4

Puede que el destino residiera en las manos de Dios, pero, al menos en opinión de Gerlin, el Eterno no se mostraba muy indulgente. En todo caso, llegó a dicha conclusión durante el primer descanso. Mientras ella cortaba pan y queso e iba a la fuente en busca de agua, el jefe de los coraceros se acercó a Salomon. Anteriormente el hombre ya había mirado a Gerlin con suspicacia y a ella también le había parecido que el hombre le resultaba conocido.

Salomon lo saludó con una inclinación de la cabeza.

—¿Puedo ofreceros algo a vos y a vuestros caballeros? —le preguntó en tono cortés—. ¿O quizá sufrís alguna molestia sobre la que queréis pedirme consejo? ¿Cómo os llamabais…? ¡Ah, sí, es verdad: Berthold von Bingen!

Martinus les había presentado a los caballeros a él y a Abram, pero los hombres apenas se dignaron mirar al «barbero» y a su ayudante. Ninguno de ellos estaba satisfecho con la tarea para la cual los habían contratado; en general, los caballeros consideraban que cobrar por proteger a comerciantes y peregrinos no era digno de su condición. Sin embargo, si no eran expertos justadores de torneos, no les quedaba otro remedio. Solo unos pocos caballeros sin feudo lograban sobrevivir mediante las cuantías de los premios; además, en cada torneo no solo corrían el riesgo de perder la vida, sino también la armadura y el caballo, y con ello todos sus bienes terrenales. Prestar servicio como guardia era mucho menos peligroso. Solo rara vez se veían envueltos en una lucha y su presencia solía bastar para intimidar a cualquier atacante. No obstante, dicho trabajo no les proporcionaba fama y respeto, por no hablar de un feudo, así que, en general, los caballeros estaban de mal humor y se lo hacían notar a sus protegidos.

Von Bingen no contestó directamente al amable ofrecimiento de Salomon.

—¿Sois barbero? —preguntó con brusquedad.

Salomon asintió e hizo una reverencia.

—¡A vuestro servicio!

—Ya os he visto en alguna parte —gruñó el caballero.

Salomon se encogió de hombros; solo quien lo conocía bien hubiera descubierto la atención e inquietud de su mirada.

—Los barberos viajamos por todas partes. Quizá me visteis en una feria…

—¿En qué ferias habéis estado? —preguntó Von Bingen.

Salomon reflexionó apresuradamente.

—Pues en la de Regensburg…

—… en la de Altötting, en el mercado de Pascua de Bamberg, en el mercado jacobino de Cham, en el mercado de Catarina de Núremberg…

Salomon suspiró aliviado al darse cuenta de que Abram se inmiscuía en la conversación, ya que su sobrino sabía dónde y cuándo se celebraban las ferias más conocidas. Salomon se limitó a confiar en que el daño no estuviera hecho, puesto que el desconocimiento del «barbero» debía de haber despertado las sospechas de Berthold.

—Siempre estamos de viaje —se apresuró a añadir Salomon—. Mi ayudante es quien conduce el carro. A veces ni siquiera sé dónde me dedico a curar enfermos.

El pretexto no resultaba muy convincente, pero a lo mejor el caballero no insistiría.

—Bien —dijo este—. ¿Y vuestra esposa… —preguntó, y su mirada volvió a fijarse en Gerlin— os acompaña?

Salomon asintió.

—Por supuesto, señor Berthold, ¿cómo no habría de hacerlo? «Allí donde tú vayas también iré yo», dicen las Sagradas Escrituras.

—¿Y este es vuestro hijo? —añadió el caballero, señalando a Dietmar.

Gerlin hubiera querido ocultar su rostro entre los suaves cabellos de su hijo, porque entonces supo dónde había visto a Berthold von Bingen y el recuerdo hizo que el rubor cubriera sus mejillas.

Salomon miró al caballero a la cara.

—¡Sí, mi hijo Dietmar! —contestó en tono firme.

—Entonces no os seguiré molestando —dijo Berthold con un bufido, y regresó junto a sus hombres.

Salomon tomó asiento junto a Gerlin.

—¡Tranquilizaos! —musitó—. Es imposible que ese hombre sepa algo, solo pretende intimidarnos un poco, algo que quizás haga con todo el mundo. A Martinus tampoco le agrada mirarlo a la cara.

Gerlin sacudió la cabeza.

—No es eso, Salomon —dijo ella en voz baja—. Ese hombre ya me ha visto antes, durante el espaldarazo de Dietrich. Formaba parte del círculo de caballeros cuando presté los juramentos a Dietrich…

Abram silbó entre dientes.

—¿Y entre cristianos la novia no lleva velo? —preguntó en tono desesperanzado.

—No es obligatorio —dijo Gerlin—, aunque durante el torneo llevé un velo casi todo el tiempo, entre otros motivos para que Roland y Luitgart no notaran mi angustia. No creo que Berthold me viera con mucha claridad…

Salomon suspiró.

—Puede que mis palabras parezcan un halago, mi señora Gerlin… pero, una vez visto, vuestro rostro resulta inolvidable…

—Maese Salomon… —dijo Gerlin, ruborizándose.

—¡Ahora habéis de acabar con eso de «maese Salomon»! —comentó Abram—. Si alguien os oyera, nos descubrirían de inmediato. Estáis casada con maese Friderikus, mi señora Gerlin, así que podéis tratarlo de tú. Y llamadlo… por mí podéis llamarlo «Fritz».

A pesar de la inquietud que la embargaba, Gerlin estuvo a punto de soltar una carcajada. La idea de llamar «Fritz» al respetable médico judío como si fuera un mozo de cuadra le resultaba muy cómico.

—Y no os preocupéis tanto… Claro que sois bella como el sol, pero con el tiempo uno olvida los detalles. Además, por entonces, vuestro atuendo y peinado eran completamente distintos… y sugiero que a partir de ahora también os llamemos por otro nombre. Lástima que no se me haya ocurrido antes, pero, además de Gerlin, existen otras abreviaturas de Gerlindis. Así que, a partir de ahora, os llamaréis señora Lindis y señor Friderikus, os trataréis de tú y os comportaréis como un matrimonio amante. Con eso, por más que para Berthold la mujer del barbero guarde un gran parecido con la novia del conde, el caballero no podrá demostrar nada.

Gerlin asintió visiblemente tranquilizada, pero Salomon parecía más que preocupado.

—Siempre que el barbero no le recuerde a cierto médico judío… —dijo en voz baja—. Yo también asistí a ese torneo, precisamente al lado del joven conde, y, si mal no recuerdo, señor Konstantin, tú también te hallabas presente. ¿Estás seguro de que después no trataste de endosarle a Berthold una punta de la lanza de algún santo como amuleto de la buena suerte?

Pero, de momento, Berthold no siguió con el asunto. El primer día de viaje transcurrió sin incidentes, aunque Martinus y sus seguidores —como también la comitiva del «barbero» y los caballeros— no se mezclaban con los demás. A medida que los carros fueron avanzando, Gerlin pudo relajarse.

En esa época del año, a finales de primavera, el viaje resultaba mucho más agradable que hacía unas semanas; sin embargo, a Gerlin le resultaba increíble el escaso tiempo transcurrido desde que ella y Dietrich cabalgaron hasta Bamberg. En aquel entonces no había casi nadie por los caminos, mientras que en ese momento se encontraban con viajeros o jinetes casi cada hora, y grupos de caballeros pasaban al galope sin tener en cuenta a los viandantes ni los carros que se interponían en su camino. Claro que los pesados caballos de los peregrinos suponían un auténtico obstáculo, en cambio, los aprendices y los monjes —que en su mayoría iban a pie— solo lograban esquivarlos brincando a un lado con rapidez. Otros grupos de peregrinos avanzaban más lentamente, se mostraban cordiales y disfrutaban compartiendo su pan con los viajeros que se dirigían a Tours. «Maese Friderikus» se ganaba unos cuantos peniques de cobre tratando sus dolencias y de vez en cuando también se topaba con casos desgraciados.

—Hubiese sido mejor que esa mujer muriera en casa en vez de haber emprendido este viaje —dijo, suspirando.

Salomon había aliviado los dolores de una peregrina administrándole una tintura; tenía tumores por todo el cuerpo y gritaba de dolor cada vez que el carro superaba un bache. Sus hijos la atendían afectuosamente: uno de ellos era comerciante y había organizado el viaje, pero, en opinión de Salomon, la pobre mujer no llegaría con vida a la meta. Sin embargo, cuando el astrólogo le leyó la suerte en las estrellas, el rostro demacrado de la enferma se iluminó. Aunque Gerlin ya no creía en sus predicciones, estaba segura de que sus intenciones eran buenas.

La ayuda que Friderikus prestaba a otros viajeros tenía otro propósito: convencer a Berthold de que su protegido realmente ejercía la profesión de barbero. Abram insistió en que el médico también extrajera unas muelas, con el fin de proporcionarle mayor credibilidad a su papel.

El propio Abram perfeccionó sus juegos malabares y elogiaba el quehacer de su amo como un auténtico charlatán de feria. A Salomon le resultaba muy desagradable, pero comprendió que interpretar bien su papel era muy importante. Cuando se topaban con otros viajeros, Gerlin prefería ocultarse en el carro; el encuentro con Berthold la había asustado y un acontecimiento similar podía repetirse en cualquier momento. Casi todos los grupos de viajeros iban acompañados de coraceros y, bajo el mano de Dietrich, Lauenstein había sido una casa abierta. Otros caballeros también podían reconocerla y, además de como joven novia, quizá también la hubieran visto como esposa y madre.

Salomon también hubiese preferido retirarse discretamente. En un mercado de Kronach había comprado un tablero de ajedrez barato y, por las noches, cuando Dietmar ya estaba dormido, tanto él como Gerlin disfrutaban jugando una partida. En esos días en los que estaba sometida a una gran tensión, Gerlin disfrutaba de la tranquilidad y del ambiente pacífico, y la actitud amable del médico suponía un consuelo. De vez en cuando lo comparaba con Florís, pero siempre llegaba a la conclusión de que los sentimientos que el caballero despertaba en ella eran más intensos.

En efecto, cuando estaba a solas con el aquitano, su corazón latía más aprisa y se sentía embargada por la excitación, la tensión y la felicidad. Salomon no le provocaba las mismas sensaciones, pero cuanto más tiempo pasaba a su lado, tanto más tomaba conciencia de su cuerpo ágil y fuerte al notar el roce de su mano cuando él le quitaba las riendas o cuando ella le tendía un cuenco con gachas o un trozo de pan. Aunque en general había ansiado la presencia de Florís, también la había temido, mientras que la conversación o las partidas de ajedrez con Salomon le proporcionaban consuelo y sosiego. En realidad, hubiera preferido retirarse en el interior del carro con Salomon, pero Abram insistió en que, para todos ellos, resultaba útil que mantuviera el contacto con maese Martinus y los suyos.

—¡No debemos mantenernos apartados! —advirtió—. Es una actitud judaica y los caballeros podrían desconfiar, y también Martinus, así que de noche hemos de compartir el calor de la hoguera. Seguro que ardes en deseos de pasar la noche discutiendo con el astrólogo acerca de su ciencia…

Abram le guiñó un ojo a su tío y este sonrió con expresión indulgente. Sus diferencias de opinión con el astrólogo eran evidentes y, de hecho, maese Friderikus y el maestro Martinus discutían durante horas sobre el sentido y el sinsentido de la astrología. Gerlin y Abram se cansaron con rapidez de dichos debates, pero el alumno de Martinus escuchaba fascinado y siempre trataba de participar. Con todo, el maestro no dejaba de interrumpirlo: no parecía conceder gran importancia a las palabras de su adepto, pero jamás imponía disciplina a María, que siempre se sentaba junto a los hombres en cuanto se iniciaba un debate. Pero la joven no molestaba ni se inmiscuía, a pesar de que, de vez en cuando, parecía a punto de estallar debido a la tensión. Por lo visto conocía el tema y albergaba una opinión al respecto, pero en vez de manifestarla permanecía sentada detrás del astrólogo con aire tímido y cubierta por el velo. Solo manifestaba su acuerdo o desacuerdo con alguna tesis asintiendo con la cabeza o tironeando de sus ropas.

Aunque Salomon se negaba a reconocerlo, por supuesto, la verdad era que disfrutaba debatiendo con Martinus, y el maestro parecía apreciar la erudición del «barbero» y también cuestionó sus conocimientos médicos: el primer día del viaje, Martinus lo consultó debido a una dolencia mientras él mismo pronunciaba el diagnóstico.

—¡Bilis amarilla! —declaró en tono inquieto al tiempo que mostraba una bacinilla llena de orina amarillenta a Salomon y a la asqueada Gerlin—. ¿Lo veis? Tengo la piel amarilla, la lengua saburrosa y la boca… ¡es como si estuviera comiendo hierbas amargas! Un indicio claro de un exceso de bilis. Además, siento mareos… He de tumbarme… ¿Podéis ayudarme, maese?

Con cierta irritación, Salomon examinó a su compañero de viaje y le aconsejó que tomara una infusión que la malhumorada Martha le preparó de inmediato, aunque sin dejar de murmurar algo acerca de los excesos de vino y mujeres. Gerlin le lanzó una mirada a María, pero como de costumbre la muchacha permanecía sentada junto al fuego apartada de los demás, con el velo cubriéndole el cabello y la cara. No parecía interesada en el destino de maese Martinus, pero en presencia de Martha y de Leopold también fingía preocupación por él. De hecho, el hombrecillo se recuperó con rapidez…, pero dos días después se quejó de una hinchazón en el vientre, escupió flemas y respiraba con dificultad.

—Es la bilis negra, maese Friderikus, supongo que acabamos con ella gracias a la infusión de ayer y ahora el estómago y el intestino se han relajado. ¡Ay de mí, espero llegar a Tours con vida…!

—¿Qué le administráis? —susurró Gerlin mientras Salomon rebuscaba entre su provisión de hierbas—. ¿De verdad es grave?

El médico sonrió y Gerlin captó la picardía de su mirada.

—Echad un vistazo al pequeño tonel de vino que cuelga en la parte posterior del carro de Martinus. Anoche me ofreció una copa tras llenar una bota; bien, solo bebí una copa, «Konstantin» otra, y el bueno de Leopold también debió de tomar un par. Pero esta mañana la bota estaba vacía…, así que no es ningún milagro que nuestro amigo sufra vómitos. Dentro de un par de horas se encontrará mejor, con o sin infusión. Un poco de aire fresco lo reanimará.

El médico se apeó del carro y se dirigió a su paciente.

—¡Si recorréis unas cuantas millas andando detrás de vuestro carro, maese Martinus, ello reducirá la producción de bilis negra en vuestro intestino!

Los viajeros se aproximaban a Bamberg y, una vez más, Gerlin tuvo un mal presentimiento. Siempre que se encontraba con ella, Berthold le lanzaba miradas suspicaces y para colmo debía visitar la sede episcopal. Mientras Abram conducía el carro a través de las puertas de la ciudad, el corazón de Gerlin latía apresuradamente. La acuciaba una idea insensata: que los guardias identificaran a la mujer del «barbero» como la joven aristócrata que unas semanas atrás había visitado la ciudad montada en un corcel, en compañía de su esposo. Por fin se ocultó en el carro y atisbó entre las lonas; en esa época del año la ciudad tenía un aspecto mucho más acogedor. El río Regnitz corría entre sus márgenes; las calles y los mercados de la ciudad-isla abrazada por dos ríos estaban repletos de personas alegres, y todo el mundo estaba muy atareado en volver a levantar la catedral y los edificios que la rodeaban.

Maese Martinus quería asistir a una misa y optó por la iglesia de San Miguel con el fin de orar junto a la tumba del obispo Otto I; los viajeros encontraron alojamiento en la abadía benedictina anexa. Obviamente, Gerlin sentía una gran preocupación por sus acompañantes judíos, pero Abram parecía encontrarse a gusto en todas partes y su inquietud también provocó las sonrisas de Salomon.

—¿Acaso pernoctar en un convento cristiano no supone pecar contra vuestro Dios? —Gerlin le preguntó al médico.

—Mientras no me haga bautizar… E incluso eso estaría permitido si fuese la única manera de salvar mi vida. El Dios de Israel —que por otra parte también es el vuestro, Gerlin, solo que vos lo llamáis Dios Padre y le añadís un hijo— es un Dios severo, pero no codicia mártires. Nosotros los judíos a menudo morimos por nuestra fe, pero ello no nos proporciona un lugar privilegiado en el más allá. En realidad, suponemos que Dios prefiere que sigamos con vida, porque, de lo contrario, ¿por qué nos habría regalado la Tierra? En todo caso, no se ofenderá si escucho un par de oraciones y cánticos, y tampoco he de pronunciar conjuros para protegerme. Durante mis viajes, en cierta ocasión tuve que ocultarme en una iglesia cristiana junto con un amigo sarraceno. El pobre diablo no dejó de barbotar la primera sura de su libro sagrado para que el profeta no creyera que se había convertido. Los judíos no se convierten con tanta facilidad… y mi Dios lo sabe.

De hecho, «maese Friderikus» se condujo muy bien durante la misa, aun cuando durante las oraciones solo murmuró palabras incomprensibles y no participó en los himnos. Para él resultó mucho más fácil participar en los ritos de una iglesia cristiana que para Gerlin en los de una sinagoga. En la misa vespertina, la iglesia de San Miguel estaba abarrotada y los forasteros no llamaban la atención.

Durante la pernoctación en el convento, Gerlin compartió la habitación de huéspedes con Martha y con María, e irremediablemente las conoció un poco mejor. Hasta entonces las dos mujeres apenas habían intercambiado un par de palabras, lo que a Gerlin le resultó curioso. De todos modos, Martha siempre parecía estar de mal humor —también se dirigía a los hombres en tono brusco—, y, por su parte, María no hablaba con nadie. La muchacha suponía un enigma para Gerlin, pero esa noche al menos la vio sin velo y sin abrigo por primera vez y se quedó boquiabierta.

Su joven compañera de viaje era la muchacha más bella que jamás había visto y, fascinada, contempló sus largos cabellos de un rubio oscuro que se derramaban como la cálida miel por encima de sus hombros. Los llevaba sueltos y con raya al medio, como una aristócrata, y también el encanto de sus movimientos, sus pasos gráciles, así como su talento como amazona que Gerlin ya había admirado durante el viaje, apuntaban a que había recibido una educación cortesana. Los ojos de María eran de un dulce color castaño, grandes y un poco rasgados. Tenía los labios gruesos y en forma de corazón, de un oscuro color rojo, su tez era delicada y sus mejillas, sonrosadas. Bajo su camisa de hilo se destacaban unos pechos altos y firmes, tenía las caderas estrechas y solo apenas redondeadas. Aún debía de ser muy joven, Gerlin calculó que no tendría más de dieciséis primaveras. ¿Qué estaba haciendo allí, por amor de Dios? ¿Acaso realmente era la hija de Martinus?

Saltaba a la vista que no se trataba de la hija de Martha. La mujer la contemplaba con hostilidad, pero a María eso parecía resultarle indiferente. En general, la muchacha parecía demasiado impasible y solo demostraba sentimientos inesperados frente a Dietmar: le lanzaba sonrisas irresistibles y bromeaba con él fingiendo quitarle su sonajero. Cuando Gerlin dejó al pequeño en brazos de María, esta sonrió y lo acunó.

—¡El trato con los niños se os da bien! —la halagó Gerlin en tono un tanto inhibido, sin saber muy bien cómo dirigirse a la joven—. ¿Dónde aprendisteis a hacerlo? Porque vos aún no tenéis hijos, ¿verdad?

María hizo un gesto negativo con la mano y Martha refunfuñó:

—Solo es cuestión de tiempo…

—Tenía hermanitos menores —se limitó a decir la muchacha. Cuando Gerlin, curiosa, continuó haciéndole preguntas, María guardó silencio.

Cuando la campana de los monjes convocó a los fieles a la primera misa, para desconcierto de Gerlin, esta notó que María abandonaba la cama y se escabullía. La siguió discretamente; Martha parecía saber que la joven compartía el lecho con Martinus: muchas cosas lo indicaban. ¡Pero no podía pretender acostarse con él en ese momento, y encima en el convento mientras los monjes oraban!

En efecto: María no se dirigió a las habitaciones de los hombres, sino al jardín del convento, que a esas horas estaba desierto. Gerlin se preguntó qué haría allí la muchacha. Se acercó sigilosamente y vio que la joven sacaba un extraño instrumento de la manga.

—¿Qué es eso?

La pregunta de Gerlin interrumpió el silencio reinante.

María dio un respingo… y al ver a Gerlin suspiró aliviada.

—¡Me habéis dado un susto de muerte! —dijo en tono de reproche, pero luego se centró en el objeto brillante en forma de disco en el cual, a la luz de luna, Gerlin reconoció círculos y cifras y una suerte de manecilla.

»Es un astrolabio —dijo María con voz suave y respetuosa… y sin preguntarle a la otra qué quería y por qué le había seguido los pasos. Aunque Gerlin se alegró de no tener que darle explicaciones, la situación le resultó extraña. Cualquier otra persona habría desconfiado al descubrir que alguien la seguía en secreto.

»Sirve para medir los ángulos del cielo —explicó María contemplando las estrellas y ajustando una parte del instrumento.

—¿En medio de la noche? —preguntó Gerlin.

María rio, con una risa clara, relajada y casi alegre.

—¿Y si no, cuándo? —replicó—. Además, esta noche es absolutamente idónea y no podía dejarla pasar. ¿Veis las estrellas? Son bellísimas, ¿verdad? Mediante el astrolabio puedo calcular a qué altura se encuentran, cuáles son los ángulos entre ellas y cómo se desplazan.

—¿Así que vos también sois astróloga? —dijo Gerlin en tono azorado.

María negó violentamente con la cabeza.

—¡No! ¡Eso son tonterías! Los científicos serios rechazan la astrología. Hasta Ibn Sina, el gran erudito árabe, exigió que fuera suprimida. Pero yo, bien… yo amo las estrellas… ya de niña las contemplaba durante horas y quería saberlo todo acerca de ellas. Las estrellas devuelven la sabiduría, ¿comprendéis? Si uno estudia sus trayectorias puede encontrar la propia. También en el mar, por ejemplo, cuando no hay tierra a la vista. ¡Acercaos! ¿Conocéis las constelaciones? ¡Mirad: esa es la Osa Mayor! Y allí está la Osa Menor… que apenas se aprecia. ¡Pero hay algunas estrellas que solo se ven en ciertas épocas del año!

Mientras se lo explicaba, María hablaba con la misma inconmensurable alegría que Salomon. Su voz, de costumbre más bien suave y áspera, era plena y cantarina, casi embriagadora. Durante una hora Gerlin se dejó arrastrar por ella a través del cielo nocturno. María le presentaba las estrellas como si fueran viejas amigas y le explicó el funcionamiento del astrolabio, que era de un valor incalculable y procedía de tierras sarracenas.

—También sirve para saber qué hora es.

Cuando Gerlin oyó el último cántico de los monjes que surgía de la iglesia, María casi no pudo apartar la vista del cielo. La misa casi había llegado a su fin…, ¿cómo podía pasarlo por alto la muchacha?

—No necesito esa cosa para determinar qué hora es —dijo Gerlin—, me bastan las campanas de la iglesia. Guardad vuestro juguete, María, hemos de regresar a la habitación de huéspedes. No quiero pensar lo que ocurriría si nos encontráramos con los monjes: nunca nos creerían si afirmáramos que merodeamos por el convento de noche solo para contemplar las estrellas.

—Sí, se ha hecho tarde —admitió María, quien volvió a ocultar el instrumento bajo la manga de su camisa y soltó un suspiro—. Ojalá pudiera hacer lo que me viene en gana… aunque solo fuera por una vez…

—No sois la única —dijo Gerlin, riendo.

Cogió a la soñadora muchacha del brazo y la arrastró a través de las extensas dependencias del convento hasta el ala de las mujeres.

—¿Dónde aprendisteis a hacerlo? —preguntó mientras se abrían paso tanteando a lo largo de oscuros pasillos—. Me refiero a manejar el astro…

—¿El astrolabio? —terminó María no sin cierta perplejidad—. Pues con maese Martinus, por supuesto. Él no solo tiene conocimientos de astrología, de hecho, es un importante astrónomo. Confecciona horóscopos más bien como diversión, o para ganar dinero, porque nadie paga ni un penique por calcular la trayectoria de las estrellas de manera correcta. Bien, tal vez solo cuando uno ha logrado confeccionar cartas de estrellas o algo así. Me encantaría confeccionar un atlas, quizás un catálogo de estrellas, al igual que Tolomeo. Él afirma que hay mil doscientas veinte estrellas… ¡pero hace poco descubrí una que Tolomeo no describió! Martinus opina que debo de estar equivocada, ¡pero lo demostraré! En realidad, ese es el motivo por el que salí al jardín…

Gerlin se preguntó qué aspecto tendría semejante prueba, porque María no podía meterse la estrella en el bolsillo allí, en el jardín del convento, para después sostenerla ante las narices de Martinus con aire triunfal.

Pero no quería correr el riesgo de que le soltara otro discurso; si María seguía dictando clase quizá despertaría a Martha o, aún peor, a Dietmar. El pequeño era un niño muy tranquilo, pero si lo despertaban por las noches protestaba berreando a voz en cuello. Así que Gerlin solo se llevó el dedo a los labios y le indicó a su joven acompañante que no hiciese ruido. Ambas se inclinaron por encima de la cestita de Dietmar con una sonrisa cariñosa y echaron un último vistazo al niño dormido. Gerlin volvió a recordar el comentario mordaz de Martha: si de verdad María compartía el lecho de Martinus, tarde o temprano quedaría encinta; a lo mejor, incluso lo deseaba.

Pero, ¿cómo encajaba un niño en sus sueños acerca de las estrellas?