Al cabo de una semana, Gerlin y Dietrich emprendieron el viaje acompañados de seis coraceros a las órdenes de Florís de Trillon. Primero se habló de que fueran diez jinetes, pero Dietrich no quería dejar el castillo sin protección. También hubo largas discusiones acerca de si Florís debía acompañarlos o tomar el mando de la guardia del castillo. Al final la tarea fue encargada a Adalbert, lo cual suscitó la indignación de Leon. Gerlin tranquilizó al caballero rogándole que se encargara de protegerla personalmente durante el viaje, así que ahora Leon vigilaba cada paso que daba su caballo con mirada penetrante.
—Ojalá supiera si sus intenciones son realmente buenas —dijo Gerlin, suspirando—. No puedo evitarlo: me resulta tan inquietante como Luitgart, puesto que antes nunca se separaba de Roland. ¡Dios sabe por qué no lo acompañó! Yo hubiese estado encantada de dejarlo marchar.
No obstante, era indudable que los otros caballeros eran leales: la mitad de ellos habían escoltado a Gerlin cuando se dirigía al castillo de Lauenstein, la otra mitad eran jóvenes caballeros que habían celebrado su espaldarazo junto con Dietrich. Y, sobre todo, estos últimos se morían de ganas de participar en la comitiva y, si era posible, encontrarse con salteadores de caminos. Esta contingencia no parecía inquietar a Florís, ya que de lo contrario no se hubiera llevado a los muchachos.
El viaje a Bamberg resultó exactamente tal como Gerlin había temido. Los obsequios para el obispo abultaban mucho y solo para transportarlos tuvieron que llevar otro carro. Por otra parte, Salomon aconsejó que el pequeño Dietmar ocupara un carro especial entoldado con el fin de que no tuviera que pasar la noche en una tienda. En realidad había fincas amuralladas y castillos en el camino, en los cuales los viajeros podían alojarse, pero todos sabían que en esa época del año resultaba muy difícil planificar las etapas del viaje con antelación y, de hecho, ya la primera noche los miembros de la comitiva tuvieron que montar las tiendas en el bosque porque el camino volvía a estar cubierto de vegetación. Los caballeros protestaron —talar el bosque no formaba parte de sus obligaciones y demostraron ser tan torpes en el manejo del hacha como sus sementales en arrastrar troncos— y tardaron casi todo el día siguiente en abrirse paso con los carros a través del espeso bosque de hayas. Para colmo de males, al caer la noche empezó a llover. Para cuando alcanzaron el castillo de Neuenwalde, Gerlin estaba empapada y exhausta.
En realidad habían planeado pasar la primera noche en el pequeño castillo, que disponía de una torre defensiva. La fortificación estaba situada de manera pintoresca en una colina en medio del bosque que bien podría haber sido un reducto de ladrones, pero sus habitantes no tenían la menor intención de atacar viajeros, aunque no por ello dejaban de cobrar unos pequeños aranceles a los comerciantes. Claro que no se los cobraron a los Lauenstein, pero Gerlin no hubiera tenido inconveniente en pagarlos: en torno al castillo, los caminos estaban afirmados y talados. De no haber sido por la lluvia, podrían haberlos recorrido sin detenerse, pero el agua los había convertido en fangales y Gerlin no quería ni pensar cómo lograrían seguir el viaje al día siguiente.
Afortunadamente, en cuanto llegaron los viajeros, la castellana les preparó un baño y Laurent los invitó a un banquete. Gerlin agradeció al cielo que en el pequeño castillo no tuvieran por costumbre invitar a las mujeres a la gran sala. Mientras Dietrich y Florís seguían tiritando en el salón y en el peor de los casos ponían remedio al frío bebiendo vino, ella tomó una cena más modesta pero más sosegada y confortable en los aposentos de Linde, la castellana. Dietmar estaba acostado en la cuna de los Neuenwalde chupeteando leche con miel. Tras admirar al pequeño Lauenstein como correspondía, la castellana informó a la madre de la visita de Roland hacía unos días. Aún estaba enfadada.
—Mi esposo es un hombre sereno —dijo—, pero faltó poco para que retara a duelo a Roland cuando este nos acusó de cometer los robos sin ningún motivo. ¡E, inmediatamente después, cambió de parecer y acusó a nuestros campesinos de ser culpables de albergar bellacos y salteadores de camino! Aquí no sucede nada parecido desde que el conde Dietrich hizo ahorcar a Kurt Brandner hace más de un año. Y ese tampoco se atrevió a aparecer por aquí: nuestros caminos son seguros, de lo contrario no cobraríamos por recorrerlos. ¡Laurent es un caballero sin tacha! No engaña a nadie y cuando los judíos pasan por aquí ni siquiera les cobra más dinero que a los cristianos decentes.
El atuendo de la señora Linde y el mobiliario de sus aposentos decorados con cojines de brocado y telas preciosas permitían suponer que los comerciantes judíos sabían apreciar la generosidad de Laurent y se la agradecían con magníficos regalos.
Gerlin tranquilizó a la castellana y le aseguró que ella y su esposo contaban con la absoluta confianza de la casa Lauenstein, que los malentendidos con el obispo pronto estarían resueltos y que los viajeros confiaban en alcanzar Bamberg en dos o tres días.
Por desgracia, su vaticinio no se cumplió: al día siguiente seguía lloviendo con persistencia y el primer trecho del camino estaba en un estado «infernal», según dijo Dietrich cuando Gerlin protestó.
—Aunque más bien sería al contrario: el infierno no es húmedo y fangoso, sino más bien caliente y seco.
Alrededor de mediodía, Gerlin casi deseó que las circunstancias fueran más parecidas al averno. Los caballos apenas lograban hacer avanzar los carros, de vez en cuando todos debían apearse y empujar, incluso Gerlin, aunque Dietrich y Florís la instaron a permanecer en el carro.
—¿Para que los caballos tengan que cargar con aún más peso? —preguntó ella, indignada—. Ni hablar: no quiero viajar cómodamente, quiero llegar. Y jamás lo lograremos si cada uno no hace lo suyo.
Caminó durante horas a través del lodo —a veces bajo la mirada de admiración de los caballeros, otras más bien de enfado— y se estropeó las faldas, que se empapaban de agua y barro hasta el punto de entorpecer sus pasos. Encima avanzaban cuesta arriba; los hombres confiaban en que por la tarde encontrarían un camino a mayor altura en el que resultaría más fácil avanzar. Cuando casi lo habían alcanzado, el carro con los regalos pasó por encima de un tronco grueso y el eje se rompió.
Gerlin casi se echa a llorar, pero eso hubiera sido inútil. Por fin los caballeros y los donceles montaron las tiendas mientras los mozos arreglaban el desperfecto. Por suerte dominaban las técnicas necesarias, ya que habían escogido a los mejores cocheros y mozos de cuadra del castillo para que los acompañaran en el viaje. Dietrich seguía hablando con ellos mientras Florís conducía a Gerlin a su tienda.
—Lamento no poder ofreceros más que un albergue escasamente conforme a vuestro rango —dijo en tono formal.
Gerlin puso los ojos en blanco.
—Os ruego que lo dejéis, Florís, estoy demasiado fatigada para daros una respuesta galante, agradeceros vuestra consideración y quizá bromear un poco. Esta tienda es lo mejor que puedo esperar y que sea conforme a mi rango o no me preocupa bien poco. Lo principal es que está seca y…
Gerlin se mordió los labios: había estado a punto de confesar que se sentía más a gusto y consolada cuando Florís estaba a su lado y le dirigía palabras cordiales. Lo había echado muchísimo de menos durante los últimos meses y ahora… Gerlin apenas osó alzar la vista: por una parte temía no encontrar la ternura ni la admiración que solía expresar la mirada del caballero —al fin y al cabo, en esos días ella apenas conservaba el menor rasgo de su anterior belleza galante—, y por la otra le daba miedo volver a descubrir ese brillo que le hacía perder la razón. Lo que más le hubiera gustado era apoyar la cabeza en el hombro de Florís y echarse a llorar: debido al cansancio, o por su amor prohibido, o por cualquier otro motivo. Gerlin estaba exhausta… pero en el exterior de la tienda acechaba Leon von Gingst, que quizá fuera el espía de Roland. ¡Lo que sucedería si la acusaban de mantener una relación ilícita con el primer caballero de su esposo era impensable! Florís parecía compartir sus sentimientos y él también evitó mirarla a la cara.
Poco después la joven se acurrucó contra Dietrich, que había ayudado a reparar el eje del carro hasta que cayó la noche. Un temblor le recorría todo el cuerpo y ella procuró hacerlo entrar en calor, pero fue inútil: otro motivo de preocupación más, puesto que Gerlin recordaba perfectamente lo enfermo que había estado el invierno anterior. Y daba igual lo que sintiera por Florís: de un modo distinto, pero apenas menos tierno, amaba a su joven esposo y no quería perderlo.
Al menos el pequeño Dietmar no se había mojado. Varias mantas lo abrigaban y la lona que cubría su carro impedía que la lluvia penetrara. Además, el niño siempre estaba de buen humor; Gerlin pensaba a menudo que su hijo había heredado el carácter cordial del padre y cada vez que el pequeño soltaba un alegre gorjeo cuando el carro atravesaba un bache, ella se animaba.
Al día siguiente el camino seguía estando lleno de baches; aunque el más elevado estaba en mejor estado que las trochas del valle, el carro no dejaba de agitarse. Cuando llovía, los senderos del bosque se convertían en lodazales; en los más elevados la lluvia arrastraba la tierra y dejaba al descubierto rocas que obligaban a levantar el carro precariamente reparado para que el eje no volviera a romperse: más tareas pesadas para los malhumorados caballeros, que solo eran diestros con las armas y actuaban con mucha torpeza.
Esa noche los viajeros llegaron a una aldea, durmieron en la casa de un campesino y por la mañana tuvieron que vérselas con piojos y pulgas. Solo la noche siguiente volvieron a pernoctar en el limpio albergue de un convento.
Afortunadamente, cuando se pusieron en marcha por la mañana ya no llovía, y, entre un asentamiento y el siguiente, el bosque se volvió menos espeso. Gerlin lanzó un suspiro de alivio, pero de pronto una horda de hombres surgió entre la vegetación que bordeaba el sendero y otros se descolgaron de los árboles soltando gritos salvajes. ¡Salteadores de caminos! Debían de estar muy bien armados o muy desesperados, porque casi nunca atacaban a una comitiva tan bien pertrechada. Pero la sorpresa solo supuso una ventaja momentánea para los forajidos. Tras unos instantes, los jinetes protegidos por sus armaduras formaron un círculo en torno a los carros y los caballos y se defendieron con fiereza. Gerlin y su pequeña yegua también se encontraban dentro del círculo y, de un modo instintivo, la joven condesa interpuso su cabalgadura entre los bellacos y el carro de su hijo: estaba dispuesta a defender a Dietmar con todas sus fuerzas, aunque tuviera que recurrir al pequeño cuchillo de cocina que siempre llevaba en el cinturón.
Angustiada, observó la batalla y por fin comprendió por qué Florís se mostraba tan insistente y severo sobre que Dietrich siguiera entrenándose con las armas, incluso tras el espaldarazo. En caso de urgencia nadie preguntaba por el rango de un caballero: los forajidos se lanzaron sobre todos ellos e, impotente, Gerlin vio que uno de los caballeros caía de su montura. Pero otro acudió en su ayuda en el acto y con un golpe certero le cercenó la cabeza al salteador, que en ese momento intentaba alejarse con el corcel del primero.
Gerlin se asustó, pero no tardó en comprender que el peligro no era tan grande como había creído en el primer momento. Los salteadores no eran expertos en la lucha ni poseían armas útiles. Algunos atacaban blandiendo hachas de carpintero, otros con picas y hoces. No podían con las espadas de los caballeros y tampoco parecían haber obtenido mucho oro durante sus ataques: los hombres solo llevaban desastradas túnicas de lino.
Cuando la defensa amenazó con convertirse en una carnicería, Florís y Dietrich ordenaron a los caballeros que se detuvieran. Al final había tres muertos tendidos en el suelo, un par de forajidos lograron escapar y los caballeros reunieron a un grupito de individuos temblorosos ante Dietrich. Cuando Florís se enderezó ante los hombres, algunos cayeron de rodillas y otros suplicaron por sus vidas: estaban convencidos de que los ahorcarían en el acto.
Dietrich acercó su corcel al de Florís y contempló a los asustados campesinos con expresión atónita.
—Hay que ser muy estúpido para atacar a un grupo de caballeros solo con picas y hoces —dijo, perplejo.
Uno de los hombres, que hacía un momento se mantenía impertérrito aguardando que lo condenaran, lo miró a los ojos. No parecía un típico salteador: su expresión no era pícara ni osada, y no era joven. A juzgar por su aspecto y por sus cabellos cortos, podría haberse tratado de un campesino de cualquiera de las aldeas de Lauenstein.
—¡Perdonadme, señor, sé que moriré, pero me niego a que me consideréis estúpido!
Gerlin contuvo una carcajada, pero entonces la dignidad del hombre mayor la conmovió.
—Lo que nos impulsa no es la osadía, sino la pura desesperación. Hace unas semanas, unos coraceros con lanzas atacaron e incendiaron nuestra aldea, se llevaron todas las provisiones y el ganado, pisotearon los campos y violaron a las mujeres. Nuestras casas están destruidas. ¿Acaso ahora hemos de dejar morir de hambre a los nuestros? No queríamos daros muerte, pero pensamos que… si huíais, podríamos quedarnos con las mercancías que lleváis en los carros.
Dietrich se restregó la frente. ¿Cómo era posible que los campesinos creyeran que un grupo de caballeros armados huiría de ellos? Sin embargo, no quiso volver a llamar estúpido al campesino y se dirigió a él en tono amable.
—¿Qué opina vuestro señor feudal de todo el asunto? —preguntó—. Sois vasallos del obispo de Bamberg, ¿verdad?
El hombre asintió.
—Por lo visto le importamos muy poco —contestó en tono amargo—. Envió a un par de caballeros para interrogarnos… pero la mayoría de nosotros nos encontrábamos en el bosque durante el ataque: somos carboneros, ¿sabéis…? Y las mujeres echaron a correr gritando en cuanto vieron a los caballeros. No les contaron gran cosa y, de todos modos, hablar de los problemas no llena el estómago.
Entretanto, Gerlin se había apeado del caballo, fue a ver al niño, que dormía plácidamente, y se dedicó a buscar piezas de oro y cubiertos de plata que fácilmente podían cambiarse por dinero. Eran regalos para el obispado… pero seguro que cualquiera de los vasallos de Otto los necesitaba más que él. Lo guardó todo en un saco, se acercó a Dietrich y le susurró al oído.
Florís comprendió su propósito.
—Antes de que empecéis a repartir limosnas y a perdonar la vida a esos individuos deberíamos echar un vistazo a la aldea. Quiero saber si ese hombre dice la verdad —dijo en tono furibundo. Los campesinos volvieron a pegar un respingo.
Gerlin sonrió. Estaba convencida de que Florís de Trillon no pensaba ahorcar a nadie, como tampoco los demás caballeros. La nobleza no tenía el menor inconveniente en despedazar a un contrincante durante el combate, pero se negaba a hacer de verdugo.
El viejo campesino se inclinó ante el caballero con aire respetuoso.
—¡Seréis bienvenidos! —dijo en tono sereno.
No obstante, Florís mandó formar la comitiva y ordenó a los caballeros que se prepararan para nuevas emboscadas, pero nadie los atacó. Los campesinos condujeron a los caballeros a lo largo de senderos bien apisonados hasta un conjunto de casas que se alzaban en un claro. Era la disposición habitual de una aldea de carboneros: en algún momento, unos hombres se instalaron en el bosque, talaron un terreno y después fueron en busca de sus mujeres. Al cabo de unos años, el asentamiento de Loisl tendría un aspecto similar, solo que los campesinos desbrozarían terrenos más extensos para poder cultivar, mientras que estos hombres se dedicaban sobre todo a producir y vender carbón de leña, así que en ese sentido el ataque de los caballeros los había afectado mucho. Todo el carbón reunido durante el invierno y la primavera, que los hombres querían vender para Pascua, había sido pasto de las llamas. También las casas, apenas más que chozas, estaban destruidas, y solo unas pocas aún eran habitables, de manera que los aldeanos se guarecían bajo cobertizos de madera provisionales. En cuanto vieron a los caballeros, las mujeres y los niños también se dispusieron a emprender la huida, pero Gerlin se adelantó a caballo para tranquilizarlos.
Poco después tomó asiento entre ellos, repartió sus provisiones entre una horda de chiquillos mugrientos, andrajosos y muertos de hambre, y escuchó las palabras de la mujeres. Estas confirmaron lo que Rüdiger les había contado: a los atacantes no les interesaba hacerse con un botín, solo destruir y arrasar.
Cuando Dietrich por fin proclamó que no ahorcarían a nadie ni pedirían cuentas por el ataque, los agradecidos habitantes se arrodillaron ante el conde, quien lamentó la muerte de los tres hombres. Por su parte, Gerlin distribuyó abundantes limosnas para que los aldeanos pudieran sobrevivir hasta que volvieran a producir más carbón.
—¡Si de verdad ha sido Roland quien ha instigado esto, no sabe lo que está haciendo! —exclamó Gerlin cuando volvieron a emprender la marcha—. ¡Y ha hecho que el obispo recele! ¡Carboneros y campesinos decentes que se convierten en salteadores de caminos debido a la miseria!
—Y encima mueren en el intento —añadió Dietrich.
Florís resopló.
—¡Pero no todos! —dijo—. Seguro que un par de ellos descubrirá cómo acabar con los viajeros, a qué comitiva merece la pena atacar y a cuál no, y cómo se roba y se saquea. Entonces formarán pandillas y, gracias a Roland, nuestros caminos se volverán un poco más inseguros. ¡Habría que ahorcar a ese bellaco!
Durante los dos últimos días del viaje la comitiva abandonó los bosques espesos y transcurrió por campos y prados entre los que solo se elevaban algunos bosquecillos. A veces incluso aparecía el sol y les secaba las ropas, con lo que Gerlin suspiraba aliviada. Finalmente alcanzaron Bamberg tras un esforzado viaje de una semana de duración: normalmente el trayecto no llevaba más de tres o cuatro días.
Dietrich, que trasponía la puerta de la ciudad junto a su esposa, parecía demacrado y exhausto, y la propia Gerlin creía estar a punto de caer de la silla, pero cabalgar le resultaba más agradable que viajar en el carro. Tras los días lluviosos, en parte pasados junto a Dietmar bajo las lonas, le dolían todos los huesos debido a las sacudidas. Y por último resultó casi imposible avanzar a lo largo de las inundadas calles de Bamberg: el río Regnitz se había desbordado como casi todos los años y el agua llegaba hasta las corvas de los caballos. Aunque el barrio de la catedral no estaba inundado, aún se observaban los rastros de un catastrófico incendio ocurrido hacía unos años. El obispo Otto hizo reconstruir los edificios, pero antes de que la catedral recuperara su magnífico aspecto habrían de pasar años.
También el castillo de la catedral, que en realidad era la sede episcopal, se había quemado en gran parte. Otto residía en el Altenburg, un edificio fortificado pero no muy confortable. Cuando les indicó sus habitaciones a Gerlin y Dietrich, el mayordomo se disculpó por la falta de espacio y de la penumbra, pero Gerlin solo hizo un ademán negativo.
—Me da igual que sean pequeñas —murmuró, acurrucada junto a la chimenea—, así será más fácil calentarlas.
En efecto: la habitación se caldeó con rapidez, pero las chimeneas tiraban mal, el humo invadía los aposentos y el pequeño Dietmar tosía. Para evitarlo, Gerlin retiró el pergamino que cubría las ventanas, pero entonces hubo corriente.
—Quizá sería mejor que durmiéramos en la tienda —dijo Gerlin—. O en una barca…, casi me parece que supondría la solución menos húmeda. ¡Por favor, haz lo posible para que nos marchemos de aquí cuanto antes, Dietrich, de lo contrario el niño morirá! Además, ¿crees que aquí encontraremos a una nodriza o es que en la casa del obispo solo hay monjes?
Dietrich rio, pero Gerlin tardó un buen rato hasta que encontró en la cocina a una muchacha dispuesta a ocuparse del pequeño.
—Solo serán un par de días —dijo Gerlin procurando tranquilizar al mayordomo, al que la presencia del personal femenino en los aposentos de los huéspedes del obispo le causaba recelo.
Pero la estancia no había de llegar a su fin con tanta rapidez. Querían celebrar la Pascua en compañía del obispo y aún faltaban dos días hasta Semana Santa, durante los cuales Gerlin se aburrió soberanamente. El obispo era un hombre anticuado que no invitaba a las esposas de sus huéspedes a las fiestas y banquetes. Y precisamente por eso las mujeres tampoco tenían ganas de acompañar a sus maridos a Bamberg. Durante esos días, Gerlin era la única aristócrata que ocupaba el castillo. Mientras Dietrich y los caballeros yantaban con el obispo o iban de caza con él —un placer que a Dietrich ya le resultaba dudoso cuando hacía buen tiempo, pero que aborrecía cuando llovía—, Gerlin se dedicó a visitar conventos de monjas y hospitales, se mostró amable y repartió limosnas. Los tesoros que había traído se agotaron pronto, pero al menos el esfuerzo mereció la pena. Las negociaciones con el obispo no resultaron complicadas.
—¡A ese lo único que le importa es mantenerse independiente del arzobispado de Maguncia! —resumió Dietrich la tercera noche de su estancia. Por fin se le había presentado la oportunidad de hablar con Otto a solas y había abordado el tema de los colonos de inmediato—. Quiere permanecer independiente de Maguncia a toda costa y sobre todo tenerlo confirmado por escrito. Claro que no puedo ayudarle a obtener dicho documento, pero le prometí todo nuestro apoyo… Esperemos que no se le ocurra iniciar una guerra con el arzobispo Konrad y exigir que Lauenstein le envíe caballeros.
Gerlin rio. Era verdad que existían rivalidades entre los arzobispados, pero las desavenencias no solían desembocar en guerras. Y nadie discutía que Lauenstein perteneciese al arzobispado de Maguncia: daba igual lo que Dietrich le prometiera a Otto y lo que este deseara.
—Por supuesto, se resiste a ceder sus tierras, y los ataques a sus aldeas tampoco le agradan. Pero no tiene inconveniente en que los colonos ocupen un par de demarcaciones situadas en medio de un impenetrable bosque de hayas. Al contrario: opina lo mismo que yo: los colonos mantienen los caminos libres y seguros… sin que al arzobispado le cueste nada. Me lo preguntó tres veces y precisamente por eso no insiste en que los bosques forman parte de su territorio, porque podríamos obligarlo a mantener los caminos en buen estado.
Dietrich hizo ademán de ponerse su túnica de fiesta, pero luego cambió de parecer: hacía mucho frío en los aposentos que ocupaban y Gerlin le preparó un atuendo de lana y lo calentó ante la chimenea.
—¿Y qué pasa con los ataques? —preguntó.
—Lo dicho: eso tampoco le interesa demasiado. No desconfía de nosotros en absoluto. Según las palabras de Otto, solo envió a Roland para que nos advirtiera, no para hacernos reproches. En todo caso, el obispo no tiene intención de enviar una expedición de castigo ni emprender otras medidas para poner fin a las intrusiones. Esperemos que Roland no tarde en comprenderlo. Estoy cada vez más convencido de que es él quien las organiza, pero en realidad no goza del apoyo del obispo. Aunque este tampoco siente mayor aprecio por nosotros. Tuve que escuchar unos cuantos comentarios desagradables acerca del buen trato que dispenso a mis judíos y de que ya hubiera pasado un año sin que tú hayas fundado un convento. Supongo que mi padre se indispuso con él, pero no pone en duda la sucesión, nos dio la enhorabuena por el nacimiento de nuestro hijo y le gustaría volver a bautizar a Dietmar. Por mí que lo haga para Pascua, porque las bendiciones que recibe un niño nunca están de más.
—Bueno —dijo Gerlin con una sonrisa—, yo diría que durante el viaje nuestro hijo ya se ha mojado bastante, o sea que hasta una gota de agua bendita sobra. Pero lo diría en broma, amado mío. Por supuesto que el obispo puede volver a bautizarlo, y también dos veces, si lo desea. ¡A condición de que después podamos regresar a casa!