9

—¿Y ahora qué piensas hacer? —preguntó Salomon a su sobrino a la mañana siguiente del ataque.

Ambos estaban sentados en el pescante de su carro, uno a cada lado de Gerlin, que interpretaba el papel de mediadora. No obstante, y pese a las severas palabras de su tío, Abram parecía muy contento.

La noche anterior apenas habían hablado. Cuando el joven regresó con María al campamento, la muchacha estaba exhausta y la acogida confirmó sus peores temores. Martha la recibió con desprecio y Martinus apenas le hizo caso. Salomon hizo un esfuerzo por controlarse, pero le hubiera gustado decirle unas cuantas cosas a su sobrino. Abram sostenía a la muchacha con los brazos mientras ella se acurrucaba contra su pecho, casi dormida. Cuando la bajó de la mula, Abram le besó los cabellos sin el menor disimulo y sin esquivar la mirada de Salomon, sino devolviéndosela con expresión desafiante. El médico estaba visiblemente indignado.

Gerlin se llevó a María a su propio carro y le sirvió una copa de vino especiado caliente… de la reserva personal de Salomon. El astrólogo había agotado el último resto de su provisión de vino brindando por la aventura superada y también para consolarse por las ligeras quemaduras sufridas en la pierna derecha. Metió mucha bulla por el vendaje que Salomon le aplicó y luego Martha tuvo que acompañarlo a su carro, acostarlo y consolarlo. Si bien, como siempre, la vieja refunfuñó, era evidente que le agradaba cuidarlo; ella también parecía esperar que Martinus ya no deseara a María.

Finalmente, Salomon se retiró debajo del carro junto con Abram y cedió su lecho a la muchacha, puesto que resultaba imposible obligarla a regresar con Martinus. Por su parte, Gerlin se alegró de poder cuidar de su pequeña amiga. Que no le hubiese ocurrido nada más suponía un gran alivio para ella y le dirigió palabras cordiales hasta que la muchacha por fin se durmió. Entretanto, bajo el carro reinaba un silencio tenso. Con respecto a la liberación de la muchacha, Salomon se conformó con la información que Abram había proporcionado a los caballeros. Aunque Martinus y los suyos demostraron escaso interés por los detalles de su acción, Berthold y sus hombres no se cansaron de escucharlas. El interés demostrado por la mayoría de los caballeros quizás era completamente inocente, y parecían dispuestos a elogiar al «ayudante del barbero» por su valor. Solo Berthold no pudo por menos que volver a hacer insinuaciones maliciosas, con comentarios cada vez más inquietantes.

—Hay que ver cómo son los señores Friderikus y Konstantin… En general actúan con un recato más propio de judíos y de pronto se convierten en expertos espadachines y salvadores de los inocentes…

Sus últimas palabras provocaron la risa maliciosa de los caballeros y Abram tuvo ganas de abalanzarse sobre ellos, pero se contuvo.

—¿No será que bajo las ropas del barbero y de su ayudante se ocultan unos caballeros? —siguió insinuando Berthold.

Los hombres soltaron carcajadas aún más sonoras, pues sabían que casi nadie perteneciente a su rango se hubiera rebajado a llevar semejante disfraz. En el mejor de los casos, en las novelas caballerescas, un caballero demostraba la devoción por su dama adoptando el papel de mendigo.

—No seréis el caballero Lanzarote al servicio de la dama Ginebra, ¿verdad?

Salomon y Abram guardaron silencio. Era mucho mejor fingir que desconocían la leyenda de Arturo, pero los comentarios de Berthold eran peligrosos, y encima Abram mantenía un peligroso coqueteo con la puta del maestro Martinus.

—¿Que qué pienso hacer? —dijo Abram en tono sereno, retomando el tema—. Pues casarme con ella, claro está —añadió con su habitual sonrisa triunfal.

Salomon tiró tan abruptamente de las riendas que los caballos clavaron las patas en el suelo y se detuvieron. Gerlin se las quitó de las manos sacudiendo la cabeza y chasqueó la lengua para calmar a los animales.

—¡Imposible! Abram…

—Konstantin —lo corrigió Gerlin.

—Hemos pasado por alto muchas cosas, Abram. Tu padre estuvo más de una noche sin dormir por tu causa, pero siempre tuvo paciencia contigo. Siempre confiamos en que acabarías por convertirte en un… Vaya, que te tranquilizarías, que encontrarías una mujer…

La sonrisa de Abram se volvió todavía más amplia.

—¡Pero si eso es precisamente lo que he hecho! —dijo en tono alegre—. Mi padre estará encantado… y cuento con que tú te calles algunos detalles sin importancia de su vida anterior…

—¿Como por ejemplo que es cristiana? —espetó Salomon.

—Realmente, tío Fritz… —dijo Abram con gran seriedad, pero después soltó una risita—. Te consideras un erudito y demuestras un gran saber, pero pasas por alto lo más obvio. ¡Una cristiana! ¿De dónde has sacado semejante idea? ¡Naturalmente que mi padre estará encantado de conocer a Miriam von Wien, hija de Shlomo, acuñador del duque Federico de Austria!

—¿Es judía? —exclamó Salomon, procurando bajar la voz.

—Desde luego —dijo Abram, asintiendo con la cabeza—. ¿Qué otra cosa podría ser? ¡Piensa… tío Fritz!

—¡Abram! —exclamó Salomon en tono de amenaza.

Gerlin le apoyó la mano en el brazo con gesto apaciguador, sorprendiéndose a sí misma ante la naturalidad de su ademán.

—Y, ante todo, obsérvala atentamente —siguió diciendo su sobrino, una vez más en tono serio y en voz baja—. Resulta evidente que es oriunda de una casa rica… pero no de un castillo. Aunque una castellana amara las estrellas, es muy improbable que entrase en contacto con un hombre como el astrólogo. Y de haber sido así, el bellaco jamás la habría animado a huir con él, porque su padre no hubiese tardado en enviar a un grupo de caballeros para que los persiguieran y descuartizaran a su raptor. Y el cobarde de Martinus no habría corrido semejante riesgo, ¿verdad?

Gerlin asintió. Abram tenía razón. Ella misma podría haberse dado cuenta de que María —Miriam— debía de haber huido de una casa de ciudad.

—Así que solo podía pertenecer a una familia de comerciantes —continuó Abram—. El astrolabio que lleva consigo también es una prueba de ello, porque no es algo que pueda adquirirse en una feria. Además, Miriam es muy culta, mucho más que la mayoría de las hijas de los comerciantes cristianos; entre esos, las muchachas también aprenden a leer y escribir, pero idiomas extranjeros… astronomía… Solo para poder leer los libros más importantes hay que dominar el latín. Miriam incluso comprende un poco de la lengua árabe… Sin duda lo habrás notado, ¿verdad, tío? —concluyó el joven, omitiendo lo de «Fritz».

Salomon guardó un silencio obstinado, pero para Gerlin el asunto resultaba cada vez más lógico.

—Y escapar de un barrio judío le resultaría más fácil a la muchacha, sobre todo en una ciudad en la que no cierran el barrio por las noches. Así que el bueno del maestro Martinus apenas corrió riesgo alguno al ocultarla. ¿Qué podrían hacerle los judíos, habida cuenta que ni siquiera tienen permiso para empuñar una espada?

Salomon asintió con expresión amarga.

—¡Y después el bribón hizo todo lo posible por humillar a la pequeña! —prosiguió Gerlin, cada vez más irritada—. ¡Y ese nombre! María y Martha: los personajes bíblicos de la bella y la criada. Eso supuso una bofetada para ambas mujeres, ¡con razón Martha estaba furiosa!

Gerlin sintió algo bastante parecido a la admiración. ¡Cuántas ansias de alcanzar el saber debía de haber tenido la orgullosa hija del acuñador judío para aceptar las pretensiones de Martinus, además de las humillaciones a las que la sometía!

—Mis respetos, maese Abram: ¡yo jamás me hubiese percatado de todo eso!

—¡Pues se os pasaron por alto unas cuantas cosas más! —replicó Abram—. Y también a ti, tío…

El joven volvía a reír, pero quizá sus burlas estaban más bien destinadas a Salomon que a Gerlin.

—¿Es que no os disteis cuenta de que Miriam no sabe hacer la señal de la cruz? Cada vez que ella se persignaba de derecha a izquierda en vez de a la inversa el corazón casi me daba un vuelco. Por suerte, el velo ocultaba su gesto y para los monjes del convento contemplar los pechos de una muchacha semejante hubiera supuesto un pecado, pero en mi caso era algo natural… Vaya, fue lo primero en lo que me fijé.

Gerlin tampoco pudo evitar la risa.

—¿Y ahora qué piensas hacer?

Esa vez fue ella la que hizo la pregunta y en un tono bastante más cordial que el de Salomon.

—¿Piensas tomarla como esposa como cristiano o como judío?

—¡Como judío, por supuesto! —contestaron Salomon y Abram al unísono. Para ambos, la idea de una boda cristiana era impensable.

—¡De lo contrario, nuestra unión no tendría ningún valor! —añadió el joven—. No, no: ya he reflexionado al respecto. De momento no le diremos nada a nadie… Solo nos amaremos en secreto…

Salomon soltó un bufido.

—Hasta que lleguemos a París —añadió Abram—. Desde allí enviaremos la noticia a mi familia y a la de Miriam. Seguro que encontraremos un par de comerciantes judíos que puedan llevarla con ellos, así mi padre podrá pedir su mano de manera oficial. Mientras tanto buscaremos un alojamiento para ella, en casa de una viuda o de una familia… Ya encontraremos un lugar idóneo para una muchacha decente…

—¿Y cómo se supone que esa «muchacha decente» habrá llegado hasta allí? —preguntó Salomon con severidad, algo que también intrigaba a Gerlin.

Abram frunció el entrecejo.

—Eh… ¡Ya lo tengo: fue raptada! —contestó—. Por tratantes de esclavos; logré rescatarla cuando los bellacos también atacaron nuestra caravana y, gracias al Eterno, no fue violada.

Salomon puso los ojos en blanco.

—Para la pedida de mano, ya que dadas las circunstancias su padre tendrá que dar su consentimiento, os acompañaré hasta Loches y de regreso Miriam podrá viajar con nosotros —propuso el médico—. Solo hemos de encontrar un grupo en el que también haya mujeres… ¡No será difícil! O también puedo quedarme con ella en París, si el rey Felipe ordena el regreso de los judíos. Dicen que necesita prestamistas para financiar su ejército.

Abram también parecía considerar que establecerse en la villa era una buena idea. Al parecer, la idea de vivir con su futura esposa bajo el ala de su pendenciera madre no lo entusiasmaba, algo que Gerlin comprendía perfectamente: después de Martha, para Miriam, vivir junto a Rachel solo hubiera supuesto la prolongación del martirio.

—¿Y qué harás en París? —preguntó Salomon con recelo—. ¿Vivir del comercio de reliquias?

Abram frunció los labios.

—¿Por qué no? O del comercio con el extranjero, como mi padre. Pero vender reliquias… es más rentable. No es necesario viajar mucho… y puede que de vez en cuando Miriam confeccione algún que otro horóscopo…

Gerlin rio. La supervivencia de la pareja no supondría un problema; de hecho, su futuro incluso era más halagüeño que el de ella misma. El comentario casual sobre el regreso supuso un golpe. Salomon no contradijo a su sobrino, así que él también quería regresar a Kronach. Tal vez sintiera cierta obligación con respecto a Dietmar, pero una vez que el niño estuviera a salvo, partiría. Gerlin no significaba nada para él.

Los viajeros llegaron a Reims, la última gran ciudad antes de alcanzar su primera meta: París. Reims estaba situado en el centro de la región de la Champaña; durante días enteros los peregrinos atravesaron los viñedos y pernoctaron en las aldeas cercadas. El maestro Martinus se deleitaba con los productos de los viticultores y luego pedía perdón a su santo patrono en las iglesias de Reims, mientras que Gerlin más bien disfrutaba de las casas de baños de la ciudad. La joven viuda se llevó a la temerosa Miriam a una casa de baños cristiana, en tanto que Salomon y Abram tuvieron que conformarse con tomar baños nocturnos en las aguas del río Vesle. En Francia no había casas de baños judías, pero, por suerte, entre las muchachas de ambas comunidades no existía diferencia alguna, así que Miriam pudo satisfacer su necesidad de asearse sin ningún problema. Suspirando de alivio, se desprendió del polvo del viaje… y también de los desagradables efluvios de Martinus, que desde el ataque en los alrededores de Metz no se había acercado a ella. Ello animó a Martha: la vieja pareja había vuelto a reconciliarse.

Por otra parte, el caballero Berthold von Bingen dejó tranquilos a Salomon y Gerlin. A medida que se acercaban a París, con mayor frecuencia se topaban con unidades del ejército del rey francés, y también con mercenarios y caballeros errantes. Al parecer, el rey acogía en su ejército a cuantos afirmaban que sabían luchar y, desde luego, una campaña militar resultaba más rentable que proteger a un grupo de peregrinos, de forma que Berthold y sus hombres empezaron a debatir más o menos abiertamente la posibilidad de abandonar al maestro Martinus en París y unirse a Felipe II.

—En el fondo es lo mejor que podría pasarnos —dijo Abram, que siempre estaba de buen humor—. En París encontraremos una nueva escolta o la posibilidad de seguir viaje en compañía de unos comerciantes.

Seguramente tenía razón, puesto que también las comarcas en disputa debían aprovisionarse de mercancías; a ello se añadía que París era un centro de comercio tanto interior como exterior. En la capital de Francia se cruzaban ríos y caminos, y sería posible proseguir viaje hasta Orleans en barco, a lo largo del Sena.

—Pero seguramente no de inmediato —objetó Salomon, reduciendo el optimismo del sobrino—. Según como vayan las cosas, puede que hayamos de pasar el invierno en París, lo que resultaría complicado. Tendríamos que fingir que somos cristianos, pero los médicos cristianos son escasos y ejercen su profesión de un modo muy distinto al mío. Si me presento como galeno, podría tener problemas con su ética profesional.

La idea de pasar el invierno en compañía de Salomon aceleró los latidos del corazón de Gerlin. Seguirían viviendo como marido y mujer… hasta tendrían que compartir unas habitaciones o una casa. Claro que allí resultaría más fácil mantener las distancias que en el carro, pero ¿acaso querrían hacerlo? Cuanto más se prolongaba el viaje, tanto más próxima se sentía al médico. No solo la atraían su cuerpo musculoso y su amabilidad, también descubrió que compartían muchos intereses. A Gerlin, la política, la estrategia y la astronomía le resultaban bastante indiferentes, pero la medicina la fascinaba. Siempre observaba al «barbero» cuando curaba a otros viajeros y pronto también le ayudó a recoger hierbas al margen del camino y a preparar tinturas y esencias. Si realmente pasaban el invierno en París, podría ayudar a Salomon en sus tareas, dirigir su hogar…

Gerlin disfrutaba realizando tareas manuales, le gustaba lavar la ropa y cocinar. No obstante, también le había agradado la vida como castellana, que fundamentalmente consistía en dar órdenes y encargarse de que fueran cumplidas. Pero cuanto más tiempo dedicaba a interpretar el papel de la mujer del «barbero», tanto más irreal le resultaba su vida anterior. Gerlin no compartía sus reparos con respecto a ser descubierto como judío. Ella era cristiana y podría jurar que él se había convertido antes de que contrajeran matrimonio.

Pero antes el grupo de Martinus había de recorrer unas docenas de millas hasta alcanzar la capital francesa, y, tras unos cuantos días soleados, el tiempo cambió, volvió a caer una lluvia torrencial y Gerlin tuvo que echar mano de todas las mantas y lonas para evitar que ella y su hijo se empapasen. Por las noches se repitió el problema del alojamiento: hasta entonces los hombres habían dormido al aire libre, pero ahora eso resultaba imposible y la tienda de Miriam se había quemado.

Debido a ello, Abram se acurrucó en un rincón del carro y Gerlin invitó a Miriam a compartir el pequeño espacio detrás de la cortina. Salomon protestó, en parte porque era inadecuado que una pareja pernoctara en el mismo carro antes de casarse, pero también porque Miriam se daría cuenta de la extraña relación entre él y Gerlin.

Salomon y Gerlin aún no habían revelado su historia a la muchacha. De momento, lo único que esta sabía era que Salomon debía acudir a Tours por urgentes motivos comerciales, y no preguntó por qué lo acompañaban su mujer y su hijo. Sin embargo, ya le había preguntado a Gerlin cuál era su auténtico nombre y también el de Dietmar, y en Reims se desconcertó al comprobar la naturalidad con la cual la pretendida judía visitaba una casa de baños cristiana. Por último, al contemplar el lecho separado de Gerlin, el desconcierto de la joven no hizo sino aumentar.

—Díselo de una vez, Gerlin —dijo Salomon, suspirando—. Ella también guarda numerosos secretos, no delatará los nuestros.

Así que Gerlin, Miriam y el pequeño Dietmar compartieron el lecho y se pasaron media noche cuchicheando. Miriam consideró que la historia de la joven madre era muy emocionante y le hizo mil preguntas sobre la corte galante, Dietrich y el caballero Florís.

—¿Tienes un caballero? —preguntó, atónita—. ¿Con el que te une… eh… cómo se dice… un vínculo galante? En ese caso, debes de ser una maestra de la simulación. ¿Acaso te lo enseñan en la corte galante? Porque yo estaba convencida de que estabas enamorada de maese Salomon.

Gerlin se sonrojó.

—¡Y él de ti! —añadió Miriam.

—¿Él de mí? —preguntó Gerlin, demasiado azorada como para desmentirlo—. Es muy amable conmigo, siempre lo ha sido. Pero enamorado…

Miriam soltó una risita y Gerlin se sintió transportada al pasado, a la corte galante de la señora Aliénor. ¡Con cuánta despreocupación había hablado con sus amigas sobre los jóvenes caballeros!

—¡Seguro! ¿No te das cuenta? ¡Basta con ver su mirada cuando te contempla! ¡Pero si solo tiene ojos para ti!

Al notar el desconcierto de Gerlin, Miriam sacudió la cabeza, pero sonrió al ver el brillo en los ojos de su amiga. Así que no se había equivocado: aparte del caballero galante, no cabía duda de que algo existía entre el médico y la condesa.

—Claro que un casamiento resultaría bastante complicado —añadió en tono apenado—. Tú perteneces a la nobleza y él…

—Me dijo que era imposible —admitió Gerlin—. Que un judío no podía casarse con una cristiana, pero si yo… me convirtiera…

Miriam negó con la cabeza.

—Eso sí que sería imposible —declaró en tono categórico—. Solo quienes han nacido de un vientre judío son judíos. En nuestro caso no hay conversión posible, a diferencia de lo que ocurre en el caso de los cristianos o los musulmanes. Y la convivencia solo sería factible si… bien, pues si no se lo dijerais a nadie… Si Salomon von Kronach se establece con su esposa Esther von Kronach en… qué sé yo… en Linz, por ejemplo, nadie comprobará nada. Claro que tendrías que aprender a comportarte como judía, ¡pero no te preocupes: yo te enseñaré!

Miriam era una joven bastante despreocupada: no cabía duda de que haría muy buena pareja con el impetuoso Abram. No obstante, Gerlin recordó con cierta preocupación el error que había cometido la muchacha al persignarse; a Miriam también le había resultado muy sencillo hacerse pasar por cristiana y había tenido mucha suerte. Si Gerlin cometía errores similares en la sinagoga, las matronas judías de su entorno no dejarían de percatarse. Además, todo eso no era más que un sueño. Salomon no tomaría a una cristiana por esposa y Dietmar tampoco podía criarse como el hijo de un médico judío, por no hablar de la descendencia que pudieran tener. Según Miriam, estos tampoco serían judíos, pero Gerlin nunca podría bautizarlos.

La joven hizo un movimiento enérgico con la cabeza: todo ello no tenía remedio. Gerlin había decidido volver a reunirse con su propia familia, criar al heredero de Lauenstein y convertirlo en un caballero valiente, no en un comerciante o un erudito. El muchacho se vería obligado a luchar por su vida y el mejor lugar para prepararse para ello era en Loches, en la corte del señor Linhardt von Ornemünde.

No dejó de llover durante toda la noche y por la mañana el camino estaba intransitable. A unos tres días de viaje de París, los viajeros contemplaban sus carros atascados en el barro con gesto impotente. Martinus se lamentó afirmando que el frío y la humedad le causarían la muerte, mientras Leopold y Salomon, con la ayuda de Martha y Miriam, trataban de empujar los carros. Abram y Gerlin intentaron convencer a los caballeros de que engancharan sus caballos de batalla a los carros, ya que los poderosos animales sin duda podrían arrastrarlos fuera del barro, pero Berthold von Bingen consideró que eso suponía una indignidad.

Con expresión desesperada, Gerlin contempló los carros cada vez más hundidos en el lodo. Quedarse atascado ya era bastante desagradable, pero si llegaba otro grupo de viajeros habría problemas, porque el de Martinus obstruía el camino. Si tenían mala suerte y quienes llegaban eran caballeros malhumorados que quizá viajaban acompañados de trabuquetes o pesados proyectiles, no cabía descartar que sus pertenencias acabaran reducidas a escombros y los restos apartados del camino sin contemplaciones.

Sin embargo, al final resultó que los viajeros a quienes se encontraron en el camino supusieron un inesperado golpe de suerte. Cuando vio acercarse a una tropa de caballeros al trote, al principio Gerlin se asustó. Si llevaban intención de saquearlos, los peregrinos no podrían escapar, pero resultó que el comandante era un joven rubio y alegre, al que Gerlin no tardó en encontrar cierto parecido con Florís de Trillon. Estaba completamente empapado; sin embargo, demostró sus virtudes caballerescas y su experiencia en el servicio a la dama y, al ver a Gerlin y a la bellísima Miriam junto al carro con expresión impotente, las saludó con una reverencia formal.

—Soy Charles de Sainte-Menenhould, a vuestro servicio, señoras. ¿Podemos hacer algo para liberaros de esta incómoda situación?

Miriam se sonrojó ante la mirada interesada del caballero, pero Gerlin decidió aprovechar la oportunidad.

—Sí, podéis —respondió en tono sosegado y en el perfecto francés aprendido en la corte de la reina Leonor—. Pero solo si sometéis vuestro orgullo al servicio de la dama. ¿Quién es vuestra dama galante, monseigneur De Sainte-Menenhould?

Charles se llevó la mano al corazón.

—Llevo la divisa de Adrienne de Troyes y la llevo con honor. Ya he superado muchos combates en su nombre.

—Adrienne de Troyes perteneció a la corte de la reina Leonor, ¿verdad? —preguntó Gerlin con una sonrisa, aunque solo conocía a la dama de oídas.

Adrienne había abandonado la corte de Aliénor mucho antes de que Gerlin fuera enviada allí: al igual que numerosos caballeros jóvenes y serios, Charles había escogido a una mujer mucho mayor como dama galante.

La mirada del joven caballero se iluminó.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó sin ocultar su sorpresa.

Gerlin se mordió los labios. Había pecado de imprudente… pero era tan placentero hablar de temas cortesanos con ese joven caballero bien educado…

—Yo… veréis… Antes de conocer a mi marido trabajé como doncella en una corte galante —improvisó Gerlin—. Pero ahora os ruego que olvidéis vuestro orgullo de caballero durante un momento en beneficio del servicio a la dama y arrastréis estos carros fuera del fango.

—A vuestras órdenes, mi señora…, y a las vuestras —dijo Charles, inclinándose ante la desconcertada Miriam.

En ningún momento el joven caballero reveló si realmente daba crédito a las palabras de Gerlin, acaso porque todo el asunto daría alas a su fantasía y por las noches soñaría que había prestado ayuda a una princesa perseguida.

—Después habrías de darle un beso —le dijo Gerlin a Miriam, que se sonrojó aún más profundamente; la costumbre galante de recompensar a un caballero con un beso inocente le era completamente ajena a la joven judía.

Charles y sus caballeros desatascaron los carros de los peregrinos con mucha rapidez y luego bebieron una copa de vino que les ofreció el agradecido maestro. Después reforzaron la escolta del grupo de viajeros sin pensárselo dos veces, algo que no sentó nada bien a Berthold von Bingen. Este se dirigió a Abram en tono desdeñoso y dijo que los otros caballeros eran unos petimetres, mientras que Charles platicaba con las damas y también dirigía palabras amables y respetuosas a Salomon. A lo largo del día, los caballeros ayudaron a los viajeros a superar unos cuantos obstáculos más, ya que en algunos tramos el camino estaba inundado, y por la noche ambos grupos acamparon juntos. Por fin dejó de llover y todos se sentaron en torno a la hoguera para secarse la ropa. Miriam se acercó a Abram con actitud temerosa y se cubrió con el velo húmedo, pero las mujeres no tenían nada que temer por parte de Charles y su tropa.

—Mi padre posee un castillo y feudo mediano junto a Chalon —dijo el caballero—, pero soy el tercero de sus hijos y no heredaré nada. Me hubiese gustado ir a Tierra Santa con el rey, pero mi padre se negó en redondo. Participó en una cruzada y… vaya… no le agradó demasiado…

Salomon, al parecer tan encantado con el escepticismo del viejo caballero como con la obediencia del hijo, le escanció otra copa de vino.

—¡Nuestro barbero también sirvió en Tierra Santa! —exclamó Berthold en tono irónico—. A él le agradó, ¿verdad?

El médico se encogió de hombros.

—Incluso la tierra más bella y santa pierde su atractivo cuando está empapada en sangre —respondió en voz baja.

Charles asintió.

—Mi padre también dijo algo parecido. Bueno, él es viejo y está enfermo y yo no quise disgustarlo… Pero ahora que el rey necesita hombres para defender las tierras de los Plantagenet… Bueno… Quiero decir para defenderlas contra esos bandidos de los Plantagenet…

—¿Acaso no hace generaciones que esas tierras pertenecen a la familia del rey Ricardo y la reina Leonor? —preguntó Gerlin con severidad—. Que yo sepa, Ricardo Plantagenet desciende por línea directa de Godofredo de Anjou, a cuyos lugares de origen pertenecen Tours y Le Mans. A través de su matrimonio con la heredera del reino anglonormando, además obtuvo Normandía y su hijo Enrique se casó con Leonor, la heredera de Aquitania.

Cuando Salomon le pellizcó el brazo, Gerlin dejó de hablar y se mordió los labios: seguro que en esa ocasión Berthold habría escuchado sus palabras.

Charles se encogió de hombros.

—¡No sé nada de todo eso, mi señora! —declaró en tono sincero—. Pero el rey ha llamado a las armas a sus caballeros y ardo en deseos de hacerme con un feudo. Me resulta bastante indiferente que las tierras hayan de ser defendidas, conquistadas o reconquistadas. Libraré mis combates con honor. Lo que haga el rey…

Charles dejó la frase en suspenso. Era posible que su padre, un hombre de evidente sensatez, ya le hubiera soltado un discurso análogo.

Gerlin lo miró con indignación, pero entonces el rostro del joven caballero se iluminó.

—También podría poner mi espada a disposición del rey Ricardo. Si vos creéis… Si considerase que sus pretensiones con respecto a las tierras en disputa están justificadas… ¡A lo mejor deberíamos volver a reflexionar sobre ello!

Charles se dirigió a los caballeros de su séquito, algunos de los cuales no parecían sentir el mismo entusiasmo por la campaña militar que el joven. Seguramente los mayores disfrutaban ya de un puesto bien consolidado en el castillo de Chalon y tal vez incluso habían ido a la guerra con el padre de Charles. Era normal que no tuvieran muchas ganas de volver a la batalla de inmediato, pero al parecer eran leales a su señor y habían recibido el encargo de que, en caso de duda, protegieran a su hijo de sí mismo. Algunos de ellos evocaron en Gerlin la imagen de Adalbert y la joven recordó al viejo caballero con afecto y pena.

Sin embargo, algunos de los guerreros del contingente de Charles eran tan jóvenes e impetuosos como su jefe y estaban impacientes por entrar en combate, sobre todo porque no tenían experiencia con la sangre y la muerte, la lluvia constante y el lodo, sino más bien con intercambiar mandobles en un torneo, en un ámbito más bien amistoso. Sin embargo, a ellos no parecía importarles gran cosa por quién tomaban partido durante la lucha, puesto que en un torneo tampoco era muy importante a quién se unían los participantes. En la grave discusión que se desarrolló a continuación, la cuestión no giró tanto sobre si unirse a Ricardo o a Felipe, sino más bien sobre los derechos de los príncipes respecto de las tierras en disputa… y las oportunidades que ello ofrecía a sus seguidores de hacerse con un feudo.

Salomon y los caballeros de mayor edad intercambiaron miradas elocuentes cuando, con ojos resplandecientes, los más jóvenes se apasionaban con la idea de librar combates caballerescos. No tardarían en descubrir cuán sangrienta era la lucha y cuán definitiva la muerte.

Al día siguiente, lo primero que hizo Salomon fue atender a los alifafes de los caballeros jóvenes, de los mayores y de sus cabalgaduras. Sabía qué hacer para curar la tos persistente de uno de los guerreros más experimentados y el dolor de rodilla de otro, aplicó un ungüento alcanforado al tendón de uno de los caballos de batalla y recomendó que lavaran el espolón inflamado de otro con vino añejo y luego que lo mantuvieran seco en la medida de lo posible.

Por otra parte, aquel día Abram también logró aportar algo a la caja de los viajeros, lo que resultaba muy necesario. El dinero que Salomon obtuvo de su hermano se había acabado hacía tiempo y entretanto Gerlin también había empeñado todas sus joyas…, excepto uno de los brazaletes que le regaló Dietrich y el medallón de la reina Leonor. En cuanto al joven judío… él prefería vender valores renovables.

—El negocio funciona a las mil maravillas —explicó con entusiasmo, mostrando una bolsa llena de dinero a Gerlin y Miriam—. Solo en esta mañana he logrado colocar diez amuletos con la huella del dedo de san Eligio: el santo patrón de los herreros, por si lo ignorabais. Evita la pérdida prematura de las herraduras.

Eso era algo que interesaba a todo el mundo, pues el lodo de los caminos desprendía las herraduras de los cascos de los caballos.

—A ello se sumaron siete de las preciadas uñas de los pies de san Cristóbal. En París el negocio será aún más floreciente, porque, al fin y al cabo, la uña del dedo del pie más bien es una mercancía apta para los soldados rasos…

Miriam rio.

—¿Y dónde consigues tantas uñas? —preguntó—. Porque la gente comparará sus amuletos, ¿no? ¡Y en algún momento descubrirán que has vendido más de diez!

El rostro alargado de Abram adoptó una expresión dichosa mientras sus ojos parecían vislumbrar milagros en la lejanía.

—Dejad que os revele el misterio, mi señora, que unos pocos monjes de las zonas más remotas de Asia Menor guardan con gran celo. Allí, en una gruta protegida por las rocas y el mar, se encuentra la imagen de san Cristóbal, cuyas uñas de los pies no dejan de crecer. Tres monjes se encargan exclusivamente de cuidar sus pies, que… —explicó Abram en tono serio y conspirativo.

—¿De veras? —preguntó Gerlin, perpleja.

El muchacho sonrió y se apartó los revueltos cabellos rubios de la cara.

—No, pero ¿acaso conocemos los secretos de un convento de Asia Menor? De todas formas, me embolso tres monedas de diez peniques por cada uña. Las mías no vuelven a crecer con la misma rapidez.

De hecho, los negocios que Abram hizo con el contingente de Charles solo fueron el comienzo de un período comercial floreciente. Poco antes de llegar a París, los peregrinos se encontraron con un auténtico ejército de caballeros y soldados de infantería que se había reunido ante la ciudad y que más adelante serían conducidos por el rey Felipe en la lucha contra Ricardo Plantagenet.

Salomon debía atender a pacientes de sol a sol y no dejaba de preparar remedios, mientras Gerlin le ayudaba a aplicar cataplasmas de vino y ungüentos alcanforados, preparaba infusiones para los resfriados y compresas de hierbas para las llagas.

Entretanto, Abram se dedicaba a cortarse las uñas de los pies y al final se le ocurrió vender tierra oriunda de Licia, sobre la que supuestamente había andado san Cristóbal.

—Mejor así —comentó Salomon con sequedad—. ¡De lo contrario, al final hubiera tenido que preparar un remedio para curarte las heridas de los dedos!