8

Con gran esfuerzo Florís logró cruzar la puerta de la muralla y Gerlin notó que sus vendajes ya se habían ensangrentado, pero al otro lado no los aguardaban hombres armados, tal como había temido, así que al menos no tuvieron que librar otra batalla. Ello también pareció tranquilizar al pequeño Hansi, que había ayudado a Gerlin a encaramarse por encima de la puerta del jardín.

—Bien, ahora me iré —dijo el muchacho—, ya no me necesitáis. Informaré al señor Conrad dónde os ha de encontrar…

Conrad era el hijo de Laurent.

Gerlin negó con la cabeza.

—¡Será mejor que no lo hagas! Bastará con que sepa que nos hemos marchado. Hay demasiadas maneras de conseguir que un hombre diga lo que sabe…

Hansi asintió con expresión seria.

—¡Lo sé! —dijo, casi riendo—. Los asan como si fueran cerdos o les arrancan las uñas de los pies…

—¡Ya basta! —exigió Gerlin para hacerlo callar—. No es necesario que nos lo expliques. Ve e informa a Conrad. ¡Y muchas gracias, Hansi! Cuando Dietmar se haga mayor te armará caballero.

—No creo —dijo el pequeño con mirada triste antes de irse.

Gerlin y los hombres miraron en torno. La puerta de la muralla estaba rodeada de espesos matorrales que ofrecían aún mayor protección al castillo y solo un sendero conducía a través del bosque. Gerlin y Salomon enfilaron por él, y, cuando el médico quiso sostener a Florís, el caballero rechazó su ayuda.

—Puedo caminar… No me encuentro demasiado mal… —le dijo. Aunque empezaba a sentir dolor, todavía era soportable—. Sería mejor que desenvainarais vuestra espada, maese Salomon, por si nos han tendido una emboscada. Y vos, Gerlin, procurad que el niño esté en silencio…

Dietmar volvía a llorar y cuando, en vez de tranquilizarlo, Gerlin echó a correr a través del sotobosque, el llanto se convirtió en un indignado berreo. El pequeño también debía de tener hambre, era hora de que le dieran de comer.

Gerlin apretó a su hijo contra su pecho y trató de apagar sus gritos con la manta que lo envolvía, pero solo lo logró a medias. Pese a ello, los fugitivos volvieron a tener suerte: los sementales de los caballeros tampoco estaban vigilados; aguardaban en un claro, atados a los árboles. Las armaduras y los escudos reposaban en el suelo junto a ellos.

—¡Esos ni siquiera se tomaron la molestia de esconderlos! —exclamó Florís en tono perplejo, y distribuyó los petos y los yelmos entre sus amigos. Lo más sensato era ponérselos para evitar ser reconocidos en caso de que se toparan con los caballeros de Roland.

Gerlin hizo un gesto de indiferencia y se calzó las pesadas grebas.

—¿Para qué iban a hacerlo? Todo este asunto fue planeado de improviso hace escasos instantes. Luitgart les hubiera entregado al niño y quizá se hubiese unido al grupo, y en menos de una hora esos magníficos caballeros podrían haber partido con su botín.

Salomon desató a uno de los caballos y se dispuso a ayudar a Florís a montar.

—Dejaos de remilgos, caballero: le permitís a vuestro doncel que os ayude a montar, ¿no? ¡No es momento para discutir acerca del orgullo y el rango!

Cuando un caballero le sostenía el estribo a otro, suponía reconocer que era su vasallo. Sin embargo, aceptar semejante servicio de un judío… Gerlin no creía haber oído que algo así hubiera ocurrido nunca, e imaginaba que ello debía de suponer una deshonra para el caballero, pero Florís estaba dispuesto a pasarlo por alto: mantuvo la mirada perdida mientras Salomon le ayudaba a montar en la silla y luego cambió rápidamente de tema.

—Seguro que los caballeros no tenían intención de llevarse a Luitgart con ellos —comentó—. Aquí solo hay tres corceles y ninguno es un palafrén.

—Sí, por desgracia —dijo Salomon, suspirando—, porque hoy sería mejor que fuerais en un caballo de paso más ligero, Florís, pero no queda más remedio. ¿Podréis montar en el tercer caballo, Gerlin?

Gerlin ya había elegido un tronco desde el cual podría encaramarse al enorme caballo de batalla. Con una mano sujetaba las riendas del inquieto animal y con la otra sostenía a Dietmar, que seguía gritando.

—Al menos debería coger al niño… —dijo el médico.

Entretanto, Florís expresó su indignación ante la idea de montar en un palafrén: como caballero, lo hubiera considerado una humillación. Solo las mujeres y los clérigos elegían caballos dóciles y fáciles de dirigir; un noble siempre montaba en un caballo de batalla.

Gerlin notó que todo el asunto empezaba a fastidiarla: el niño que no dejaba de chillar, el caballo inquieto… el valor de Florís, pero también su insensatez.

—¡Me las arreglaré! —le espetó a Salomon—. ¡Marchémonos de aquí de una vez por todas!

Aunque Gerlin era una excelente amazona, el camino a Saalfeld se le hizo largo. La primera parte le resultó casi insoportable, sobre todo debido al yelmo, que le impedía respirar, y a la pesada armadura, que le presionaba los hombros y los miembros. Le parecía inconcebible que los hombres lograran luchar envueltos en sus armaduras, pero, claro, practicaban desde niños, e imaginó que desarrollaban callosidades en todas las partes del cuerpo que entraban en contacto con la armadura. En efecto, cuando Florís hizo trotar y luego galopar a su semental, a ella las piernas se le cubrieron de rozaduras. Lo más insoportable era trotar a lomos del caballo de batalla: los corceles destinados a las damas solían transportarlas a un ritmo suave, mientras que los movimientos de los sementales eran bruscos, por lo que ni siquiera los caballeros solían avanzar al trote, sino que preferían un galope sosegado.

Además, Gerlin apenas lograba controlar su corcel, un animal simpático pero que corría tras los demás a su antojo. Tras recorrer un cuarto de milla, la joven estaba martirizada de dolor, la armadura le rozaba las piernas y los brazos, sobre todo cuando avanzaban al paso, y no sabía cómo soportaría semejante incomodidad durante horas. Lo único bueno de todo aquello fue que al menos lograron pasar junto a Roland y sus hombres sin ser descubiertos. El círculo de los sitiadores aún no estaba cerrado, y, en caso de que alguno los hubiera visto, no les impidió el paso.

Tras dejar atrás la aldea de Lauenstein, Florís por fin se detuvo. Una mirada a su rostro cubierto de sudor bastó para que Gerlin comprendiera que el caballero estaba casi tan rendido como ella. Su brazo herido colgaba a un lado de su cuerpo y también quitó el pie del estribo cuando el caballo avanzó al paso. Por lo visto perdía mucha sangre, porque había rastros en las grebas.

Salomon contempló los rostros de sus compañeros y esbozó una mueca de lástima. Sin embargo, y por más pena que le causaran, no le quedaba más remedio que insistir en que siguieran avanzando.

—Ya descansaremos más adelante, Florís, ahora aún es pronto para eso. Y no podemos seguir cabalgando con tanta lentitud. Seguro que ese canalla de Roland ha acordado un punto de encuentro con sus esbirros y Laurent no logrará detenerlo eternamente. Cuando sus hombres no aparezcan, empezará a sospechar.

Florís asintió apretando los dientes.

—Lo sé —dijo en tono decidido—. ¿Cómo… cómo se encuentra el niño, Gerlin? ¿Está muy mal?

Tras haberse tranquilizado unos momentos, Dietmar volvía a chillar y Gerlin casi soltó una carcajada. No cabía duda de que su hijo estaba indignado por el retraso en su almuerzo, pero, aparte de eso, se encontraba mucho mejor que ella y Florís juntos.

—No os preocupéis, el niño no sufre ninguna herida —dijo, tranquilizando al caballero—. ¡Pero si ahora me reprocháis que soy incapaz de hacerlo callar, la que gritará seré yo! Mejor decidme qué he de hacer para lograr que este caballo galope. ¡Al trote el niño jamás se dormirá!

Finalmente, Salomon se puso a la par del semental y lo cogió de las riendas para que Gerlin pudiera sostener al niño con ambas manos… o para que al menos pudiera aferrarse a la silla con una de ellas. Tras cabalgar durante un par de horas, ya no podía mantenerse erguida, tenía la piel en carne viva. Florís también sufría, aunque tenía un mayor sentido del equilibrio, pero después ni siquiera él pudo mantenerse erguido, así que se inclinó hacia delante y se aferró a las crines del caballo: trotar o galopar ya no era posible.

—¡Descansaremos aquí e intentaremos encontrar un carro! —decidió Salomon por fin, cuando pasaron por una pequeña aldea.

El pequeño poblado ya pertenecía al convento, así que podrían haber dejado los caballos allí y pedir prestado un carro, pero Gerlin se negó. Si Roland reconocía los caballos que les habían quitado a sus caballeros castigaría a los aldeanos.

Florís se deslizó de su montura para acabar desplomándose en brazos de Gerlin, completamente exhausto y con las vendas empapadas en sangre. Los aldeanos contemplaron impotentes al caballero herido y, al ver que Salomon se quitaba la armadura y cuidaba de él, se quedaron atónitos. También observaron a Gerlin con aire de escepticismo, pues nunca habían visto a una mujer llevando una armadura. Pero al menos las campesinas se hicieron cargo del pequeño Dietmar y, con mucha amabilidad, le ofrecieron leche y una nodriza. Dietmar empezó a mordisquear un trozo de pan que le alcanzó una de las mujeres y por fin calló.

Gerlin soltó un suspiro de alivio. Intentó explicar a los campesinos por qué se encontraban allí, pero estos solo reaccionaron con miradas confusas. El amo de esas tierras era el abad de Saalfeld, así que los habitantes de la aldea lo ignoraban todo acerca de Lauenstein, y los conflictos sobre herencias les resultaban ajenos. No obstante, se mostraron hospitalarios incluso con esas extravagantes visitas. Gerlin se moría por beber una copa de vino, al igual que Florís y Salomon, pero los campesinos solo disponían de pan y leche. Sin embargo, los tres devoraron los sencillos alimentos con gran apetito: tenían que recuperar fuerzas.

La joven ansiaba descansar; por su parte, Florís, tendido en un saco de heno de uno de los campesinos, estaba pálido como la muerte y no parecía capaz de volver a ponerse en pie, pero insistió en que debían partir de inmediato.

—Maese Salomon intenta conseguir un carro con caballos… —dijo en tono enfadado—. Eso sería… claro que sería mucho más confortable para vos y para el niño…

Gerlin asintió, sonriendo. El orgullo del caballero no se vería afectado si nadie mencionaba su debilidad. Pero, por desgracia, las esperanzas de Salomon no se cumplieron.

—¡No hay ni un carro en toda esta aldea perdida! —refunfuñó el médico tras reunirse con sus compañeros—. Al menos, no de momento: enviaron sus dos yuntas cargadas con la cosecha a Saalfeld y no regresarán hasta mañana.

—¿Y si pernoctásemos aquí? —preguntó Gerlin en tono esperanzado.

—¡Ya avanzamos con excesiva lentitud, mi señora Gerlin! —adujo el médico—. Apuesto a que mañana por la mañana temprano los esbirros de Roland ya se encontrarán ante el convento, o quizás incluso esta noche. Evidentemente, se imaginará dónde buscaréis cobijo y lo mejor sería que para cuando llegue nosotros ya hayamos partido. Supongo que el abad os acogerá durante un par de noches y de algún modo lograremos salir de allí, puesto que Roland no podrá sitiar un convento, pero si el bellaco nos atrapara antes… y llevando las armaduras de sus hombres…

Gerlin se levantó con un suspiro y empezó a fijar las piezas de la armadura a sus miembros doloridos. Sabía muy bien lo que Salomon estaba pensando: Roland lo mataría de inmediato a él, el judío que se adjudicaba honores de caballero. Y en cuanto a ella, lo más seguro era que primero mataran al pequeño caballero armado y luego comprobaran con espanto que habían apuñalado a una mujer: sin duda, tanto el obispo como el emperador lo considerarían un horroroso accidente, pero además se preguntarían por qué la noble señora Gerlin había cabalgado llevando una armadura de caballero.

Florís demostró un enorme dominio de sí mismo volviendo a montar pese a sus heridas. Solo faltaban un par de millas para alcanzar Saalfeld, podían llegar al convento antes de que oscureciera, pero el trayecto se convirtió en un martirio interminable. En más de una ocasión Gerlin envidió a Dietmar: el pequeño había saciado el hambre y dormía plácidamente entre sus brazos. El paso del caballo de batalla no parecía afectarlo.

—¡Mi pequeño caballero! —susurró la madre al oído de su bebé.

Y entonces, por fin, divisaron el convento de Saalfeld en medio de fértiles campos y prados. Como si hubiesen venteado el establo, los caballos se lanzaron al trote cuando alcanzaron el linde del bosquecillo que acababan de atravesar.

De pronto dos fuertes corceles se interpusieron en su camino; los caballeros que los montaban parecían descansados y seguros.

—¡Tal como sospeché!

Cuando Leon von Gingst se percató de que ninguna de sus víctimas desenvainaba la espada de inmediato y atacaba, bajó la visera de su yelmo con una sonrisa maliciosa.

—Un poco de asilo en el convento…, eso es lo que le ofrecerán a una piadosa aristócrata y a su hijo inocente… Aunque en realidad la mujer sea una zorra que se interpone en el camino del auténtico heredero y su hijo sea un bastardo… Pero ¿cómo habrían de descubrir esta añagaza un piadoso monje o una monja ingenua?

Florís desenvainó la espada y se lanzó sobre Von Gingst al galope. La ira pareció insuflarle renovadas fuerzas y el ataque sorprendió a Leon.

—Vaya, ¿a quién tenemos aquí? —preguntó tras parar el primer golpe. Florís se tambaleó en la silla de montar, pero se defendió con el valor de la desesperación.

Salomon atacó al otro caballero. Él también debía de estar cansado, pero sus golpes eran más violentos y precisos de lo que Gerlin hubiese imaginado. Era un hombre que luchaba por su vida… y a Gerlin se le pasó por la cabeza que nunca volvería a albergar ideas desdeñosas sobre la debilidad de los judíos. Salomon tenía razón: su pueblo también podía luchar si se lo permitían.

No obstante, era indudable que el médico estaba en desventaja. Aunque quizás había recibido lecciones tan completas como todos los caballeros sobre el manejo de la espada, nunca había llevado una armadura. Por suerte se había quitado las piezas más pesadas en la aldea y solo había conservado la cota de malla, pero esta ya implicaba un impedimento. Si el combate se prolongaba, sucumbiría ante su adversario por puro cansancio. Gerlin trató de pensar en cómo ayudarle y de pronto se le ocurrió que ella también llevaba una espada. ¡Y que no había jurado combatir según las reglas!

No sin inquietud, depositó al niño en una horcadura. Sabía que si Dietmar se despertaba y pataleaba caería del árbol, pero ella no podía apearse del caballo y volver a montar antes de lanzarse al ataque. Si quería lograrlo, debía actuar con rapidez, así que cogió las riendas con la izquierda, desenvainó la espada y cabalgó a toda prisa hasta ponerse a la par del adversario de Salomon. El semental siguió trotando y Gerlin se tambaleó en la silla, pero estaba absolutamente decidida. La espada pesaba tanto que podía sostenerla, pero no manejarla con precisión. De todas formas, eso daba igual: la emplearía como los caballeros utilizaban la lanza; solo debía mantener el arma recta y darle al caballero en el momento preciso: ¡cuando alzara el brazo con el escudo para detener uno de los mandobles de Salomon!

Gerlin espoleó al caballo y elevó una oración… y finalmente alcanzó al caballero en el momento correcto: este dejó el flanco al descubierto y el propio impulso del semental hizo que la espada de Gerlin penetrara en su cuerpo por debajo de la axila, donde no contaba con la protección de la armadura. El arma lo perforó sin encontrar resistencia, pero la joven casi cayó del caballo debido al choque. Soltó la espada y se aferró a las riendas y las crines del caballo de batalla mientras con el rabillo del ojo veía que Florís intentaba defenderse. Quiso ayudarlo, pero sabía que debía regresar junto a Dietmar: el niño la necesitaba.

Salomon se acercó a toda prisa a Leon von Gingst y a Florís, que se tambaleaba en la silla de montar. El médico había hecho girar su corcel en cuanto su adversario hubo caído, pero hacía rato que el caballero había hecho retroceder a Florís y en ese instante las fuerzas abandonaban definitivamente al aquitano. La espada se le deslizó de la mano y tuvo que aferrarse a la silla para no caer. Ya desfallecido, inclinó la cabeza hasta dejar la nuca desprotegida y Leon von Gingst se dispuso a asestarle un golpe mortal.

Gerlin soltó un grito, quizás ya demasiado tarde. Leon alzó la espada y a la joven incluso le pareció captar el zumbido del descenso, pero en ese momento oyó el golpe de los cascos de un caballo lanzado al galope. Algo surcó el aire… y la mano de Leon que blandía la espada se detuvo. El caballero soltó el arma, se llevó la mano a la garganta y adoptó una expresión atónita al notar que una lanza le había atravesado el cuello. Aún tuvo tiempo de soltar un graznido antes de caer.

Con aire incrédulo, Florís contempló el cadáver que yacía a sus pies mientras Gerlin soltaba un sollozo. Salomon refrenó su caballo y, con aire de incredulidad, se enfrentó al caballero que se acercaba.

—¡No hace falta que deis las gracias a san Jorge, señor Florís! —dijo Rüdiger von Falkenberg con una sonrisa, saludando con ademán sosegado—. En realidad, la técnica de combate que derribó al caballero pertenece a los sarracenos, que, según me explicó Adalbert, suelen arrojar sus lanzas. Lo pusimos en práctica cuando él entrenaba a los donceles, ¡y yo siempre era el mejor! —añadió el joven caballero no sin cierta jactancia, y arrancó su lanza del cuello del muerto.

Gerlin se quitó el yelmo y dirigió su caballo hacia donde había dejado a su hijo. El pequeño reía: estaba despierto, pero no se había movido.

—Ahora te presentaré a tu tío —dijo ella en tono cariñoso mientras cogía al pequeño—. ¡Es un gran caballero!

Mientras Salomon ayudaba a Florís a apearse del caballo y se ocupaba de sus heridas, Gerlin abrazó a su hermano riendo y llorando a la vez.

—¿De dónde has salido? —preguntó entre sollozos—. ¿Cómo sabías que…?

—Esta mañana Roland nos ordenó a Leon, a Ludewig y a mí que cabalgáramos hacia aquí —respondió Rüdiger, quien se soltó del abrazo de su hermana y se acercó a Florís y a Salomon—. ¿Estáis malherido? —le preguntó a su antiguo maestro armero.

Florís hizo un breve gesto con la mano, aún incapaz de pronunciar palabra. Salomon le dio agua para que bebiera.

—Sobrevivirá —dijo el médico—, gracias a vuestra ayuda, Rüdiger. Pero seguid hablando. ¿Qué os trae por aquí?

Rüdiger tomó asiento junto a los hombres y también Gerlin se sentó en la hierba. La armadura apenas le permitía moverse, pero ahora no tardarían en alcanzar la abadía. Dietmar jugueteaba con la vaina de la espada.

—Lo dicho: esta mañana Roland nos ordenó a mí y a los otros caballeros que nos marcháramos… No dijo hacia dónde, y siempre soy el último en enterarme de lo que se propone; supongo que no se fía de mí por completo. De lo contrario os hubiera hecho saber a tiempo que planeaba un sitio. Lo siento, Florís.

Florís repitió el ademán anterior, bebió un poco más y lentamente iba recuperando el aliento.

—Aguardamos en un claro a alrededor de una milla del castillo… y en un momento determinado los caballeros empezaron a inquietarse. Y entonces me dijeron por qué nos encontrábamos allí: debíamos recibir a mi sobrino y llevárselo a Roland. Los caballeros hablaron del «pupilo de Roland»… supongo que pretendía presentarlo como tal…

—¿Y por qué te enviaron precisamente a ti? —preguntó Gerlin—. ¿No acabas de decir que Roland no confía del todo en ti?

—Pero resulta que Rüdiger es el tío de Dietmar —intervino Salomon—. En ese caso, el asunto del rapto se vuelve más relativo, y así se lo hubieran expuesto al emperador. Le habrían dicho que, según todos los indicios, la madre no estaba bien de la cabeza, así que la abuelastra había entregado el niño a sus amados parientes. Y como uno de ellos es un caballero y el otro un doncel, uno emparentado con el pequeño por parte de madre y el otro por parte del padre, Roland se haría cargo de la tutela. ¡Han tenido en cuenta hasta el último detalle! ¡Nuestro Roland no es ningún tonto!

—La cuestión es que finalmente apareció Luitgart, cubierta de sangre, con el vestido desgarrado y completamente fuera de sí. Dijo que vosotros os marchasteis con el niño y que quería reunirse con Roland. Estaba muy desorientada, supongo que se había golpeado la cabeza.

—¡Debiéramos habérsela cortado! —exclamó Gerlin, airada.

—No cabe duda que eso te habría resultado más conveniente —comentó Rüdiger—, porque en este momento estará abriendo las puertas del castillo a Roland, al menos eso supongo. Leon se lo ordenó. Yo debía acompañarla hasta la puerta de esa iglesia y después informar a Roland. Pero resulta que no lo hice. Tras dejar a la dama ante la iglesia… lo siento, Gerlin, pero no fui capaz de matarla.

Salomon puso los ojos en blanco.

—Últimamente hemos tenido que mencionar demasiado a menudo que tampoco es preciso exagerar con las virtudes caballerescas.

Florís sacudió la cabeza.

—Una mujer indefensa… —murmuró—. Por supuesto que Rüdiger actuó correctamente.

Gerlin soltó un suspiro de alivio: si la galantería de Florís volvía a mostrarse, su caballero no debía de encontrarse demasiado mal.

—Después seguí a Leon y Ludewig —añadió Rüdiger para completar su relato—. Leon supuso que os dirigiríais a la abadía, que es la que está más próxima, y después quizás a Maguncia para presentar vuestras quejas ante el obispo. Y vaya, como habéis visto, llegué en el momento más oportuno —añadió con una sonrisa de satisfacción.

Florís asintió.

—Rüdiger —dijo, hablando con cierto esfuerzo pero en tono muy digno—. Aún no habéis celebrado… vuestro espaldarazo, ¿verdad?

Rüdiger se encogió de hombros.

—¿Cuándo hubiera podido hacerlo? Hace un año y medio que sigo los pasos de Roland.

Florís se incorporó.

—¿Concedéis mucha importancia a una gran celebración? —preguntó con seriedad.

Rüdiger le lanzó una mirada… y comprendió. Su rostro todavía un tanto juvenil se iluminó.

—¡Acabo de disfrutar de mi celebración! —exclamó—. ¡Ese Leon von Gingst era un perro! Nuestro padre le obligó a jurarte fidelidad, Gerlin. ¡Debía protegerte con su vida! ¿Y qué hizo? ¡Nada más que intrigar!

—Al menos os deja su armadura y su caballo de batalla en herencia —dijo Florís—. Gerlin… necesitamos un par de espuelas para la ceremonia…

La joven sonrió: ella también comprendió lo que se proponía el aquitano y desprendió las espuelas de Leon con gesto torpe.

—Ayudadme a ponerme de pie, Salomon, y dadme mi espada. ¡Y tú, doncel, arrodíllate!

Florís de Trillon le pegó un suave golpe en la mejilla a Rüdiger, luego tocó sus hombros con la espada y le ciñó las armas tomadas como botín.

—Lamentablemente no puedo ofreceros espuelas de oro —le dijo—, pero por lo demás… ¡ahora sois un caballero, señor Rüdiger! Actuad en consecuencia, respetad las virtudes caballerescas en mayor medida que vuestro anterior maestro armero… y seguid enviando al infierno a bellacos como ese —añadió, señalando a Leon von Gingst.

»Y ahora, ¿nos acompañaríais a la abadía? No, os lo ruego, maese Salomon: no quiero volver a tumbarme, de lo contrario temo no poder levantarme de nuevo. Ayudadme a montar, por favor.

Una vez en su caballo, Florís se tambaleó en la silla, pero se mantuvo erguido. No obstante, se había quitado el yelmo y el peto; el único que no se desprendió de la armadura completa fue Salomon, y resultaba urgente resolver la cuestión de cómo debía comportarse en la abadía, dada su condición de judío.

—¡Debéis entrar con nosotros, Florís os necesita! —le suplicó Gerlin. Era posible que en la abadía hubiera un hermano boticario, pero ella no confiaba en la medicina del convento.

—Pero si ni siquiera dispongo de las ropas adecuadas —objetó Salomon—. Creedme: nada me agradaría más que dormir sobre un saco de heno limpio en la casa de huéspedes, calentarme junto a un hogar y beber un trago de vino en vez de ocultarme en el bosque. Pero un judío que lleva la armadura de un caballero… ¡Los monjes me delatarían!

—¿Y por qué no seguir siendo un caballero? —sugirió Rüdiger—. Ideaos un nombre bonito… El individuo que antes llevaba vuestra armadura se llamaba Armin de Caresse…

—El abad me conoce —replicó Salomon.

—Pues entonces no os mostréis. No levantéis vuestra visera; después os prestaré una capa larga con capucha que servirá para ocultaros.

—¿Y qué excusa daré para ello? —preguntó el médico.

Una sonrisa pícara atravesó el rostro de Rüdiger.

—¡Que habéis prestado un juramento! —dijo—. Durante el último torneo participasteis en una buhurt y sin querer disteis muerte a un caballero amigo. Ello os ha causado un gran desconsuelo y una profunda vergüenza, y os negáis a mostrar vuestro rostro. De momento vais camino del convento de… Bien, ya se nos ocurrirá uno donde supuestamente vais a pasar siete años ayunando y expiando vuestra culpa.

Gerlin tuvo que reír.

—Bastará con que rece —comentó—. ¡No es necesario que muera de hambre!

—Pues eso es precisamente lo que hará fracasar el plan —dijo Salomon—. Tendría que asistir a misa y desconozco la liturgia.

Rüdiger sacudió la cabeza.

—¡No hace falta que habléis en voz alta! —respondió como sin darle importancia—. Limitaos a llorar. Sentaos en el último banco, en el rincón más alejado… y sollozad. Os tendrán lástima y os dejarán tranquilo. Claro que tendréis que hacer unas donaciones. ¿Lleváis dinero?

Gerlin contempló a su hermano con respeto renovado.

—¡Te has convertido en un adulto! —dijo.

—No os lo toméis a mal, Rüdiger —comentó Salomon, sonriendo—, pero empezáis a pareceros a Abram, mi descarriado sobrino.

Florís logró mantenerse en la silla de montar hasta que alcanzaron la abadía. El portero no les hizo muchas preguntas y Rüdiger se encargó de hablar con el abad. Este explicó al eclesiástico el motivo del extraño aspecto que ofrecía su hermana, pidió asilo para ella y Dietmar, y logró que el abad creyera que madre e hijo se encontraban bajo su tutela. Sorprendida, Gerlin comprendió que ahora podía pedir a su hermano que la representara: tras el espaldarazo ya era mayor de edad y podía hacerse cargo de tutelar a su hermana y a su sobrino.

Para su gran alivio, Salomon comprobó que el monje encargado de cuidar de los enfermos era experto en su trabajo: limpió las heridas de Florís con vino aguado, le aplicó ungüento de caléndula y un vendaje adecuado.

—Pero tendréis que guardar cama durante unas semanas, caballero —dijo en tono amable—. ¡En ningún caso podéis volver a cabalgar mañana!

—¡Ya lo creo que podré! —replicó Florís.

Sin embargo, algo más tarde, cuando los fugitivos se encontraron a solas, también Salomon negó con la cabeza.

—Sed sensato, Florís. Hoy ya casi no podéis moveros y mañana será aún peor. Habéis perdido mucha sangre y estáis rendido. La larga cabalgata, el segundo combate… No sobreviviríais a otro. ¡En vuestro estado, más que una ayuda para Gerlin suponéis una carga!

—¡Jamás seré una carga para mi dama! —declaró Florís, ofendido, mientras intentaba incorporarse en vano. Su estado lo desesperaba, pero poco a poco empezó a aceptar la situación.

—¿Qué pensáis hacer ahora? —quiso saber Rüdiger.

En ese momento podían hablar abiertamente. Todos los monjes se encontraban en la iglesia, pero no obligaron a sus huéspedes a asistir a cada una de sus misas. Rüdiger y Salomon habían asistido a vísperas y, tal como estaba planeado, también lo hizo el «señor Armin», envuelto en su capa y deshecho en lágrimas. El médico resultó ser un actor avezado.

—Lo que más me gustaría sería permanecer aquí unos días —dijo Gerlin, suspirando.

Por fin había podido quitarse la armadura y de momento llevaba un hábito de monje por encima de una camisa de Rüdiger. El joven caballero disponía de unas cuantas prendas: probablemente hacía bastante tiempo que planeaba abandonar a Roland en cuanto las circunstancias le fueran propicias.

—¡Ni hablar! —exclamaron el caballero y el médico al unísono—. Roland os buscará aquí y os encontrará. ¡Debéis partir cuanto antes!

—Pero, ¿hacia dónde? —preguntó Gerlin.

Salomon se restregó la frente.

—He reflexionado al respecto, mi señora —dijo en tono formal—. Roland apuesta por la carta del parentesco; pretenderá que el emperador lo reconozca como el tutor de Dietmar porque lleva el mismo nombre que él, así que no nos queda más remedio que pagarle con la misma moneda. El auténtico pariente de Dietmar debe hacerse cargo del niño y de la herencia. Dirigíos a Linhardt von Ornemünde, mi señora. ¡Llevad a Dietmar a Tours!

—¿Acaso no habíamos llegado a la conclusión de que ese señor tiene sus propias preocupaciones? —objetó Gerlin—. ¿Además de sus problemas con el rey Felipe, que quizá le dispute un feudo, y de Ricardo Corazón de León, cuya única intención es convertir Normandía en un campo de batalla?

Salomon asintió.

—Esa es precisamente la situación en la que Linhardt podría interesarse por Lauenstein —dijo Gerlin—. En caso de que el rey Ricardo no lograra reconquistar sus tierras, y si Linhardt lo hubiese apoyado, entonces quizá se viera obligado a huir en algún momento, y Lauenstein le ofrecería una vía de escape. En cualquier caso, aunque eso no ocurra… ¡el hombre tiene una obligación con respecto al nieto de su hermano! Que, dicho sea de paso, también es su heredero. Si él muriera, la fortaleza de Loches pasaría a Dietrich. Linhardt no está casado.

—¡Entonces eso también supondría una perspectiva propicia para ti! —dijo Rüdiger, dirigiéndose a su hermana—. Si le agradas a Linhardt, a lo mejor puedes volver a contraer matrimonio…

Una mueca casi dolorosa atravesó el rostro de Salomon, pero el médico estaba de acuerdo con el joven caballero.

—Vuestro hijo y sus hermanos podrían criarse en la corte de Linhardt sin enfrentarse a rivalidades, puesto que a cada uno le correspondería una herencia: para Dietmar, Lauenstein, y Loches para…

—¡Resulta conmovedor que ya os estéis preocupando por mis hijos aún no nacidos, los de un caballero al que todavía no conozco! —soltó Gerlin en tono irritado.

Florís no había participado en el debate, únicamente su semblante pálido y demacrado revelaba el dolor que le causaba la idea de que Gerlin pudiera volver a casarse.

—Así que irás a Loches y yo te perderé —musitó en voz tan baja que Gerlin tuvo que leerle los labios. No le respondió, pero su mirada reflejaba la misma pena impotente.

—¿Acompañaréis a vuestra hermana? —preguntó Salomon a Rüdiger.

El médico se dispuso a ponerse de pie; los monjes no tardarían en regresar: era hora de abandonar el lecho de enfermo de Florís.

El joven caballero negó con la cabeza.

—Lo he considerado, maese Salomon, pero con eso no le haría ningún favor. Desde un punto de vista práctico, para Gerlin solo existen dos posibilidades de viajar sin correr peligro. Una es la oficial, rodeada de una escolta de al menos veinte caballeros. Si Roland descubre que quiere llevar a Dietmar al castillo de Linhardt (y lo hará, si ella recorre abiertamente los caminos y se hospeda en los castillos, como es costumbre de la nobleza), un combate será inevitable. En ese caso, yo solo no podré protegerla, y tampoco nosotros dos. Ni siquiera nosotros tres, si vos os hubierais recuperado, Florís. Roland enviará un ejército para detenernos.

—¿Y la segunda posibilidad? —preguntó Gerlin con desánimo.

—Que tú y maese Salomon os unáis a una caravana de mercaderes que comercian con el extranjero —dijo Rüdiger—. ¡Que viajéis de incógnito con los judíos!