Mientras Salomon y Rüdiger se encargaban de organizar el viaje —o al menos lo intentaban—, Gerlin se despidió de su caballero. No resultaría fácil encontrar un palafrén para la dama; Rüdiger sospechaba que el abad disponía de uno, pero ¿estaría dispuesto a proporcionárselo?
La idea de seguir montando en el caballo de batalla la horrorizaba, aunque sin la armadura no resultaría tan incómodo y doloroso como en los días anteriores. Además, una dama con un niño en brazos montada en un semental llamaría la atención, algo que ni ella ni Salomon querían.
En realidad, Gerlin hubiera preferido quedarse: envidiaba a Florís en su lecho de enfermo… mientras que el aquitano maldecía su debilidad.
—¡Lo único que ansío es seguir acompañándoos! —dijo el caballero, que le había cogido la mano. El hermano enfermero, que los contemplaba a ambos con desconfianza, debió de considerarlo el colmo de la impudicia.
»Si dijerais una sola palabra…
Florís hubiese sido capaz de volver a montar pese a la tortura que ello suponía, pero él mismo hubo de reconocer que eso no habría servido de nada. Ahora que el caballero por fin reposaba en un lecho, las heridas le causaban mucho dolor y la de la pierna estaba infectada. Además, debido a la pérdida de sangre, se mareaba en cuanto se incorporaba. Gerlin hubiera deseado sostenerlo, pero la presencia del monje impedía cualquier contacto íntimo.
—¡Volveremos a vernos! —dijo Gerlin, confiando en hablar con firmeza—. En alguna parte… en Tours…
Florís asintió con la cabeza.
—Os encontraré, mi señora. No importa donde vayáis. Os serviré durante toda la vida… a vos y a vuestro hijo.
—Un día lo armaréis caballero —aseguró ella, luchando por contener las lágrimas.
Sin embargo, daba igual lo que le dijera a Florís: no había ninguna garantía de que lograra llegar a Tours, por no mencionar el hecho de que Dietmar viviera el tiempo necesario para celebrar su espaldarazo. De momento ni siquiera sabía cómo lograrían alcanzar Kronach, que era donde vivían los parientes de Salomon y en cuyo barrio judío confiaba en encontrar cobijo hasta que se presentara la oportunidad de seguir viaje.
Cuando el monje se volvió durante unos instantes, Florís se llevó la mano de Gerlin a los labios y depositó un breve beso en ella.
—No os desaniméis, mi señora. El señor… Armin es… un caballero… sin tacha y os protegerá.
A juzgar por todo lo que Gerlin había oído hasta entonces, los judíos rara vez estaban realmente a salvo, pero sabía que Florís no concedía importancia a su condición. En tanto que caballero, miraba a todas las demás clases por encima del hombro y despreciaba a los judíos, pero no en mayor medida que a los comerciantes o los artesanos. Cuando no debía recurrir a ellos para comprar algo o para empeñarlo —la mayoría de los caballeros errantes eran clientes habituales de los prestamistas—, ni siquiera pensaba en ellos. Maese Salomon suponía una excepción. Nunca se le había pasado por la cabeza que el médico pudiera compartir las preocupaciones y los temores de sus correligionarios… y que la carta de protección del emperador para «sus» judíos valía menos que el pergamino en el que figuraban sus palabras.
Sin embargo, en ese momento lo último que Gerlin deseaba era inquietar a su caballero.
—¡Os aguardaré en Tours! —prometió, aparentando valor—. O en Loches… o como se llame la fortaleza que pertenece al tío abuelo de Dietmar.
Dicho esto se puso de pie y se despidió de Florís con un beso en la frente. ¡Que el monje pensara lo que quisiera!
Gerlin abandonó la habitación con porte arrogante, aferrada a su hijo como si este pudiera servirle de apoyo.
En las caballerizas del convento la aguardaba una decepción. El abad no poseía un palafrén, solo un burrito, y no tenía la menor intención de cedérselo a Gerlin, así que Rüdiger dispuso una manta a guisa de cojín encima de la silla del semental más pequeño. En todo caso, podía elegir entre los tres caballos en los cuales habían llegado, a los que se sumaban el corcel negro de Rüdiger y los de Leon y Armin. Rüdiger se había apoderado de ellos como botín; acompañaría a Salomon y a Gerlin a Kronach y allí pensaba venderlos: una excelente manera de iniciar su vida como caballero errante y un modo de incrementar los fondos destinados al viaje de Gerlin y Dietmar. El joven caballero no llamaría la atención: era bastante frecuente que en un torneo un buen luchador se hiciera con varios animales. Tradicionalmente, tras una justa, el vencedor obtenía el caballo del perdedor.
—Solo nos separan cuarenta millas de Kronach —dijo, tratando de consolar a su hermana, que contemplaba el semental con expresión afligida—. ¡Lo lograrás!
Entretanto, Salomon eligió la mejor cabalgadura para dejársela a Florís. Cuando finalmente abandonaron la abadía y volvieron a dirigirse al bosque, una nueva sorpresa los aguardaba… y esta vez era agradable: Hansi, el pequeño mozo de cuadra, los esperaba oculto entre los matorrales, y, atados a dos árboles, estaban Floremon, el semental de Dietrich, y Sirene, la mula de Salomon. El médico estaba casi fuera de sí de alegría: sentía un gran aprecio por el animal, que lo saludó de inmediato con su «canto» característico.
—¿Qué estás haciendo aquí, y con los animales? —dijo Gerlin, dirigiéndose a Hansi—. ¿Acaso montaste en el gran semental? ¡Roland te acusará de haberlo robado!
—¡Sé montar muy bien! —replicó el jovencito con expresión tozuda—. Incluso en los corceles de los caballeros, puesto que a esos mi padre también… eh… —añadió, ruborizándose.
De pronto Gerlin recordó de dónde procedía el pequeño: Hansi era uno de los hijos de Brandner, el salteador de caminos al que Dietrich hizo ajusticiar. Así que la fidelidad del pequeño resultaba aún más sorprendente.
—¿Qué está ocurriendo en el castillo, Hansi? —preguntó—. ¿Sabes algo? ¿Y por qué has escapado? ¡No era necesario que nos trajeras los caballos!
—La señora Luitgart abrió las puertas al señor Roland —contestó el pequeño—. El señor Conrad quiso enfrentarse a él, pero, desde que vos os marchasteis, la señora Luitgart es el ama, así que en realidad no había motivo. El señor Laurent tampoco quería que lucharan, porque el señor Conrad es su hijo y el malvado Roland lo hubiera hecho pedazos.
No cabía duda de eso. Conrad von Neuenwalde solo tenía quince primaveras y acababa de ser armado caballero: jamás hubiera logrado derrotar a Roland von Ornemünde.
—El señor Laurent piensa presentar una queja ante el emperador o algo así… Bueno, la cuestión es que se marchó. Y Roland resiste en el castillo.
Eran malas noticias, pero no sorprendentes. Gerlin suspiró.
—Pero, ¿qué te importa a ti todo ese asunto, Hansi? Estabas muy contento cuidando de los caballos.
El caballerizo había tratado a Hansi como a un hijo y el pequeño siempre se había mostrado diestro en ese cometido. A la larga, Hansi hubiese ascendido en la jerarquía del castillo y alcanzado uno de los preciados puestos de menestral.
Hansi intentó asentir y negar con la cabeza al mismo tiempo, y sus ojos castaños se llenaron de lágrimas.
—El caballerizo ya no es el mismo —dijo—. Y entonces… el señor Odemar von Steinbach se unió a Roland, ese que atrapó a mi padre…
Gerlin dirigió una elocuente mirada a Salomon. Así que ese era el motivo por el que los Steinbach no se habían presentado para jurar lealtad a Dietmar…
—Cuando pasó todo aquello, Odemar quiso ahorcarnos a todos. En cambio, el señor Dietrich solo mandó ahorcar a mi padre y azotar a los demás. Y mis hermanos y yo… —dijo Hansi, casi sonriendo. Al parecer, los hermanos, o al menos el menor de todos ellos, no consideraron que Dietrich fuese su enemigo, sino más bien su salvador—. ¡El señor Dietrich nos llevó a mi hermano y a mí al castillo, y desde entonces siempre tengo el estómago lleno y un saco de heno para dormir!
Era evidente que eso suponía un gran lujo para los hijos de un salteador de caminos.
—Y Roland pretendía echaros —señaló Gerlin en tono perplejo.
—¡No, el señor Odemar! Supongo que por algún motivo se había fijado en mi hermano Franz y cuando lo vio ayudando en la cocina, lo reconoció…
El hijo mayor de Brandner el Ahorcado, como todos lo llamaban desde entonces, había trabajado de galopillo.
—¡Y luego… —Hansi luchaba por contener el llanto: su mirada solo expresaba un profundo espanto— lo ahorcó! —susurró el niño.
Gerlin se quedó estupefacta.
—¿Dices que… un caballero? ¿Que un caballero arrastró a un galopillo de los fogones y…?
—Él y sus donceles. Estaban borrachos tras la celebración, ya habían bebido mucho vino, mi señora…
Gerlin se pasó la mano por los cabellos y la nuca. Era increíble, imperdonable, no se correspondía con el honor de un caballero.
—Mi señora Gerlin, estamos hablando de esa caterva de ladrones que asoló las aldeas del obispo e incendió nuestras cosechas —comentó Salomon—. Si fueron capaces de masacrar campesinos como diversión también lo son de ahorcar a un niño con cuyo padre mantuvieron una disputa. Brandner causó bastantes daños en Steinbach y los Steinbach estaban enfadados y disconformes con el veredicto de Dietrich. Y a ese retoño de su estirpe que se ha unido a Roland le gusta tomarse la justicia por su mano. ¡Lamento lo de tu hermano, Hansi!
—¡Haremos celebrar una misa por él en Kronach! —le prometió Gerlin.
Salomon le lanzó una mirada penetrante y sacudió la cabeza.
—¡En Kronach, mi señora Gerlin, seréis una judía!
Pero ya fuera como judía o como cristiana… de momento no había manera de que Gerlin se deshiciera del pequeño Hansi. Tendrían que cargar con el niño al menos hasta Kronach, porque enviarlo de vuelta a Lauenstein era completamente imposible. Por otra parte, Hansi no había huido siguiendo su propia iniciativa. Tal como les contó más adelante, se había ocultado en las caballerizas confuso y gimoteando; allí lo descubrió el anterior caballerizo y, sin vacilar ni un instante, le ordenó que se pusiera en marcha. Hansi adjudicaba un gran valor a esa parte de su historia: ¡no había robado el caballo ni la mula!
Mientras que Rüdiger y Salomon consideraban que el pequeño era más bien un incordio, al menos para Gerlin supuso una alegría, puesto que su compañía le aliviaba el viaje. Podía abandonar la silla de montar del semental y cabalgar en Sirene, la pacífica mula de Salomon. Rüdiger se hizo cargo de Floremon y prometió hacer honor al caballo de Dietrich.
El propio Hansi no supuso ninguna traba para que avanzaran con rapidez; cuando hizo alarde de su talento como jinete no había mentido. Su padre nunca dejó de robar caballos de batalla, puesto que Brandner y su pandilla también se habían enfrentado a coraceros, ocasiones en las que Hansi debía de haber montado en sus cabalgaduras. Y para desconcierto de Rüdiger, el muchachito le resultó de gran ayuda cuando ofreció los sementales en el mercado de Kronach. Daba gusto ver a Hansi presentando los caballos a los clientes y regateando como un tratante de caballos nato.
—¡Fue increíble! —les dijo Rüdiger a Salomon y Gerlin, que habían aguardado en el bosque.
El judío disfrazado de caballero y la mujer envuelta en un hábito de monje hubieran llamado mucha atención en Kronach. Gerlin había aguardado el regreso de Rüdiger con gran ansiedad; el improvisado campamento era más que incómodo y los ruidos nocturnos del bosque, que ni siquiera la tienda conseguía amortiguar, impedían que la joven lograra conciliar el sueño. Además, se moría de frío, pese a que ya era primavera.
—¡El pequeño monta mejor que muchos caballeros! Deberíais haber visto cómo las emprendía con esos caballeros de madera bajo cuyo brazo hay que pasar durante el ejercicio. ¡A su edad, yo no era capaz de ello!
—¿Y por eso le regalasteis un caballo? —dijo Salomon en tono agrio. Uno de los sementales aún trotaba junto a Floremon, montado por Hansi—. ¿Acaso no pretendíais conseguir dinero de todos ellos?
—Sí, pero cambié de idea —le dijo Rüdiger, sonriendo—. Puesto que ahora soy un caballero… ¡considero que necesito un doncel!
El pequeño mozo sonreía de oreja a oreja. Rüdiger le había comprado ropa nueva con el dinero obtenido por la venta de los caballos y ya no llevaba una túnica de campesino: con sus prendas vistosas y sus sólidas botas de cuero, Hansi parecía un muchacho de la baja nobleza.
Gerlin le sonrió y Hansi extrajo un hatillo, que le tendió.
—¡He aquí dos vestidos para vos, mi señora! —dijo con aire serio, esforzándose por expresarse correctamente; que un caballero hablara en dialecto no era considerado elegante—. Los he elegido yo, porque…, en fin, porque vuestro hermano hubiera comprado vestidos mucho más bonitos, pero ahora necesitáis unos más sencillos…
Como era listo, el pequeño había escuchado con atención y era obvio que sabía mucho mejor que Rüdiger qué prendas eran las más apropiadas para una señora judía.
También Salomon supo apreciarlo y asintió con la cabeza.
—Así que un doncel… ¿Qué nombre le pondréis? ¿Johann del Patíbulo? Bien, da igual: el nombre no importa. Quizá se convierta en un caballero mejor que Roland. ¿Adónde os dirigiréis ahora con vuestro doncel, Rüdiger? ¿A vuestro hogar en Falkenberg?
El aludido negó con la cabeza.
—No de inmediato. ¡Aún no tengo ganas de convertirme en el administrador del castillo de mi padre! Primero quiero ver mundo; creo que cabalgaré al sur, a Sicilia o a Aquitania —dijo con una sonrisa—. Allí aprenderé a practicar el servicio a la dama.
Salomon puso los ojos en blanco mientras Gerlin se mordía la lengua para no reprenderlo; más que como caballero errante en los caminos de Occidente, hubiera preferido saber que Rüdiger se encontraba sano y salvo en el castillo de su padre. De todos modos, él no acataría sus órdenes, así que no mencionó el asunto y se limitó a quitarse el hábito de monje para ponerse las nuevas prendas antes de presentarse ante los hombres vestida de burguesa.
Hansi le había escogido una camisa de hilo sencilla pero delicada, una túnica de paño azul oscuro y una toca de hilo que Gerlin se echó sobre la cabeza para ocultar su cabello recogido.
Además, el hatillo contenía un abrigo con capucha de paño que proporcionaba protección frente al frío y la lluvia.
—Así vestida parecéis una burguesa, incluso una judía —la elogió Salomon.
—¿Es que en Kronach hay judíos? —preguntó Rüdiger—. Pertenece a Bamberg, ¿verdad?
—Sí —contestó el médico—. Y allí su eminencia el obispo también alberga a un par de «judíos protegidos», lo que significa que la comunidad hebrea le paga una suma escalofriante para que impida que los cristianos asesinen a los judíos. O que al menos lo desapruebe cuando lo hacen, sobre todo porque entonces no recaudaría sus impuestos. Creo que Gerlin podrá albergarse en casa de mi hermano hasta que logremos volver a emprender viaje. Confío en que sea pronto. Pero ahora echemos un vistazo a nuestro peculio, Rüdiger. Ya que me recordáis mi condición de judío, debo mostrarme un tanto avaro.
Salomon sonrió. En general, era considerado un hombre generoso; toda su familia era acaudalada, aunque ahora se vería obligado a pedir dinero prestado a su hermano: estaba convencido de que Roland habría confiscado sus bienes de Lauenstein.
El capital de Gerlin era aún más mísero. La apresurada partida supuso que se marchara del castillo sin un penique, y apenas se había llevado joyas. De hecho, solo poseía el medallón de la señora Aliénor, los brazaletes que Dietrich le había regalado la primera vez que se encontraron y la cruz incrustada de piedras preciosas, obsequio del obispo. Si necesitaba dinero podría desprenderse de la cruz sin lamentarlo, pero el medallón y los brazaletes tenían para ella un gran valor sentimental. Salomon no hizo ningún comentario al respecto y solo calculó el valor de la cruz.
—Espero que en Kronach haya un prestamista…, aunque tal vez sería mejor que la vendiéramos más adelante, cuando volvamos a emprender viaje —dijo Salomon—. Si mi acompañante judía empeñara una cruz, ello suscitaría preguntas.