Dietrich recibió a Roland von Ornemünde con formalidad y todos los honores en la gran sala y le indicó que se acercara a su silla elevada como si fuera un peticionario ante el tribunal, pero después se puso de pie antes de que el caballero hincara la rodilla y lo estrechó entre sus brazos.
—¡Me alegro de ver que gozáis de buena salud, tío! —lo saludó en tono cordial—. Si bien debido a un asunto lamentable…
—¿Un asunto lamentable?
Roland von Ornemünde sacó pecho y se enderezó ante Dietrich. Este reaccionó volviendo a ocupar su lugar presidiendo la sala, lo que pareció irritar a Roland: no resultaba extraño, puesto que el propio Roland había ocupado ese lugar durante meses.
Gerlin, sentada a un lado sin llamar la atención —durante tales ocasiones las mujeres no eran bienvenidas—, volvió a notar que alguien tironeaba de su vestido.
—Mi señora Gerlin… —dijo el pequeño mozo de cuadra, que volvía a estar a su lado—. Loisl, el campesino… me ha pedido que os diga… que fue ese caballero de allí quien mandó quemar las chozas…
Gerlin ya se lo había imaginado, pero en ese momento estaba concentrada escuchando las palabras encendidas de Roland von Ornemünde describiendo la indignación del obispo al descubrir que los nuevos colonos habían invadido sus tierras.
—¿Es que el propio obispo tenía intención de establecer una colonia en esa zona del bosque? —quiso saber Florís.
—¿Y fue él mismo quien se topó con los colonos en el emplazamiento? —añadió Dietrich con una sonrisa—. En ese caso, seguro que planeaba fundar un convento y visitó el lugar para consagrar el terreno. Muy previsor de su parte, aunque un tanto inhabitual: las iglesias solo se consagran una vez construidas. Sin embargo, si allí se ha de fundar un nuevo convento, sin duda bajo el patrocinio del arzobispo de Maguncia, que es tanto mi señor feudal como el del obispo Otto…
—¡El obispo Otto no se considera un vasallo del obispo Konrad! —replicó Roland con dureza.
Dietrich se encogió de hombros.
—¿Ah, no? Bien, en cualquier caso, eso es algo que los señores deberían aclarar entre ellos. Pero seguro que la fundación de un convento complacerá a Dios y no tengo inconveniente en dejar mis tierras a su disposición. Los nuevos colonos también se alegrarán: gracias a sus vecinos eclesiásticos su aldea pronto crecerá y prosperará…
—¡Esas tierras no os pertenecen! —gritó Roland—. Y no se trata de ningún convento. ¡Se trata de los límites que habéis franqueado sin permiso! Para enriqueceros, porque esos campesinos os pagarán impuestos por las tierras a vos y no al obispo.
Dietrich puso los ojos en blanco.
—Sabéis tan bien como yo, mi señor Roland, que pasarán años antes de que ese asentamiento pueda pagar impuestos, sobre todo si el obispo vuelve a mandar que quemen el terreno un par de veces más. Por cierto, ¿fue él quien dio la orden, o es que unos cuantos caballeros se pasaron de la raya? Vos habréis visto los daños, ¿verdad?, puesto que saliendo de Bamberg se pasa junto al claro.
Gerlin no estaba segura de que el obispo se hallara al corriente de la intervención de Roland en Lauenstein, por no hablar del ataque a la colonia. Rápidamente calculó la distancia entre el bosque y Bamberg: era completamente imposible ir y regresar a caballo en un solo día y encima tomar decisiones tan trascendentes. La conducta de Roland lindaba con una declaración de guerra y eso no parecía llevar la firma del obispo: un hombre malhumorado pero también borrachín y bastante indeciso.
—¡El obispo sabe lo que ha de saber! —replicó Roland, esquivando la pregunta—. Confía en mí… yo…
El caballero no parecía vacilar sobre cómo continuar y jugueteó con su pesado guante de cuero.
Gerlin se preguntó qué le habría encargado realmente el obispo a Roland cuando lo envió a Lauenstein. Sin duda, sus órdenes habían sido que presentara una queja, seguro que con alguna minucia relacionada con los colonos de cuya presencia el pariente de Dietrich se había enterado por casualidad.
—Otto os encargó que iniciarais negociaciones en su nombre, pero ¿atacar a campesinos y arrojarle el guante a un pacífico vecino? —dijo el joven conde en tono sosegado, aunque con el ceño fruncido—. No lo creo. No, Roland, será mejor que volváis a poneros el guante, de lo contrario los cocineros y los pajes, que por cierto no tardarán en servir la comida, acabarán pisoteándolo. En todo caso, no pienso recogerlo, no albergo intenciones hostiles frente al obispo. Y ahora tomad asiento y comed con nosotros. ¿Os complacería que invitáramos a Luitgart a compartir mesa y mantel con vos? ¡Seguro que ambos tendréis muchas cosas que contaros!
—¡No antes de haber arreglado el asunto! —replicó Roland, desabrido.
—Entonces no os quedará más remedio que ayunar durante un tiempo, porque tengo la intención de comentar el asunto con el obispo personalmente. Mañana mi esposa, mi hijo y yo nos prepararemos para cabalgar hasta Bamberg y celebraremos la Pascua pacífica y amistosamente con nuestro señor Otto. Seguro que deseáis adelantaros y anunciar nuestra presencia, así que, si no queréis comer con nosotros, os veré en cuestión de unos pocos días.
El joven conde se despidió del caballero con un gesto de la mano y Roland se quedó estupefacto.
Una bondadosa sonrisa de aprobación volvió a iluminar el rostro de Salomon von Kronach.
—¡Enviad un par de caballeros a los colonos, por si acaso! —dijo Dietrich a Florís un poco más tarde, una vez acabada la comida.
Gerlin había renunciado a otros entretenimientos y, de todos modos, esa noche ningún caballero de Lauenstein tenía tiempo de escuchar las canciones de los trovadores. En cambio, todos se dedicaron a comentar a viva voz el conato de altercado con el obispo. Algunos de ellos estaban a favor de castigar al desvergonzado Roland de inmediato, mientras que otros consideraban que la solución de Dietrich era sensata precisamente porque se trataba de un eclesiástico. Los nobles no tardaban en pelearse entre ellos… pero ninguno estaba dispuesto a meterse con la Iglesia, así sin más.
—¡Vuestra sugerencia de aclarar el asunto personalmente es muy sabia! —lo halagó Salomon. El consejero principal de Dietrich había seguido al conde y a la condesa hasta sus aposentos, donde pudieron conversar en la intimidad. Gerlin había hecho llenar una jarra con el mejor vino y les servía una copa a ambos—. ¡De esta forma os habéis adelantado a Roland! Pero ¿por qué insistís en reuniros con el obispo en Pascua? Este año cae tan temprano que el viaje será más que fatigoso, sobre todo para Gerlin y vuestro hijo. Los caminos aún son apenas transitables tras las lluvias y hay que contar con que vuelva a hacer un frío invernal. Sería mejor viajar para Pentecostés, aunque esa fecha también es muy prematura. ¿Por qué no enviáis una carta amable al obispo y le decís que lo visitaréis a mediados de verano? Si os hace preguntas siempre podréis decirle que vuestro hijo no se encuentra bien o que debéis postergar el viaje para ocuparos de asuntos importantes.
Dietrich negó con la cabeza y bebió el primer trago de vino de la noche; durante el banquete había estado demasiado nervioso y tenso para hacer los honores a los manjares.
—No puedo, Salomon. Los colonos aguardan que tome una decisión. Ya han talado la primera demarcación y todo volverá a crecer si no continúan con la tarea. Además, quién sabe lo que se les ocurrirá al obispo y a Roland si postergamos el tema. Puede que ellos mismos opten por enviar colonos y entonces realmente nos enfrentaremos a un conflicto, entre otras cosas porque nuestros campesinos no lo aceptarían sin rechistar: esos individuos se matarían entre ellos.
—¿Y si empezáis por enviar un mensajero? —intervino Florís, al que tampoco parecía agradarle el asunto del viaje.
Y aún menos a Gerlin. Ya había viajado mucho y sabía muy bien cuán peligroso podía resultar el camino a través de los bosques espesos, incluso cuando hacía buen tiempo y el clima era cálido. En esa época, en primavera, los senderos estaban enlodados, los arroyos y los ríos inundaban las riberas, y los puentes y los caminos todavía no habían sido afirmados. Tras el invierno, los salteadores estaban hambrientos y sus conocimientos precisos del estado de los caminos les suponía una ventaja: si un carro se quedaba atascado en un vado, rechazar a los forajidos con rapidez y emprender la huida era casi imposible. El suelo resbaladizo y fangoso del bosque impedía que avanzaran los coraceros que acompañaban al carro para protegerlo. Por poco que se pudiera evitar, nadie emprendía un viaje antes de Pentecostés.
—Enviar un mensajero sería un error —adujo Salomon—. Porque supondría otra negociación más… En cambio, Dietrich ha propuesto una especie de visita familiar en cuyo marco será posible aclarar un pequeño malentendido entre vecinos, sin darle mayor importancia. Y, desde luego, tras intercambiar numerosos obsequios. Gerlin abogará por los colonos en tono maternal. En última instancia, el obispo habrá de aceptar la presencia de los nuevos colonos. Y si no queda más remedio, Dietrich, tendréis que financiar la construcción de un pequeño convento.
Florís sonrió.
—¡Un convento de monjas, mi señora! —dijo, tomándole el pelo a Gerlin.
Esta suspiró. Todo el asunto le saldría bastante caro a Lauenstein, incluso sin el convento. Durante semejantes visitas, los regalitos de los invitados solían ser magníficos. Ese año su esperanza de ir acumulando una reserva —al fin y al cabo, en algún momento tendrían que celebrar el espaldarazo de Dietmar, y, además confiaba en tener más hijos— también acababa de naufragar.
Y entonces volvieron a llamar tímidamente a la puerta. Por tercera vez, Gerlin se encontró frente a Hansi, el pequeño mozo de cuadra.
—Ha venido un doncel que quiere veros, mi señora Gerlin. Dice que es vuestro hermano, pero llegó junto con los señores y entonces… quién sabe qué…
Gerlin le sonrió.
—Me alegro de comprobar que no pecas de ingenuo, Hansi, pero, en efecto, Rüdiger es mi hermano. Dile que venga y luego vete a la cocina a buscar un trozo de tarta de miel… ¡Y advierte al cocinero que no sea cicatero! Dile que se lo ordena su ama.
El pequeño mozo de cuadra sonreía de oreja a oreja; posiblemente jamás había saboreado una tarta de miel en toda su vida. Rüdiger no tardó en hacer acto de presencia en la habitación. Aunque en los pasillos del castillo reinaba la oscuridad, no se había hecho con una antorcha: seguro que se había escabullido sin que su señor lo notara. Gerlin lo abrazó y Dietrich lo saludó con más afecto del que cabía esperar a tenor de las circunstancias que habían rodeado la despedida de Roland.
Los meses transcurridos le habían sentado bien: Rüdiger había crecido y se había vuelto más fuerte. Por lo visto, Roland era un excelente maestro armero: ninguno de los donceles de Lauenstein estaba tan bien alimentado ni era tan musculoso. Florís hizo un comentario al respecto y Rüdiger se ruborizó… de orgullo, pero quizá también un poco avergonzado. Al fin y al cabo, su tarea principal consistía en espiar y estaba a punto de traicionar a su caballero. Salomon, que notó la incomodidad del muchacho, le dijo un par de palabras cordiales y le sirvió una copa de vino. Desde el incidente durante el combate de exhibición sentía cierto respeto por Rüdiger.
—Un día —le había comentado a Gerlin—, Dietrich debería incluir la lanza de san Jorge en su blasón.
Rüdiger estaba sediento y bebió apresuradamente, pero parecía inquieto, pese a que Roland no podía tener inconveniente en que visitara a su hermana.
No obstante, Gerlin decidió ir al grano de inmediato.
—¿Cuál es el auténtico motivo de la presencia de tu intachable señor y los suyos? —preguntó—. ¡Es evidente que el asunto de los colonos solo es un pretexto!
Rüdiger asintió.
—¡Pero un pretexto bienvenido! —respondió—. Es verdad que hemos venido por orden del obispo, aunque en realidad ignoraba la presencia de los colonos en el Frankenwald. El verdadero motivo es que en las últimas semanas la gente de las aldeas de Sonnenberg y de Pressig venían quejándose de constantes ataques… y el obispo creyó que… bien, para ser exactos, Roland lo… convenció de que los acontecimientos se desarrollaban en vuestras tierras.
—Vaya, ¿ahora son nuestras tierras? —preguntó Florís con sorna.
—¿Qué ataques son esos? —quiso saber Dietrich.
Rüdiger se frotó la nariz y Gerlin sonrió. Hacía un instante su hermano parecía muy adulto y varonil, pero ese característico ademán le confería un aspecto infantil.
—Ataques muy extraños —respondió—. Suceden en pequeñas aldeas y asentamientos donde no hay nada que robar. Los atacantes van a caballo; al parecer llevan casco y armaduras ligeras, y luchan con espadas. Roland cree que son caballeros bandidos.
Florís frunció el ceño.
—¿Sabéis algo acerca de reductos de caballeros bandidos en el Frankenwald, maese Salomon?
En la comunidad judía de Kronach vivían muchos que comerciaban con el extranjero y que se convertían en las víctimas predilectas de los nobles rapiñadores. Salomon sacudió la cabeza.
—No he oído nada al respecto, aunque es verdad que el trecho del camino a Bamberg atrae a numerosos salteadores de caminos.
—¡Pero esos no atacan aldeas de campesinos! —dijo Dietrich—. Y aún menos los caballeros bandidos. ¿Qué es lo que roban en las aldeas?
Rüdiger se encogió de hombros.
—Poca cosa. Pero lo destrozan todo, violan a las mujeres y se llevan el ganado. Luego los animales regresan, a excepción de un par de bueyes o de cerdos que los forajidos devoran durante el banquete de celebración tras el ataque. Cuando los campesinos se atreven a entrar en el bosque, encuentran huesos, restos de comida y rescoldos de hogueras. Todo indica que los bellacos cabalgan en dirección a Lauenstein. En todo caso, el obispo nos envió aquí para que informemos a Dietrich del asunto y le recordemos su obligación de combatir a los caballeros bandidos y los bellacos que invaden sus tierras.
Dietrich asintió.
—Estaríamos encantados de hacerlo, pero aquí no tenemos noticia de ningún ataque. Esos individuos, sean quienes sean, no asuelan las tierras de Lauenstein.
—Eso solo os vuelve más sospechoso ante los ojos del obispo —replicó Rüdiger.
Gerlin puso los ojos en blanco.
—No digas tonterías, ¿para qué íbamos a enviar incendiarios y asesinos a la demarcación del obispo de Bamberg? El único señorío que se me ocurre pertenece a Laurent von Neuenwalde… ¡y a su provecta edad no creo que se haya convertido en un caballero bandido!
Laurent von Neuenwalde solo poseía un pequeño feudo que en su día le había proporcionado el padre de Dietrich. Sus hijos eran donceles de Lauenstein; la familia no era acaudalada, pero sí digna de respeto.
—Es el tipo de artimaña a la que se recurre cuando se pretende provocar una querella —comentó Florís, y vació su copa de vino, solo para volver a llenarla en el acto—. Dejar que tus propios caballeros roben y saqueen en las tierras del contrario… pero sin llevar casco ni blasón. Si el otro te acusa, no sabes nada. Uno miente hasta que el otro se enfurece y ataca por su cuenta. Y entonces ya ha provocado la querella y uno mismo sale mucho mejor parado cuando el rey o el príncipe de la Iglesia o quien sea intenta mediar.
Dietrich se enderezó y dirigió una mirada airada a su amigo y maestro.
—¡Eso no es caballeresco! —estalló, enfadado.
Gerlin se frotó la frente.
—Nadie ha dicho que lo sea —dijo con un suspiro—. Pero por lo visto se trata de una táctica conocida, solo que nosotros no echamos mano de ella, pues no queremos provocar querellas. Así que quien…
—Uno también puede atacar sus propias aldeas —señaló Florís—. Y acusar a los otros de haberlo hecho… Sí, ya lo sé, Dietrich: sería aún más pérfido, pero el mundo real no es una novela artúrica.
Gerlin recordó la imagen del orondo obispo de Bamberg.
—¡No creo que Otto sea capaz de semejante cosa! —declaró con firmeza.
—¡Pero Roland, sí! —dijo Salomon, y suspiró—. Me temo que he de daros la razón en todos los aspectos, Dietrich. Debéis cabalgar a Bamberg lo antes posible, por más que el clima no sea propicio. Las murmuraciones de ese caballero en contra de Lauenstein han de salir a la luz para poder acabar con ellas antes de que el obispo os guarde un auténtico rencor, así que preparaos para emprender viaje.