La iglesia solía acusar a quienes llevaban las cortes galantes de no ser muy creyentes. Eso no era verdad, desde luego: incluso las damas galantes más célebres, como Leonor de Aquitania, eran fieles cristianas y donaban fortunas a los conventos tras cuyos muros acostumbraban a pasar sus últimos días. A veces eran desterradas allí por sus esposos: otro motivo para mantener relaciones amistosas con las abadesas de los alrededores. Las damas acudían a misa, por supuesto, ningún aposento carecía de reclinatorio para realizar las oraciones y se celebraban interminables misas de réquiem para las nobles fallecidas, veladas durante noches enteras por las monjas.
Sin embargo, la Iglesia no tenía un papel principal en la vida de las cortes galantes, porque todos estaban demasiado ocupados en organizar los numerosos entretenimientos, juegos y concursos de danza y canto. También recurrían juguetonamente a Venus y al pequeño dios Cupido… El bordado de paños de altar quedaba reservado para los meses de invierno.
Por este motivo, tanto Gerlin como Florís, el sensual aquitano, contemplaban de bastante mala gana el amplio programa de festejos organizados por el obispo para celebrar la Pascua.
—¿De verdad habéis de participar en todos? —preguntó Florís, mientras Dietrich se ponía el sencillo atuendo de un monaguillo—. Procesiones, vigilias nocturnas… ¡Estaréis ocupado día y noche, y encima pretende que ayunéis! Eso no os conviene, mi señor; ¿no ve que ya estáis en los huesos tras el esfuerzo del viaje?
Gerlin solo podía manifestar su acuerdo. Y la alimentación durante los banquetes del obispo celebrados todas las noches no suponía una ayuda, porque era época de ayuno y la comida era más frugal que de costumbre. Dietrich no dejaba de estremecerse de frío y prestaba excesiva atención a la conversación de los demás huéspedes como para disfrutar de los parcos platos. El muchacho procuraba comprender cuanto podía los chanchullos y las intrigas políticas en torno a la concesión de feudos, obispados, parlamentos y coronaciones de reyes. Con gran excitación le relató a Gerlin los planes de venganza del rey Ricardo frente al rey francés. En efecto, Ricardo Corazón de León preparaba un ataque a Normandía. Gerlin sentía un interés menor por dicho asunto; estaba más pendiente de encontrar el modo de liberar a su joven esposo de las garras del obispo. Según su opinión, el profundamente creyente Dietrich estaba demasiado dispuesto a dejarse involucrar en las festividades de la Pascua.
—Si al menos pudieras renunciar a ese lavado de pies… —lo instó—. No comprendo por qué has de hacerlo, porque en realidad esa tarea le corresponde al sacerdote que celebra la misa… en nuestro caso el obispo.
La costumbre del lavado de pies evocaba el acto de Jesús durante la Última Cena, con el fin de que los sacerdotes y los dignatarios aprendieran a ser humildes y recordarles que sus cargos suponían un servicio. Para ello, el obispo de Bamberg convocaba a mendigos callejeros y Gerlin sospechó que lavarles los pies no era precisamente de su agrado.
—¡Ese prefiere encargar la tarea de lavarles los pies a los apestados a otro! —dijo Florís, como si le adivinara el pensamiento—. Salomon se horrorizaría si supiera lo mucho que vais a acercaros a la escoria de la calle. Si es verdad que uno puede contraer enfermedades tocando a un apestado…
El médico judío estaba convencido de que era verdad, gracias a su experiencia durante las epidemias y la propagación de la peste. Gerlin ya había oído con anterioridad que los médicos orientales eran de la misma opinión. Por eso prefería dar limosna desde lejos, al menos cuando los mendigos tosían, moqueaban o presentaban tumores.
—¡Esos pensamientos no son cristianos! —exclamó Dietrich, reprendiendo a su esposa y a su primer caballero—. Aunque corra peligro de contagiarme, Dios no permitirá que la peste se propague en la iglesia. ¡Estaremos protegidos bajo la santa cruz del altar! E incluir a los dignatarios laicos en el lavado de los pies me parece una buena idea. Nosotros también hemos de servir…
—¡Sería una idea todavía mejor que Otto enviara un carro con ayuda y provisiones a las aldeas destruidas situadas en la frontera de sus territorios! —dijo Gerlin, soltando un bufido—. Pero claro: lavar pies resulta más barato. ¿Acaso participará alguien más?
De hecho, estaba presente el landgrave de Turingia, pero durante la misa se limitó a sostener el cuenco de agua y a entregar los pañuelos a Dietrich y al obispo. En todo caso, los mendigos reunidos ante la iglesia no parecían suponer una amenaza. Florís, que intuía peligros para su joven señor en todas partes —aunque Roland von Ornemünde no estuviera presente, puesto que había acudido a un torneo en Turingia—, habría preferido registrarlos para comprobar si ocultaban cuchillos u otras armas asesinas, pero como casi todos eran hombres ancianos y débiles renunció a ello. En cambio, Gerlin hubiese preferido que fueran más jóvenes y sanos: tres de los pordioseros no solo parecían desastrados y hambrientos, sino también enfermos.
Pero eso no impidió que Dietrich los atendiera afectuosa y fraternalmente, y además los besara. Asistió a la bendición de los óleos sagrados por parte del obispo y Gerlin se mordió los labios cuando lo vio toser. Como los óleos del bautizo y los destinados a la unción de los enfermos despedían un olor penetrante, era posible que la tos de Dietrich careciera de importancia. No obstante, tras la misa insistió en que su esposo tomara un baño y luego le sirvió vino especiado caliente. Aunque el ayuno aún no era obligatorio, el obispo hizo servir una comida frugal y después invitó a sus huéspedes a recogerse en la iglesia. Ese día Gerlin volvió a morirse de frío por segunda vez: en Bamberg, la primavera se hacía esperar. El tiempo era gélido y lluvioso, y las calles siempre estaban anegadas. Además, la humedad parecía penetrar a través de los muros de la iglesia y del castillo: los escasos braseros dispuestos en ambos edificios apenas servían para que los caballeros y los creyentes entraran en calor. En sus aposentos, Gerlin dejó el fuego encendido durante todo el día, pese a que a veces el humo amenazaba con asfixiarla.
En realidad, las solemnes celebraciones del Viernes Santo comenzaban por la tarde, a la hora de la muerte del Señor. Debido a las oraciones y las lecturas, las procesiones y la veneración de la cruz, y finalmente la solemne sepultura y los ruegos y cánticos que la acompañaban, la misa se prolongaría durante toda la noche. Gerlin no comprendía por qué Dietrich debía participar en las primeras misas del Vía Crucis, que se celebrarían en la iglesia muy temprano por la mañana.
—Eso causará buena impresión al obispo —dijo Florís en tono resignado.
Él también había renunciado a la misa matutina a favor de un buen desayuno y, al igual que Gerlin, se encaminó a la iglesia en el último instante. Ambos se envolvieron en los abrigos y las pieles más tupidas, mientras que Dietrich solo volvía a llevar la túnica de un monaguillo.
—Y encima afirma que rezar le hace entrar en calor.
Gerlin puso los ojos en blanco.
—¡Pues cuando se tiende junto a mí en el lecho, yo no lo noto helado como un témpano! —se le escapó, y después bajó la cabeza para que Florís no notara el rubor que le cubría las mejillas. Dichas palabras un tanto picantes eran algo habitual en las cortes galantes, pero en el trato con Florís Gerlin procuraba evitar cualquier alusión a su vida matrimonial.
Florís tampoco le contestó: él también solía fingir que entre la joven y su juvenil señor no existía una relación carnal. Le ofreció el brazo con gesto solícito y la condujo a la iglesia, donde los hombres y las mujeres ocupaban espacios separados. Durante la lectura de los Evangelios, las prédicas y los ruegos, Gerlin —tiritando y desganada— permaneció de rodillas a la izquierda de la nave. Siguió la procesión a través de la iglesia, en la que Dietrich se enorgulleció de cargar con la cruz, y con gran preocupación observó como su esposo se tendía en el helado suelo de la iglesia durante la oración. Cuando por fin la condesa besó la cruz y contempló la ceremonia de la sepultura, estaba medio muerta de hambre. No tenía la menor intención de ayunar hasta el Domingo de Pascua, pero renunciaría a tomar carne, pan blanco y otras exquisiteces. Por la noche, y sin el menor remordimiento, compartió una jarra de vino caliente con Florís, pero Dietrich rechazó una copa. Estaba completamente agotado y se acostó de inmediato.
Muy a su pesar, Gerlin despertó a su marido el sábado por la mañana para asistir a maitines.
—¡Por amor Dios, Dietrich, no estamos en un convento! —dijo, lanzando un gemido cuando él se apresuró a dirigirse a la iglesia para asistir a la segunda oración del día—. ¡Nadie se lo tomará a mal si no empiezas a rezar hasta después del desayuno!
Sin embargo, Dietrich siguió tomándose el período de ayuno al pie de la letra y se granjeó el respeto del obispo. Cuando después incluso participó en la ceremonia del cirio pascual y en la vigilia nocturna del sábado por la noche meditando en silencio —en la que Gerlin y Florís, al igual que los demás habitantes de Bamberg, solo participaron de un modo testimonial—, el obispo lo invitó a tomar asiento a su derecha durante el desayuno pascual. Sin embargo, Dietrich apenas prestó atención a ese honor que le fue otorgado mucho antes de la madrugada: permaneció largas horas arrodillado ante su banco y Gerlin creyó que de vez en cuando reprimía un ataque de tos. Tras todo aquel incienso y las interminables oraciones, también ella sentía la necesidad de despejarse la cabeza antes de volver a participar en la interminable celebración del Domingo de Pascua. En realidad hubiera querido dormir un par de horas más, pero no quería que Dietrich velara a solas en la iglesia para no sentirse culpable.
Gerlin abandonó la iglesia, subió a la balaustrada del castillo y disfrutó del excepcional cielo nocturno cuajado de estrellas. Hacía muchísimo frío, seguro que volvería a caer una helada, pero Gerlin prefería ese clima al lluvioso. Tiritando, se arrebujó en su abrigo y dio un respingo al comprobar que no se hallaba sola.
Florís de Trillon estaba apoyado contra la balaustrada.
Gerlin le lanzó una mirada sorprendida.
—¿Cómo sabíais que acudiría aquí? —preguntó en voz baja.
Florís sonrió.
—No lo sabía. Vine para tomar un poco de aire fresco, pero a lo mejor preferís que afirme que Venus me indicó el camino.
Gerlin se cubrió la cabeza con la capucha de su abrigo como si tratara de ocultarse. Ya no necesitaba abrigarse: la mirada del caballero le producía calor.
—Durante la noche de Pascua, Venus no puede acceder a la sede episcopal —respondió.
Florís rio.
—Creí que era capaz de volverse invisible. Lo hace con frecuencia, ¿sabéis?, porque a menudo su presencia no es deseada, aquí y allá, por parte de este o de aquel. Pero de vez en cuando alza su manto… o el viento impulsa su aroma —dijo—. ¿Acaso vos no lo percibís?
Gerlin tuvo que hacer un esfuerzo por no apoyarse contra su pecho.
—Mis preocupaciones son otras —replicó—. ¿Cuándo podremos partir, Florís? Quiero volver a entrar en calor. Y Dietrich…
Florís la rodeó con los brazos.
—Olvídate de Dietrich, solo por un instante. Deja que yo te dé calor…
Durante un momento Gerlin se abandonó: sería tan bonito perderse entre sus brazos, olvidar a Dietrich y al obispo, a Lauenstein… Deseaba el contacto de sus cálidos labios, soltarse, dejar de cargar con la responsabilidad que suponía el feudo y la herencia. Pero entonces se enderezó.
—No puedo olvidar a Dietrich como no puedo olvidarte a ti —dijo—. Y eso no me hace bien. Comprendo que él sea devoto…
Florís asintió.
—Si su padre hubiera tenido otro hijo, quizás hubiese enviado a Dietrich a un convento. Su ansia de saber, su debilidad física… y su talento para la diplomacia le habrían permitido ocupar un puesto importante y seguro que hubiese encontrado la felicidad. Pero de momento solo tiene Lauenstein… y a ti…
Gerlin sonrió, pero sus palabras sonaron un tanto amargas.
—¡Hasta ahora no se ha quejado!
Florís tardó en recuperar el tono ligero de la conversación galante.
—¿Y se resultara que tú estabas destinada a mí? —susurró.
Gerlin se encogió de hombros.
—Entonces sería mejor que hubiéramos nacido en una época en la que Venus aún reinaba en el mundo… si es que alguna vez existió semejante época. Porque, en todo caso, ahora quien reina es Jesucristo…
—No esta noche —comentó Florís.
Las campanas callaban desde el jueves; hasta el Domingo de Pascua, el mundo de los cristianos se consideraba oscuro y desierto.
—Esta noche hay lugar para un poco de paganismo… mira: ¡allí está Cupido, guiñándonos el ojo! —dijo con una sonrisa pícara, y señaló un caballete del tejado.
Gerlin le devolvió la sonrisa. Parecía dispuesta a ceder y acurrucarse entre sus brazos, pero entonces volvieron a repicar las campanas, primero la de la sede episcopal y después las de todas las iglesias de Bamberg y sus alrededores.
—Cristo acaba de resucitar —declaró Gerlin bruscamente—. Hemos de regresar a la iglesia…
Florís la retuvo.
—¿Es que no le debemos al menos un beso a Venus? —susurró—. Ten en cuenta que nos condujo hasta aquí entre miedos y peligros, poco antes del repicar de las campanas. ¡Mira: el pequeño Cupido ya vuelve a ocultarse tras esa estrella! ¡No podemos decepcionarlo!
Gerlin no pudo evitar unas risas.
—En Pascua uno puede abrazarse —murmuró.
De hecho, era la costumbre durante la misa, aunque en ese momento solo se abrazaban las personas que se encontraban juntas, así que quienes compartían los abrazos eran mujeres con mujeres y hombres con hombres… o en todo caso miembros de una misma familia que ocupaban los asientos de los ricos. Gerlin se acurrucó entre los brazos del aquitano y se sintió protegida y consolada. Al día siguiente, la celebración de la Pascua habría llegado a su fin, seguro que todo saldría bien. Pensar en Dietrich y en su preocupación por él mientras abrazaba a otro era una locura, pero este amor era algo diferente… Gerlin tuvo que reconocer que amaba a Dietrich como una madre a su hijo, mientras que entre los brazos de Florís se sentía una mujer. Y cuando el caballero apretó sus labios contra los suyos ya no pensó en nada más: solo experimentó alegría y una maravillosa sensación de un nuevo comienzo.
—¡Felices Pascuas! ¡Cristo ha resucitado, os deseo felices Pascuas a todos!
Gerlin y Florís recorrieron alegremente los pasillos del castillo y saludaron a cuantos hallaron a su paso. Ninguno de los dos notó que Leon von Gingst fue el primero con quien se toparon en las escaleras que daban a la balaustrada. Ninguno de los dos pensó en lo que tal vez hubiera visto el caballero. Ni Gerlin ni Florís se sentían culpables.
Cuando el martes después de Pascua los de Lauenstein por fin emprendieron el regreso a casa, aún hacía mal tiempo. De costumbre, los huéspedes partían con regalos tan abundantes como los que habían ofrecido y Gerlin ya temía que se vería obligada a regresar con otro carro cargado, pero Dietrich rechazó todos los regalos del obispo o los donó a las iglesias del lugar: según le dijo al eclesiástico, ya se sentía ampliamente recompensado tras asistir a la fiesta pascual en la iglesia episcopal. También Gerlin entregó todas las alhajas a un convento de monjas y solo conservó una cruz incrustada de piedras preciosas. El obispo estaba más que satisfecho de poder conservar su oro. Ambos grupos se despidieron amistosamente y Otto dijo que albergaría a los caballos y los cocheros de Lauenstein hasta que los caminos volvieran a ser transitables.
Aún debían contar con el carro entoldado de Dietmar que retrasaba el avance de los viajeros, pero Gerlin se negó a renunciar a él. Sin embargo, se limitaron a utilizar un carro de dos ruedas, que en caso de duda resultaba más sencillo levantar por encima de los baches y las rocas. Esta previsión mereció la pena, porque el estado de los caminos era todavía peor que antes de Semana Santa, y pese a la llegada de la primavera la temperatura no había aumentado. Al contrario: durante el segundo día de viaje volvió a irrumpir el invierno y los jinetes tuvieron que abrirse paso a través de una lluvia helada e incluso de ventiscas. En estas condiciones era imposible que alcanzaran la meta de la etapa y tampoco encontraron una granja donde al menos hubieran podido alojarse en primitivas chozas. Haciendo caso omiso de su rango, los caballeros, cocheros y donceles procuraban montar las tiendas luchando con las lonas, los palos y las estaquillas.
Gerlin se atrincheró con Dietmar en el carro y habría preferido que Dietrich la imitara. Su joven esposo parecía haber perdido fuerzas y la ronquera casi le impedía hablar. Cuando por fin acabaron de montar la tienda, el conde se tumbó absolutamente exhausto al lado de Gerlin, aunque el interior no estaba muy seco: después de tres días de lluvia, nieve y tormentas, el entoldado también estaba húmedo. Solo el pequeño Dietmar se desperezaba cómodamente entre innumerables mantas y paños. Por la noche, Gerlin lo acostó entre ella y Dietrich, algo que más tarde lamentó, puesto que su esposo empezó a sufrir violentos ataques de tos que los desvelaron a los tres.
—A lo mejor podríais quedaros un par de días —dijo la dueña del castillo en el que por fin se alojaron la noche siguiente.
La mujer hizo calentar el cuarto de baño y Dietrich pudo disfrutar por fin de una noche abrigada y seca, pero Gerlin creyó notar que estaba afiebrado. Era evidente que el joven conde estaba enfermo y Gerlin dio las gracias a la castellana cuando a la mañana siguiente hizo venir a un barbero para que se ocupara del enfermo. El hombre sugirió que le practicaran una sangría, pero Dietrich rechazó la idea con espanto.
—Salomon solo lo hace muy rara vez —le dijo a Gerlin con voz asfixiada—. Y nunca cuando… En todo caso, será mejor que regresemos a casa lo antes posible. Prefiero que sea él quien me atienda.
Gerlin asintió, pues sabía cómo acababa esa frase que su marido había dejado en suspenso. Salomon nunca practicaba una sangría si el enfermo estaba débil y, aunque Dietrich proclamara en voz alta que aguantaría un par de días más, en el fondo sabía que se encontraba mal.
Por fin se pusieron de acuerdo y optaron por descansar al menos un día más antes de seguir viaje, y en ese tiempo por suerte dejó de llover. Cuando volvieron a ponerse en marcha solo estaba nublado y se abrieron paso a través de los bosques espesos y empapados, pero en esa ocasión sin tener que enfrentarse a salteadores de caminos. Al parecer, el tiempo era demasiado inclemente incluso para ellos.
Ese día lograron avanzar a buen ritmo. Florís insistió en montar el campamento nocturno temprano; no había ningún castillo en el camino, pero al menos encontraron una granja.
—Sé que preferís dormir en las tiendas que en las cabañas, por más amable que sea la bienvenida de los granjeros, pero estoy preocupado por Dietrich. Necesita estar bajo techo y más abrigo que el de una tienda.
—¿Acaso se encuentra peor? —preguntó Gerlin.
Durante todo el día Dietrich había cabalgado junto a Florís encabezando el grupo, mientras que ella prefirió quedarse detrás del carro seguida por el silencioso Leon von Gingst. No obstante, los demás caballeros estaban taciturnos: a nadie le quedaban ganas ni fuerzas para charlar durante la cabalgata.
Florís se encogió de hombros.
—Se mantiene en la silla con valor, Gerlin, pero lo conozco y preferiría que recibiera los cuidados de Salomon lo antes posible.
Aquella noche quien se ocupó de Dietrich fue la curandera de la alquería. Como casi siempre, los aldeanos se mostraron tímidos pero cordiales. Los Lauenstein —quizá los aldeanos seguían refiriéndose al padre de Dietrich o tal vez a la familia— eran considerados buenos amos. Cuando el jefe de la aldea vio que Dietrich apenas probaba bocado y no dejaba de toser, mandó llamar a la comadrona del lugar sin dejar de hacer reverencias y presentar sus disculpas.
—Trude es de confianza, os lo aseguro —dijo, e hizo pasar a una menuda y arrugada anciana que de inmediato demostró su carácter cristiano depositando un huevo de Jueves Santo en el lecho de Dietrich.
Era costumbre hacer bendecir en la iglesia los huevos puestos el jueves anterior a la Pascua, tras lo cual se suponía que ayudaban a curar toda clase de enfermedades. Luego la anciana preparó una infusión y le aplicó cataplasmas en el pecho. Sus cuidados desagradaron a Dietrich, pero al día siguiente se encontró bastante mejor y Gerlin le hizo un buen regalo a la comadrona.
—Pero habéis de cuidar muy bien de él —le dijo la anciana antes de que partieran—. Aquí tenéis más infusión que debéis volver a hervir. Y evitad que se enfríe, tiene una tos muy fea. Eso puede llevar a la tumba a cualquiera. ¡El diablo no establece diferencias entre un campesino y un noble!
Gerlin asintió con expresión compungida, pero, pese a todos los cuidados, Dietrich aún tuvo que cabalgar durante un par de días antes de que alcanzaran Lauenstein; Florís ya había mandado llamar a Salomon mientras aún estaban de camino, y, cuando entraron en el castillo, más que apearse del caballo, Dietrich casi se desplomó.
El mayordomo tuvo que sostenerlo y ayudarlo a desvestirse mientras Gerlin volvía a preparar la infusión y calentaba su lecho con piedras calientes. Le preocupaba cómo se tomaría el médico la terapia de la curandera, pero las cataplasmas y la infusión habían dado cierto resultado.
Y Salomon no presentó ninguna objeción.
—Es salvia y pulmonaria —dijo, tras olisquear la infusión—. Seguid administrándosela, esas viejas aldeanas a menudo saben más que los barberos de las ferias y sobre todo desean curar en su propio interés: demasiados fracasos las condenarían al infierno… ¡en el sentido más literal de la palabra!
Gerlin esbozó una leve sonrisa. Quería saber cómo se encontraba Dietrich, pero el médico manifestó una opinión similar a la de la vieja Trude.
—Está agotado y la fiebre lo consume… Tenéis motivos para estar preocupada, Gerlin. Le administraré una decocción de corteza de sauce para aliviar la fiebre, y aparte quemaremos hierbas aromáticas que le ayudarán a respirar. Sobre todo necesita tranquilidad y calor. Las cataplasmas y las compresas también serán de ayuda, pero en última instancia está en las manos de Dios… Creo que el viaje ha sido demasiado para él.
Preocupada, Gerlin preguntó al médico si el cuidado que Dietrich había prodigado a los mendigos el Domingo de Pascua podría haber tenido consecuencias graves.
—Es una costumbre muy curiosa —dijo Salomon, suspirando y frotándose la frente—. Durante todo el año, el obispo no se ocupa de los necesitados, y después se mezcla con ellos de esa guisa. Pero no creo que Dietrich se haya contagiado de peste, y, además, aún no tendría ningún síntoma. Pero en cuanto a la tos… No podemos descartar una posible pulmonía, pero ello no supondría modificar el tratamiento. Ahora iré a ver al niño: ¡sería terrible que él también cayera enfermo!
Por suerte, Dietmar se encontraba bien: aunque le estaba saliendo otro diente, no paraba de gorjear en su cestita. Ni siquiera eso ponía de mal humor al pequeño, que se limitaba a mordisquear su sonajero de plata.
Gerlin se lo quitó con gesto irritado.
—Lo siento, Salomon, pero tras las festividades de Semana Santa ya no soporto el traqueteo del sonajero.
Durante los días festivos, en Bamberg, el repique de las campanas daba paso al estruendo de las matracas y otros instrumentos escasamente melódicos para convocar a los creyentes a la misa.
Durante la primera noche Dietrich pareció recuperarse un poco, pero luego la fiebre volvió a aumentar y la tos se convirtió en una tortura. Gerlin no se separó de su lecho y se aferró a los comentarios de Salomon, quien procuraba levantarle el ánimo. Pero en el fondo sabía sobre qué versaban las deliberaciones de Florís y del médico en los pasillos: confiaban en una mejoría, pero también tomaban medidas en caso de que Dietrich muriera.
Luitgart le trasladó su aparente interés y preocupación, pero Gerlin no le permitió ninguna visita. Al cabo de tres días, Dietrich casi no reaccionaba. Ardía de fiebre, deliraba y gemía en sueños cuando ocasionalmente dejaba de toser durante un momento. Pese a que Salomon le advirtió que ella también debía descansar, Gerlin veló al enfermo hasta que Florís prácticamente la obligó a abandonar la vigilia durante unas horas y dejarla en manos del médico o de una de las criadas. El caballero casi la arrastró hasta sus anteriores aposentos, alejados del lecho del enfermo: necesitaba cierta distancia para poder conciliar el sueño. De camino se encontraron con Leon von Gingst, quien les dirigió una mirada sombría.
—Una vez más juntos por los pasillos, la señora y el primer caballero, ¿verdad? —preguntó en tono desdeñoso—. ¿Es que no os sentís un poco culpables por comportaros como si estuvierais en una corte galante, mientras el muchacho agoniza?
Sorprendido, Florís apartó el brazo con el que rodeaba el hombro a Gerlin. De camino a sus aposentos, ella había insistido en pasar por la capilla del castillo, donde el capellán desgranaba oraciones rogando por la salud de Dietrich. Gerlin había cogido frío y Florís le había rodeado los hombros con su abrigo y lo sostenía mientras recorrían los abruptos y estrechos adarves. Normalmente el gesto no habría llamado la atención de nadie.
Florís se disponía a hacer un comentario para quitarle importancia a la cuestión, pero Gerlin reaccionó con enfado.
—¿Qué os importa con quién recorro los pasillos? —preguntó en tono duro—. ¡Además, mi esposo no está agonizando! Dentro de un par de días volverá a encontrarse bien y entonces…
Leon arqueó las cejas.
—Entonces ya podré hacerle una visita, ¿verdad? —preguntó.
Florís quiso tomar la palabra, pero Gerlin se le adelantó una vez más.
—A condición de que sea breve —puntualizó en tono mordaz—. ¡De todos modos, no creo que tengáis mucho que aportar para distraer a mi esposo!
Al oír la insinuación, el rostro de Leon se crispó: era un caballero fuerte, pero no destacaba por su ingenio. Desde que Dietrich gobernaba el castillo y gustaba de invitar a poetas y cantores, exigía el servicio a la dama y prefería la compañía de los caballeros que al menos supieran leer y escribir, Leon se había destacado de manera desagradable en varias ocasiones.
Gerlin se apartó con ademán arrogante, entró en sus aposentos y dejó plantado a Leon haciendo caso omiso de su evidente enfado.
Florís la siguió y ordenó a la criada que vigilaba al niño y alimentaba el fuego de la chimenea que se marchara. Mientras Gerlin se ocupaba de Dietmar, el aquitano se sirvió una copa de vino caliente y le dirigió una sonrisa cansada.
—¡Menudo genio, mi señora! Pero tal vez sería prudente permitir que Leon le hiciera una breve visita. Así al menos dejaría de contar cuentos de terror por ahí.
Gerlin le devolvió la mirada con mucha seriedad.
—Quizá no sean cuentos de terror —dijo con amargura—. Vos mismo sabéis lo mal que se encuentra. Y los caballeros… ¿es que todos opinan que mi esposo está agonizando?
Florís se encogió de hombros.
—Los jóvenes seguro que no. Pero los más viejos… Lo conocen desde que era un niño enfermizo que a menudo estaba entre la vida y la muerte, y todos saben que la gracia y la magnanimidad de Dios no son eternas.
—Lo que decís es pecado, Florís —señaló Gerlin, pero no parecía muy convencida—. ¿Qué harán si Dietrich muere? —añadió, acercándose a la cuna de Dietmar con expresión aterrada.
Florís se restregó la barbilla y también se acercó a la cestita del diminuto heredero del condado.
—¿Nuestros caballeros? —preguntó—. Nada. Os prestarán juramento a vos y al pequeño y después seguirán sirviéndoos fielmente. Aunque no constituyen un ejército muy poderoso.
—¿Un ejército? —preguntó Gerlin con espanto—. ¿Acaso contáis con… un asedio?
—¡Ante todo cuento con que Dietrich se recupere pronto y vea crecer a su hijo! —contestó Florís en tono decidido—. Y ahora deberíais dormir, Gerlin. Él os necesita. Todos… todos nosotros os necesitamos…
Le hizo una breve y torpe caricia en el cabello, en absoluto parecida a la de un elegante caballero de la corte galante. Gerlin tampoco alzó la vista.
Esa noche no hubo besos.