Poco antes de pernoctar en el convento cisterciense de Eberbach junto a Maguncia, los viajeros acamparon a orillas de un estanque en el bosque y los caballeros aprovecharon para tomar un largo baño. Gerlin y Martha observaron a los alegres jóvenes disimuladamente. Algunos tenían bellos cuerpos fortalecidos por el combate que en Gerlin evocaron el recuerdo doloroso de Florís. Luego, durante una conversación con Leopold acerca del aspecto de algunos de ellos, Martha —una mujer bastante mayor— se permitió unos comentarios casi lascivos. Gerlin se mantuvo a una distancia discreta y María fingió que ni siquiera los veía.
Pese a ello, más tarde se dirigió a hurtadillas hasta una poza más oculta, en compañía de Gerlin y Dietmar. Mientras se desvestían, bañaban al niño y luego se sumergían en el agua, ambas evitaron ser vistas por los hombres. El agua estaba maravillosamente fresca y sobre todo aprovecharon para desprenderse del sudor y del polvo. Durante el viaje, Gerlin había echado de menos el baño. En general, el clima era cálido y seco, todos se apiñaban en los carros cubiertos de lona y el hedor de los cuerpos sudados resultaba sumamente desagradable. Pero no había casas de baños al borde de los caminos y en el convento de Bamberg tampoco proporcionaron a los viajeros agua para lavarse. Maese Martinus había visitado una casa de baños, pero Salomon y Abram no habían abandonado el convento.
Y tampoco entonces se unieron a los caballeros en el estanque. Al contrario: cuando Gerlin regresó al campamento tras disfrutar del baño, se encontró con que Salomon y Martinus volvían a debatir acaloradamente acerca de las ventajas y las desventajas de la higiene corporal. ¡Y se quedó atónita cuando Salomon le dio la razón al maestro afirmando que un uso excesivo del agua y del jabón era más bien perjudicial! Como médico, nunca recomendaría bañarse de cuerpo entero.
—¿Qué significaba lo que dijiste esta tarde? —protestó Gerlin esa noche cuando ella y Salomon montaron en el carro.
Abram volvía a dormir debajo del carro, pero, como «matrimonio», la joven viuda y el médico se veían obligados a compartir el carro, y ella notó el intenso olor corporal de Salomon con mayor intensidad que durante los últimos días.
—¿Desde cuándo se considera que la higiene corporal es perjudicial? Jamás he oído semejante cosa, al contrario: ¡me encantaría que te lavaras, Salomon, porque apestas!
La expresión del médico oscilaba entre la risa y la vergüenza; por fin bajó la vista.
—Me resulta muy penoso molestarte con los… efluvios… de un cuerpo sin asear, Gerlin, pero yo… Verás: Abram y yo no podemos bañarnos en compañía de los otros hombres, porque, si no, estos notarían que nosotros… Vaya, descubrirían que somos judíos.
Gerlin frunció el ceño. Durante las últimas semanas había llegado a la conclusión de que los judíos solo se diferenciaban de los demás debido a cuestiones religiosas. En la casa de baños para mujeres judías de Kronach, había visto numerosas mujeres desnudas y no notó ninguna diferencia corporal.
—Queréis decir que los judíos y los cristianos… son… eh… —tartamudeó Gerlin, ruborizándose. ¿Acaso ese sería el motivo por el que Abram no debía casarse con María en ningún caso?
Salomon procuró reprimir la risa, pero no osó aclararle el enigma.
—No quisiera entrar en detalles —dijo por fin—. Pero sí… existen ciertas… diferencias, aunque no son de nacimiento. Si hubiésemos viajado con Dietmar en una caravana judía, tampoco podrías haber mostrado desnudo al niño. Así que te ruego que me toleres un poco más, a lo mejor esta noche logro escabullirme sin ser visto. Podría añadir un somnífero al vino de Martinus para no tropezarme con él y con María por error.
Seguro que María sabría apreciarlo; Gerlin ya había observado varias veces como se escabullía junto con Martinus: nunca parecía muy dichosa.
Pero esa noche la curiosidad de Gerlin la condujo por otros caminos, pues ansiaba descubrir en qué consistía esa misteriosa diferencia. Cuando se percató de que Salomon abandonaba el lecho, cogía ropa limpia y se encaminaba al estanque, aguardó unos momentos y luego ella también bajó del carro. A excepción de los dos caballeros que montaban guardia, todo el campamento dormía; los guardias no estaban apostados junto al estanque, sino sentados junto a una pequeña hoguera a la vera del camino. Entre ellos y el estanque se encontraban los caballos, así que seguro que no la verían aunque notaran que alguien se sumergía en las aguas. Al fin y al cabo, estaban acostumbrados a las excursiones nocturnas de sus protegidos.
Gerlin rodeó el lago y se ocultó entre los matorrales. Allí el bosque era espeso, como a lo largo de casi todo el camino. Pero se movió con cierta torpeza y cuando su vestido se enganchó en un arbusto, notó que Salomon y Abram dejaban de quitarse las ropas. Gerlin contuvo el aliento y permaneció inmóvil hasta que los hombres se tranquilizaron. El tío y el sobrino se desnudaron en silencio a la luz de la luna; volvía a ser una noche muy clara.
Mientras Martinus dormía, María había hecho interminables cálculos con su astrolabio con la ayuda de Abram, que demostró una asombrosa experiencia en la materia. El sobrino de Salomon era sumamente culto, aun cuando lo disimulaba. Gerlin se preguntó si en general los judíos eran más inteligentes que los caballeros cristianos o si solo adjudicaban mayor valor a la educación de sus hijos. En todo caso, Abram había logrado mantener una auténtica conversación con María, que su voz ronca se volviera cantarina y sus ojos castaños relucieran. No cabía duda de que lo consideraba un éxito, aunque Salomon se dedicara a lanzarle miradas airadas.
Entonces la luz plateada de la luna iluminó los cuerpos de ambos hombres. Gerlin procuró vislumbrar alguna diferencia, pero a primera vista no descubrió nada raro, a excepción de que el cuerpo de Salomon era sumamente bello. Claro que ya sabía que el médico era delgado y musculoso, habida cuenta de que practicaba la equitación y la lucha con la espada. No obstante, siempre ocultaba su fuerza bajo su atuendo largo y holgado. En ese momento, a la luz de la luna, divisó su cuerpo de atleta: hombros anchos, un torso musculoso y piernas largas y fuertes. Sus cabellos castaños bastante largos también podrían haber pertenecido a un caballero.
Gerlin se descubrió contemplando al paternal amigo de su joven esposo con deseo. El hombre que se sumergía en las frescas aguas del estanque con placer evidente parecía mucho más joven y relajado que de costumbre. Abram, un hombre de constitución agradable, lo siguió y bromeó con su tío al igual que habían hecho los caballeros esa misma tarde. Para sorpresa de Gerlin, Salomon le devolvió las bromas, aunque le advirtió que bajara la voz. Ambos eran excelentes nadadores; se adentraron en las aguas hasta el centro del estanque y Gerlin los perdió de vista al tiempo que trataba de encontrar una posición mejor entre los matorrales. Si quería descubrir en qué consistía la misteriosa diferencia tenía que aproximarse. Se acercó cuidadosamente a la orilla oculta por la vegetación, pero ¿dónde estaban ambos hombres? Gerlin oteó por encima de las aguas y rompió una rama. Salomon y Abram habían desaparecido.
—¡No deis ni un paso más, quienquiera que seáis!
El susurro surgió del sotobosque a un lado de la joven. Gerlin pegó un respingo, se volvió… y de pronto se enfrentó a dos espadas empuñadas por dos hombres, desnudos como Dios los creó. O al menos casi tal como Dios los había creado: al descubrir la diminuta diferencia, la joven se sonrojó profundamente.
El primero en reconocerla fue Abram von Kronach, que bajó la espada y trató de cubrir su desnudez con la empuñadura mientras soltaba una áspera carcajada.
—¡Dios mío, señora… Lindis! ¡Nos habéis dado un susto de muerte! ¡Creímos que quien nos perseguía era ese Berthold von Bingen!
Cuando Salomon también la reconoció, el bochorno casi lo paralizó. Él debía de haber ideado el plan de descubrir quién era el misterioso espía, para después rodear el estanque y abandonarlo en otro punto con el fin de atraparlo. Incluso era posible que previamente hubieran dispuesto las armas para enfrentarse a semejante situación. El médico era un hombre cauteloso, pero, al parecer, no se le hubiera ocurrido ni en sueños que quien les seguía los pasos fuera Gerlin.
—Bien, mi señora Gerlin, aquí nos tiene —dijo Abram soltando una risita—. Con las armas desnudas, por así decir. ¿Qué hacéis aquí?
Gerlin no lo miró. Solo podía contemplar a Salomon, con el rostro asustado… y la sonrisa que volvía a asomar en su mirada.
—No… no ha sido por… —tartamudeó Gerlin buscando una excusa, pero no logró evitar que su mirada recorriera el cuerpo perfecto de Salomon.
El médico cogió una de las ramas del arbusto para cubrir su desnudez y soltó un quejido cuando una de las púas le arañó la piel. Gerlin rio y su tensión se desvaneció; se quitó el pañuelo que le cubría la camisa y se lo tendió al médico.
—Es… mi divisa, caballero…
En realidad supuso que la reprendería, pero Salomon aceptó el pañuelo con una sonrisa… ¿muy cálida, muy tierna?
—Me has dado un susto de muerte, pero eres encantadora —dijo en tono suave, mirándola como si no pudiera desprender la vista de ella—. Si el mundo fuera otro…
Pronunció las últimas palabras con voz enronquecida, más para sus adentros que dirigidas a Gerlin, pero estas volvieron a causar una gran timidez a la joven.
—Yo… ahora me iré… —susurró, y huyó a través de los matorrales sin mirar hacia atrás.
Poco después, cuando el médico se encaramó al carro en silencio, tampoco dijo ni una palabra. Gerlin tardó mucho tiempo en dormirse, pues no dejaba de recriminarse su curiosidad. ¿Qué pensaría Salomon de ella? ¿Retomaría el tema mañana por la mañana?
Gerlin solo cayó en un sueño inquieto cuando ya clareaba y esa mañana se acercó a Martha de inmediato para ayudarla a preparar las gachas del desayuno. Para variar, aquella mañana Martinus no se quejó de ningún dolorcito: tras ingerir el somnífero administrado en secreto por Salomon, había dormido profundamente. Abram parecía estar de buen humor y su tío se mostró cordial… pero no osó contemplar a Gerlin. Solo volvió a dirigirle la palabra cuando ambos tomaron asiento en el pescante del carro.
—Espero que ahora mis efluvios ya no ofendan tu olfato —dijo, con la vista clavada en el camino.
Gerlin sonrió con timidez.
—En realidad, nunca sentí rechazo por ti —contestó en voz baja.
Salomon le lanzó una mirada inquisidora; luego extrajo su pañuelo del bolsillo y se lo alcanzó.
—He aquí… tu divisa —dijo—. Te la devuelvo antes de que… antes de que su aroma me hechice.
Gerlin lo aceptó y se lo puso alrededor del cuello; aún conservaba la tibieza de la piel del médico.
—Lo llevaré… —musitó— lo llevaré como tu divisa.
Durante el descanso del mediodía, mientras Gerlin jugaba con Dietmar y lo desnudaba bajo el sol, Abram se aproximó a ambos, y, en tono sereno, le describió la costumbre judía de la circuncisión. Gerlin se ruborizó, pero Abram simuló no notarlo y solo al final su característica sonrisa maliciosa le atravesó el rostro.
—Pero, como habéis visto, ello no nos impide desenvainar la espada.
El convento cisterciense de Eberbach había sido fundado hacía casi sesenta años por Bernardo de Claraval, un miembro de la orden. Como convento local de la familia de los Von Katzenelnbogen —que entre otros incluía al obispo de Münster—, ya ocupaba una posición muy importante. Estaba situado en un valle boscoso cerca del río Rin y ostentaba algunos edificios y jardines muy descollantes, sobre todo la iglesia del convento, que era nueva e imponente. Si bien la comunidad de los monjes aún no disponía de una casa de huéspedes, ello no impidió que acogieran al grupo de viajeros del maestro Martinus con gran afabilidad.
—No tengo inconveniente en que durmáis en la sacristía —dijo el abad Gerhard—, y para las mujeres habilitaremos un recinto junto a los jardines.
Se trataba de la sacristía de la recién consagrada iglesia del convento, un alojamiento que no despertó el entusiasmo de Salomon. Los monjes se levantaban a las dos de la madrugada para la oración de laudes y en cuanto salía el sol proseguían con la liturgia de las horas canónicas, así que conciliar el sueño en ese lugar resultaría harto difícil.
Gerlin, María y Martha tuvieron más suerte. Si bien se alojaban en un cobertizo lleno de herramientas, este estaba situado a un lado del huerto de hierbas del que emanaban agradables efluvios. Salomon mantuvo una conversación erudita con el hermano boticario acerca del cultivo de las plantas curativas, pero, para espanto de María, el aroma del tomillo y del romero despertó la lascivia de Martinus. Antes de la cena, Gerlin oyó un intercambio de susurros.
—¡Venga, María, tú también debes de echarlo en falta! Ayer me quedé dormido… pero esta noche… te besaré en medio de una nube perfumada… Los aromas nos embriagarán… yo…
—¡Por favor, maese, esto es un convento! —protestó María, y apartó la cabeza cuando el astrólogo quiso quitarle el velo—. Si nos vieran… maese… Ni siquiera permiten que Friderikus y su esposa compartan un lecho…
—Ay, María, ¿qué habría de suceder? —se carcajeó el maestro—. De acuerdo: sería un tanto embarazoso…
—¡Sería una fornicación! —exclamó María aguzando el oído, horrorizada ante la idea de que alguien hubiera captado sus palabras—. ¡Y entonces Dios sabe qué harían conmigo!
Gerlin comprendía su inquietud; a Martinus no le ocurriría nada, solo lo expulsarían del convento con cajas destempladas, pero, en el caso de María, las circunstancias eran distintas, sobre todo si el maestro no la defendía o incluso insinuaba que ella lo había seducido. Una meretriz que ejercía su profesión en un convento sería castigada, ya fuera por el abad o por un juez. Gerlin ignoraba quién gobernaba el convento de Eberbach, no sabía si pertenecía a una ciudad o a un condado. En el último caso era posible que el conde se mostrara misericordioso, pero en el primero… Gerlin no estaba muy informada sobre la organización de las nuevas ciudades, pero había oído que en estas casi todo estaba reglamentado. Seguro que las meretrices únicamente podían ejercer su profesión en ciertos lugares y quizá solo en caso de ser conocidas en la ciudad y si pagaban alguna clase de óbolo. María podía acabar en la picota o bajo el látigo del verdugo. ¡Acostarse con su amante en el jardín del convento significaba tentar a Dios!
—¡Os lo suplico, maese, mañana os compensaré por todo! —gimió María, pero el maestro no cedió y Gerlin volvió a indignarse por su egoísmo y obstinación. El hombrecillo siempre hacía lo que se le antojaba, sin pensar en las consecuencias que podría suponer para él y para los demás.
Oculta por el velo, María no dejó de sollozar durante la misa vespertina y no probó bocado pese a las largas horas pasadas a lomos de la mula. Gerlin se compadeció de la muchacha, porque encima Martha no le ahorró sus habituales comentarios desagradables. La vieja había comprendido lo que Martinus planeaba y acusó a María de no comer debido al enamoramiento y a la lujuria. Finalmente Gerlin ya no pudo soportar la pena de la joven; la siguió al retrete y la reprendió.
—¡Es una locura y lo sabéis! —le dijo a la atemorizada muchacha, a quien la vergüenza enrojecía las mejillas—. ¡Debéis negaros!
Con aire desesperado, María sacudió la cabeza; no osaba mirar a Gerlin.
—Si me niego, me echará —adujo con voz asfixiada—. Y entonces, ¿adónde habría de ir? Ya lo hizo una vez, en Linz. En esa ocasión me dirigí a la plaza de la iglesia para mendigar, y allí volvió a recogerme. Es capaz de ser… muy cruel.
—¿Por qué estáis con él? —preguntó Gerlin con dureza—. ¡Por el amor de Dios, María! No podéis estar enamorada de ese viejo, ¿verdad?
Entonces la joven se volvió hacia ella y la dulzura de su mirada la desconcertó.
—Me explica las estrellas —susurró la muchacha—. Conoció a mi padre en la corte del duque y le confeccionó el horóscopo. Y me dijeron que aceptaba alumnos, así que me dirigí a él. Al principio se burló de mí, pero después… resultó que yo le gustaba. Claro que lo que dijo fue que mis ansias de saber le agradaban. Dijo que me daría clases, pero… pero quería algo a cambio…
—Pero ¿por qué aceptasteis, cielo santo? —quiso saber Gerlin—. Porque al parecer pertenecéis a la nobleza.
María no hizo ningún comentario al respecto.
—Quería las estrellas —se limitó a responder—. Eso me resultaba más importante… que todo lo demás.
—¿Más importante que vuestra familia? —espetó Gerlin—. ¿Que vuestro honor? ¿Que vuestro futuro como esposa de un buen hombre?
María se encogió de hombros.
—Un hombre bondadoso también me hubiera encerrado en casa. ¿Cuándo ve las estrellas una esposa decente? Al principio lo mantuve en secreto, pero cuando Martinus siguió viaje me escapé… y ahora ya no puedo volver.
La muchacha se mordió los labios y parecía a punto de echarse a llorar, pero después alzó la cabeza con ademán orgulloso.
—¡Y tampoco lo deseo! —afirmó—. ¡Aún hay mucho que aprender!
—Sí, pero todas las noches pasáis miedo —objetó Gerlin mirando a su alrededor con inquietud, porque de regreso del retrete las mujeres atravesaban el jardín del convento—. ¡Y os acostáis con un viejo borracho, algo que debe de repugnaros!
María hizo un gesto de indiferencia.
—Cuando estoy tendida entre los brazos de mi amante —dijo con voz cantarina—, cierro los ojos y veo las estrellas. Todas las mil doscientas veintidós estrellas… o veintitrés. ¿Acaso vos experimentáis un milagro semejante cuando yacéis con vuestro esposo? —preguntó, sonriendo.
Gerlin le prometió que al menos vigilaría la entrada al jardín del convento desde el cobertizo. Si alguien acudía, quizá sería demasiado tarde para advertir a la muchacha, pero la promesa pareció tranquilizar a María.
Maese Martinus pasó junto al cobertizo a medianoche y María lo siguió, suspirando. Gerlin aguardó a que regresara con impaciencia y, preocupada, notó que la noche parecía no acabar nunca para su amiga. El sueño prolongado del día anterior debía de haber reanimado a Martinus o quizás alguna hierba del huerto incrementaba su fuerza viril. En todo caso, María aún no había regresado cuando la campana convocó a los monjes para la oración de laudes.
Gerlin escuchó el eco lejano de los himnos y las oraciones… pero entonces se asustó. El cántico de los monjes se aproximaba. Hasta entonces nunca había oído hablar de procesiones nocturnas, pero tal vez ese día el convento celebraba la fiesta de algún santo… Gerlin se envolvió en un manto oscuro y abandonó el cobertizo. Echó un vistazo en dirección a la iglesia y comprobó que la procesión se acercaba desde allí. Algunos llevaban antorchas, uno cargaba con una cruz. Por lo visto, los monjes se disponían a rodear la abadía, ¡y en algún lugar tras las murallas Martinus retozaba con María!
Gerlin reflexionó apresuradamente. ¿Qué podría hacer? ¿Ir en busca de la pareja? Si lo hacía, sin duda se toparía con la procesión y sospecharían que se dirigía al alojamiento de los hombres, pero era indudable que visitar a su esposo suponía un pecado venial. Por otra parte, no podía permitirse el lujo de llamar la atención sobre ella y Salomon. Hasta ese momento nadie había cuestionado su identidad, pero si surgían problemas…
Gerlin luchó consigo misma y con su temor… En ese momento otra persona se enfrentó a la procesión y Gerlin vio que un hombre envuelto en un manto oscuro surgía de las sombras de la muralla…
—¡Perdonad, perdonad, buenos hermanos! Os ruego que detengáis vuestra loable procesión. Mi amo…
Gerlin frunció el ceño. ¿Se trataba de Leopold? ¿Acaso Martinus le había ordenado que montara guardia? Pero no, el tono suave y suplicante no encajaba con el timbre ronco del adepto a la astrología. Era la voz halagüeña de Abram, el mismo tono que empleaba para vender reliquias a los caballeros.
—Mi amo mantiene un diálogo en el jardín del convento con su patrono.
El abad parecía desconcertado.
—¿El señor Martinus? —preguntó—. ¿En plena noche?
—Veréis —dijo Abram—. Mi amo os informó de la gracia que le fue concedida en Viena. San Martín se le apareció bajo las estrellas y desde entonces mi pobre amo pasa muchas horas rezando todas las noches. Apenas logra conciliar el sueño y su salud ya se ha visto afectada, pero su alma ansía un nuevo encuentro con el santo obispo de Tours. Hace un momento oí que elevaba sus súplicas al cielo… el anhelo de experimentar otra iluminación hace que pierda los sentidos. ¡Así que, por favor, no lo asustéis! Concededme unos instantes para arrancarlo de su ensimismamiento, después seguro que…
—Conmemoramos la fundación de nuestro convento por nuestro Bernardo de Claraval acaecida hace cincuenta y ocho años —dijo el abad—. Hemos erigido una lápida conmemorativa en el jardín.
—… participará en vuestra celebración —se apresuró a concluir Abram—. Permitidme que vaya en su busca.
El joven se volvió y echó a correr hacia el jardín. Gerlin confió en que, entretanto, Martinus y María se hubiesen percatado de la presencia de los monjes y que al menos se hubieran vestido, pero sus temores resultaron infundados. Solo unos instantes después apareció Martinus, exhausto y confuso cuando el abad le preguntó por sus plegarias, pero tras la invitación del monje a unirse a la procesión se incorporó a sus filas. Como mínimo, para él el peligro había pasado, pero ¿dónde estaba María?
Mientras la procesión avanzaba, Gerlin regresó sigilosamente al cobertizo… en cuya entrada estuvo a punto de tropezar con Abram y María. El joven se había cubierto la cabeza con la capucha de su manto ocultando sus cabellos rubios y la figura pequeña y delicada de María envuelta en su camisa de color claro desaparecía bajo el manto. Abram la abrazaba: la joven temblaba como una hoja.
Gerlin los arrastró a ambos al interior, donde Martha acababa de incorporarse en su lecho.
—¡Vaya, esto que sí que es una novedad! —se burló al reconocer a Abram—. ¿Es que has encontrado a otro, so putilla, que contemple las estrellas contigo?
Abram no se dignó mirarla. Se quitó y el manto y sonrió a Gerlin.
—¡Por los pelos! —comentó—. Pero, ¿no es verdad que san Martín también alcanzó la fama gracias a su habilidad para manejar un manto?
Gerlin se llevó la mano a la frente y luego buscó una copa de vino para la asustada muchacha. María bebió un trago y pareció recuperar el habla.
—Maese Martinus se quedó dormido —gimoteó—. Estaba tendido encima de mis ropas y al principio no logré despertarlo; además, solo oí los cánticos cuando ya era demasiado tarde. Entonces, en cuanto se percató de la procesión, él echó a correr. Yo quise… quise acurrucarme en la oscuridad, pero, con esta camisa blanca, no había ningún lugar donde me hubiese podido ocultar, casi me descubren… yo…
—No pasa nada —la tranquilizó Abram en tono cariñoso—. Ahora estáis conmigo… No podíamos escapar antes de que los monjes pasaran, mi señora Lindis. Solo podía esconder a María bajo mi manto y luego ambos nos apretujamos contra el muro. Allí no nos vieron. ¡Doy gracias al Eterno de que no instalaran la lápida conmemorativa entre el perejil!
Gerlin tuvo que reír, pero al mismo tiempo un escalofrío le recorrió la espalda. ¡Referirse a Dios como el Eterno era una costumbre judía! Confió en que las otras dos no lo supieran. En todo caso, Martha no parecía haberse fijado en el comentario; solo María dirigió una mirada de curiosidad a su salvador.
Entretanto, la joven había recuperado el oremus y volvió su bello rostro hacia Abram.
—¡Os doy las gracias de todo corazón, señor Konstantin! —dijo con voz ahogada—. Y yo… yo puedo explicar… por qué… —añadió María en tono desanimado.
Solo existía una explicación para su presencia en el jardín de hierbas. Ya no podía engañar a nadie.
Abram negó con la cabeza.
—No tenéis por qué hacerlo, María. Es indudable que teníais motivos muy respetables. Quizá maese Martinus sufrió un ataque de debilidad mientras oraba en el huerto de hierbas, ¿verdad?
Martha resopló.
—Y vos lo encontrasteis camino del retrete…
Gerlin volvió a admirar la imaginación de Abram.
—Sí, algo… por el estilo —asintió María, profundamente ruborizada.
Abram alzó las manos en señal de bendición.
—Pues ya lo veis: los caminos del Señor son inescrutables. Pero ahora he de irme, mi señora Lindis… Martha… María… —La voz de Abram no pudo ocultar la emoción al pronunciar el nombre de la muchacha—. Os veré mañana.
Entonces Abram se envolvió en su manto una vez más y se deslizó cautelosamente al exterior. Debía proceder con prudencia: los monjes se dispersarían en cualquier momento, pero a lo mejor aún se encontraría con la procesión en torno a la lápida conmemorativa de Bernardo de Claraval y así no tendría que dar explicaciones acerca de su repentina desaparición…