7

—¡Eso fue una imprudencia increíble! —exclamó Salomon von Kronach, indignado, sentado en el pescante del carro, después de que Abram y Gerlin le informaran del episodio en el huerto de hierbas.

Por fin habían vuelto a emprender el camino. Esa noche, Abram y el astrólogo habían regresado juntos a la sacristía, pero Salomon no dio crédito a las palabras de su sobrino cuando este afirmó que, al igual que Martinus, había participado en la procesión de los monjes. Aprovechando que en ese momento estaban en la intimidad, el tío acusó a su sobrino de que sus aventuras nocturnas guardaban alguna relación con María, y Abram no pudo negarlo.

—¡No lo comprendo! —refunfuñó Salomon—. ¡Estás dispuesto a arriesgarlo todo por esa pequeña puta! ¡Por el Eterno, Abram…!

—Por Dios, Konstantin —lo corrigió Gerlin, un apunte que suscitó una mirada furibunda por parte de Salomon.

—Este es el grupo de viajeros de Martinus —siguió rezongando el médico—. Él es quien paga a los caballeros, él es quien decide quién forma parte del grupo; si mañana nos expulsa, solo podremos contar con nosotros mismos. Y esta vez sin el apoyo de la comunidad.

—No veo que eso fuera tan terrible —dijo Gerlin.

Esa mañana, Berthold von Bingen había vuelto a seguirla cuando trasladaba su hatillo del convento al carro. Gerlin aborrecía su mirada lasciva. Luego le pidió un remedio a Salomon para los tendones de su corcel. Salomon le proporcionó un ungüento, pero el caballero volvió a hacerle preguntas insidiosas. En esa ocasión, afirmó que maese Friderikus era un barbero muy extraño, puesto que no recetaba remedios únicos, tal como lo hacían la mayoría de los de su clase. Salomon logró zafarse de la pregunta diciendo que en el pasado había viajado a Tierra Santa como miembro del ejército del emperador, y que allí había adquirido conocimientos médicos más amplios que la mayoría de los barberos. Sin embargo, Gerlin se sentía inquieta: no hubiera tenido ningún inconveniente en abandonar el grupo del maestro Martinus y sus desconfiados caballeros.

Salomon sacudió la cabeza.

—¡Sería imposible, Lindis! Aún hemos de recorrer muchas millas… bosques… montañas… Los salteadores de caminos no tardarían en atacarnos; es verdad que no podrían hacerse con un buen botín, pero tú eres una mujer bonita, los forajidos nos matarían a Abram —quiero decir a Konstantin— y a mí, y tú pasarías a ser su botín. E incluso si lográsemos evitarlo, en cuanto alcanzáramos tierras francesas nos toparíamos con campamentos de soldados. El rey Felipe está reuniendo sus tropas para atacar a Ricardo Corazón de León. Puede que durante el último tramo del viaje atravesemos una zona en guerra, y sin la protección de los caballeros estaríamos perdidos. ¿No lo entiendes?

Gerlin asintió con aire resignado y guardó silencio. Anhelaba que el viaje llegara su fin… pero también lo temía. ¿Con qué se encontraría en la comarca de la Turena? ¿Con un castillo acogedor en el que un pariente amable la recibiría cordialmente? ¿O quizá con un lugar asediado en el que otra boca que alimentar no sería bienvenida o en el que ni siquiera le franquearían la entrada? Además, ¿dónde se encontraba esa fortaleza de Loches? Y una vez allí, ¿permanecería Salomon junto a ella y a Dietmar, o se quedaría sola con su desconocido pariente? Lo que había averiguado hasta ese momento sobre la estirpe de los Von Ornemünde no resultaba muy alentador. ¿Y si ese Linhardt era como Roland? A veces Gerlin soñaba con abandonar el plan de llevar a Dietmar a Loches. ¿Y si se limitaba a quedarse con Salomon mientras este seguía abriéndose paso como barbero y fingía que Gerlin y Dietmar eran su familia? Mientras se trasladaran de una ciudad a otra, seguro que lograrían sobrevivir, pero Salomon no lo aceptaría. Al fin y al cabo, había manifestado su opinión sobre la convivencia de judíos y cristianos con toda claridad. Gerlin decidió que no merecía la pena pensar en ello pese a la dulzura de las miradas que Salomon le dedicaba y a lo segura y protegida que se sentía cuando él estaba a su lado en el pescante.

A esas alturas del viaje, el grupo ya había dejado atrás la ciudad de Wiesbaden y una vez más atravesaba espesos bosques camino de Francia. Por desgracia, el tiempo empeoró, las noches se volvieron frescas y lluviosas: ya no hubo más clases de astronomía para María. No obstante, Martinus insistía en su derecho a poseerla y en varias ocasiones Gerlin observó cómo se deslizaba en su tienda por las noches. Abram seguía mirando con afecto a la muchacha e intercambiaba unas palabras con ella, pero su delicado cortejo se vio interrumpido cuando también empezaron a caer chubascos durante el día y charlar se hizo imposible. Los viajeros se ocultaban bajo las lonas de los carros y María cabalgaba en su mula con la cabeza gacha y gesto estoico, cubierta por el amplio manto de Abram, un regalo que había aceptado con renuencia tras empaparse hasta los huesos con el primer chaparrón. Abram escuchó sus tímidas palabras de agradecimiento con gran felicidad, tanta, que, pese al día oscuro, frío y húmedo, no dejó de silbar.

Pero, a la larga, ni siquiera el grueso manto de paño impidió que María se mojara y el entoldado que cubría los carros tampoco evitaba que los pasajeros se vieran afectados por la lluvia. Abram, quien como hijo de un comerciante ya había viajado mucho, soportó las inclemencias del clima sin protestar. Aunque de vez en cuando se le escapara un comentario al respecto, de inmediato entonaba alabanzas sobre el comercio de reliquias, que no exigía viajes bajo la lluvia, puesto que en cualquier parte uno podía encontrar una baratija y convertirla en un objeto «sagrado» mediante historias y certificados inventados. Abram le confesó a Gerlin que la idea se le había ocurrido durante un viaje muy lluvioso a Gent.

Por su parte, la joven viuda se preocupaba sobre todo por Dietmar, y aunque Salomon no lo mencionaba, notó que el médico no perdía de vista al niño. Sin embargo, el hijo de Gerlin no parecía haber heredado la naturaleza achacosa de su padre: el pequeño apenas moqueaba y siempre estaba de buen humor, pero tras el tercer día de lluvia empezó a mostrarse irritable. Al cabo de un par de semanas cumpliría un año, empezaba a aprender a caminar y no tenía ningunas ganas de pasarse todo el día en el carro traqueteante, envuelto en gruesas mantas. Gerlin procuró entretenerlo con canciones e historias, pero todavía era demasiado pequeño para apreciarlas. En esos días, su madre abandonó definitivamente la idea de la vida vagabunda. Ansiaba encontrarse en un castillo, en habitaciones secas y junto a un hogar donde el niño pudiera jugar.

Aunque en el carro del barbero reinaba un estado de ánimo más bien lúgubre, la convivencia continuó siendo bastante armónica, pero las rencillas en torno al astrólogo no dejaban de aumentar. Martha se pasaba todo el día rezongando por la lluvia y al parecer Martinus procuraba defenderse empezando a beber vino ya de buena mañana, así que a mediodía estaba borracho y pagaba las maldades de Martha con la misma moneda. A partir de las discusiones, Gerlin creyó entrever que existía un vínculo entre ellos, pero no matrimonial. Por lo visto, de joven, Martha había llegado a casa de Martinus como criada y él abusó de ella, al igual que abusaba de María.

«Es indudable que las estrellas resultan atractivas, aun cuando es más probable que engatusara a Martha con palabras dulces y horóscopos anunciando un destino próspero que con discursos eruditos, como en el caso de María», pensó Gerlin.

En todo caso y pese a ello, la criada había permanecido junto a su amo: ambos se peleaban y se apreciaban como si fueran un viejo matrimonio.

Al menos eso es lo que Martha debía de haber creído hasta que llegó María. Pero para entonces casi no le quedaba más remedio que permanecer junto a Martinus. Nadie ofrecería ayuda a una mujer tan vieja y pendenciera, así que Martha toleraba la presencia de la joven pupila, aunque no en silencio. Durante las interminables rencillas, Leopold enmudecía por completo y Gerlin se preguntó por qué seguía formando parte de ese grupo. Entonces, en algún momento, Abram descubrió el secreto mientras volvía a escuchar una violenta discusión entre Martha y Martinus. El astrólogo, beodo, la acusó de haber legado a su hijo su necedad y su desinterés por el aprendizaje.

—La verdad es que podríamos habernos dado cuenta antes —comentó Abram en tono divertido tras contarle a Gerlin y a Salomon ese último cotilleo—. Si observas con atención, verás que tanto el padre como el hijo tienen el mismo rostro redondeado, pese a que uno es menudo y delicado y el otro un individuo alto y flaco. Lo heredó de su madre, que también mide al menos dos cabezas más que su amante.

Por supuesto, exageraba, pero no faltaba a la verdad cuando decía que Martha era una mujer alta y huesuda. Y toda la historia explicaba por qué Leopold no se buscaba otro amo, sino que procuraba desesperadamente suscitar la benevolencia del malhumorado astrólogo.

—¿Quién habrá criado al muchacho? —se preguntó Gerlin, puesto que Martinus y Martha siempre habían vagado por el mundo. Tal vez el niño había permanecido con ellos, primero como galopillo, más adelante como alumno. Algunos eruditos aceptaban adeptos muy jóvenes.

—En todo caso, a nuestro joven señor Leopold no le aguarda un futuro brillante en el negocio de la astrología —comentó Abram—. Ayer le pedí que calculara cuándo acabaría esta lluvia, pero se hizo el remolón…

—Y según tu opinión, ¿qué debería haber dicho? —preguntó Salomon, que no estaba precisamente de buen humor.

La lona provisional que habían instalado por encima del pescante no había impedido que el chaparrón lo empapara; el médico estaba muerto de frío y le preocupaba el estado del camino que conducía a Saarbrücken: aunque estaba bien consolidado, a la larga una lluvia semejante acabaría por convertir cualquier vía en un lodazal.

Abram alzó los brazos.

—Bien… —dijo en tono lúgubre— estamos bajo el signo de Virgo, un signo prometedor que anuncia algo maravilloso. Una muchacha se convierte en mujer… pero un tupido velo aún oculta el futuro. Considerad esta lluvia como un velo, señor, que nos oculta la belleza del mundo. Pero la virgen no tardará en apartar su velo y nos aguardarán un verdor fresco, un aire claro y el cumplimiento de nuestros anhelos. Así que tened paciencia, considerad el clima como una señal del cambio, de la purificación…

—¡Tonterías! —lo interrumpió Salomon—. Además, estamos bajo el signo de Géminis.

Abram reflexionó un instante.

—Pues entonces de acuerdo: nos encontramos bajo el signo de Géminis, el Cielo y la Tierra antaño unidos ahora están cruelmente separados. ¿Acaso es un milagro que el cielo derrame lágrimas por ello? Pero pronto volverá a lucir el sol y sus rayos unirán de nuevo a los mellizos con cadenas de oro.

—¡Paparruchas! —gruñó Salomon.

Abram sonrió.

—Pero a que suena bien, ¿verdad? Y podéis estar seguro, tío, de que da igual: sea lo que fuere, Virgo o Géminis, pronto el velo de lluvia se desgarrará y un sol dorado nos iluminará.

—¡Además, es imposible que siga lloviendo veinte días más! —intervino Gerlin, horrorizada.

—¡Justamente! —dijo Abram, sonriendo de oreja a oreja—. Así que hay grandes posibilidades de que mis predicciones se confirmen. Leopold solo habría de imaginarse algo y ya tendría su horóscopo, pero ese es incapaz de articular palabra. Un auténtico milagro, habida cuenta la locuacidad de su padre y la verborrea de su madre. Al menos debería saber sumar y restar. Supongo que Martinus confía en que se quede en París y estudie.

—Por eso damos este rodeo —asintió Salomon con un suspiro—. No me agrada en absoluto, preferiría ir directamente a la Turena. Los alrededores de la capital estarán repletos de caballeros e infantería… y todos estarán de mal humor, dado que acaban de dejar atrás una cruzada. Seguro que preferirían quedarse en casa en vez de marchar contra Ricardo Corazón de León: con él tampoco obtendrán un botín, puesto que tras pagar el dinero del rescate no debe de tener dónde caerse muerto.

—¡Y aunque el tiempo siga lluvioso —dijo Abram—, es tan poco indicado para librar una guerra como para viajar! Pero eso no tardará en ocurrir, tal como indican las estrellas.

Abram ya volvía a sonreír y le guiñó el ojo a María para animarla; su mula acababa de aproximarse, quizá con la esperanza de que el carro la protegiera de la lluvia.

Dado el persistente aguacero, hasta la última manta del carro estaba empapada y, para colmo de males, el tonel de vino de Martinus estaba vacío. Gerlin y los suyos ignoraban si el astrólogo había aprovechado lo uno o lo otro como excusa para dirigirse a la posada más próxima en vez de acampar en el bosque. Los miembros de la expedición parecieron alegrarse, incluso los coraceros. También Gerlin soltó un suspiro de alivio y se alegró de dormir en un lecho seco. Solo Abram y Salomon se mostraron escépticos.

—¿Alguna vez habéis visto el interior de una posada, mi señora Lindis? —preguntó Abram cuando la joven habló en tono embelesado de las llamas de un hogar y de un lecho tibio—. Es verdad que hasta ahora solo he viajado como judío, así que nunca fui admitido en ninguna, pero siempre me dijeron que no me he perdido gran cosa.

—En las comarcas del sur hay muy buenas fondas —dijo Salomon—. Pero me temo que aquí solo nos espera lo acostumbrado. Como cristiano, ¿habrá alguna posibilidad de dormir en el establo? —preguntó, dirigiéndose a su sobrino.

Pero este se limitó a negar con la cabeza.

—No, tendremos que aceptar lo que nos ofrezcan.

El comedor de la fonda El Ciervo de Oro era muy acogedor, tal vez debido a una olla que colgaba encima del fogón y donde hervía un guiso. Un aroma a carne y verduras flotaba en el aire, y, en cuanto entraron los huéspedes, el mesonero les sirvió una copa de vino. Los otros clientes, escasos por la lluvia, hablaban en francés, algo que volvió a provocar los rezongos de Martha: no le agradaba viajar por una comarca cuya lengua no comprendía. En cambio, María parecía entender lo que decían los hombres y, al igual que Gerlin, se sonrojó cuando dos de ellos hicieron comentarios procaces acerca de las mujeres.

—¿Qué acaba de decir ese sobre esta noche? —le preguntó María con timidez. Que su amiga dominara la lengua no parecía sorprenderla, o quizás estaba demasiado exhausta como para hacerle preguntas al respecto.

En cambio, Berthold von Bingen reaccionó con desconcierto y volvió a mirar fijamente a la joven.

—Dijo algo acerca de que se imaginaba nuestro aspecto en camisón, pero… tal vez lo he malinterpretado…

Gerlin no tenía ganas de dedicarse a descifrar las palabras de los hombres. Estaba cansada y devoró lo que le sirvieron con gran apetito. El guiso era sabroso, pese a que el trocito de jamón casi desaparecía entre los nabos y las otras verduras. No obstante, Salomon dejó la cuchara a un lado tras probar el primer bocado: parecía asqueado, al igual que Abram.

«Claro —pensó Gerlin—, su religión les prohíbe consumir carne de cerdo». Lo sintió por ellos, porque ambos debían de estar tan hambrientos como ella, y, para no llamar la atención, no se atrevieron a pedir otra cosa y solo comieron pan y vino. Martinus también bebió varias copas y, para sorpresa de Gerlin, Salomon no dejó de llenar la suya.

—Bebe, te hará falta —susurró cuando ella cubrió la copa con la mano—. Estas posadas…

Gerlin comprendió a qué se referiría cuando el mesonero les indicó las habitaciones. Para espanto de las mujeres —la única que parecía acostumbrada a semejantes circunstancias era Martha—, en realidad solo había una única habitación. Tanto los hombres como las mujeres debían acomodarse en sacos de heno que debían compartir con dos o tres personas. Algunos huéspedes se desvestían, otros preferían pernoctar sin quitarse la ropa a medio secar ante las llamas del hogar. Abochornada, Gerlin apartó la vista cuando el hombre a su lado se quitó las calzas lanzándole una sonrisa. Martinus, que estaba completamente borracho, obligó a sus dos mujeres a tenderse en el saco de heno, María a la derecha, Martha a la izquierda. Al parecer, la joven habría deseado que la tierra se la tragara y Abram casi estalla de rabia y de compasión por la muchacha, pero se mantuvo admirablemente tranquilo. Berthold y sus caballeros se retiraron en un rincón, mientras que Leopold pareció dispuesto a compartir su saco de heno con Abram. Salomon tendió su manto por encima de un saco junto a la pared, tras comprobar que el techo no dejaba pasar la lluvia, puesto que en la habitación había algunas goteras. Después le indicó a Gerlin que se acercara.

—Ven, amada mía —dijo en tono sereno.

Gerlin lo miró con incredulidad.

—¿Quieres que…?

Salomon asintió y alzó una punta del manto, indicando que Gerlin debía tumbarse bajo este. La joven notó que el rubor le cubría las mejillas.

Salomon le cogió la mano con una sonrisa, pero parecía insistir en que ambos durmieran juntos.

—No puedo compartir el lecho contigo —susurró ella cuando él la arrastró—. ¡No puedo!

Confiaba en que no se lo tomara a mal: no se debía a que fuera judío, solo a que…

—Gerlin… —dijo Salomon, esforzándose por hablar en voz baja y dominar el temblor de su voz. Para él supondría un tremendo esfuerzo descansar junto a ella sin tocarla, sobre todo porque era evidente que a su compañera la idea le disgustaba—. No nos queda más remedio. Llamaríamos la atención, al fin y al cabo somos un matrimonio. Mira a ese Berthold von Bingen: el bribón nos observa, sospecha algo. No sé qué es, pero su suspicacia flota en el aire como el hedor de una cloaca. No deja de hacer preguntas y encima hoy has demostrado que sabes francés. Bien: a la larga, en Francia hubiese resultado imposible disimularlo, pero para la mujer de un barbero no resulta habitual. A ello se añade el asunto de la carne de cerdo. Von Bingen me preguntó si no tenía hambre y tras viajar durante todo el día fue difícil negarlo: logré justificarme pretextando una descompostura de estómago. Pero si ahora no nos comportamos como marido y mujer, nos hará aún más preguntas, así que te ruego que no pongas más inconvenientes. Échate bajo la manta e intenta dormir. Y piensa que soy Fritz, tu marido, y no «maese Salomon»…

—¡Mi marido! —repitió Gerlin, tratando de sonreír.

Se cepilló concienzudamente el cabello y luego lo ocultó bajo una cofia. Se quitó la túnica al amparo de la oscuridad y en ese momento Dietmar la ayudó a salvar la situación empezando a chillar. El niño ya se había dormido en el comedor junto al fuego, pero entonces despertó: al parecer, los ronquidos y los gemidos reinantes lo habían asustado. Dietmar era un niño tranquilo que rara vez protestaba, pero cuando empezaba a chillar lo hacía a pleno pulmón. Los demás no tardaron en quejarse con palabras groseras, así que Gerlin cogió al pequeño de su cestita, lo acunó y lo acostó junto a ella.

El pequeño se durmió de inmediato, tendido entre su madre y Salomon. Gerlin lo apretaba contra su pecho como si fuera un escudo… aunque sabía que no tenía nada que temer por parte del médico. En realidad, lo que la asustaba eran más bien sus propios sentimientos: anhelaba percibir la calidez de Salomon, oír su voz profunda y tranquilizadora pronunciando palabras tiernas. Cuando notaba sus movimientos, su respiración se aceleraba, sobre todo cuando intuyó que, como ella, él también fingía dormir.

Al final, ambos solo lograron descansar unas horas: al levantarse estaban tan rendidos como cuando se acostaron. Solo Dietmar soltaba alegres gorjeos.

Abram los aguardaba a ambos en el comedor, por lo visto había logrado dormir aún menos que ellos junto a Leopold. En todo caso, ya se dedicaba a disfrutar de las gachas de centeno y de una copa de vino aguado. A cierta distancia de él desayunaba uno de los caballeros.

—¿Habéis dormido bien? —preguntó Abram con una sonrisa—. ¿Cómo pudisteis soportar esa desagradable compañía?

—¿Qué quieres decir? —exclamó Salomon, enfadado—. En compañía de mi amada esposa…

Abram soltó una carcajada y se rascó.

—¡Esta noche no solo compartimos los sacos de heno con los bípedos! ¡Prefiero no saber cuántas pulgas y piojos pululaban por el mío!

Gerlin y Salomon intercambiaron una mirada: esa noche ninguno de los dos se había percatado de una picadura siquiera, pero entonces, tras oír las palabras de Abram, ambos notaron el escozor.

—Tendré que darle un baño a Dietmar —dijo Gerlin.

—En cuanto volvamos a emprender viaje y encontremos un río o un estanque —añadió Abram, sonriendo—. Si no me equivoco, avanzaremos a orillas del río Saar. Y el pequeño no se resfriará: fuera está saliendo el sol, parece que por fin la lluvia nos da un respiro.

Gerlin y Dietmar tomaron un baño a mediodía, pero Salomon y Abram tardaron tres días más en quitarse de encima las pulgas y otros parásitos. Solo entonces se presentó la oportunidad de tomar un baño nocturno. Martha, que era enemiga de cualquier clase de baño, siguió protestando durante días sobre las consecuencias de la pernoctación en la fonda, que encima resultó bastante costosa. Gerlin la apoyó: los parásitos eran un motivo suficiente y creíble para que, a partir de ese momento, optara por dormir en su propio carro y no en una posada.