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La comunidad judía de Kronach estaba formada por unas pocas familias; aunque no vivían en guetos cerrados, todos ocupaban el mismo barrio. En la pequeña ciudad las casas se apiñaban entre tres ríos: el Kronach, el Haslach y el Rodach, que confluían en ese lugar. Una fortaleza, construida por un antepasado del obispo, se alzaba sobre la población, delimitando la frontera septentrional del obispado de Bamberg y controlando el acceso a Turingia y al bosque de Frankenwald, además de ofrecer protección a la pequeña ciudad y un ingreso a sus habitantes. Entre sus muros se afanaban numerosos herreros y fabricantes de arneses, y la ciudad también suponía una buena elección para la venta de los sementales. Los habitantes no guardaban muchos secretos entre ellos, los forasteros eran escasos y contemplados con mucha curiosidad. Resultaría difícil impedir que los judíos de Kronach hicieran preguntas.

Pero Salomon, el médico judío, era muy conocido, casi tanto entre los cristianos como entre sus correligionarios. Su padre se había instalado en la ciudad y dirigido una empresa de comercio con el extranjero de la que se había hecho cargo Jakob, el hermano de Salomon, y tras sus viajes por Oriente el propio Salomon había trabajado un tiempo en Kronach. Debido a todo ello, para el médico, presentarse ante las murallas de la ciudad vestido de caballero y montado en un caballo de batalla suponía una osadía considerable. Si los guardias lo detenían era posible que lo reconocieran.

Teniendo en cuenta esta circunstancia, Salomon forjó un costoso plan para su ingreso en la ciudad, que, entre otras cosas, incluía aguardar hasta el siguiente día de mercado. Gerlin se enfadó, pues habría preferido abandonar el campamento del bosque cuanto antes: pese a estar en primavera, de noche hacía frío, y cuando vio que Dietmar empezaba a moquear y toser sintió una gran preocupación. Aunque Salomon consideró que se trataba de un resfriado sin importancia, Gerlin quería volver a instalar a su hijo en un lugar abrigado y bajo techo.

—¿Por qué no le decís a Rüdiger que también venda vuestro caballo? —preguntó en tono irritado—. ¡Puede proporcionaros una mula y unas prendas de vestir, así entraríais abiertamente en Kronach sin tener que disfrazaros!

—Y al día siguiente —replicó Salomon, negando con la cabeza—, un mensajero de Ornemünde preguntaría por el judío Salomon y los guardias no tendrían inconveniente en informarle de mi paradero. ¡No seáis ingenua, mi señora Gerlin: Roland nos buscará! Si quiere conservar Lauenstein necesita a Dietmar… vivo o muerto. Supongo que de momento preferiría lo primero, porque para asesinarlo dispondrá de trece años de plazo. Así que sería mejor que entrásemos en la ciudad sin ser reconocidos. Ya es bastante malo que me vea obligado a llevar mi propio nombre en el barrio judío.

Gerlin se resignó de mala gana y pasó dos días más en el bosque, aunque entonces al menos disponía de una tienda. Rüdiger había adquirido una para él y Hansi, y postergó su partida hacia la aventura hasta que Gerlin y Salomon se instalaran en la ciudad.

Por último, el médico escogió la primera hora del día del mercado para su propósito. Tan temprano por la mañana los guardias aún estaban medio dormidos y debían encargarse de atender a numerosos campesinos y comerciantes a la vez, todos ellos con prisa para entrar en la ciudad con sus mercancías. Gerlin, con Dietmar entre los brazos, se confundió entre las mujeres mientras Rüdiger acompañaba al furibundo caballero Armin de Caresse, que no le mostraba su rostro a nadie. Los guardias no demostraron el menor interés por ellos y los conjurados volvieron a reunirse en la plaza del mercado con gran alivio.

Mientras Rüdiger se encargaba de vender el último caballo de batalla, Salomon envió a Hansi a casa de su hermano. Poco después apareció Abram, su descarriado sobrino, tronchándose de risa pero con un elegante atuendo para su tío bajo el brazo.

—¡Una experiencia increíble! —dijo, sonriendo—. ¡Mi tío Salomon en una misión secreta! ¡Disfrazado de cruzado! ¿Acaso estuvisteis en Tierra Santa, «señor Armin»? ¿Os habéis batido por nuestro sagrado Jesús? —añadió, simulando hincar la rodilla ante el caballero y riendo a carcajadas.

—¡No tiene ninguna gracia! —espetó Salomon—. ¡Y ni se te ocurra insultar al dios de los cristianos, podría costarte la horca o algo peor! Sería mejor que ideases una historia convincente para la señora Gerlin y su hijo. Hemos de presentarla como judía, pero ella desconoce nuestras costumbres.

Abram frunció el ceño.

—Ya… —murmuró—, lo mejor será presentarla como viuda… Aunque… no podrá interpretar ese papel todo el día. Pero en la sinagoga…, sugiero que lloréis, mi señora Gerlin…

Era difícil idear una historia que se mantuviera en pie ante una sociedad de comerciantes y viajeros. En las ciudades pequeñas la mayoría de los cristianos eran artesanos que casi nunca abandonaban su hogar, pero los judíos viajaban por todas partes, casaban a sus hijas en ciudades alejadas y sobre todo se enteraban de los acontecimientos importantes antes que sus vecinos cristianos. Abram también les informó de un suceso acaecido en Neuss, en Renania, en el que toda una familia judía había sido eliminada, asesinada cruelmente por la chusma, y Gerlin lloró de verdad cuando Abram describió ese horror.

—Vos, mi señora, y vuestro hijo sois los únicos que escaparon con vida. Sois oriundos de otra rama de mi familia y estabais casada con uno de aquellos hombres. Os abristeis paso hasta aquí disfrazada de cristiana. No olvidéis la historia: recordaremos a vuestra familia en la sinagoga y durante los próximos días nadie molestará vuestro duelo. Con un poco de suerte, para entonces ya habréis partido. Solo he de convencer a mis padres para que interpreten sus papeles correspondientes… y eso no resultará sencillo.

De hecho, el hermano de Salomon y sobre todo Rachel, su esposa, no estaban nada conformes con albergar a unos cristianos. Jakob lo toleró en silencio, ya que consideraba que al fin y al cabo se lo debía a su hermano, pero Rachel refunfuñó en voz alta acerca del riesgo al que iban a exponerse por una perfecta desconocida. Estaba prohibido que los judíos y los cristianos compartieran un hogar y por la noche incluso los criados cristianos debían abandonar las casas de los judíos. Y ahora se veían obligados a alojar a una joven que había llegado a Kronach en compañía de un judío. Si las autoridades cristianas llegaban a imaginar que se trataba de un vínculo amoroso, tanto Salomon como todos aquellos que le habían prestado su apoyo podían morir ahorcados.

En cuanto Salomon y Gerlin se instalaron, todo el vecindario judío empezó a cotillear acerca del «casual» encuentro de la joven viuda con el médico en casa de Jakob. Era evidente que no se trataba de un complot, sino en todo caso de un escándalo amoroso, pero incluso eso resultaba muy desagradable para Rachel, no menos que para Gerlin.

—¡Hemos de marcharnos de aquí cuanto antes! —le dijo la joven condesa a Salomon antes de que pasaran tres días—. ¡Rachel ha montado un alboroto insoportable! Siempre me he preguntado por qué no teníais una mujer, maese Salomon, pero tras conocer a vuestra cuñada… ¡no me extraña que evitéis el matrimonio!

Salomon rio, pero desde luego que a él también le incomodaba el carácter cizañero de la esposa de su hermano. Jakob era bastante acaudalado, pero al igual que la mayoría de los judíos prefería no hacer ostentación de ello. Por eso su casa era pequeña, un estrecho edificio de piedra de paredes entramadas, oculto discretamente entre su almacén y la casa de un vecino. El interior era muy bonito —estaba amueblado con más lujo y confort que la mayoría de los aposentos de los castillos de los caballeros—, pero no dejaba de ser reducido. Solo disponía de una habitación para alojar a los huéspedes.

Por supuesto que Salomon cedió la habitación a Gerlin y a Dietmar, mientras que él se instaló en la agencia de su hermano, pero durante el día allí había gente trabajando y, habida cuenta de que el médico no quería ser visto en la ciudad, pasaba la mayor parte del tiempo en la casa de su hermano. La obligada inactividad y el permanente mal humor de Rachel lo enervaban, y el constante buen humor de Abram tenía casi el mismo efecto. El descarriado sobrino de Salomon hacía oídos sordos a los refunfuños de su madre. Se divertía provocando el fastidio de Salomon tomándole el pelo una y otra vez con su pasado como caballero cristiano, sobre todo después de que Rüdiger insistiera en hablarle del «triste arrepentimiento del afligido señor Armin», que, al igual que entonces debía hacer Gerlin en la sinagoga, había sollozado sin parar durante la misa cristiana.

Mientras que Salomon rezongaba, el joven pillo más bien tendía a divertir a Gerlin. Abram bromeaba con ella y birló juguetes para Dietmar de la casa de empeños de un pariente en la que su padre acababa de conseguirle un empleo.

—¿Quién habrá empeñado esta bonita cosita de oro? —se preguntaba, mientras le tendía un diminuto palacio oriental a Dietmar—. Es un palacio morisco o quizá sarraceno, ¿verdad? Mira, Dietmar: en su interior mora el sultán con sus mil mujeres.

—¡Eso vale una fortuna! —protestó Salomon—. ¡Devuélvelo antes de que el niño lo rompa! Y deja de contarle esas historias de las mil mujeres. ¡Incluso a los árabes, su fe solo les permite tener cuatro! ¿Y quién desea tener cuatro mujeres?

Los chillidos de Rachel volvieron a surgir de la planta baja y Gerlin se tapó los oídos.

—¿Cuándo podremos marcharnos de aquí, maese Salomon?

El médico se encogió de hombros, pero luego procuró pronunciar palabras de ánimo.

—Jakob hace todo lo posible por proporcionarnos una oportunidad de emprender viaje. A fin de cuentas, es en su propio interés; prefiero no saber las palabras con las que lo atosiga su mujer por las noches. Además, dentro de un par de días vuestro «duelo» también habrá llegado a su fin y entonces todas las matronas judías de la ciudad querrán conoceros… y lo primero que os preguntarán será por qué os llamáis Gerlin, y no Sara o Lea. Idead un bonito nombre judío para Dietmar: por mucho que lo lamente, deberemos usarlo durante un par de semanas…

Gerlin lo aceptó sin rechistar; ya tenía que conformarse con tantas cosas que le desagradaban que un cambio de nombre no la intimidaba. Sin embargo, al recordar el destino de la familia de Neuss, se preguntó si su hijo realmente correría menos peligro viajando bajo el nombre de «Baruch» o de «David von Kronach» que bajo el de Dietmar von Ornemünde y Lauenstein.

—Pero vuestro hermano comercia con el exterior, ¿verdad? —volvió a insistir—. Creí que no dejaba de enviar mercaderías a Francia, Anjou o Aquitania…

Salomon suspiró.

—Y no os equivocáis, pero el momento no es nada propicio. Ricardo Plantagenet ha desembarcado en Normandía y planea la reconquista de sus posesiones en tierra firme. Claro que Felipe, el rey francés, se moviliza contra él: los señores de los castillos situados en las comarcas en disputa suelen cambiar de vasallaje. Hay mucho desorden en la comarca, Gerlin. Viajar no es seguro. En la medida de lo posible, un comerciante procura hacer sus negocios en otra zona. Podríamos viajar a Génova o a Sicilia dentro de una semana.

Gerlin acabó por desear desplazarse a Génova o a Sicilia cuando, tal como Salomon había vaticinado, las demás mujeres empezaron a visitarla. Todas se mostraron muy amables y compasivas, pero Gerlin siempre se sentía insegura. Apenas osaba pronunciar palabra para no delatarse exclamando palabras como «¡Dios mío!» o «¡Por el amor de Dios!», expresiones que los judíos no empleaban, así que Gerlin se limitaba a mencionar al «Eterno».

Todo ello no habría resultado tan difícil si las conversaciones hubiesen girado en torno a la cocina o la ropa, aunque en esos casos debía tener en cuenta un par de cosas. Lo único que Gerlin sabía sobre la cocina kosher era lo que le había contado Salomon: que los judíos no tomaban carne de cerdo. Pero las mujeres le preguntaron acerca de su destino, el asesinato de su familia, la huida, y no dejaban de mencionar la voluntad del Eterno o pronunciaban oraciones… en cuyo caso el único remedio que le quedaba a la joven condesa era estallar en llanto. Al principio no le resultó demasiado difícil: su auténtica historia también era bastante triste, pero tras echarse a llorar por quinta vez en un solo día no pudo más, y también le pareció improbable que las mujeres dieran crédito a sus permanentes sollozos. Todo era difícil y peligroso, y Gerlin hubiera preferido poner fin al engaño cuanto antes. No obstante, ni siquiera cuando las mujeres se marchaban lograba recuperar la tranquilidad: en cuanto se cerraba la puerta, Rachel empezaba a soltarle alguna de sus peroratas, enumeraba todos los errores cometidos por Gerlin durante la conversación con las mujeres y concluyó que su presencia en la casa los llevaría a todos a la tumba.

Y encima, el sábado, el sabbat, como lo denominaban los judíos, se vería obligada a visitar la sinagoga. Gerlin intentó excusarse aduciendo que su hijo estaba enfermo, pero el único resultado fue que se reanudaran las visitas. Las judías se mostraban muy compasivas.

—Son muy amables y seguro que no me desean ningún mal —se lamentó Gerlin dirigiéndose a Salomon—. Pero ya no aguanto más. Si esto ha de continuar mucho más tiempo e incluso durante el viaje, tendréis que instruirme sobre la vida judía.

De momento, quien se encargó de ello fue Abram: acababa de ser despedido una vez más tras endosar a la casa de préstamos tres extraordinarias reliquias provistas de auténticos certificados confeccionados por el rabino mayor de Jerusalén, un sultán y un obispo cristiano.

—¡En pago por estas maravillas solo me llevé un pequeña suma de dinero de la caja! —le dijo a su furibundo padre y a su tío—. Podría haber revendido esos objetos por el triple. Y lo habría hecho, pero…

Como sucedía muy a menudo, Abram necesitaba dinero con urgencia. Era un aficionado al juego y además todos sospechaban que se dedicaba a perseguir bonitas meretrices cristianas.

Él lo negaba, desde luego, y las prostitutas jamás admitirían que habían mantenido relaciones con un judío. Pero Abram era joven y divertido, y puede que durante un par de horas lograra que las muchachas olvidaran la dureza de sus vidas cuando les hacía arrumacos y bromeaba con ellas; entonces quizá lograban engañar a sus rufianes y ganar algún dinero por cuenta propia, puesto que no corrían peligro de que Abram las delatara. Un judío podía ser ahorcado por acostarse con una cristiana.

Sea como fuere, de momento, Abram disponía de mucho tiempo y le gustaba pasarlo con Gerlin. En realidad, durante esos encuentros, ella no aprendía cómo había de comportarse una viuda judía decente, pero al menos pudo volver a reír cuando Abram imitaba a las matronas de la ciudad e incluso se burlaba del rabino del lugar.

Salomon también intentaba ser un apoyo para ella y levantarle el ánimo. Gerlin siempre lo había apreciado y en esas circunstancias el respeto que sentía por él incluso aumentó. Se sentía admirada por la paciencia que demostraba el médico, que siempre se portaba de forma amable y cortés con Rachel y entretenía a Gerlin relatándole sus viajes y sus aventuras en el extranjero. En estas conversaciones habló a la duquesa viuda de su amistad con el padre de su malogrado esposo, de Lauenstein y de la madre de Dietrich, que por lo visto había sido una mujer muy bella y encantadora.

Gerlin procuró recordarlo todo con precisión; más adelante tendría que contárselo a Dietmar, si es que el muchacho efectivamente acababa criándose lejos de su heredad. Debía conservar el recuerdo de Lauenstein, de su familia y de su tradición para poder transmitírselo.

La joven también se esforzó por aprender nociones de política leyendo diversos pergaminos que Jakob guardaba en su biblioteca, pequeña pero muy valiosa. El tema no le interesaba, pero estaba decidida a criar y educar a Dietmar del mismo modo que la reina Leonor había criado y educado a Ricardo, su hijo predilecto. Quería que Dietmar se convirtiese en un hombre guapo e inteligente, un auténtico luchador por la justicia, un caballero ejemplar.

—En todo caso, es el único que se ha acostumbrado al nombre de Baruch —dijo Abram, sonriendo y haciéndole cosquillas en el mentón al niño.

Su madre le había puesto dicho nombre judío al pequeño, pero le costaba llamarlo así. Como siempre, Gerlin no se sentía segura entre los judíos, motivo por el que rogó a Salomon que le enseñara las principales plegarias en hebreo, aunque se sentía culpable por ello: no pretendía ser tan buena cristiana como había sido Dietrich, pero su fe en Jesús y en la Virgen María era muy firme. Y si ellos se tomaban a mal sus visitas a la sinagoga… Gerlin oraba suplicando su perdón durante noches enteras.

A ello se sumaba que el idioma le resultaba muy difícil. Gerlin no era una erudita, siempre prefirió domar halcones o leer libros sobre la dirección del hogar en vez de pergaminos. Por supuesto, sabía hablar francés, ya que al fin y al cabo había llegado a la corte de Leonor de Aquitania siendo aún una niña. Pero, pese a haber recibido clases de latín, casi no lo dominaba. Y el hebreo no guardaba ningún parecido con las otras lenguas, ni en la escritura ni en la pronunciación… Gerlin solo comprendía una o dos palabras y encima las pronunciaba mal.

—La señora Gerlin jamás podrá pasar por judía —dijo Abram, resumiendo la situación sin piedad cuando volvió a presenciar como Salomon, con afán casi misionero, le explicaba el significado de los caracteres hebreos—. Hasta que logre entonar los cánticos más sencillos sin cometer errores o aprenda a orar pasarán años. ¡Pero si a nosotros nos pasa lo mismo, tío! ¡Yo aprendí hebreo a los seis años, pero todavía no lo domino!

—¡Sí, eres un desastre! —dijo Salomon.

Abram se encogió de hombros.

—¿Por qué no viajáis como cristianos? —preguntó luego—. Tú serías mucho más capaz de fingir que ella. No tardarías en aprender un par de canciones infantiles y, además, tu dominio del latín hablado es mayor que el de la mayoría de los pastores.

—No te burles de los cristianos —volvió a reprenderlo Salomon—. ¡Si pudiera, también viajaría como sarraceno! Pero encontrar una caravana de comerciantes cristianos es aún más difícil, cuando ni siquiera los judíos osan adentrarse en esa región.

Abram hizo una mueca.

—Es verdad, los cristianos no viajan como comerciantes —murmuró. Pero entonces pareció ocurrírsele una idea y su rostro se iluminó—. ¡Los cristianos viajan como peregrinos! ¡Esa es la solución, mi señora Gerlin! ¡Solo que hasta ahora no se nos había ocurrido!