y al cabo, tenía que vender las uñas de los pies de san Cristóbal a los soldados del rey y dirigirse a ellos en su propia lengua, por no mencionar la conveniencia de que los certificados también estuvieran escritos en francés.
En París nunca hubo un auténtico barrio judío. Antes de la expulsión, los correligionarios de Salomon vivían diseminados por toda la ciudad, lo cual ocasionaba que encontrar lo que quedaba de la comunidad fuera complicado. De hecho, Gerlin nunca hubiese sabido cómo hacerlo, pero Salomon y Abram parecían reconocer a sus correligionarios de un modo instintivo: al pasear por el primer mercado hicieron averiguaciones y, para asombro de Gerlin, no tardaron en encontrar comerciantes con el extranjero que conocían al padre de Abram. Con mucha discreción, remitieron al médico y a su sobrino a otros, que a su vez disponían de contactos con parientes de Miriam en Viena. Así las cosas, enviar cartas no supondría un problema mayor y las esperanzas de Salomon en cuanto al albergue no tardaron en cumplirse. Encontraron uno limpio con una casa de baños anexa dirigido por un matrimonio «anteriormente judío». La dueña, una mujer mayor, estaba encantada con Dietmar y Miriam, y al pronunciar el nombre del niño dirigió a Gerlin una sonrisa cargada de intención. La bella muchacha de modales sorprendentemente educados la conquistó en el acto, ya que por lo visto le recordaba a su hija.
—Nuestra Sarah está casada con un comerciante de muebles de al-Ándalus —dijo con una sonrisa deslumbrante—. Pronto harán quince años, así que antes del…
Se refería a antes del edicto de expulsión de los judíos y del bautizo simulado de sus padres. Gerlin asintió con expresión comprensiva. Sin embargo, Abram se mostró menos discreto y sonrió de oreja a oreja.
—Seguro que os entristece profundamente que ambos sigan aferrándose a la heterodoxia mosaica, ¿verdad?
La mujer bajó los ojos para disimular sus risas.
—Todas las semanas enciendo una vela por ellos en la iglesia —afirmó.
Luego Miriam le preguntó si había un mikwe en la ciudad y se alegró al saber que sí.
—Una… casa de baños para mujeres… —dijo su anfitriona en tono cauteloso—. Permanece abierta todo el día y para todas; no obstante, si os presentáis de madrugada…
Miriam asintió en silencio. Antes de abrir las puertas a las bañistas normales, era de suponer que el establecimiento recibía a mujeres que querían realizar los lavados rituales. Con ese fin, debía proporcionar unas condiciones especiales, ya que la mikwe solo podía alimentarse con agua fresca corriente.
Sin embargo, la casa de baños «anteriormente judía» se encontraba en el otro extremo de la Isla de la Cité. Miriam no podría acudir sola, pero, por supuesto Abram se ofreció a acompañarla hasta allí una de las noches siguientes.
Mientras esperaban ese momento, todos disfrutaron del baño de vapor y de la tina del albergue después de una buena comida: era la primera vez tras el inicio del viaje que los judíos comían platos kosher, y sobre todo Miriam disfrutó como una niña consumiendo las viandas conocidas. Se sentía dichosa de volver a estar entre los suyos y esa misma noche se despidió con una sonrisa para dirigirse a la mikwe en compañía de Abram.
—Es demasiado pronto y además contraviene la costumbre —refunfuñó Salomon.
Muchas veces las parejas judías se conocían en persona durante la celebración de la boda, e incluso cuando ya se habían visto con anterioridad, antes de los esponsales no se les permitía estar juntos a solas o pasear por las calles de una ciudad como una pareja de enamorados.
Gerlin se encogió de hombros.
—Muchos aspectos de esa relación no son conformes a la costumbre —señaló—. Da igual que Miriam pase o deje de pasar unas horas a solas con Abram… De todas formas no volverá a ser virgen, y resulta que casarse con ella significa vagar bajo las estrellas en cuanto se presenta la menor oportunidad. Quizás Abram ya confía en comerciar con el polvo de las recién descubiertas por su amada. Esos dos son diferentes y punto. ¡Dios debía de saber lo que hacía cuando los juntó!
Salomon la miró con una sonrisa bondadosa y añadió leña a la chimenea, donde Gerlin estaba calentando agua para, por fin, volver a bañar a Dietmar.
—Vaya, o sea que en tu opinión Dios organiza los matrimonios —señaló el médico con voz suave, sosteniendo al niño al tiempo que Gerlin vertía agua en una tina improvisada—. Pues entre nosotros los judíos quien se encarga de ello suele ser el casamentero…
—Sí, lo sé —contestó Gerlin, parpadeando—. Todavía recuerdo al que acudió a casa de mi padre… —añadió en tono irónico.
—Pero sí… creo que Dios nos indica el camino… y a veces también los rodeos.
Gerlin alzó la vista y lo miró a la cara.
—No tuve inconveniente en seguir al casamentero —dijo.
El médico esquivó su mirada y se ocupó de Dietmar, quien chapoteaba alegremente en la gran olla del carro que Gerlin había transformado en bañera.
—¿Así que no te arrepientes de tu matrimonio? —preguntó en voz baja.
Gerlin negó violentamente con la cabeza.
—¿Cómo podría arrepentirme? Apreciaba a Dietrich… lo amaba. Aunque no como a…
—¿Florís de Trillon?
El tono dolorido de Salomon la afectó profundamente. Quiso decir algo, pero entonces cedió a su impulso, alzó la mano y le acarició la mejilla y los labios.
—No como amé a Florís y no como te amo a ti —susurró… y el ímpetu con el que el médico la abrazó casi la asustó.
Toda la atracción y todo el deseo acumulado durante el viaje se abrió paso a través de ese beso. Gerlin reaccionó con pasión recién despertada y no habría tenido el menor reparo en entregarse a él. ¿Qué podía perder? Pero cuando Gerlin hizo ademán de desprenderse del vestido, Salomon se apartó.
—No podemos hacer eso, Gerlin… créeme que no quiero… El Eterno sabe que te amo desde la primera vez que te vi, que me consumía de deseo cuando vivías con Dietrich… Luché contra ello con todas mis fuerzas, como tú luchaste contra tu pasión por De Trillon mientras Dietrich vivió. Ahora no quiero ser débil.
—Pero ¿por qué no? —insistió Gerlin—. Sería… solo sería… Solo sería por una noche. Abram y Miriam se ausentarán hasta mañana por la mañana. ¡Nadie tiene por qué saberlo!
Los ojos profundos de color verde pardo de Salomon expresaban su dolor, pero también su deseo.
—No, Gerlin… moriría… si solo fuera por una noche.
Gerlin sonrió y se desprendió de la túnica.
—Nadie muere con tanta rapidez… Ven, Salomon mío… o Friderikus mío… Por una vez olvida tu dignidad, olvida las reglas, olvida lo que nos separa. Por una vez recorre conmigo el sendero de las estrellas… —dijo, y acto seguido se soltó el cabello, cogió a Dietmar de la tina, lo secó y lo tendió en su camita—. Puedes meditarlo hasta que se duerma —continuó en tono afectuoso—, pero no es necesario que te pelees con tu Dios. Estoy segura de que Él nos condujo hasta aquí… y que ahora nos contempla con una sonrisa.
Salomon se quitó la camisa.
—No necesito meditar —murmuró—. A la luz de las estrellas nadie piensa demasiado. Esta noche nos proporcionarán su calor, aun cuando mañana el sol nos abrase… o Dios nos castigue…