7

Los ataques empezaron incluso antes de que se celebrara el último réquiem por Dietrich. Gerlin asistió a docenas de misas y, aunque los monjes de Saalfeld quisieron ocuparse de velar al difunto, ella permaneció junto al féretro de Dietrich hasta que acabó desplomándose, exhausta. Cuando Luitgart entraba en la capilla del castillo y veía a la joven viuda envuelta en su velo y arrodillada ante el altar, siempre la contemplaba con una sonrisa irónica, pese a que las lágrimas de Gerlin eran sinceras.

La joven sentía una profunda pena por la muerte de su esposo. No pensaba en Florís: ahora tampoco podía pertenecerle y no se hacía ilusiones, porque durante los próximos trece años solo pertenecería a Lauenstein y a su hijo.

Soportó con estoicismo los funerales, el sepelio en la capilla del castillo y los pésames de los caballeros. Florís había hecho informar a los vasallos de Dietrich y muchos acudieron para jurar lealtad al pequeño heredero, pero algunos no se presentaron.

—Los seguidores de Roland —dijo Florís en tono amargo—. Esos prefieren que haya un amo poderoso en el castillo.

—O no desean verse envueltos en disputas, aunque también es posible que los hayan comprado y punto —comentó Salomon—. En el primero de los casos confiemos en que no deseen participar en una querella; en el segundo, que Dios nos ayude.

Gerlin no quería pensar en todo eso, pero tuvo que enfrentarse a ello antes de lo esperado. Acababa de salir de la capilla y se disponía a descansar cuando Florís la mandó llamar para que acudiera con urgencia a la gran sala.

Los caballeros la esperaban junto con Salomon, Laurent y Adalbert. Gerlin alzó su velo y todos vieron su rostro cansado y bañado en lágrimas. Florís le lanzó una mirada amorosa, pero para ella la expresión compasiva e impotente de Salomon casi resultó más conmovedora.

—Lamento tener que molestaros en estos momentos —dijo Florís—, pero el mensajero ha llegado hace unos instantes. Confié en no tener que incomodaros con el asunto… dado que, además, el hombre acudió en busca de Laurent y su aldea pertenece a la demarcación de Neuenwalde. Pero no debemos engañarnos: ¡se trata de Lauenstein!

En efecto, la aldea del mensajero había sido atacada e incendiada, al igual que las aldeas del obispado de Bamberg hacía unas semanas. El relato del mensajero era casi idéntico al de los salteadores de caminos, cuya aldea estaba situada algunas millas más allá.

—Apostaría a que también en este caso es Roland quien está detrás del asunto —dijo Florís—. Y temo que esa aldea no será la última.

—¡Pero eso es una vergüenza! —exclamó Gerlin, agitada—. ¡Debemos hacer algo…, denunciar los hechos…, enviar un mensajero al emperador!

—No, mi señora —dijo Salomon sacudiendo la cabeza—. Estáis muy fatigada, de lo contrario no se os habría ocurrido semejante cosa…

Las palabras de Florís fueron menos cautelosas.

—¡Tonterías, Gerlin! Eso solo serviría para seguirle el juego a ese bellaco. Os acusará de calumniarlo, sin dejar de mostrarse comprensivo por vuestra confusión espiritual debido al fallecimiento de vuestro esposo. ¡Y luego dejará claro al emperador y a su enviado que el castillo requiere una mano firme y el pequeño Dietmar, un tutor!

—Sí —admitió Gerlin con un suspiro mientras se restregaba la frente—. Y se instalará aquí, se casará con Luitgart y vivirá feliz hasta que…

Los caballeros sacudieron la cabeza, oscilando entre la ira y la compasión. Solo Salomon se controló, pero parecía morderse los labios.

—No, mi señora Gerlin —dijo Laurent por fin—. A estas alturas, Roland ya no debe sentir el menor interés por Luitgart… a menos que se deje arrastrar por la pasión…

Los caballeros rieron, pero no fueron risas agradables. Antes de proseguir, Laurent les lanzó una mirada severa.

—En caso de que piense en casarse con alguien, mi señora… ¡sería con vos!

Gerlin sentía la cabeza a punto de estallar.

—Mañana deberíamos volver a considerar el asunto —dijo Salomon—. La señora Gerlin necesita descansar y, además, esta noche no podemos hacer nada…

Gerlin se obligó a reflexionar.

—Podemos enviar a varios caballeros para que patrullen en la frontera del bosque —propuso.

—Eso debilitará la defensa del castillo y de su heredero —señaló Florís, lanzando un suspiro—. Pero estoy de acuerdo con vos: al menos hemos de demostrar buena voluntad. ¿Os encargaréis de ello, Laurent? Vuestro castillo supondría un buen punto de apoyo. Coged a cuatro de nuestros caballeros y… vaya, vos también dispondréis de un par más…

Gerlin abandonó a los hombres mientras estos seguían discutiendo los detalles. Estaba harta de hablar y de hacer planes… e incluso de rezar. La joven viuda solo deseaba descansar. En las escaleras que daban a la sala se topó con Luitgart. ¿Acaso la madrastra de Dietrich había escuchado la conversación a hurtadillas? Incluso eso le resultaba indiferente: si Luitgart había descubierto que debía olvidar sus esperanzas con respecto a Roland, tanto mejor. Quiso pasar por su lado con solo un breve saludo, pero Luitgart la detuvo. Su belleza era la de siempre, pero tenía un aspecto dejado: su vestido estaba cubierto de manchas y se había colocado la toca de manera tan descuidada que los desordenados cabellos asomaban por debajo.

—¡Os lo tenéis bien merecido! —chilló—. Todo esto es por haberos empecinado en llevar un nombre importante, aunque para conseguirlo tuvierais que acostaros con un niño enfermizo. A pesar de que un caballero alto y rubio os gustara mucho más… ¡Y ahora debéis mantener el trono caliente para el condenado mocoso! ¡Y no contemplar a ningún apuesto caballero para que no vuelvan a empezar las habladurías acerca de si el niño mimado es un bastardo!

Gerlin percibió el olor a vino en el aliento de Luitgart: la antigua castellana se daba cada vez más a la bebida y seguro que estaba perdiendo el dominio sobre sí misma. Lo mejor habría sido dejarla ahí plantada, pero Gerlin no estaba dispuesta a pasar por alto las ofensas y las palabras calumniosas sobre ella y Dietrich. Se dispuso a replicarle, pero le faltaban las palabras y Gerlin von Ornemünde solo pudo contemplar a su adversaria.

Entonces alzó la mano y la abofeteó.

Al día siguiente, Laurent se despidió para hacerse cargo de la defensa de las aldeas limítrofes, pero cuando cayó la noche llegó un mensajero con informes sobre nuevos estragos causados por otros coraceros. Los campesinos estaban cosechando heno; las casas, desprotegidas. En esa ocasión, los atacantes reunieron a los habitantes en el campo, los asesinaron y destrozaron la cosecha tras incendiar la aldea.

Gerlin recompensó al mensajero y le prometió ayuda para la reconstrucción, pero no podía resucitar a los muertos ni garantizar que algo así no volviera a suceder. La comarca de Lauenstein era demasiado extensa y las aldeas estaban aisladas, a menudo situadas en medio del bosque o alejadas del castillo más próximo. A ello se añadía que los campesinos eran incapaces de defenderse de jinetes bien armados: dos o tres eran suficientes para destruir una aldea.

—Y si realmente se trata de caballeros, pueden desplazarse por el condado con absoluta libertad —dijo Florís en tono amargo—. Nadie los molesta si muestran abiertamente sus blasones y seguro que si se encuentran con una patrulla tienen una excusa preparada para justificar su presencia donde sea. Después cabalgan hasta la siguiente aldea, se quitan los escudos y el penacho de los yelmos, y llevan a cabo su malvada obra.

Gerlin y Salomon asintieron con gesto abrumado. En efecto: no había nada que pudieran hacer; apesadumbrados, también descartaron la idea de ofrecer protección a las mujeres y los niños en las fincas amuralladas y los castillos.

—¿Durante cuánto tiempo pensabais albergarlos allí? —preguntó Salomon en tono desdichado—. ¿Durante años? Porque esto no es una guerra con un inicio y un fin, lo que nos permitiría ofrecer cobijo a los campesinos. En este caso, ni siquiera se trata de una querella declarada…

En efecto: las patrullas no pudieron impedir los ataques. Al percatarse de ello, los atacantes no se limitaron a asolar aldeas, sino que empezaron a atacar las caravanas de mercaderes. Esto último no resultaba tan sencillo, pero supuso una considerable ventaja para Roland, porque al fin y al cabo los campesinos solo podían presentar quejas ante su señor feudal, mientras que con frecuencia los comerciantes ejercían una gran influencia.

El primero en protestar fue el obispo, porque los ciudadanos de Bamberg habían sufrido daños, y seguro que otros príncipes y ciudades no tardarían en imitarlo: Lauenstein pronto se granjeó la fama de tener caminos inseguros. Nadie querría seguir pagando aranceles, y si los ataques a las aldeas proseguían, los campesinos pasarían hambre y tampoco podrían pagar impuestos al castillo.

—¿Cuánto tiempo lograremos resistir? —preguntó Gerlin a su tesorero, aunque en realidad conocía las cifras tan bien como él.

—Un año con toda seguridad, quizá dos —dijo el hombre—, pero para entonces ya no quedará ni un penique de cobre en los tesoros. Y os veríais obligada a hacer grandes ahorros en la administración del castillo. Se acabarían las limosnas para los mendigos y las donaciones a los conventos.

Lo primero solo volvería a afectar a los más pobres entre los pobres y lo segundo haría que la fama de Lauenstein empeorara aún más.

—Así que Roland solo ha de limitarse a seguir con sus planes y tener paciencia —concluyó Gerlin—. ¿Es que no hay nada que podamos hacer?

Salomon von Kronach la miró con tristeza.

—Solo hay una solución, mi señora —dijo en voz baja—, aunque nos disguste a todos: debéis abandonar el castillo, junto con el heredero. Instalad un gobernador poderoso, el más indicado sería Laurent. Es de alta alcurnia, ha luchado en Tierra Santa… nadie puede acusarlo de ser incapaz o débil. Si pide ayuda al emperador, este se tomará en serio su solicitud. En todo caso, el emperador no tiene ningún motivo para cambiar un gobernador de Lauenstein por otro. Roland solo volvería a tener una oportunidad cuando Dietmar se hiciera cargo de su herencia como un caballero muy joven, al igual que su padre…

—¡O si muriera! —lo interrumpió Florís.

Salomon le lanzó una mirada de reproche.

—¿Acaso no jurasteis proteger su vida? No podéis librar una guerra solo con un par de caballeros, pero seréis capaz de interponer vuestra espada entre Roland y el pequeño Dietmar, ¿verdad?

Así que Florís debía acompañarlos. Gerlin se sintió aliviada en el acto.

—Pero entonces volverán a correr rumores… —dijo en voz baja.

Salomon alzó las manos.

—¡No os ocultaréis en una ermita! Al contrario: lo haremos de manera absolutamente oficial. Dietmar debe ser educado en una corte importante y, como aún es muy joven, vos lo acompañaréis.

Gerlin empezó a sentirse mejor.

—Podríamos ir a Falkenberg —dijo, repentinamente animada. Echaba de menos a su padre y a su joven hermano, pero Salomon negó con la cabeza.

—No. Os echarían en cara que intentáis ocultar a vuestro bastardo bajo las faldas de vuestra familia. Falkenberg es demasiado pequeño, demasiado insignificante. ¡Dietmar ha de criarse en una corte destacada, que le ofrezca más protección que la solidez de sus murallas!

No resultaría sencillo encontrar una corte que cumpliera con estos requisitos. En cuanto Gerlin hubo manifestado su acuerdo, Salomon von Kronach y Laurent von Neuenwalde tantearon el terreno. La propia Gerlin envió una carta a la señora Aliénor, pese a ser consciente de que en esos momentos Leonor de Aquitania tenía otros problemas: el rey Ricardo todavía tramaba venganza y su madre participaba con entusiasmo en sus intrigas. Sin embargo, en la corte real inglesa criaban donceles, y seguro que Leonor o la joven reina Berenguela necesitarían una nueva pupila.

Gerlin contaba con una invitación, pero Roland von Ornemünde se le adelantó. La paciencia no era lo suyo; en general, este rasgo no era una virtud caballeresca, y Roland estaba harto de luchar por el feudo de Lauenstein. Por otra parte, no tenía ningún interés en apoderarse de una comarca empobrecida y devastada. Al final quien recibió la carta en la que Roland presentaba una querella fue Florís de Trillon.

—Basa su querella en vuestra enemistad con él —dijo el caballero con un suspiro al tiempo que entregaba el documento a Gerlin.

Había mandado que sirvieran de comer y de beber al mensajero y luego lo dejó marchar con todos los honores: al menos Gerlin no tuvo que encargarse de ello. Por otra parte, Florís tampoco había permanecido inactivo: envió mensajeros a la finca de Salomon y a las aldeas de los alrededores ofreciendo asilo a los campesinos en el castillo. Y no cabía duda de que estos acudirían, puesto que lo primero que atacaría un ejército que tal vez ya estaba en marcha serían sus granjas y establos.

—Según expresa, vos le prohibís la entrada en un castillo que al fin y al cabo pertenece a su familia e impedís un encuentro con su… ¡El muy bellaco osa decir que Dietmar es su pupilo! —exclamó Florís, llevando la mano a la espada.

—¡Pero todo eso no es motivo para presentar una querella! —dijo Adalbert en tono reprobatorio.

Florís se encogió de hombros.

—Siempre podemos presentar una demanda por ello —declaró con expresión resignada.

Gerlin se pasó la mano por la frente.

—¿Qué pasa con el auténtico tío de Dietmar —preguntó con desesperación—, ese Linhardt que luchó en Tierra Santa? Ya debe de haber regresado a su feudo de Tours. ¿No podría intervenir?

—Suponiendo que el asunto le interesara —adujo Florís con desaliento—. Pero hasta que un mensajero lo alcance… A ello se añade la situación en Normandía, y eso es más importante que una guerra. Ricardo Corazón de León intentará recuperar sus posesiones francesas, y Linhardt es su vasallo.

—En resumidas cuentas, tiene otras preocupaciones —comentó Gerlin—. Últimamente no dejo de oír lo mismo. En fin, ¿qué haremos, pues? ¿Huir? Aún disponemos de tres días, ¿no?

Según la costumbre, la lucha se iniciaba tres días después de recibir la carta de querella, pero en ese caso Roland von Ornemünde también hizo caso omiso de la ley y del derecho. Al día siguiente, cuando Gerlin despertó, la informaron de que el caballero acampaba ante el castillo junto con su tropa de coraceros.

—¡Mi señor Florís ordenó izar los puentes levadizos! —informó el mozo que llevaba la noticia a Gerlin. Todos los caballeros del castillo ya se encontraban en las almenas—. En este momento está hablando con los sitiadores… desde las almenas del castillo.

Gerlin se apresuró a ponerse un abrigo y echó a correr. Tenía que lograr que Roland le concediera una prórroga. Si este cerraba el círculo en torno al castillo, estaría prisionera. Gerlin echó un vistazo al hatillo que había preparado a toda prisa la noche anterior. Salomon quería que se marchara con él a Kronach o a Bamberg, a algún lugar donde ella y Dietmar pudieran encontrar cobijo, al menos durante un tiempo. Pero al final descartaron el plan en medio de una violenta discusión entre Salomon y Florís. El aquitano insistía en que Roland se atendría a las reglas de la querella entre caballeros, mientras que Salomon von Kronach consideraba que Von Ornemünde era capaz de cualquier vileza. Al final fue Gerlin quien tomó la decisión; ella tampoco daba crédito a la idea de que un caballero actuara de manera completamente deshonrosa y una huida nocturna no se correspondía con la partida ordenada que aún confiaba en poder hacer. Así que enviaron un mensaje a Laurent: antes de partir, Gerlin quería entregarle el castillo de manera formal.

Sin embargo, finalmente parecía que el médico había estado en lo cierto: una rápida huida hubiese sido la mejor reacción frente a la declaración de guerra de Roland. Gerlin se preguntó cuándo dejarían todos de subestimar a Roland von Ornemünde.

Al menos Salomon había permanecido en el castillo. Gerlin se lo encontró en el patio, donde reinaba una actividad frenética. Los hombres afilaban sus armas, cargaban flechas en los carcajes y calentaban brea para mantener a los atacantes a raya. Sin embargo, al verlos, Gerlin fue dolorosamente consciente del reducido número de caballeros y ballesteros de que disponía: si Roland realmente cerraba el cerco al castillo, ni siquiera dispondrían de suficientes hombres para ocupar todas las almenas.

Ese día el médico llevaba una espada colgada del cinto, pese a que los judíos tenían prohibido portar armas. Oficialmente no necesitaban defenderse, puesto que estaban bajo la manifiesta protección del emperador, pero, al igual que la mayoría de los hijos de quienes comerciaban con el extranjero, tanto Salomon como Jakob von Kronach habían aprendido a manejar la espada. Cuando salían de viaje siempre llevaban un arma, aunque oculta. Allí en Lauenstein, entre los caballeros de Dietrich, puede que Salomon confiara en que no debía temer un castigo por infringir la prohibición de portar armas, o tal vez suponía que ninguno de los defensores tendría tiempo de pensar en ello. Para Gerlin supuso constatar que también Salomon se temía lo peor.

En ese momento la joven viuda contemplaba a Florís, que se hallaba en el adarve de la muralla hablando con Roland.

—Por ahora se limitan a intercambiar insultos groseros —le dijo Salomon cuando Gerlin le preguntó cómo iban las negociaciones—. Ambos se acusan de carecer de honor y discuten interminablemente acerca de si Roland tiene motivos para presentar una querella. ¡Como si eso tuviera importancia! Roland se encuentra aquí y quiere apoderarse de este castillo. Sería mejor dispararle una flecha a ese bellaco y derribarlo del caballo en vez de debatir el asunto por enésima vez. ¡Pero claro, de nuevo, eso no sería caballeresco!

El médico sacudió la cabeza y Gerlin casi soltó una carcajada. La actitud guerrera no le cuadraba en absoluto al sabio judío, pero, por otra parte, ella sabía desde hacía tiempo que maese Salomon no concedía mucha importancia a las virtudes y los valores caballerescos. Todo eso sonaba muy bien en las cortes galantes y en los libros, pero en la vida real solía reinar la ley del más fuerte.

—¿Acaso dispone de un contingente suficiente para sitiarnos? —quiso saber Gerlin, al tiempo que se disponía a subir las escaleras hasta el adarve.

Pero Salomon la retuvo.

—No vayáis, ¡solo empeoraréis las cosas! De momento hemos contado apenas veinte caballeros, un número insuficiente para cerrar el cerco. Y tampoco parece haber acudido en compañía de infantería ni de ballesteros… Todo es un tanto extraño… Quizá…

Gerlin se enderezó. De pronto, le había pasado una idea por la cabeza que le heló la sangre.

—¿Hay hombres apostados en todas las murallas, Salomon? ¿Tal vez no como para poder defenderlas, pero sí para vigilar todo el entorno?

Salomon la miró sin comprender.

—No lo sé…

—¡Maese Salomon! —exclamó Gerlin, agarrándolo del brazo—. Maese Salomon, ¿y si se tratara de una maniobra de distracción? ¿Y si los caballeros de Roland nos atacan por la espalda mientras aquí delante los señores se lanzan insultos?

—¡Pero si no nos pueden atacar desde detrás! El castillo… No, comprendo: ¿os referís a las entradas de las cocinas? ¡El huerto de hierbas! Claro: ¡Roland conoce el castillo!

Al igual que en muchas grandes fortificaciones, en Lauenstein también había pequeños accesos, casi secretos, utilizados por el personal de cocina, por ejemplo, y ante los cuales se reunían los mendigos para recibir limosnas. Por allí también sacaban los desperdicios, lo cual facilitaba las tareas de los criados y las criadas. En caso de guerra los tapiaban, pero, ¿habría pensado Florís en ello el día anterior? Gerlin lo puso en duda.

Salomon von Kronach cogió su espada y echó a correr en dirección a las dependencias de servicio. Gerlin quiso seguirlo, pero después una idea tan espantosa como la anterior la detuvo. ¿Y si se trataba de raptar a Dietmar? Tenía que comprobar que el niño estaba a salvo.

Mientras Gerlin corría escaleras arriba hacia sus aposentos, Florís seguía discutiendo a gritos con Roland. En los pasillos había aspilleras en las que podían apostarse los ballesteros, en caso de que hubiera un número suficiente de estos, y en ese momento le ofrecían una vista al espacio situado delante del castillo.

Roland estaba montado en un semental, armado hasta los dientes; su armadura y su escudo brillaban como si se dirigiera a un torneo en vez de a una batalla. A sus espaldas se agrupaban unos cuantos caballeros de aspecto similar al suyo. No había ballesteros ni soldados de infantería… Gerlin consideró que sus sospechas se confirmaban: lo que veía no era más que una ostentación de blasones, armas y estandartes, un intento de intimidar al enemigo. Era evidente que Roland y sus hombres no contaban con entrar en combate de inmediato.

Jadeando, Gerlin abrió la puerta de sus aposentos y encontró a Agnes, la joven criada, guardando cuidadosamente los pañales limpios y los vestiditos de Dietmar en un arcón. La madre echó un vistazo a la cuna. ¡Estaba vacía!

—¿Dónde está el niño? —dijo, abalanzándose sobre la criada.

Agnes le lanzó una mirada sorprendida, pues rara vez había visto a su ama tan acalorada y fuera de sí.

—La señora Luitgart vino a buscarlo —respondió en tono amable—. Dijo que vos la enviasteis, que habían llegado otros caballeros que le jurarían fidelidad.

Habida cuenta de que era algo que había sucedido con frecuencia durante los últimos tiempos, Agnes no tenía motivos para dudar de las palabras de Luitgart. Claro que Gerlin jamás había permitido a la anterior castellana que se llevara al niño, pero la criada no podía saberlo.

Gerlin se obligó a recuperar la calma.

—¿Cuándo vino, Agnes? ¿Y sabes adónde fue?

No dejaba de imaginar escenas terroríficas: si Luitgart se había vuelto loca, si creía hacerle un favor a su amado Roland… ¡podía arrojar al niño desde las almenas!

Agnes la miró con expresión perpleja.

—Creo que bajó, que se dirigía a la gran sala…

Allí se celebraban los juramentos de fidelidad.

—¿No se encaminó a la torre?

Gerlin hubiese deseado que Agnes le dijera algo para tranquilizarla, pero luego pensó que no servía de nada seguir interrogándola, porque era probable que Agnes no tuviera ni idea de adónde se había dirigido Luitgart con el niño.

Desesperada, se apartó de la muchacha y tomó una decisión. Bajaría al huerto con la esperanza de que Luitgart no hubiese matado al niño en el acto, sino que prefiriera entregárselo a su amado. En la lucha por el feudo, no cabía duda de que Dietmar suponía un triunfo. Gerlin recorrió a toda prisa el pasillo que daba a la cocina, un par de despensas y cobertizos de herramientas. El camino conducía al huerto, donde había una pequeña puerta que daba al exterior, pero, al tropezar con una herramienta en la penumbra, Gerlin oyó voces.

—¿Adónde vais con el niño, mi señora?

Al reconocer la voz de Adalbert, Gerlin se quitó un peso de encima.

—¿Acaso no tenéis otra cosa que hacer, caballero, que ocuparos de asuntos de mujeres? —chilló Luitgart en un tono tan agudo que desmintió sus palabras autoritarias—. ¿No deberíais ocuparos de defender el castillo?

Adalbert no se inmutó.

—Aún no habéis contestado a mi pregunta —dijo en tono sosegado—. ¿Adónde vais con el niño?

De momento, a Luitgart no se le ocurrió ninguna réplica. Gerlin se acercó y los vio en el pasillo que daba al exterior. Luitgart apretaba a Dietmar contra su pecho y parecía dirigirse al jardín, pero Adalbert le impedía el paso.

—¡Dadme a mi hijo! —gritó Gerlin, echando a correr hacia ellos.

La mujer parecía indecisa, pero no tenía escapatoria: Adalbert y Gerlin le cerraban el paso. Ambos la miraban fijamente… ajenos a la presencia de unos hombres que irrumpieron en el jardín.

—Sugiero que me lo deis a mí —resonó una voz autoritaria y burlona.

Adalbert se volvió y desenvainó la espada, pero los tres caballeros del jardín se lanzaron al ataque en el acto. El anciano se defendía con valor y, presa de la ira, Gerlin se abalanzó sobre Luitgart.

—¡Entregadme a mi hijo u os arrancaré los ojos! —gritó, empuñando su diminuto cuchillo, pero Luitgart sostenía a Dietmar ante sí como si fuera un escudo.

Completamente enfurecida, Gerlin le pegó un puntapié a su enemiga y le hizo perder el equilibrio. Luitgart tropezó en el mismo instante en que Adalbert caía. El caballero se había defendido con todas sus fuerzas, pero los otros lo superaban en número.

Gerlin volvió a lanzarse sobre Luitgart y trató de arrancarle al niño. Le arañó el bello rostro, pero la otra no cejó; solo tenía que aguantar unos instantes: los caballeros de Roland no tardarían en ayudarla… Gerlin no tenía la menor oportunidad, pero el miedo y la rabia le proporcionaron la fuerza de un oso. Impidió que Luitgart se levantara y ambas se enzarzaron en una pelea, formando tal confusión que los caballeros no pudieron intervenir.

Y entonces, solo unos instantes después —aunque a Gerlin le parecieron una eternidad—, oyó pasos a sus espaldas. Otro caballero se aproximaba desde el castillo… Pero no, el hombre alto que corría hacia ella con la espada en la mano no llevaba una armadura, sino las oscuras prendas de un erudito, y, con gran alivio, Gerlin reconoció a Salomon. Este no dudó ni un instante, se defendió de los enemigos con fuertes mandobles y derribó al primero. Los otros lucharon con obstinación aún mayor. De pronto, también Florís hizo acto de presencia, seguido de Hansi, el pequeño mozo de cuadra. O bien por su propia cuenta o por orden de Salomon, debía de haber ido a las almenas en busca de Florís.

Florís y Salomon se enfrentaron a los dos caballeros restantes mientras Hansi acudía en ayuda de Gerlin y, prescindiendo de toda técnica caballeresca de lucha, le pegaba un mordisco en el brazo a Luitgart. Esta soltó un alarido y cuando, indignado, Dietmar empezó a chillar, Gerlin logró liberar al pequeño del abrazo de su abuelastra y apartó a la mujer con violencia. Luitgart se golpeó la cabeza contra una saliente del muro y cayó desvanecida.

Jadeando, Gerlin echó un vistazo a los caballeros que luchaban. Salomon parecía poder con su adversario, pero el de Florís echaba mano de toda clase de astucias. Era un hombre de baja estatura que al parecer había aprendido a defenderse de los más altos mediante fintas y contaba con la ventaja de llevar una armadura más liviana. Los atacantes solo llevaban cotas de malla: los petos, las grebas y las manoplas les hubieran dificultado trepar por encima de la puerta del jardín.

En cambio, Florís llevaba la armadura completa: también él conocía las reglas de las paradas militares. Allí, en ese espacio estrecho, supuso su perdición. Cuando la espada del adversario penetró entre el peto y la manopla, Gerlin soltó un grito: era un punto débil, pero se trataba del brazo izquierdo y, pese a la herida, Florís se recuperó con rapidez, aprovechó un pequeño descuido del otro y le clavó la espada en el pecho: la cota de malla no opuso resistencia.

El hombre se desplomó casi al mismo tiempo que el adversario de Salomon. Con un movimiento rápido, el médico le había cercenado la cabeza. Gerlin apenas daba crédito a lo que veía: jamás hubiera imaginado que ese hombre tan bondadoso poseyera semejante fuerza y dureza. Salomon se volvió hacia Florís con aire triunfal y de pronto soltó un grito. Su primer adversario, el caballero caído que había dado muerte a Adalbert, volvía a moverse. Al parecer, el mandoble de Salomon no le había causado una herida grave, debía de haber recuperado el sentido y en ese momento estaba atacando a Florís. La espada dio contra la charnela de la greba, la atravesó y se clavó en el muslo del aquitano. Salomon detuvo el ataque con un experto cintarazo: el caballero no volvería a recuperar la consciencia por segunda vez.

Florís se tambaleó, sangrando profusamente por ambas heridas.

—¡Tendeos! —dijo Salomon, actuando de nuevo como médico.

Gerlin corrió hacia su caballero para sostenerlo y le ayudó a tenderse en el suelo. Salomon le quitó las grebas y las manoplas y examinó las heridas. La del muslo parecía preocuparlo más que la otra, pero luego lanzó un suspiro de alivio.

—Su vida no corre peligro —dijo, tranquilizando a Gerlin y a Florís—. Había temido que… bien, por aquí pasa una vena importante…, pero no está afectada. Con un poco de reposo enseguida os recuperaréis.

—¿Reposo? —preguntó Florís apretando los dientes—. ¡Bromeáis! ¿Tenéis al niño, Gerlin? ¿Se encuentra bien?

Ella asintió y dirigió una mirada furibunda a Luitgart, que aún permanecía tendida en el suelo, inconsciente.

—¿Está muerta? —preguntó el aquitano.

Salomon le tocó el cuello.

—No —se limitó a responder.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Gerlin—. Ya sé que lo primero es acompañar a Florís a su habitación, pero después…

—No hay tiempo para ello. Vendadme las heridas lo mejor que podáis, maese Salomon, pero debo poder cabalgar. Ahora derrotaremos a esos miserables con sus propias armas y aprovecharemos la emboscada para huir con el heredero. Quitadle las ropas a ese caballero, Gerlin, el más menudo. Deberían ser de vuestra medida, aunque Salomon haya despedazado la cota de malla. Y vos, Salomon, coged las cosas del más alto. Estoy convencido de que al otro lado del muro encontraremos sus armaduras y sus caballos, con eso podremos huir. Y Roland ni siquiera nos perseguirá, en caso de que nos divise…

—¡No podéis cabalgar, Florís! —exclamó el médico sin ocultar su preocupación.

Había algo más que inquietaba a Gerlin.

—¿Qué está haciendo Roland en este momento? ¿Todavía se encuentra ante la puerta del castillo?

En realidad ya no había motivo para que permaneciera allí. Era más probable que el caballero empezara a montar el cerco del asedio.

Florís le lanzó una sonrisa rabiosa. Apenas sentía dolor, la excitación de la lucha tenía un efecto mucho mayor que cualquier remedio.

—Roland está discutiendo con Laurent, que acaba de presentarse ante el castillo e insiste en ser nombrado gobernador. Espero que no haya un duelo: el hijo de Laurent se encuentra en las almenas y apoya las palabras de su padre. Es indudable que procurará conservar el control del castillo, aunque nos marchemos.

—¿Un caballero tan joven como él? —preguntó Gerlin en tono dubitativo, recordando que el muchacho había celebrado el espaldarazo junto con Dietrich.

Sin hacer caso de su objeción, Florís trató de incorporarse y volvió a dirigirse al médico.

—¿Qué ocurre, maese Salomon? ¡Ayudadme! ¡Si vos no me vendáis esas heridas, tendrá que hacerlo Gerlin! No quiero dejar un rastro de sangre que esos bellacos puedan descubrir. ¡Hemos de huir, no existe otra posibilidad!

—Podrías quedarte aquí… —musitó Gerlin.

Florís negó con la cabeza.

—Roland no tardará en enviarme a sus amigos si me encuentra aquí, herido.

—¿Ah, sí? —replicó el médico con una sonrisa torcida—. ¿Acaso creéis que el noble señor Von Ornemünde pasaría por alto toda actitud caballeresca y todas las reglas?

Por lo visto, la lucha había sacado a Salomon de sus casillas y no pudo evitar echarle en cara al caballero su error de cálculo con respecto al discurso de Roland.

—¡No me vengáis con que pretendíais acordar las virtudes de la medida, la humildad y la justicia con Roland! —exclamó el judío en tono malhumorado mientras empezaba a examinar las heridas de Florís—. ¡Si os hubierais dado cuenta antes, caballero, ahora no estaríais aquí tendido y hubiéramos sacado a Gerlin y a Dietmar del castillo ayer por la noche!

La joven viuda se sentía culpable y en realidad debería habérselo confesado a Salomon en ese momento, pero estaba demasiado fatigada y sabía que la inminente huida exigiría un gran esfuerzo.

—No os peleéis —se limitó a decir en tono exhausto mientras arrancaba tiras de sus enaguas para vendar las heridas. De todos modos, nada de lo que llevaba le haría falta cuando se pusiera las ropas del caballero muerto.

Estremeciéndose, le quitó la cota de malla al cadáver. Al ver que la camisa de hilo que llevaba por debajo estaba empapada en sangre, Gerlin se negó a ponérsela e improvisó unas prendas interiores con su camisa y su túnica, que por suerte era una sencilla prenda de hilo, ya que no había querido llevar suntuosos vestidos de seda tan pronto tras la muerte de Dietrich. Acto seguido se puso la cota de malla con rapidez. Mientras Salomon vendaba las heridas de Florís, ella desvistió al otro cadáver y preparó su armadura para el médico, ayudada por el pequeño Hansi. El muchacho no tenía miedo de los muertos, al contrario: casi parecía un experto en despojar cuerpos inermes de sus armaduras.

Cuando dio por finalizada su tarea, el médico suspiró. Florís, más que satisfecho con los vendajes, procuró ponerse en pie, pero el médico frenó su euforia en el acto.

—Con esos vendajes podréis caminar y cabalgar un poco —dijo de mala gana—. Pero las heridas seguirán sangrando y no cicatrizarán si no os cuidáis. ¡Estáis arriesgando la vida, Florís! Si seguís perdiendo sangre os debilitaréis, y sin el tratamiento adecuado las heridas también pueden infectarse.

Gerlin tendió la cota de malla al médico.

—Ponéosla, maese Salomon, de todos modos no merece la pena seguir hablando. Las heridas de Florís recibirán el tratamiento adecuado. Si logramos salir de aquí cabalgaremos hasta el convento de Saalfeld, allí nos acogerán y cuidarán de nosotros…

El judío renunció a comentar que resultaba bastante improbable que él recibiera una buena acogida en el convento. Pero, por otra parte, confiaba en la sensatez y el interés propio del abad, un hombre eminentemente práctico. No cabía duda de que Saalfeld concedería asilo a Gerlin y a Dietmar, pero no por mucho tiempo. Ningún convento estaba dispuesto a interponerse en una disputa entre aristócratas, y la única oportunidad de deshacerse de Gerlin y de Dietmar von Ornemünde con prontitud consistía en dejarlos marchar en compañía del médico, aunque este fuera un judío.