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Loisl, el muchacho campesino, y sus amigos se trasladaron al bosque incluso antes del inicio del invierno y durante los meses siguientes nadie en el castillo de Lauenstein tuvo noticias de ellos. De vez en cuando, Gerlin se estremecía al pensar en los quince jóvenes que perseveraban en su nuevo asentimiento rodeados del frío y la nieve, confiando en que al menos hubiesen tenido tiempo para construir un par de chozas. Al llegar la Navidad le habría gustado enviarles un carro con provisiones, pero en esa época solo los caballos podían abrirse paso a través de los caminos del Frankenwald, y ningún caballero hubiese considerado digno de su condición visitar a los campesinos. Los aldeanos tampoco sentían un gran aprecio por los nuevos colonos y no tenían ganas de abandonar sus casas más o menos confortables para ir a visitarlos. Ninguno de los campesinos se sentía tentado de correr semejante aventura, ni siquiera ante la perspectiva de recibir un regalo.

Así que Gerlin renunció a su deseo y se ocupó de sus propios asuntos, pero las horas se le hacían muy largas. Dietrich aprovechó los días invernales para proseguir sus estudios con maese Salomon; el médico judío transportaba cada vez más libros y pergaminos al castillo y así evitaba que el joven caballero saliera al exterior y se expusiera al clima inhóspito, provocando las protestas de Florís, que casi siempre estaba desanimado. En los últimos meses, el habitualmente sosegado aquitano parecía irritado e inestable, lo cual afectaba sobre todo a su relación con Gerlin. Parecía buscarla, pero luego la trataba con condescendencia y la ignoraba cuando hablaba con Dietrich. Evitaba quedarse a solas con ella, puesto que no quedaba ningún tema del que pudieran hablar en confianza. En todo caso, manifestó su desagrado por el hecho de que Dietrich evitara las prácticas con las armas.

—¡Olvidará todo lo que le enseñamos con tanto esfuerzo! —argumentaba en tono enfadado, una vez más sin mirar a Gerlin a la cara.

La joven condesa se encogió de hombros y contestó al caballero que quizá su esposo nunca más tendría que volver a justar en un torneo y mucho menos en la siguiente primavera. Florís se llevó la mano a la frente: una falta de cortesía que antes jamás se hubiera permitido.

—¡No se trata de justas y de copas de triunfo, mi señora Gerlin! ¡Se trata de que un caballero ha de ser capaz de defenderse!

Gerlin no hizo ningún comentario sobre el argumento de Florís ni sobre su descortesía. Jamás había vivido una batalla o un sitio, y, a su entender, Lauenstein era inexpugnable. Para ella era mucho más importante que Dietrich superara los meses fríos sin tos ni fiebre, y si las enseñanzas de Salomon contribuían a ello, estaba encantada de recibir al médico en el castillo, por más que ella no pudiera aprovechar sus clases de aritmética y técnicas arquitectónicas. Gerlin no era tonta, pero sus ansias de saber no eran tan inagotables como las de su joven esposo. Aunque maese Salomon siempre procuraba despertar su interés mediante la descripción de los milagros de la arquitectura moderna, echando mano de maquetas que construía con la ayuda de Dietrich, Gerlin también era capaz de admirar una catedral sin preguntarse cómo se construía un techo y por qué la luz penetraba a través de las ventanas de una determinada manera. Así que se limitaba a permanecer sentada en silencio, cosiendo o meciendo al niño y escuchando la agradable voz de Salomon, pero sin hacer mucho caso al contenido de sus palabras.

Sin embargo, a la larga, Gerlin no se dio por satisfecha con ello. Empezó a echar de menos las entretenidas conversaciones con las que Florís solía divertirla y soñaba con la música de los trovadores en la corte de la reina Leonor. Cuando la nostalgia por las diversiones y los bailes con las demás jóvenes la superaba, incluso se reunía con Luitgart para disfrutar de algunas charlas femeninas. No obstante, la condesa viuda se limitaba a quejarse y Gerlin siempre tenía un mal presentimiento cuando acudía a los aposentos de Luitgart en compañía del pequeño Dietmar. En realidad, Luitgart siempre trataba al niño con afecto, pero Gerlin desconfiaba de ella; nunca lo dejaba a solas con la madrastra de Dietrich, y, cuando esta le ofrecía un dulce, se lo quitaba de inmediato de las manos. De momento eso no suponía un problema, porque el niño aún era muy pequeño y Gerlin podía argumentar que no le convenía tomar dulces. Pero no tenía ni idea de cómo mantendría alejado a Dietmar de su «abuelastra». El asunto de Luitgart también era algo de lo cual tendría que ocuparse en cuanto llegara el verano. Nadie tenía interés en seguir alojando a la joven en Lauenstein.

Por fin empezó a fundirse la nieve y las primeras flores comenzaron a abrirse a la luz del sol, aún pálido. Gerlin se alegraba de la llegada de las fiestas de Pascua y Pentecostés; en la sala donde se reunían los caballeros ya no hacía tanto frío como durante las últimas semanas, y Dietrich volvía a impartir justicia y a dictar sentencias. También comenzaron a llegar las primeras noticias del exterior: los caballeros errantes informaban de las aventuras de Ricardo Corazón de León. A fines de 1192 había sido tomado prisionero por Leopoldo de Austria y en la primavera del año siguiente fue entregado al emperador Enrique. A partir de entonces, todos hablaban de unas sumas exorbitantes que exigían por su rescate. En febrero lo pusieron en libertad tras pagar ciento cincuenta mil marcos de plata y volvía a haber temas de conversación.

Con la llegada del mes de marzo, Gerlin recordó a los nuevos colonos del bosque y se empeñó en enviarles unos carros con víveres, pero el asunto tomó un giro inesperado. En esos momentos, Gerlin observaba los ejercicios de los caballeros desde la balaustrada; Dietrich volvía a participar y Florís lo regañaba, sin establecer diferencia entre el señor del castillo y los jóvenes donceles. Adalbert escuchaba sus palabras con expresión contrita: seguro que hubiera formulado las críticas de un modo más afable. Sin embargo, Gerlin no dejó de notar hasta qué punto estaban oxidadas la armadura de su esposo y su técnica, y, de mala gana, tuvo que darle la razón a Florís. Incluso Salomon justaba con más valor que su joven esposo.

Además, Dietrich se enfrentaba a algunos problemas causados por su desarrollo. Había ganado en altura y aumentado de peso, así que debía adaptar su técnica a las nuevas circunstancias y entrenar unos músculos de los que de muchacho apenas había sido consciente. De noche le dolía todo el cuerpo, pero Gerlin no dejaba de animarlo alabando su apostura. En efecto: Dietrich se estaba convirtiendo en un caballero musculoso y de buen porte. Algún día se parecería a la imagen del caballero galante soñado por Gerlin… si durante el último año no hubiera sido reemplazada por la del joven aquitano, siempre presente en sus pensamientos. Daba igual que la tratara con brusquedad y lo mucho que procurara alejarse de ella tanto en sus pensamientos como con sus actos.

Gerlin lo apartó de sus sueños con determinación y trató de concentrarse en Dietrich, que en ese momento cabalgaba sobre el terreno todavía resbaladizo. Durante los últimos días unas lluvias torrenciales habían derretido la nieve y el hielo, de forma que la tierra ya no estaba congelada, pero sí fangosa. Cuando Floremon resbaló en el barro, Gerlin se asustó, pero el semental no perdió pie. Entonces la condesa notó que alguien le rozaba la espalda con timidez.

—Mi señora Gerlin… —A sus espaldas se encontraba un pequeño mozo de cuadra que la contemplaba con expresión amedrentada—. Mi señora Gerlin, el caballerizo me pidió que os llamara. En el bosque hay una persona que quiere hablar con el señor Dietrich, pero él está muy ocupado, y poco presentable por la justa… Quizá sería mejor que vos os encontrarais con él primero…

—¿Es uno de los yegüeros? —preguntó Gerlin, y se dispuso a seguir al muchacho.

—No, mi señora, a esos los conozco. Al que ha venido hoy no lo había visto nunca. Dice que el señor Dietrich lo conoce.

Pero el muchachito no la condujo a las caballerizas, tal como ella había esperado, sino a la cocina: un recinto enorme y siempre cálido con tres fogones. Ante el más grande estaba sentado un joven rubio, alto y robusto, envuelto en ropas sucias y harapientas. El mandil estaba rasgado encima del hombro y por debajo se veía una herida causada por una espada. En medio de la penumbra de la cocina su rostro resultaba casi irreconocible, entre otras cosas porque no dejaba de llevarse un cuenco de sopa y un gran trozo de pan a la boca. Parecía estar muerto de hambre.

—Ave María Purísima, sé bienvenido al castillo —lo saludó Gerlin con amabilidad—. ¿Deseas… hablar con tu señor?

Cuando ella le dirigió la palabra, el hombre se volvió y Gerlin lo reconoció.

—¡Loisl! Dios mío, ¡qué aspecto traes! ¿Qué te ha pasado, por amor de Dios? ¿Qué ha sucedido con el asentamiento y con los demás?

El joven de grandes ojos azules le lanzó una mirada que aún expresaba espanto.

—El asentamiento… ha quedado destruido… Ayer vinieron… He caminado toda la noche…, quería buscar ayuda. Luchamos, pero…

—Despacio, Loisl… Que alguien le sirva una copa de vino al muchacho. Creo que lo necesita.

Los escanciadores no escaseaban, la mitad de los ayudantes de cocina se apiñaban en torno al recién llegado, muertos de curiosidad. Por fin uno de los cocineros envió a uno de los galopillos a la bodega a por vino.

—¿Quiénes vinieron? —preguntó Gerlin.

Lo primero que pensó fue que serían forajidos y atracadores, pero en realidad eso era bastante improbable, porque los ladrones sabían que los nuevos colonos no poseían nada; en todo caso, quizá querían robarles los caballos. Pero los ladrones se lo debían de haber pensado dos veces, puesto que todos sabían que las yuntas eran un préstamo y no era probable que quisieran enfrentarse a los señores de Lauenstein.

—Eran caballeros… todo un grupo de caballeros. Dijeron… dijeron que no teníamos derecho a talar sus tierras, y, cuando les contestamos que teníamos el permiso del señor Dietrich, se rieron de nosotros. Dijeron que esa zona del bosque pertenecía al obispado de Bamberg, que allí el señor Dietrich no tenía nada que hacer y que debíamos regresar a casa. ¡Ya habíamos talado la primera demarcación, mi señora! Empezábamos a talar la segunda, en verano queríamos construir las casas… Y ahora…

Gerlin decidió que era imprescindible que Dietrich se encargara del asunto. Y quizá también Salomon: hacía falta alguien muy sensato y frío. Pero primero debía averiguar los daños sufridos.

—Dices que luchasteis, Loisl. ¿Acaso alguien… murió?

Cuando el muchacho negó con la cabeza, Gerlin suspiró aliviada.

—Derribaron y quemaron las chozas… y nos dieron una tremenda paliza cuando nos defendimos —dijo, señalando la herida del hombro.

Gerlin vio que la había causado un mandoble: tenía un moratón azulado y verdoso en torno a la herida. Si el violento cintarazo hubiera sido de canto, habría despedazado al joven campesino.

»Pero no mataron a nadie.

—¿Y hubo algún muerto entre los otros? —quiso saber Gerlin.

—¿Acaso creéis que uno de nosotros podría matar un caballero? —contestó Loisl, encogiéndose de hombros—. No hubiésemos podido hacerlo aunque no hubiesen llevado la armadura completa. Petrus le arrojó un cuchillo a uno que quizás atravesara su cota de malla, pero, cuando se largaron, todos montaban a caballo.

—Tanto mejor —dijo Gerlin—. Bien, Loisl, ahora has de recuperar fuerzas…

Entretanto, el galopillo había traído una jarra de vino y el joven campesino bebió un largo trago.

—… luego te lavas en la fuente y haré que te traigan ropas limpias. Mientras tanto, informaré al conde de lo ocurrido y luego te haremos llamar. ¡Y no desesperes! Estoy segura de que podremos resolver este asunto.

Pese a sus palabras de consuelo, Gerlin echó a correr a la palestra presa de la cólera y puso a Dietrich y a Florís en antecedentes. También envió un mensajero a la finca de Salomon, aunque en realidad confiaba en que el médico ya estuviera en camino. Gerlin lo había invitado a pasar la velada con ellos; en los últimos días habían llegado algunos caballeros errantes, seguro que traían novedades y a lo mejor entre ellos también había algún trovador. En todo caso, Gerlin tenía ganas de divertirse y los había invitado a un banquete en la gran sala, aunque, debido a los acontecimientos, sus planes tendrían que esperar hasta una ocasión más propicia.

Cuando entró en los aposentos que compartía con su esposa, Dietrich estaba casi tan sucio y sudado como el joven campesino. Gerlin acababa de ordenar que encendieran la estufa; aunque aquel día había lucido el sol, en el interior del castillo aún hacía frío. No debía olvidarse de pedir a los criados que encendieran braseros en la gran sala, pero de momento le dijo a Dietrich que se lavara, tal como poco antes se lo había indicado a Loisl.

—¡Tómate el tiempo que sea necesario, tienes que recibir al muchacho de manera digna! —le dijo—. ¡Ponte prendas suntuosas, el joven ha de poder confiar en su señor!

Finalmente Dietrich se aseó un poco en sus aposentos, echando mano de la jofaina y la palangana. Era demasiado tarde para acudir a la casa de baños y no tenía ganas de meterse en el agua helada de la fuente o del abrevadero de los caballos. Gerlin confiaba en que Florís no lo regañara por ello, pero el mal humor del aquitano había dado paso a la preocupación del experimentado consejero.

Florís aguardaba la llegada del conde en compañía de la esposa de este. El caballero pareció alegrarse cuando Salomon llegó unos instantes después… y no solo porque su presencia le evitaría permanecer a solas con ella. Finalmente Dietrich, ataviado con una camisa limpia de lana bajo la larga túnica de brocado azul oscuro, recibió a Loisl y escuchó su informe con el ceño fruncido.

—¿Presentaréis una queja ante el obispo de Bamberg? —preguntó el muchacho.

Dietrich asintió con la cabeza al tiempo que se mordía el labio inferior; el gesto hacía que pareciera un niño, algo que él quería evitar.

Salomon tomó la palabra.

—No te preocupes: tu señor aclarará el asunto —le dijo al colono—. Sin embargo…, si el obispo no se mostrara dispuesto a escuchar, ¿estaríais de acuerdo en estableceros en otro lugar?

Loisl parecía al borde de las lágrimas.

—Señor —susurró—. Todo ese trabajo… Ya habíamos escogido dónde construir nuestras casas, habíamos cortado la madera necesaria. Pudimos salvarla casi toda, aún estaba en el bosque y no se quemó. Y ahora… pero, por supuesto que nos someteremos a vuestra voluntad, señor…

—¡Ni hablar de que se establezcan en otro lugar! —exclamó Florís—. Dietrich no puede pasar por alto semejante afrenta. Si el obispo tiene algo que objetar, ha de acudir al castillo de Lauenstein y presentar una queja. O al convento de Saalfeld o al arzobispo de Maguncia. Pero semejante ataque… Os proporcionaremos coraceros y…

Pero Dietrich hizo un gesto negativo con la mano.

—No, Florís, no hagáis promesas precipitadas.

Cuando Dietrich tragó saliva y se enderezó, Gerlin se enorgulleció de su joven esposo.

—Reflexionaremos sobre el asunto con tranquilidad y aclararemos el malentendido con el obispo. Estoy seguro de que quien ordenó el ataque no fue él. No deberíamos considerar lo ocurrido como una afrenta cuando tal vez solo se trate de unos cuantos caballeros que se pasaron de la raya. De momento has de regresar junto a tu gente, muchacho, y lo mejor sería que por ahora abandonarais el claro hasta nuevo aviso. La tala puede esperar un par de días, aunque si esos caballeros regresan puede que haya muertos. ¡Pero no os desaniméis y no creáis que eso supone una respuesta negativa a vuestro proyecto! Estoy casi convencido de que el asunto se podrá resolver de modo favorable.

Con esas palabras, el joven conde se despidió del campesino. Gerlin le pidió que aguardara unos instantes y cogió un par de brazaletes y prendedores bonitos pero sencillos de su arcón.

—Toma, para que no regreséis con las manos vacías junto a las muchachas a las que ya les habéis prometido casas nuevas —dijo en tono cordial—. Que estos regalos sean prenda de vuestro amor y del nuestro por nuestra gente. ¡Dentro de un año podréis pedir sus manos! Si entonces os establecéis aquí o allí…

Ruborizado y muy agradecido, Loisl se marchó. Salomon dirigió una mirada de aprobación tanto a su alumno como a la joven esposa de este.

—Habéis procedido muy bien —los alabó…, pero antes de que alguien pudiera pronunciar palabra, volvieron a llamar a la puerta y, sorprendida, Gerlin saludó a Adalbert.

El viejo caballero hizo una reverencia.

—Mi señora Gerlin, mi señor Dietrich, acaba de llegar una delegación de caballeros que llevan los colores del obispo de Bamberg, con aspecto muy oficial y portando la bandera de los parlamentarios en una batalla. El mayordomo les dio la bienvenida en el patio, pero sería mejor que salierais a su encuentro de inmediato. Al parecer, se trata de un problema sobre unas tierras de las que supuestamente os habéis apropiado.

—¿Que nos hemos qué? —gritó Florís.

Dietrich volvió a alzar la mano procurando apaciguarlo.

—Celebro que haya acudido la delegación —dijo—. Así no he de enviar a alguien yo mismo y podremos aclarar el asunto en el acto. Solo resulta curioso que el obispo envíe caballeros y no a un miembro del clero…, pero desde luego iremos a saludar a los señores. Os agradezco, Adalbert, que os hayáis molestado…

En general, los caballeros no hacían de mensajeros.

Adalbert se restregó la frente.

—Lo consideré aconsejable, mi señor, porque… quien encabeza la delegación no es un caballero cualquiera. El obispo ha enviado a Roland von Ornemünde.