3

Solo tres días después y sonriendo de oreja a oreja, Abram entró en la diminuta habitación de Gerlin. Salomon, que en ese momento le leía el contenido de un pergamino mientras ella acunaba a Dietmar, lo miró con aire de desaprobación. No solo se debía a que, a esas horas, todos los ciudadanos decentes estaban trabajando en vez de hacer visitas, sino que, además, Abram lucía un atuendo escasamente convencional para un comerciante judío. En vez de una larga y digna túnica, llevaba un jubón que apenas le llegaba a las rodillas por encima de unas calzas de color pardo y altas botas de cuero. Su sombrero de fieltro parecía el de un petimetre: podría haber pasado por un artesano o un doncel.

—¡Lo tengo, mi señora Gerlin, tío…, mañana podemos partir! —exclamó, esperando que sus palabras fueran recibidas con aplausos—. Vaya, y además os deseo un buen día, claro está. ¿O acaso ya hemos de acostumbrarnos a un correcto «Ave María Purísima»? —añadió, haciendo una reverencia.

Gerlin casi no osaba dar crédito a sus palabras, pero Salomon se mostró escéptico.

—¿Qué te propones, Abram? —preguntó en tono severo—. ¡Y deja de burlarte de los cristianos, acabarás arruinando tu vida y también la de tu familia y tu pueblo!

Abram negó con la cabeza con aire sereno.

—Mi familia pronto se librará de mí, porque me tomaré la libertad de acompañaros a Tours. Quiero ver mundo, ofrecerle un cirio a san Martín… Quién sabe cuántas reliquias de ese santo aún se dejan encontrar por quien sepa mantenerse ojo avizor.

—¿Es que descubristeis una caravana de comerciantes a la que podamos unirnos? —preguntó Gerlin en tono alborozado—. ¿De verdad hay alguien que se dirija a Anjou?

—Pues sí —contestó Abram—. Solo que no son comerciantes: nos uniremos a un grupo de peregrinos. Los peregrinos están dispuestos a sufrir: cuanto más difícil resulta la peregrinación, tanto mejor. Los combates que se libran allí en el sur les son indiferentes y quizá ni siquiera tengan conocimiento de ello; e incluso puede que los consideren personas sagradas: seguro que a los guerreros no les traería suerte asesinar a unos simplones piadosos que han viajado durante semanas para orar junto a una lápida.

—¿Junto a qué tumba, en este caso? —quiso saber Salomon—. Que yo sepa, en la Turena no hay ningún santuario cristiano conocido. ¡Ningún peregrino se dirige a Loches!

Abram sacudió la cabeza con ademán reprobatorio.

—¡Limitaos a creerme, tío! Ese grupo quiere ir a Tours por la ruta más directa; se trata de un individuo acaudalado y extraño, oriundo de Colonia, y de su séquito. Lo acompañan dos carros, cinco hombres, dos mujeres y cuatro coraceros. Es un hombre un tanto curioso, un astrólogo…

—¿Un adivino que puede permitirse una peregrinación tan costosa? —preguntó Gerlin en tono dubitativo.

—Un astrónomo —precisó Abram—. Que además es astrólogo. Se considera un seguidor de los tres Reyes Magos… o al menos eso fue lo que me dijo. ¡E interpreta el significado de las estrellas del cielo!

—¿Hablasteis con él? —preguntó Gerlin.

Abram asintió y volvió a sonreírle con picardía.

—Desde luego; y además le vendí un par de uñas del pie de san Cristóbal. El santo patrono de los peregrinos, ¿comprendéis? Que evitará que los viajeros sufran llagas y hongos en los pies. En todo caso, ese individuo trata muy bien a su gente y les compró un amuleto a cada uno, aunque no peregrinan a pie sino a caballo o en carro. A lo mejor mañana vuelvo a intentarlo con los clavos de las herraduras del mulo de san Pablo. O de esa mula en la que supuestamente Jesús entró en Jerusalén. ¿Sabéis si antaño las herraban?

—¡Déjate de picarescas! —lo interrumpió Salomon—. Así que el hombre es un erudito y confecciona horóscopos: de ahí su riqueza, pero, ¿qué se le ha perdido en Tours?

—San Martín está enterrado en esa ciudad —recordó Gerlin—. Era un caballero y un obispo, y obraba milagros. Se encontró con Jesús vestido de mendigo y le hizo regalos… y más adelante despertó a los muertos y…

—¡Ya lo ves! —dijo Abram, dirigiéndose a su tío en tono de reproche—. ¡No tiene nada de raro que uno cabalgue un par de días para ofrecerle un cirio a ese hombre!

Salomon se restregó la frente.

—Ese astrólogo proviene de Colonia, Abram, la ciudad llamada «santa», y, comparada con ella, Tours es un lugar de peregrinaje absolutamente insignificante. Además, ¿por qué viaja desde Colonia hasta Tours pasando por Baviera?

—Acaba de llegar de Viena —le informó Abram—. Y además… verás: nuestro astrólogo ha sido bautizado con el nombre de Martinus, y encima se siente en deuda con su santo patrono porque este supuestamente lo curó de su escasamente saludable afición a la bebida, que tal vez en el pasado le causó diversos problemas.

El rostro alargado de Abram adoptó una expresión compungida antes de proseguir:

—Además, dicen que, más que las estrellas, en algunos de sus horóscopos quien hablaba era el vino…

Aunque de mala gana, Salomon tuvo que reír.

—¿Acaso no dicen que in vino veritas? —comentó.

Abram se encogió de hombros.

—A lo mejor vertió demasiado vino en los horóscopos de sus clientes… Ignoro qué ocurrió con exactitud, pero tanto sus alumnos como algunos de los nuestros que han visto mucho mundo confirman su historia: Martinus Magentius empezó dando clases en Leiden y era muy respetado. Pero después cayó en desgracia por algún motivo desconocido: tal vez dedicó demasiado tiempo a contemplar las estrellas en compañía de un par de mujeres. En todo caso, huyó a Viena y un buen día allí se le apareció san Martín. A partir de entonces abjuró del placer proporcionado por las bebidas espirituosas…

—San Martín es considerado el santo patrono de los abstemios —intervino Gerlin, recordando las enseñanzas piadosas del capellán de la corte de la reina Leonor de Aquitania—. Su intercesión nos da fuerzas durante el período del ayuno.

Según la opinión del clérigo, la sensual corte galante la necesitaba con urgencia.

Salomon puso los ojos en blanco.

—Pues si les resulta de utilidad…

—En todo caso, el señor Martinus piensa coger fuerzas junto a la tumba del santo cuyo nombre lleva —dijo Abram, sonriendo—. Quizá quiera practicar una abstinencia aún mayor e incluir la carne… el amor físico… bien, lo que sea.

—Pero si nos unimos a su grupo tendremos que viajar como cristianos —objetó Salomon—, como comerciantes o como barberos…

—Como barberos —asintió Abram—. Os inscribí a vosotros y a mí como tales.

—¿Que has hecho qué? —exclamó Salomon en tono airado—. ¿Sin consulta previa?

Abram hizo caso omiso de la objeción de su tío, pero inclinó la cabeza con gesto respetuoso.

—Friderikus von Askalon, mi pariente y maestro, el muy viajado experto en medicina y adepto de Avicena, el gran médico y alquimista… —dijo, señalando a Salomon.

—Creí que Avicena había muerto hacía tiempo —le señaló Gerlin.

Pero Abram también pasó por alto sus palabras.

—… su esposa Gerlindis, su hijo Dietmar —añadió, inclinando la cabeza ante la dama—. Y su insignificante alumno, el indigno Konstantin von Bracht.

Abram sacó pecho.

—El señor Martinus ansía conocer al médico. Debéis saber que padece numerosas enfermedades, seguro que la mitad de ellas imaginarias, así que durante el viaje tendremos oportunidad de ganar algún dinero. ¿Acaso podría ser mejor, tío Salomon… o, mejor dicho, maese Friderikus? Gratos compañeros de viaje, cuatro coraceros, comidas incluidas… ¿Qué más puedes pedir?

Por supuesto, Gerlin se mostró favorable a aprovechar la oportunidad; la mera idea de volver a vivir entre cristianos suponía un alivio considerable. Abram tenía razón: a Salomon le resultaría mucho más fácil fingir, y que Abram los acompañara en el viaje no la incomodaba en absoluto. Sin duda, el muchacho era un pillo, pero un pillo encantador. Parecía sentir verdadero aprecio por el pequeño Dietmar y, por otra parte, Gerlin comprendía perfectamente que deseara escapar del asfixiante ambiente que reinaba en casa de sus padres.

Sin embargo, Salomon insistió en que antes de tomar una decisión primero quería conocer al maestro Martinus, algo a lo que Abram no opuso ninguna objeción. Esa misma tarde acompañó a su tío hasta las murallas de la fortaleza, situada por encima de la ciudad, donde el grupo de viajeros había encontrado alojamiento. Interpretar el papel de cristiano no parecía incomodarlo y Salomon comprobó horrorizado que allí hacía tiempo que su sobrino era conocido como Konstantin von Bracht. Los soldados de la fortaleza lo saludaron con ademán respetuoso: al parecer, ya les había vendido a cada uno un amuleto de la suerte que supuestamente procedía de un santo cristiano. Parecían muy satisfechos, aunque lo cierto era que el obispado de Bamberg rara vez se veía envuelto en una guerra, de manera que la posibilidad de morir en el campo de batalla o de la peste durante una campaña militar también era bastante escasa, con o sin amuleto.

En conjunto, la guarnición contemplaba al grupo de viajeros de maese Martinus con un escepticismo bastante mayor que a «Konstantin», el vendedor de amuletos, y a su tío, a quien el joven de inmediato presentó como barbero. Aunque al comandante de la fortaleza le fascinaban los conceptos astrológicos de maese Martinus, a los soldados rasos, el maestro y su séquito les resultaban un tanto inquietantes. De hecho, esa noche, en casa de su hermano, Salomon informó a Gerlin de que se trataba de un grupo sumamente pintoresco.

—En el fondo habría preferido unos compañeros de viaje un poco más… convencionales —dijo el médico con un suspiro—, pero seguro que no hemos de temer nada de maese Martinus y sus… eh… amigos. El viaje está bien planeado y los caballeros que nos acompañarán provienen de familias honorables, así que solo hemos de confiar que no empiecen a considerar inapropiado proteger a ese curioso grupo castaño oscuro. Por otra parte, es evidente que Martinus tiene dinero y puede pagarles, y supongo que eso es lo que cuenta.

—¿Por qué os parece un individuo tan curioso? —quiso saber Gerlin.

Rachel arrojó los cubiertos de la cena sobre la mesa con gran estrépito.

—¡Son juglares y putas, según dicen! —chilló con el rostro crispado—. ¡Basura, chusma cristiana!

Su marido arqueó las cejas.

—¡No asustes a la señora Gerlin, Rachel! —dijo en tono apaciguador—. Lo más importante es que supone la posibilidad de emprender un viaje, y si el hombre viaja como peregrino…

—¡Peregrinos! —se burló Rachel—. ¡Esos son los peores! ¡Primero disfrutan alegremente cometiendo pecados, después se confiesan y su alma vuelve a ser tan pura como la de un niño recién nacido!

En su fuero íntimo, Gerlin consideró que a Rachel una purificación no le hubiera venido mal: seguro que entre los judíos el cotilleo y la calumnia también eran mal vistos. Pero guardó silencio, como casi siempre ante las peroratas de su anfitriona. Maese Martinus y sus seguidores no podían ser peores que Rachel.

Al día siguiente, temprano por la mañana, Salomon y Abram se dirigieron al mercado y al taller del carretero para reunir el equipo necesario para el viaje. Con gran pesar, Salomon se separó de Sirene, su amada mula, pero un barbero nunca montaría en un animal tan noble. En lugar de eso viajaría en carro, pero enganchar una mula al vehículo hubiese sido un disparate y no le hubiera convenido a ese animal tan valioso y delicado. Salomon pretendía cambiarla por un par de toscos mulos, pero Abram se apresuró a cambiar al animal por dos forzudos caballos marrones.

—¡Un cristiano, señor Friderikus, y encima un barbero, no suele viajar con mulos! —le dijo a su tío, y, para espanto de este, también adquirió arreos multicolores provistos de campanitas para los caballos—. Un barbero querrá llamar la atención y la admiración cuando llega a una aldea. Has de acostumbrarte a no mostrar tanto recato, puesto que ya no serás un judío. ¡Como cristiano, la calle es tuya!

Salomon adoptó una expresión desdichada, pero Abram se metió en su nuevo papel y también adquirió prendas coloridas para sí mismo y para su «amo», así como pelotas para hacer juegos malabares. Durante unas horas se dedicó a ensayar, lo cual enfureció a Salomon.

No obstante, el médico insistió en comprar un carro entoldado caro y estable, pero sencillo. Ante la sugerencia de Abram de pintarlo de manera vistosa y quizás añadir un cartel, tal como solían hacer los juglares y los prestidigitadores, el médico reaccionó con expresión tan furibunda que el joven prefirió no insistir. Gerlin se aseguró de que Jakob le adelantara el dinero para el viaje a su hermano y luego escogió utensilios de cocina y cazos, además de equipar el carro con mantas, pieles y alfombrillas.

—¿Es que todos… dormiremos en el carro? —preguntó tímidamente.

—¡Yo me meteré debajo! —declaró Abram.

—No podremos evitarlo —dijo Salomon, bajando la vista—, viajamos como matrimonio. Pero por supuesto que no debéis temer nada…

Gerlin se preguntó por qué sus manos se aferraban al entoldado del carro al hablar, como si algo le pesara, algo que no se atrevía a decir. Pero confiaba en él, desde luego, y ella tampoco albergaba pensamientos impúdicos con respecto a Salomon. Le agradaba, sin duda era un hombre muy apuesto, pero en cuanto al amor, la única imagen que se le aparecía era la de Florís. Además, Salomon no era un caballero, así que, como esposo de la viuda de Dietrich, no entraba en consideración, por no mencionar que había sido quien había pedido su mano en nombre de Dietrich. Incluso eso impedía una relación íntima; daba igual lo que ambos sintieran el uno por el otro.

También Salomon von Kronach parecía comprenderlo y además pretendía tranquilizar a Gerlin. Cuando por fin se pusieron en marcha, Gerlin descubrió que el médico le había comprado una pesada cortina de brocado a su hermano —o había conseguido que se la cediera— para dividir el interior en dos partes, en una de las cuales dormirían Gerlin y Dietmar. Ella le dio las gracias inclinando la cabeza y entonces por fin volvió a ver la sonrisa cálida y cordial que iluminaba el rostro del médico, una sonrisa que había echado de menos durante mucho tiempo. Salomon también había sentido una gran preocupación y en ese momento agradecía a su Dios que por fin pudieran ponerse en camino.

Con aire satisfecho, Abram contempló las provisiones de infusiones y hierbas, esencias y aceites que el médico había cargado en el carro.

—¡Casi parecéis un barbero de verdad, maese Friderikus! —dijo, riendo—. Sin embargo, deberíamos añadir unas cuantas emulsiones milagrosas, porque con esas siempre se hacen los mejores negocios. ¿Qué os parecen tres partes de vino y un par de hierbas amargas mezcladas con agua del sagrado río Jordán?

Salomon no se dignó contestarle.

En el terreno junto a la fortaleza, los coraceros y la comitiva del maestro Martinus se preparaban para el viaje. Una anciana flaca y un hombre más joven pero tan flaco como ella y pálido como un fantasma ocupaban el pescante de su carro entoldado. Una muchacha bajo cuyo velo asomaba un rostro delgado de tez clara montaba en una mula blanca.

—¡Pero si es Sirene! —exclamó Gerlin—. ¿De dónde la habrá sacado?

Salomon se encogió de hombros y miró con pena a su anterior cabalgadura.

—¿De dónde? Del mercado. Al parecer, la pequeña no quiere compartir el carro con maese Martinus, su alumno y su… eh… ¿esposa? Y, según dijo Abram, Martinus tiene dinero.

—¿Quién es la muchacha? —preguntó Gerlin con curiosidad.

—¿Su hija? —contestó el médico, alzando las manos con aire de impotencia o de ignorancia—. ¿Su pupila? O quizá…

Salomon no completó su pensamiento.

Entretanto, Abram se había apeado del carro para saludar a maese Martinus. El astrólogo era un hombre menudo y delicado que llevaba un costoso manto bordado de lunas y estrellas, además de un sombrero de peregrino de ala de ancha que se encasquetó en la cabeza cubierta de una cabellera bastante rala. Tenía la nariz enrojecida, los labios gruesos y los ojos azules, pequeños y vivaces. Al hablar con el comandante de la fortaleza gesticulaba agitadamente.

—Os lo aseguro, señor Ottokar: durante vuestro nacimiento Marte se encontraba en la séptima casa: ¡habéis llegado al mundo para convertiros en guerrero! Puede que vuestro futuro se halle en Tierra Santa o quizás en tierras hispanas: ¡os veo como a un caballero deslumbrante iluminado por el sol! ¡Aquí malgastáis vuestro talento, señor Ottokar! ¡Podéis alcanzar cosas más importantes!

—O perder la cabeza con rapidez —comentó Salomon en tono seco cuando el caballero se marchó rebosante de felicidad. Luego saludó a Martinus con una reverencia.

El astrólogo soltó una risita y contempló el multicolor atuendo de juglar del médico con la misma expresión divertida con la que aquel observaba su manto bordado.

—Quizá tengáis razón —admitió en tono cordial—. Pero su sustituto nació bajo el signo de Libra: un hombre sociable, mientras que Ottokar siempre aspira a algo más. Media guarnición tiembla ante él, así que sería mucho mejor que ambos siguieran su destino: uno a Tierra Santa, el otro, a la cima de esta fortaleza. Cómo se las arreglarán más adelante esos dos… Las estrellas, amigo mío, determinan nuestras características espirituales y mentales, no las horas que dedicamos a los duelos caballerescos.

Salomon sonrió.

—¡Pero vos predecís el futuro!, ¿verdad?

Martinus alzó las manos con ademán horrorizado.

—¡Maese Friderikus! ¡Presentáis mis cálculos como si fueran adivinaciones! ¡Eso vendría a ser como si yo os reprochase que os limitáis a mezclar vino con hierbas amargas y lo vendéis como un producto milagroso! No, creedme: la astrología es una ciencia que hay que tomarse muy en serio. Según la posición de las constelaciones, calculo cuál es el momento indicado para una empresa; hoy, por ejemplo, es un día excelente para emprender un viaje, tanto para mí como para mi querida María —dijo, indicando a la muchacha montada en la mula.

Al parecer, no concedía una gran importancia a la suerte del resto de la comitiva.

—Os negáis a revelarme la fecha de vuestro nacimiento… pero… ¡Oh, he aquí vuestra encantadora esposa! —exclamó, escudriñando el rostro y la figura de Gerlin con mirada vivaz.

La joven se sintió desnuda bajo su mirada. No estaba acostumbrada a mostrarse en público sin velo y con los cabellos solo cubiertos por una toca, si bien las mujeres de los juglares no solían ser muy púdicas. Y, de todos modos, a la larga no podría ocultarse de los demás miembros del grupo.

—Y vuestro pequeño hijo… ¡Debéis permitir que confeccione su horóscopo! —dijo el astrólogo, dirigiéndose de nuevo a Salomon.

Ante semejante perspectiva, Gerlin tragó saliva. Si el hombre tenía tanto talento como afirmaba, tal vez las estrellas le revelarían el origen noble de Dietmar.

Pero Salomon se encogió de hombros.

—Si eso os complace, maese Martinus… Mi hijo nació el día catorce del octavo mes…

Nerviosa, Gerlin estrechó al pequeño contra su pecho.

—Así que bajo el signo de Leo. Eso significa que…

—¿Pero ya tenéis en cuenta la posición del eje de la Tierra? —preguntó Salomon en tono severo—. Ya sabéis, ¿no? Tal como lo describió Hiparco. Si uno se atiene a los cálculos de los años siderales, Dietmar hubiera nacido bajo el signo de Cáncer y…

—¡No, no, debéis considerarlo de un modo diferente! El período sideral…

Al parecer, el astrólogo no se tomó la crítica de manera personal, sino que inició una discusión científica con visible entusiasmo.

—¿No podríais debatir el asunto en otro momento? —dijo la mujer que ocupaba el pescante del carro en un tono tan hostil como el de Rachel—. No paráis de hablar, por amor de Dios, señor Martinus; el sol ya está en el cénit y aún no hemos recorrido ni una milla…

Gerlin tuvo que darle la razón a la mujer. Era hora de partir y los cálculos de Martinus al menos parecían correctos en cuanto que hacía un día estupendo para emprender un viaje. Los rayos del sol eran tibios sin resultar ardientes, los caminos estaban secos, los cascos de los caballos no se deslizaban y se trataba de aprovechar las horas de calma antes de la siguiente lluvia para avanzar con rapidez.

Abram también murmuró su asentimiento… y maese Martinus por fin abandonó el debate.

—¡Confío en que podamos mantener un interesante intercambio de ideas durante el viaje! —le dijo a Salomon—. ¡Ya voy, Martha! —le gritó a la mujer del pescante, y, pese a la escasa longitud de sus piernas, se encaramó con agilidad a la parte trasera del carro, desde donde podría ver constantemente a María montada en la mula.

«¿Será su hija? —pensó Gerlin—. Creo que no».

Con gran habilidad, Abram condujo el carro a través de la puerta de la fortaleza e inmediatamente después a través del bosque en dirección a Bamberg. Con toda seguridad acamparían allí, pero era improbable que el camino los condujera a la residencia del obispo. Dado que la Iglesia contemplaba a los astrólogos con bastante escepticismo, era más que dudoso que el obispo recibiera a Martinus como huésped. Después se dirigirían a Maguncia pasando por Würzburg, y finalmente pasarían por Metz y Reims rumbo a París. Salomon habría preferido pasar por Nancy, Troyes y Orleans, pero el astrólogo insistió en visitar las escuelas catedralicias de París y confió en que también allí se encontraría con amigos colegas de profesión.

Mientras el carro se bamboleaba a través del espeso bosque en dirección a Bamberg —en algún lugar de los alrededores debía de encontrarse el nuevo asentamiento de Loisl, y Gerlin les deseó lo mejor en silencio—, la joven no dejó de meditar sobre sus compañeros de viaje. El astrólogo parecía estar bajo el dominio de la malhumorada Martha. ¿Por qué esta le permitía que lo acompañara la silenciosa María? El joven del pescante, llamado Leopold, apenas abría la boca. Parecía avinagrado y, más que alumno de Martinus, tal como se lo presentaron a Salomon y a Abram, se diría que era su criado. ¿Acaso acabaría por leer el futuro en las estrellas con la misma habilidad que su maestro? Ese pensamiento hizo que Gerlin recordara el ofrecimiento del astrólogo y por fin manifestó a Salomon su reparo respecto a la confección de un horóscopo para Dietmar.

El médico soltó una carcajada.

—Vaya, Gerlin, en cuanto a eso, por una vez he de darle la razón a la Iglesia cristiana: solo son supercherías y abracadabras. Veréis, empieza por lo siguiente: debido a la rotación del eje terrestre, las constelaciones y los signos zodiacales se desplazan en relación al equinoccio primaveral. En teoría, cada uno de los signos zodiacales ocupa treinta grados del zodíaco, pero eso solo ocurre en el sur. Eso significa que durante el nacimiento de Dietmar allí reinaba el signo de Leo, pero en Lauenstein más bien era el de Cáncer, así que incluso los supuestos básicos son erróneos.

Salomon hablaba con entusiasmo y Gerlin escuchó su voz profunda y agradable, que, como siempre, supuso un consuelo, pese a no comprender gran cosa de lo que el médico le explicaba. A Abram parecía sucederle lo mismo y era obvio que se aburría. Gerlin recordó a Dietrich con mucha pena: su joven esposo habría disfrutado de ese discurso. La viuda escuchaba y acariciaba la cabecita de su hijo, pensando que tal vez algún día también él se convertiría en un erudito.

Pero, de momento, el niño prefería que quien lo entretuviera fuese Abram, y cuando el joven le pasó las riendas a su tío y empezó a hacer juegos malabares, soltó un alegre berrido.

—Así pues, comprenderéis —concluyó Salomon— que un horóscopo confeccionado por el maestro Martinus no servirá para delatar vuestro rango y vuestros orígenes. Y tampoco os revelará vuestro destino… —añadió con una bondadosa sonrisa—. Supongo que el futuro aún reside en las manos del Eterno… y en las nuestras.