5

Al día siguiente, cuando Gerlin les refirió su encuentro nocturno con su extraña compañera de viaje, Salomon y Abram se sorprendieron.

—¡Un astrolabio! —exclamó el médico con entusiasmo—. Aquí son muy escasos, lamenté tener que dejar el mío en Lauenstein. Por otra parte, dicen que fue inventado por una mujer: Hipatia de Alejandría… era…

Salomon se dispuso a soltar un largo discurso.

—Así que la muchacha es la alumna de Martinus, no su puta —lo interrumpió Abram.

Luego dirigió la mirada hacia María, que como siempre montaba en su mula, en silencio y cubierta por el velo. Al igual que en los días anteriores no intercambió una palabra con nadie, aunque esa mañana había saludado a Gerlin de un modo ligeramente más cordial.

—¡A lo mejor es ambas cosas! —añadió Abram con voz ensimismada.

—Una muchacha como alumna… —murmuró Gerlin, pensando que quizá maese Martinus fuera un espíritu libre que también adjudicaba a las mujeres la capacidad de pensar y de investigar. ¿O acaso María pagaba las enseñanzas recibidas de una manera muy especial?

—¡Me gustaría saber si es bonita! —comentó Abram.

Salomon lo miró con aire de desaprobación. Según su opinión, su sobrino ya demostraba un excesivo interés por la muchacha que llevaba el nombre de la Virgen.

Los viajeros volvían a conducir sus carros a través de bosques espesos, en dirección a Würzburg. En realidad, Gerlin podría haberse relajado: hacía tiempo que Roland debía de haber abandonado la búsqueda del verdadero heredero de Lauenstein; en cambio Berthold procuraba acercarse a ella cada vez con mayor frecuencia. A partir del primer día dejó de dirigirle la palabra a Salomon, sin dejar por ello de acosar a Gerlin. En una ocasión en que esta fue en busca de agua para su grupo de peregrinos, salió a su paso.

—Sois muy bella, mi señora Lindis —dijo, mientras ella llenaba la bota.

Gerlin no contestó. Era un comentario bastante grosero para un caballero: Berthold no parecía haber aprendido el servicio a la dama.

—Diría que no encajáis en el ambiente de la feria.

—Es que no estoy en la feria —replicó Gerlin sin alterarse.

—Resulta más frecuente encontrar bellezas como vos en los castillos —prosiguió Berthold.

—Las bellezas, caballero, nacen en todas partes —adujo Gerlin en tono mordaz—. Eso es algo que, como caballero, deberíais saber. Las muchachas campesinas a menudo se lamentan de haber sido violadas por coraceros.

—Son rumores estúpidos, mi señora Lindis —dijo el caballero con una sonrisa maliciosa.

Gerlin puso los ojos en blanco.

—¡Por supuesto! Pues durante vuestro espaldarazo jurasteis respetar a las viudas y los huérfanos, así como proteger a las mujeres y las muchachas.

—Por ser la mujer de un barbero, sabéis con asombrosa precisión lo que los caballeros juramos durante el espaldarazo.

—La mujer de un barbero no es necesariamente tonta —señaló Gerlin—, por no hablar de ciega y sorda. Tal como mi esposo ya os dijo en cierta ocasión, vemos mucho mundo. Eso permite aprender bastantes cosas.

—¿Dónde conocisteis a vuestro barbero? —preguntó Berthold en tono confianzudo—. ¿Acaso vuestro padre dejó marchar a una muchacha decente con un juglar?

Gerlin se sintió acorralada. No tenía ningunas ganas de inventarse una nueva biografía y, además, no poseía la inagotable fantasía de Abram. Gerlin se enfadó consigo misma por no haber hablado de esos asuntos con los hombres. Necesitaba una historia que todos ellos conocieran y pudiesen confirmar, pero de momento se limitó a no contestar, porque, a fin de cuentas, ¿qué le importaba al caballero dónde había conocido a su esposo?

—Y al parecer, el trato entre vosotros dos no es muy galante —continuó Berthold—. A menudo se diría que apenas os conocéis…

Gerlin procuró parecer indiferente.

—La gente sencilla como nosotros no tiene tiempo para las galanterías —respondió—, y, sobre todo, no las andamos contando como vuestros poetas y trovadores. ¡Mi esposo y yo compartimos el lecho y la prueba está allí! —añadió señalando a Dietmar, con el que María estaba jugando junto a la hoguera.

Gerlin se apresuró a reunirse con las demás mujeres, pero se esforzó por no dar la impresión de huir.

—¡Y a vos —exclamó en tono duro cuando se encontró lo bastante cerca de las otras como para sentirse a salvo—, todo eso no os importa en absoluto!

María y Martha oyeron sus últimas palabras y la joven le lanzó una mirada preocupada, pero Martha soltó una carcajada.

—¡Vaya! ¡Por lo visto hay alguien más que siente antojos de probar frutas prohibidas! Y nuestra señora Lindis se muestra virtuosa. Bien, bien, mi señora Lindis, algunos deberían tomar ejemplo. O tal vez no… ¿Qué pasa, María? ¿Es que no quieres hacer algo útil y ser un poco amable? Porque así le ahorrarías un poco de dinero a maese Martinus…

La joven se ruborizó, pero Gerlin no prestó atención a las maldades de Martha. Berthold von Bingen no sentía interés por María y daba igual que fuera una puta o no lo fuera. La que despertaba su interés era Gerlin. ¿Y acaso lo único que realmente lo impulsaba era la lascivia? La joven viuda ansiaba que el viaje llegara a su fin, pero, de hecho, la marcha aún había de prolongarse durante semanas.

Tras abandonar Bamberg, los peregrinos volvieron a dormir en los carros. En general, montaban el campamento en un claro y encendían una hoguera entre los carros entoldados y la tienda de María. Por su parte, los caballeros acampaban en tres tiendas en torno a ellos y encendían su propia hoguera. No obstante, ya la primera noche, Berthold se dirigió al campamento de los peregrinos; volvía ser una noche muy fría y Martinus extrajo su astrolabio de muy mala gana.

Gerlin se preguntó si Leopold o María lo habrían instado a hacerlo, puesto que con toda seguridad el pequeño astrónomo hubiera preferido darse a la bebida y mantener sesudas conversaciones con Salomon, pero así le proporcionó a Berthold una excelente excusa para unirse a ellos. Berthold simuló interés por el instrumento y el cielo estrellado y prestó atención a las explicaciones del astrólogo con aire casi devoto, que, sin embargo, se redujo a lo imprescindible. Puede que Martinus fuera un astrónomo destacado, pero era un pésimo maestro; en su mayoría, las preguntas de María y Leopold quedaban sin respuesta y el maestro se limitó a explicarles cómo funcionaba el instrumento.

Gerlin notó que Salomon a duras penas lograba refrenarse. Al médico siempre le había agradado explicar y enseñar, y cuando por fin Martinus solo se dedicó a beber, Salomon cogió el aparato astronómico y con gran entusiasmo se dedicó a explicar la red formada por las líneas de las altitudes y del azimut. Al principio solo se dirigió a Leopold, pero entonces María demostró una destreza mucho mayor respecto del manejo de las escalas y las manecillas y, en tono apasionado, calculó los ángulos y las diferencias de altitud… Tan absorta estaba que ni siquiera se dio cuenta de que su velo se desplazaba. Abram vislumbró su rostro y el joven judío se quedó hechizado. Abram von Kronach contemplaba el semblante resplandeciente de María con absoluta fascinación y observó los gráciles movimientos con los que se apartaba un mechón de la frente.

Muy pronto, Salomon se percató del vivo interés de su sobrino y, alarmado, se dispuso a interrumpir la clase; en cambio, las preocupaciones de Gerlin eran otras: Berthold seguía sentado junto a ellos en torno a la hoguera, bebía vino y dividía su atención entre Gerlin y Salomon. Sin embargo, apenas seguía la clase y se limitaba a observar fijamente a Gerlin. Pronto la joven ya no supo adónde dirigir la mirada para evitar la del caballero.

Poco después, cuando la joven se dirigía a los matorrales para aliviarse antes de irse a dormir, Berthold la detuvo.

—Os deseo unas buenas noches, mi señora Lindis —dijo el caballero con una sonrisa—. Con vuestro barbero. Un señor muy erudito para tratarse de un juglar, ¿verdad? A lo mejor es verdad que encaja con vos…

—¡Ese hombre me inquieta! —se lamentó Gerlin. Se había refugiado en el carro tras hacer sus necesidades y permanecía sentada en su lecho, temblando—. No comprendo qué quiere. ¿Qué le interesa: mi cuerpo o mi secreto?

Salomon se encogió de hombros.

—¿Quién no os… no te admiraría? Pero reconozco que lo de Berthold va más allá. Al parecer, se divierte jugando con tu inquietud. O con la nuestra…

El médico se restregó la barba con ademán nervioso; se la había dejado crecer desde que Berthold empezó con sus preguntas.

—Como mínimo, sospecha que existe un misterio.

Gerlin se soltó el cabello y olvidó correr la cortina que protegía su lecho.

—¿No podríais… no podrías prohibirle que contemple a tu mujer con mirada lasciva?

Salomon soltó una carcajada amarga.

—¿Yo? ¿Ponerle límites a un caballero? Gerlin… Lindis…

Ni a Salomon ni a Gerlin les resultaba fácil interpretar su papel cuando estaban a solas, pero ambos sabían que debían tener cuidado. La insinuación de Berthold acerca de su actitud poco galante había convencido de ello a Gerlin.

—¿Quieres que lo rete a duelo? —preguntó el médico, y el brillo de su mirada reveló que ganas no le faltaban.

Gerlin asintió. Al parecer, realmente lo consideraba posible.

—¿Por qué no? ¡Eres un cristiano!, ¿verdad? ¡Tienes permiso para blandir la espada y lo haces mejor que muchos caballeros!

Salomon sonrió. ¿Tal vez halagado? ¿O más bien con afecto y compasión?

—Tu confianza me honra —dijo con suavidad—, pero ¿qué crees que harían conmigo si le cortara la cabeza a ese bellaco? Claro que a un hombre errante como yo le conceden el derecho a defenderse. Pero si derroto a un caballero… en un combate abierto con espada… sospecharán de nosotros, Ger… Lindis. Los demás coraceros se abalanzarían sobre mí, y si descubriesen que un judío ha matado a un caballero, ya nada nos salvaría. ¡Sin duda me colgarían del árbol más próximo!

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Gerlin, angustiada.

Salomon se limitó a apretar los puños esquivando su mirada.

—Nada —contestó con amargura—. Lo lamento muchísimo, pero no puedo hacer nada para protegerte sin despertar aún más sospechas sobre nosotros. Y lo único que tú puedes hacer es aproximarte todavía más a las otras mujeres. No permitas que ese hombre se encuentre contigo a solas. No te despegues de Martha. Me pregunto qué relación tendrá con Martinus. ¿Será su mujer o su criada? Y si no queda más remedio, mantente próxima a esa extraña María. Una niña inteligente, por otra parte, aunque sea una puta. ¿Dónde la habrá encontrado ese viejo lascivo? No parece ser una criatura de la calle.

Gerlin manifestó un par de suposiciones; en todo caso, resultaba más agradable hacerse preguntas sobre María que sobre el suspicaz Berthold. Hacía rato que Salomon dormía, pero Gerlin seguía cavilando acerca del origen de la muchacha. María no actuaba como una criada o una campesina, su peinado y su atuendo más bien indicaban un origen noble. Por no hablar de que, a diferencia de Leopold, poseía su propio astrolabio. Mientras Gerlin aún procuraba conciliar el sueño, de pronto oyó pasos en el exterior y, temerosa, atisbó entre el entoldado del carro. ¿Sería Berthold? ¿Acaso el vino le había dado suficiente valor para acercarse a la mujer del barbero? En ese caso, por más que quisiera evitarlo, a Salomon no le quedaría más remedio que enfrentarse a él con la espada.

Pero entonces reconoció a Martinus, quien, tambaleándose ligeramente a causa del vino, abandonaba su carro y se adentraba en el bosque. Gerlin se preguntó qué se proponía, pero entonces María también abandonó su tienda, titubeó ante los rescoldos de la hoguera… y luego cogió la bota de vino que reposaba en el suelo. Martinus casi la había vaciado, pero quizás aún quedaba un trago para ella. La muchacha bebió un poco, se enderezó y pasó junto a las tiendas de los caballeros con la cabeza gacha y el rostro oculto por el velo.

Gerlin había visto dicha actitud con anterioridad: con bastante frecuencia había observado como casaban a jóvenes de la corte de Leonor con hombres desconocidos y a menudo en contra de su voluntad. Muchachas fuertes y aristocráticas que se presentaban ante el círculo de caballeros con desesperación pero con la misma serenidad con la que María se adentraba en el bosque. La joven andaba lentamente, pero su gesto era digno pese a que las carcajadas y los comentarios desdeñosos de los guardias —que habían notado su partida— resonaron a sus espaldas.

«Una niña inteligente, aunque sea una puta»… Gerlin recordó esas palabras, pero fue incapaz de despreciar a la muchacha: fueran cuales fuesen los motivos por los que se entregaba a Martinus, tendría sus razones, y lo único que Gerlin sintió fue compasión.

Al día siguiente, Martinus se quejó de sentirse agotado, lo cual provocó los comentarios maliciosos de Martha. El velo de María impidió que Gerlin viera si la muchacha se sonrojaba, pero Abram le lanzó una mirada de reproche a la anciana. Tras haber contemplado el bello rostro de la joven, no dejaba de tener muestras de atención para con ella: le ofrecía conducir su mula por encima de los baches y procuraba —de momento sin éxito— entablar conversación. Gerlin podría haberle dicho cómo lograrlo, puesto que tras las últimas noches sabía que bastaba con mencionar el nombre de una estrella para conseguir que hablara. Pero no quería aumentar la tensión ya existente entre Salomon y Abram: su tío observaba el nuevo enamoramiento de su sobrino con cien ojos.

—¡Déjalo en paz! —dijo Gerlin, procurando apaciguar al médico cuando por tercera vez este dejó de contestar a una pregunta porque no despegaba la vista de Abram y María—. ¿Qué tiene de malo que le haga un poco la corte a la muchacha? No tardará en darse cuenta de que ella…

Gerlin se interrumpió: decir la verdad le parecía una traición.

—¿Y si no le importara? —preguntó Salomon en tono enfadado—. ¿Y si al tarambana de mi sobrino no le importara que la pequeña pertenezca a maese Martinus?

Gerlin se encogió de hombros.

—Vaya, pues entonces no le importará. No creo que el maestro lo rete a duelo.

Salomon le lanzó una mirada de soslayo y, una vez más, ella reconoció esa expresión cálida pero melancólica que con tanta frecuencia se asomaba al rostro del médico tras la muerte de Dietrich. Quizá ya le había dirigido la misma mirada con anterioridad… antaño, cuando pidió su mano en nombre en Dietrich, y antes de su boda en Lauenstein, durante los meses en los que ella aguardó la llegada de Dietrich…, solo que no lo había notado.

—No lo comprendes… —dijo—, pese a que ya has vivido entre nosotros, los judíos. Verás, tal vez podríamos… podríamos pasar por alto que la pequeña es una prostituta. Nadie tendría por qué saberlo, puesto que a fin de cuentas no vende su cuerpo a cualquiera. Es una jovencita muy inteligente, quiere aprender… pero no puede pisar una universidad por razón de su sexo. Si la única forma de adquirir el saber es vendiendo sus encantos… ¿quién soy yo para juzgarla?

—Eres un hombre comprensivo —dijo Gerlin en tono afectuoso.

Siempre había tratado al médico con respeto, pero su indulgencia respecto a María la conmovía más que toda su erudición.

—Entonces… ¿por qué es tan terrible que Abram corteje a María?

Salomon se volvió hacia ella… y Gerlin creyó ver una expresión torturada en su mirada.

—¡Es una cristiana! Si Abram pretendiera casarse con ella… Bien, en primer lugar, está prohibido, antes tendría que convertirse al cristianismo. Y eso… Cuando uno de nosotros reniega de nuestra fe, lo lloramos como si hubiera muerto. Abram jamás volvería a ver a su familia, ningún judío le daría trabajo ni lo acogería. Estaría completamente solo.

—Con María —comentó Gerlin.

—¿Y crees que ella compartiría su destino de proscrito? —exclamó Salomon, soltando un bufido—. ¿Una muchacha rica y mimada, que sin duda pertenece a la nobleza? Cuando ya no dispusiera de dinero para comprar pan para sus hijos empeñaría su precioso astrolabio. Si fuera distinta… si fuese más fuerte…

Durante un instante, Salomon le lanzó una breve mirada tímida, inquisidora y culpable, antes de volver a dirigir la vista hacia delante.

Gerlin bajó los ojos. El carro volvía a recorrer un irregular camino en medio del bosque y hacía horas que no veían a nadie. Junto al camino crecían el musgo y la hierba: parecían formar una alfombra y contemplarla en vez de dirigir la vista al bosque o al cielo resultaba curiosamente irreal.

—¿Qué cambiaría para María? —preguntó Gerlin en voz baja—. De todas formas, ya es una proscrita. Y a lo mejor es más fuerte que todos nosotros…