A Florís no le llamó la atención volver a encontrarse con Leon von Gingst de camino a las habitaciones de Dietrich. El caballero apenas lo saludó y se limitó a lanzarle una sonrisa de suficiencia. En otro momento, posiblemente esa actitud hubiese irritado a Florís, pero en esos días sus desvelos eran otros. Unos desvelos que aumentaron en el acto cuando la joven criada a la que maese Salomon le ordenó velar a Dietrich en su lecho de enfermo salió apresuradamente de los aposentos del joven conde.
—¡Mi señor! ¡Gracias a Dios que os encuentro! ¿Podríais ir en busca del médico? Tras la visita del caballero, mi señor Dietrich está muy inquieto, no deja de jadear y de gemir.
Y, dicho esto, la pequeña criada volvió apresuradamente junto al lecho del enfermo. Florís recordó haberla visto en compañía de una de las comadronas de las aldeas, quizás era la hija de una curandera, de ahí su capacidad para atender al enfermo. Desde el lecho de Dietrich se oían toses y quejidos, y Florís salió apresuradamente en busca de Salomon. El médico debía de encontrarse en la cocina, puesto que solo abandonaba el lecho de su señor para comer algo o descansar unas horas en la habitación anexa. Mientras el caballero descendía las escaleras que conducían a las dependencias de servicio, reflexionó sobre las últimas palabras de la criada. ¿Quién habría sido aquel caballero? ¿Acaso Leon? ¿Es que acababa de hacerle una visita? ¿Y qué le había contado al muchacho, por amor de Dios?
Florís halló a maese Salomon bebiendo sopa de un cuenco, acompañada de un trozo de pan. Poco después ambos se encontraban junto al lecho del joven conde, que entretanto se había tranquilizado un poco.
—Le administré la infusión que lo adormila —dijo la criada en tono temeroso.
El médico asintió, apoyó la oreja en el pecho de Dietrich y Florís percibió su agitada respiración; luego Salomon volvió a cubrir al enfermo con la manta.
—Lo has hecho muy bien, Agnes —dijo en tono suave mientras rebuscaba en su bolsillo, del que extrajo otra tintura—. Si vuelve a tener dolores dale esto. Le ayudará a dormir.
—¡Mi madre dice que ha de dormir hasta curarse! —dijo la pequeña.
Salomon asintió con gesto cansado y acto seguido arrastró a Florís a la habitación contigua.
—Lo siento, Florís, pero el fin se aproxima: sus pulmones se llenan de agua y no creo que se recupere.
—Pero… —dijo el aquitano, dirigiendo una mirada impotente al crucifijo colgado de la pared.
Salomon hizo un gesto negativo.
—Por supuesto que Dios aún puede obrar un milagro, Florís, pero creo que Dietrich desearía recibir la extremaunción.
Aun cuando él no compartiera esa fe, el médico judío tenía la obligación de señalar el momento de recibir los santos óleos, así como encargarse de que bautizaran a los recién nacidos amenazados de muerte.
Florís hizo un gesto afirmativo.
—Ya la recibió ayer, estaba completamente consciente y muy serio. Si ahora vuelve a recuperar la conciencia… a lo mejor quiere decirnos algo importante. Por ejemplo: a mí me gustaría saber… —dijo, y pasó a informar a Salomon del encuentro que él y Gerlin habían tenido con Leon von Gingst.
Salomon frunció el ceño y se humedeció los labios.
—Tal vez convendría que disimularais vuestra intimidad con Gerlin —dijo en tono sosegado.
—¿Qué queréis decir? —le espetó el caballero—. Entre yo y la señora Gerlin no hay nada que…
Salomon sacudió la cabeza.
—Tranquilizaos, caballero, no os estoy acusando de falta de lealtad, pero no lográis ocultar el brillo de vuestra mirada cuando la contempláis.
—¿Habláis en serio? ¿Creéis que otros también lo han notado? ¿Acaso… él… lo sabe? —dijo, señalando el lecho.
Salomon volvió a negar con la cabeza.
—Calmaos, seguro que no lo sabe. Los demás… vaya, tendría que tratarse de un observador muy agudo que… que quizá sintiera un gran apego por la señora —dijo el judío, ruborizándose ligeramente—. En todo caso, habéis de ser muy precavido —añadió, y volvió a acercarse a su paciente.
—¿He de despertar… a Gerlin? —preguntó Florís con voz ronca—. Quiero decir, si está agonizando…
—No morirá esta noche; ahora duerme y el remedio que le administré es muy potente. Confío en que le permita descansar y que mañana haya recuperado fuerzas suficientes para hablar con ella. Él… la ama profundamente —dijo Salomon, emocionado.
Florís lo miró a la cara.
—¡Y la señora… lo ama de todo corazón! —declaró con firmeza—. Si alguien afirmase lo contrario, entonces…
Salomon le sonrió bondadosamente, como si se dirigiera a un niño.
—¿Lo retaríais en duelo como Arturo retó a Lanzarote? ¿O quizá fue a la inversa? Y después, ¿acaso ambos no compartieron a la dama? No soy un experto en las historias del Santo Grial, pero tened presente que en este caso se trata de la realidad, Florís. ¡En Lauenstein, Venus no tiene ningún poder!
Gerlin acababa de vestirse y de tomar unas cucharadas de gachas cuando Agnes, la pequeña criada, llamó a su puerta. Después de las horas de sueño se sentía recuperada, pero también culpable. Pese a que había conseguido que Florís le prometiera despertarla para maitines, al parecer el caballero se había olvidado. En ese momento Agnes hizo una reverencia con expresión preocupada y echó un vistazo al precioso espejo de Gerlin, que se había puesto un vestido sencillo pero bonito y se había recogido el cabello: quería que Dietrich disfrutara de su belleza.
—Maese Salomon os ruega que acudáis junto a vuestro esposo —dijo la criada—. Os ruega que os deis prisa… el fin es inminente.
Gerlin se puso en pie al instante, bajó a toda prisa al patio del castillo y luego remontó las escaleras que daban a la balaustrada y a los otros aposentos.
Luitgart salió a su encuentro en el pasillo.
—Mi señora… he oído que…
Gerlin prescindió de cualquier cortesía y apartó a Luitgart con un gesto.
—¡Ahora no, Luitgart! —exclamó, y echó a correr.
Poco antes de alcanzar los aposentos se topó con Florís.
—¿Lo sabes…? —preguntó ella con voz ronca.
El caballero asintió.
—Dietrich nos ha hecho llamar a ambos —dijo—. Está despierto y quiere hablar con nosotros. Ahora debemos ser fuertes, Gerlin…
Cuando atravesó el umbral, la joven cogió la mano de Florís y maese Salomon les abrió la puerta que daba a la habitación.
—Está muy grave —musitó—. No lo canséis…
Para desconcierto de la joven condesa, Dietrich estaba sentado en la cama, apoyado en las almohadas, una posición en la que le resultaba más fácil respirar. Salomon siempre había insistido en que permaneciera tendido, pero ahora la situación era crítica: el joven caballero respiraba con mucha dificultad y cada inspiración le causaba dolor. Gerlin quiso correr hacia él y abrazarlo, pero el conde la rechazó.
—No… aguarda… tú… ¡Primero debéis contestar a mi pregunta!
Florís se arrodilló junto al lecho.
—¡Preguntad lo que queráis, mi señor! —dijo con suavidad.
La afiebrada mirada de Dietrich osciló entre Florís y Gerlin.
—¿Es verdad que vos… que tú, Gerlin… amas a este caballero? Que quizá le has permitido que…
—¿Quién ha dicho eso? —exclamó Florís echando mano a la espada. No la llevaba colgada del cinto, pero el gesto fue tan rápido y natural que su sinceridad resultó evidente.
—Leon von Gingst… ha visto algo… ha… ¿Es verdad, Florís, que habéis besado a mi dama? —preguntó Dietrich, incorporándose, solo para volver a derrumbarse contra las almohadas presa de un ataque de tos.
Gerlin cogió un pañuelo guardado en su escote y le secó el sudor de la frente y en ese instante recordó un gesto similar acaecido durante su primer encuentro. En aquel entonces le entregó el pañuelo como prenda de amor. También Dietrich parecía recordarlo y su mirada severa dio paso a una suave sonrisa.
—¿Otra divisa más? —susurró.
Gerlin trató de devolverle la sonrisa, pero en realidad tenía ganas de llorar… o de asfixiar a Leon von Gingst con el pañuelo. ¿Cómo se le había ocurrido inquietar al moribundo con sus insensatos reproches?
—¡Sí! —contestó ella—. Una señal de mi amor y mi generosidad: ya que estáis enfermo, os perdono que hayáis dudado de mí. Pero en cuanto os encontréis mejor, no descarto aplicaros un buen correctivo…
Dietrich hizo un gesto negativo; se negaba a entrar en el juego. Ya no había tiempo para jugar.
—¡Dejadlo ya! —dijo, y volvió a toser—. ¡Os he hecho una pregunta, Florís!
El caballero se llevó una mano al corazón.
—Desde luego que he besado a vuestra dama, mi señor. En vuestra presencia… incluso un par de veces, también…
No sabía cómo explicárselo y se interrumpió.
—Pero salvo en esa ocasión jamás la he tocado, ¡os lo juro por mi honor de caballero! ¡Nunca nos hemos acercado el uno al otro de un modo inconveniente, nunca jamás se nos ocurrió traicionaros! Decidme por qué he de jurar y lo haré con gusto. Y justaré a ese Leon von Gingst hasta el infierno, haré…
—Dejadlo ya —repitió Dietrich—. Os creo. Pero quisiera volver a oírlo. De vuestros labios y de los de Gerlin. ¿Existe alguna duda acerca de la paternidad de mi hijo?
—¿Qué? —gritó Gerlin—. ¿Qué te ha dicho ese canalla? ¿Acaso hubo alguna noche en la que no compartiera tu lecho antes de que engendráramos a Dietmar?
—¡Hay otros lugares donde entregarse a los juegos galantes! —intervino Salomon, quien había aguardado ante la puerta hasta que el grito de Gerlin lo convenció de que su presencia era necesaria—. No me malinterpretéis, Dietrich, mi amigo y señor. ¡Y vos no desenvainéis vuestra espada, Florís! Por supuesto que no cabe ninguna duda sobre vuestro honor y el de Gerlin, pero este es un asunto muy grave. Si Roland cuestiona el parentesco…
—¡… correrá la misma suerte que Von Gingst! —tronó Florís.
Dietrich tosió y cayó contra las almohadas, temblando.
—¿Entonces qué sugerís… Salomon? —preguntó débilmente, haciendo caso omiso del arrebato del aquitano.
—Tranquilízate, Dietrich —dijo Gerlin, abrazándolo—. Necesitas descansar…
—Pronto descansaré para siempre… —susurró el conde—. Salomon…
—Deberíais reconocer al niño. Una vez más y de un modo formal. Deberíais dejar por escrito que habéis investigado a fondo todas las acusaciones contra vuestra dama y el caballero Florís y que las dais por falsas.
Dietrich lo mandó callar con gesto débil, y también a Gerlin y Florís, que se disponían a manifestar su indignación.
—Preparad ese documento, Salomon —murmuró—. Y llamad a Adalbert y a… Leon. Quiero que ellos sean los testigos.
Adalbert no tardó en acudir, pero Leon no apareció.
—Esa rata humana sabe muy bien lo que le espera —gruñó Florís.
—Pero no ha contado con la magnanimidad de mi señor Dietrich —dijo Adalbert en tono sereno.
Poco antes de los acontecimientos, Salomon lo había puesto al corriente.
—Como signatario del documento, vos no podríais haberlo retado a duelo. Iré en busca de Laurent, que acaba de llegar para visitar al enfermo. ¡Es un hombre que está más allá de toda duda y podrá firmar conmigo! —dijo Adalbert.
Salomon se apresuró a preparar el documento; mientras tanto, Dietrich descansaba en brazos de Gerlin. El conde no le hizo más preguntas: confiaba en ella y nunca tuvo motivos para no hacerlo. Gerlin le acariciaba el pelo y le secaba el sudor del rostro, le besaba los labios y le daba agua para aliviar su sed. Por fin le alcanzó la pluma para que él también pudiera firmar ceremoniosamente reconociendo a su hijo.
—¡Florís! —dijo entonces el enfermo con un hilo de voz—. Os aseguro que gozáis de mi afecto y mi respeto, y os confío el cuidado de mi dama y de mi hijo. ¿Los protegeréis hasta la muerte?
Florís de Trillon prestó el juramento más ferviente de su vida.
—¡Mientras viva, mi señor! ¡Dadlo por seguro!
Dietrich sonrió.
—¿Y vos, maese Salomon? —susurró.
Conmovido, el médico se arrodilló junto al caballero.
—Yo también, mi señor. Haré todo lo que esté en mi mano por ellos. Hasta… hasta el fin de mis días.
El joven conde volvió a sonreír y después cerró los ojos unos instantes.
—Ahora dejadnos a solas a mí y a mi dama… —dijo con voz débil—. Quiero que me hables del rey Ricardo, amada mía. De la corte de la señora Aliénor… De las hazañas de los grandes caballeros, de sus triunfos… y de sus amores…
Una hora más tarde, Dietrich von Ornemünde y Lauenstein murió en brazos de Gerlin. Incluso antes de que pronunciaran la primera misa de réquiem por él, Laurent von Neuenwalde reunió a los caballeros del castillo de Lauenstein y les tomó juramento de fidelidad por Dietmar von Ornemünde y por su madre Gerlin como regenta de su hijo menor de edad.
Gerlin y sus consejeros decidieron no permitir que Roland von Ornemünde participara en los funerales.
—Podréis argumentar que durante su última visita, ese caballero acusó a Dietrich de ser un caballero bandido —sugirió maese Salomon—. Claro que se dará cuenta de que se trata de un pretexto, pero, en todo caso, os recomiendo que no permitáis que ese individuo vuelva a pisar vuestro castillo.
Leon von Gingst seguía sin aparecer. Más adelante, los caballeros descubrieron que había emprendido camino a Bamberg.