A medida que se acercaban al reino de Francia, Salomon tuvo que enfrentarse a problemas más acuciantes que la presencia de unos cuantos bichos. Hasta ese momento, la inquietud principal de los que partieron de Lauenstein siempre había sido que alguien descubriera la identidad de Gerlin y Dietmar, pero, allí en Francia, a ello se añadía un nuevo peligro. En 1181, poco después de su coronación y quizá para aumentar el tesoro del Estado mediante la confiscación de bienes, el rey Felipe había hecho expulsar a todos los judíos del país. Oficialmente, ningún hebreo podía vivir en su territorio y aun cuando en general los mercaderes judíos eran tolerados —aunque solo de mala gana—, si el hecho de que Salomon y Abram eran judíos salía a la luz supondría un problema considerable. Si el caballero Berthold los denunciaba, como mínimo tendrían que contar con ser expulsados en el acto, y entonces nadie protegería a Gerlin y Dietmar.
Mientras le explicaba dichas circunstancias a Gerlin sin osar siquiera enfrentarse a su mirada nuevamente temerosa, Salomon dirigió la suya hacia Abram y María, que una vez más se dedicaban a intercambiar chanzas. Además de los reparos respecto de Berthold, Salomon consideraba que la relación entre su sobrino y la amante de Martinus suponía otra amenaza, porque Abram estaba a punto de alcanzar su objetivo: María se aproximaba a él de manera cada vez más evidente, reían y bromeaban juntos. Por la noche, cuando los caballeros encendían sus propias hogueras y los peregrinos estaban a solas, incluso se quitaba el velo y exponía la belleza de su rostro a la fascinada mirada de Abram.
Siempre que el tiempo lo permitía, ambos se dedicaban a observar las estrellas. El joven escuchaba las explicaciones de María durante horas, de forma que poco a poco se convirtió en un experto en el manejo del astrolabio, y, cuando ella por fin le mostró a Martinus los cálculos que demostraban la existencia de la estrella descubierta por ella, Abram la apoyó. El astrólogo acogió las explicaciones de María con un gruñido, pero no podía rebatirlas, como tampoco Salomon.
—Has de encontrar un nombre para la estrella —le dijo Abram a la muchacha en tono tierno cuando la acompañó hasta su tienda.
—Ya lo tiene —contestó ella, sonriendo—. Es un nombre secreto… nadie debe saberlo.
—Pero entonces no figurará en ninguna carta astral —adujo Abram, riendo—. Venga, María, al menos dímelo a mí.
—No. ¡Y tampoco has de llamarme María! Porque yo también tengo un nombre secreto. Yo… —añadió, casi dispuesta a continuar, pero en el último momento se mordió los labios—. ¡Buenas noches, Konstatin! —dijo en tono formal.
—¡Buenas noches, estrella mía! —susurró Abram.
Le hubiese gustado besarla, pero sabía que ella lo rechazaría. Martinus la observaba desde su carro y no tardaría en exigir sus derechos. Abram había seguido a la pareja en un par de ocasiones y había oído que discutían acaloradamente. El maestro la amenazaba y María se moría de miedo de que la expulsara y la abandonara. Abram albergaba ciertas sospechas, pero no osaba mencionárselas a la joven. Si cometía un error, ello podía suponer algo peor que el acoso de Martinus.
Los viajeros estaban atravesando los espesos bosques entre Metz y Reims. Cuando penetraron en las comarcas del rey de Francia, se toparon con numerosas unidades de caballeros y de soldados de infantería que se unían a la expedición militar contra Ricardo Corazón de León. Estaban de mal humor: escasos días después de la cruzada, ni los campesinos ni los coraceros estaban dispuestos a emprender nuevas batallas. El pequeño grupo de peregrinos no podía bajar la guardia en ningún momento.
Una tarde, Leopold y Abram se encontraban encendiendo las hogueras poco antes de que oscureciera, como tenían por costumbre. María montaba su tienda, las otras dos mujeres preparaban las verduras para el guiso, los caballeros se ocupaban de los caballos y el astrólogo discutía a voz en cuello con Salomon. Dado que el vino volvía a escasear, Martinus quería dar un rodeo para aumentar las provisiones, mientras que Salomon opinaba que ya se abastecerían cuando llegaran a Reims.
Mientras ambos seguían argumentando, de pronto, una horda de bandidos surgió del bosque gritando, dispuestos a apoderarse de los carros y los caballos, armados de espadas y lanzas, guadañas y picos.
Dos caballeros y también Salomon desenvainaron las espadas, pero los demás no llevaban sus armas consigo. Abram y Leopold se vieron a obligados a defenderse de los atacantes —visiblemente demacrados y harapientos— con las manos desnudas, pero el joven judío no tardó en abrirse paso hasta el carro del «barbero», cogió su espada de debajo del pescante y se enfrentó a los forajidos con el mismo valor que su tío.
Gerlin y Martha estaban demasiado atemorizadas para moverse. Como siempre durante tales ataques, los bandidos obtuvieron una ventaja generando un caos inmediato. Uno de ellos, que galopaba montado en un caballo huesudo a través de las hogueras, encendió una antorcha y prendió fuego a la tienda de María. Martinus, que se había ocultado en la tienda, huyó gritando con la túnica en llamas.
—¡Al carro! —gritó Salomon a Gerlin, que se había quedado como paralizada.
La joven vio que Abram había recogido su espada y que en ese preciso instante derribaba a un atacante, antes de abalanzarse sobre los hombres que procuraban encaramarse al carro. Protegidas por la espada de Salomon, las mujeres montaron en el carro y se ocultaron tras las lonas. Los dos judíos y dos caballeros que entretanto se habían hecho con sus armas formaron un círculo en torno al carro de Salomon y Gerlin, mientras que Berthold defendía el otro con la ayuda de los demás caballeros. Sus hombres no tardaron en volver a montar en sus caballos de batalla y lograron rechazar a los forajidos pese a no llevar los arreos; además, habían demostrado la presencia de ánimo suficiente como para soltar a los caballos de tiro y a la mula, que se lanzaron al galope a través del campamento, de forma que los salteadores no lograron atraparlos.
En muy poco tiempo, los caballeros y los viajeros demostraron su superioridad frente a los atacantes. Aunque estos eran más numerosos, casi ninguno de ellos sabía manejar la espada lo suficiente como para enfrentarse a Salomon, a Abram y a los hombres de Berthold en un combate cuerpo a cuerpo. Los caballeros derribaron a sus contrincantes como los segadores siegan las mieses, e incluso los persiguieron cuando aquellos trataron de emprender la huida.
Salomon y Abram renunciaron a ir tras ellos. Jadeando, el médico limpió la sangre de su espada mientras su sobrino examinaba los daños. Estos eran escasos: si bien se habían roto algunos utensilios y la tienda de María había quedado reducida a cenizas, los atacantes no habían logrado robar nada. Gerlin y Martha bajaron del carro, así como también Martinus, que se había refugiado bajo el entoldado tras quitarse la túnica en llamas. Leopold surgió de debajo del otro carro y se dedicó a apagar los restos de la tienda incendiada.
—¿Dónde está María? —preguntó Abram.
Gerlin miró a su alrededor, buscándola.
—¡Ha desaparecido! —gritó el joven judío, con una nota de pánico en la voz—. ¡Deben… deben de haberla raptado!
Gerlin no quiso ponerse en lo peor, pero los caballeros que en ese momento regresaban tampoco habían visto a la muchacha.
—¡Esos cabrones se la han llevado! ¡Esos…! —exclamó Abram sin dirigirse a nadie en particular; se limitó a manifestar su ira… y cogió la cabalgadura más próxima: la mula Sirene. Era un animal manso y Abram no se molestó en ponerle las riendas ni la silla, solo cogió la cuerda que la sujetaba y que los caballeros cortaron con la espada, montó en la mula y la taconeó. La mula empezó a galopar, pero primero Abram debía orientarse. ¿En qué dirección habían huido los bandidos? Debían de haber acampado en las inmediaciones. ¿Habría un camino hasta allí? Porque, al fin y al cabo, los bellacos parecían dispuestos a llevarse los carros sin otro recurso que su propia fuerza, y si debían atravesar el bosque eso era imposible.
De momento, Abram siguió las nítidas huellas de los atacantes y, a menos de un disparo de flecha, descubrió los primeros cadáveres de los ladrones fugitivos… y también un rastro de sangre. Al parecer, uno de los bellacos aún había tenido fuerzas para arrastrase un poco más allá. Entonces Abram siguió las huellas lentamente, pese a que la inquietud casi le impedía respirar. Si perdía el rastro todo resultaría inútil, pero poco después las huellas se desvanecieron: otro hombre que había sucumbido a sus heridas y se había arrastrado hasta el camino.
«Ojalá pudiera ver adónde se dirigía», pensó Abram.
El joven detuvo a la mula… y entonces oyó voces en dirección al norte. Parecían las de hombres peleando y la de una muchacha que gritaba. El corazón le latía como un caballo desbocado y un temblor le recorrió el cuerpo, pero los gritos también supusieron un alivio, al menos María parecía estar con vida y los forajidos no darían muerte a una muchacha tan bonita: era demasiado fácil convertirla en dinero. En ese momento, Abram lamentó haber perseguido a los bandidos a solas, puesto que incluso a esa distancia percibió que se trataba de las voces de tres hombres, y era posible que muchos otros bandidos siguieran con vida. Abram creyó recordar que los hombres que no estaban tan bien armados habían huido de inmediato, quizá para refugiarse en su campamento. De uno en uno no suponían un adversario peligroso, pero todos juntos… Abram ni siquiera llevaba una armadura, y Sirene no era un caballo de batalla.
No obstante, la mula se acercaba al campamento de los ladrones a paso ligero y sin hacer ruido, y la oscuridad favorecía a Abram. Amparado por las tinieblas, logró echar un vistazo al claro en cuyo centro los forajidos habían encendido una hoguera. También observó unas chozas, así que al menos un par de esos pobres diablos tenían mujer e hijos.
Abram casi sintió compasión por aquellos hombres, que en un principio seguramente habían sido honestos campesinos y labradores, pero con cierta frialdad también se fijó en la mala organización de la banda. Los ladrones no habían apostado guardias, de forma que hubiesen bastado tres o cuatro coraceros para acabar con su lamentable asentamiento y también con todos sus habitantes. Y encima no parecía haber un cabecilla, quizás había muerto durante el combate.
Entre los forajidos y sus familias reinaba un gran alboroto y, para gran alivio de Abram, este descubrió que la discusión giraba en torno a María. Dos de los hombres más jóvenes la habían arrojado al suelo junto a la hoguera, le habían quitado el velo y parecían dispuestos a arrancarle el vestido. La muchacha se defendía con uñas y dientes, pero un par de hombres sensatos y dos mujeres procuraban evitar la violación.
Abram no comprendía qué decían, pero sospechó de qué se trataba. Los hombres ignoraban la especial relación que existía entre Martinus y María: era muy posible que la muchacha todavía fuera virgen y, por lo tanto, sumamente valiosa. Seguro que en algunos de los pueblos más importantes habría tratantes de esclavos dispuestos a transportar a una belleza como María hasta tierras sarracenas o moriscas.
Las mujeres y los hombres más sensatos instaban a la huida. Debían de sospechar que los peregrinos saldrían en busca de María y querían ocultarse en lo más profundo del bosque con su botín. En cambio, los dos bandidos más jóvenes se negaban a aceptar este plan. El combate los había enardecido, estaban furioso por la pérdida de sus compañeros, pero también eufóricos por haber sobrevivido al ataque y consideraban que poseer a María era la recompensa merecida. Cuando la pelea subió de tono, uno de los jóvenes mantuvo a raya a los demás con la espada mientras el otro se abalanzaba sobre la muchacha. Aunque la habían maniatado, María procuró escapar, pero no logró ponerse en pie.
Abram se mordió los labios. Tenía que hacer algo, no podía esperar a que llegara ayuda ni regresar e ir en busca de los caballeros, porque en realidad podía imaginar perfectamente lo que estaría ocurriendo en el campamento de Martinus: ni Martha ni Leopold moverían un dedo por rescatar a la joven, más bien este último pondría velas al santo en señal de agradecimiento. Gerlin se preocuparía, pero no podía hacer nada, y Salomon insistiría en hacer averiguaciones, pero de mala gana. ¿Y Martinus, que en última instancia era quien debía tomar una decisión? ¿Acaso sentía suficiente apego por María para instar a los caballeros a seguirle el rastro? Durante los últimos días, él y la muchacha casi se habían limitado a discutir, de forma que a lo mejor incluso se alegraba de haberse deshecho de ella.
Abram reflexionó apresuradamente. No le quedaba más remedio que pasar a la acción. ¿Por qué diablos se había ido del campamento sin considerar la situación? El joven comprobó sus armas: una espada y un pequeño cuchillo que llevaba colgado del cinto con el fin de cortar el pan y la carne. Y en ese momento también notó el peso de su eslabón y los correspondientes pedernales. Claro: cuando sufrieron el ataque, acababa de encender el fuego y durante los últimos días no había llovido…
En medio de la penumbra del atardecer, Abram buscó hongos de yesca. Casi todos los árboles eran hayas rojas y enseguida encontró unos cuantos hongos en forma de concha y también ramas secas.
Abram desmontó y golpeó el pedernal contra el instrumento de acero en forma de lazo conocido como eslabón, recogió las chispas con el hongo de yesca y encendió una pequeña hoguera. Una rama seca le sirvió de antorcha y las llamas se extendieron por el sotobosque con rapidez. Abram confiaba en no provocar un incendio demasiado grande, pero, en realidad, sus preocupaciones eran otras. El viento era favorable y no impulsaría las llamas hacia su propio campamento.
El joven volvió a montar en Sirene, cabalgó en torno al campamento de los bandidos y prendió fuego a toda la leña que encontró. Entonces las personas que ocupaban el claro notaron las llamas y se asustaron, suponiendo tal vez que se acercaban varios caballeros con antorchas. Abram ya no pudo aguantar más, galopó hacia el claro, derribó al primero que acosaba a María y clavó la espada en el pecho al segundo. Con el rabillo del ojo vio que los demás huían al bosque presas del pánico.
María había dejado de debatirse; estaba acurrucada en el polvo… rezando. Rara vez Abram había oído algo que le causara mayor dicha que las súplicas ásperas y desesperadas de María a su Dios, pero no podía concederle más tiempo para que agradeciera al Eterno su salvación.
—¡Venid! —gritó en tono autoritario, y, cuando ella se incorporó, cortó las cuerdas que la maniataban.
María lo contempló con expresión impotente. Sin estribos era incapaz de montar en la mula y estaba demasiado débil para tomar impulso y dejar que el jinete la alzara. Pero entonces descubrió un tocón junto a la hoguera, Abram le indicó que se encaramara, la agarró de las caderas y le pareció que era liviana como una pluma.
—No tengas miedo, yo te sostendré —susurró.
María se apretujó contra su pecho. Estaba sentada delante de él, de costado, sostenida por sus fuertes brazos. Abram hubiera deseado abrazarla eternamente, pero debían abandonar el claro lo antes posible y volvió a lanzar a Sirene al galope. La mula huyó de buena gana. Era valiente y no se hubiera espantado, pero las llamas y los gritos de las personas que corrían de un lado a otro la atemorizaban.
Abram no la refrenó y solo la obligó a ir al paso cuando se sumergieron en la oscuridad y el silencio del bosque.
María temblaba entre sus brazos y parecía estar a punto de desmayarse; sin embargo, procuró apartarse de Abram.
—Oíste mis palabras… —musitó— me delatarás…
Entonces notó que Abram negaba con la cabeza.
—Claro que no, bella mía, dulzura, querida mía… No te delataré. Pero tampoco te dejaré en manos de ese viejo lujurioso. A partir de ahora seré yo quien te explique las estrellas… no: te las bajaré del cielo. La primera será la tuya, ¿cómo piensas llamarla?
—Konstantin —dijo María con voz débil y apagada—. Konstantin, no podemos…
Abram le cerró los labios con un beso.
—Primero dime el nombre de tu estrella —exigió—, después yo te diré el nombre de la mía…
Casi sollozando, la muchacha susurró un nombre.
—Orli… Eso es… eso significa…
Abram volvió a besarla.
—Eso significa «una luz para mí» —dijo con ternura, retirándole los cabellos del rostro—. Y el nombre de la mía significa «padre de muchos hijos». Espero que me ayudes a hacer honor a mi elección.
La muchacha lo miró con incredulidad. Entretanto, había salido la luna y reinaba sobre una noche clara y estrellada.
—¿Abraham? —preguntó María, confusa.