1

Dietrich se hizo cargo de la administración de su feudo prudente y concienzudamente, tal como era su costumbre. Mientras que el frío invernal no se lo impidió, recorrió sus tierras a caballo, siempre acompañado de Florís y Salomon, vigiló la siembra otoñal y administró justicia. El grupo de caballeros refunfuñó un poco: consideraban que la influencia del judío era excesiva, pero los campesinos apreciaban las inteligentes decisiones de su señor. Dietrich no las tomaba sin tener en cuenta a los jefes y los párrocos de las aldeas, al contrario: también prestaba oídos a su opinión y a las declaraciones de los implicados en cada caso. Al principio vacilaba antes de dictar sentencias muy severas, pero, cuando acabó por comprender que ciertos bribones eran incorregibles, comenzó a imponer castigos drásticos.

Pese a ello, al joven conde seguía desagradándole observar cuando alguien era azotado. Y un día tuvo que enfrentarse a la primera condena a muerte. Ya desde niño, Kurt Brandner, el hijo de un campesino oriundo de Steinbach, había demostrado su rebeldía y su escasa disposición al trabajo. De joven abandonó la cabaña de su padre, se casó con una muchacha tan descarriada como él y se unió a una pandilla de ladrones que habitaba en el bosque a los pies del castillo de Steinbach. A partir de entonces, Odebert von Steinbach, el señor del castillo, no dejó de recibir una queja tras otra. Kurt Brandner y sus compinches asaltaban a los viajeros, irrumpían en las granjas de los campesinos y robaban los caballos de los prados. Formaban una pandilla muy lista que cambiaba de escondite cada dos o tres días, y durante más de dos años resultó imposible apresar a sus miembros.

Odebert von Steinbach y sus hijos, todos ellos de carácter colérico, desarrollaron una ira feroz por ese bribón que actuaba con semejante descaro, pero ni las patrullas ni las recompensas prometidas por atrapar a los bandidos dieron el menor resultado. Y no es que Kurt Brandner gozara del apoyo de los campesinos, puesto que al fin y al cabo ellos también eran víctimas de sus robos. En efecto, incluso su propia familia le deseaba lo peor: sus padres, sus hermanos y hermanas eran personas absolutamente decentes y lo único que Kurt hacía era granjearles mala fama.

Tras años de causar innumerables problemas, los caballeros del castillo de Steinbach lograron atrapar a Kurt Brandner por pura casualidad. Los salteadores de caminos acababan de atacar una caravana de comerciantes, habían apalizado a sus miembros y se estaban repartiendo las mercancías cuando un jinete, que a duras penas había logrado escapar del ataque, se topó con un grupo de cazadores formado por los Steinbach y sus amigos. De inmediato los caballeros lo siguieron al lugar de los hechos y atraparon a la panda in fraganti.

Si Dietrich von Lauenstein no hubiera anunciado su presencia para administrar justicia a la mañana siguiente, quizá los Steinbach habrían colgado a los asaltantes del árbol más cercano, pero, dada dicha circunstancia, no osaron tomarse la justicia por su mano. Así pues, presentaron a los bribones maniatados ante Dietrich, en la sala de su castillo, adonde todos los habitantes del lugar habían acudido para observar el proceso. Además de Kurt Brandner, que se enfrentó a su juez con expresión burlona y al parecer indiferente, la panda estaba formada por ocho muchachos, en su mayoría muy jóvenes, cuyas madres suplicaban por sus vidas entre sollozos. Los hijos del jefe de los bandidos aguardaban la sentencia con los ojos desorbitados de terror.

Dietrich, que en esa ocasión había viajado en compañía de Gerlin, no sabía cómo enfrentarse a las pretensiones de los Steinbach, que querían acabar con todos los bribones en el acto. Por fin consultó con su joven esposa, a la que tampoco le agradaba la idea de condenar a once personas a la horca.

—No te queda más remedio que condenar a Brandner a morir —afirmó Gerlin—. A ese no puedes indultarlo, puesto que dicen que ha vivido de los atracos y tal vez también haya matado a más de uno. Pero los demás… a lo mejor puedes limitarte a hacerlos azotar y luego los envías a sus aldeas: allí la vida no les resultará fácil. Al fin y al cabo, también robaron a su propia gente.

—Pero Steinbach quiere verlos ahorcados a todos —objetó Dietrich—. También… también a los niños…

El joven conde parecía desanimado.

—¡Da igual lo que quiera Steinbach! —contestó su esposa en tono arrogante—. Tú eres su señor, a ti te corresponde dictar sentencia. Y para ti sería de gran provecho mostrarte clemente de vez en cuando. Así que envía a Brandner al infierno, pero nos llevaremos a los niños al castillo, donde recibirán una educación severa. Como galopillos y mozos de cuadra no podrán cometer muchas travesuras, y puede que al menos el más pequeño incluso se convierta en un muchacho honrado.

Finalmente Dietrich le dio la razón, aunque parecía bastante inseguro al informar de su decisión al colérico castellano. Steinbach y sus hijos manifestaron su indignación a voz en cuello y quien llevaba la palabra era Odemar, el más joven, un caballero robusto, rudo y fuerte como un oso. Sin embargo, la decisión de Dietrich gozó de la aprobación de los campesinos y a duras penas logró defenderse de las muestras de agradecimiento de las madres de los indultados.

Al día siguiente, cuando emprendieron la cabalgata de regreso a Lauenstein, Gerlin sintió una gran incomodidad cuando las mujeres se despidieron de ella obsequiándola con toda clase de dulces y pequeños tejidos. Ella y Dietrich presenciaron la ejecución de Kurt Brandner de mala gana, pero les ahorraron el espectáculo a los hijos del ajusticiado. Dietrich acompañó a los muchachos a las cuadras, los dejó en manos de un caballero de mayor edad para que los vigilara y confió al más pequeño, que parecía bastante avispado, el cuidado de su semental.

—Una vez más ha vuelto a superar los límites de la sensatez —dijo Florís con un suspiro, y decidió que no perdería de vista al semental. Aunque el pequeño parecía muy entusiasmado con la tarea, también era posible que albergara deseos de venganza—. ¡Si quiere seguir con vida, Dietrich ha de ser más duro!

Pero, en realidad, la siguiente jugada de Dietrich para salvaguardar su seguridad estaba más relacionada con la ternura que con la dureza. Tres meses después de la boda, Gerlin dejó de menstruar. Un tanto abochornada, se dirigió a la comadrona de la aldea —como siempre, el número de mujeres que ocupaban el castillo de Lauenstein era muy reducido—, quien confirmó su estado de buena esperanza: el heredero de Lauenstein nacería antes de un año.

—Entonces habré cumplido quince años —dijo Dietrich, un tanto espantado—. Todo… todo ocurre con demasiada rapidez.

Gerlin lo tranquilizó con una sonrisa. En realidad había confiado en que la noticia le levantara el ánimo: los fríos días de diciembre no le sentaban bien a su joven esposo. Durante las cabalgatas a través de la comarca o durante la práctica de armas con los donceles —Florís había insistido en que el joven caballero continuara participando en estas—, Dietrich había cogido un resfriado y padecía una tos persistente, y ahora se aburría sentado ante las llamas del hogar en los aposentos de Gerlin. Ansiaba volver a participar de la vida del castillo, pero Salomon le aconsejó que primero se restableciera del todo.

Que el médico se tomara la dolencia —según ella bastante inocua— con tanta gravedad la asustó, habida cuenta de que en invierno casi todos los habitantes del castillo tosían y moqueaban. Si bien era cierto que Lauenstein resultaba más confortable que Falkenberg o los aposentos de la señora Aliénor en Oléron, había mucha corriente en los pasillos y los adarves, y el pergamino que cubría las ventanas no evitaba que el frío penetrara en las habitaciones. Y también el aparente «interés» de Luitgart convenció a Gerlin del delicado estado de Dietrich.

—¿Acaso vuestro esposo aún no se encuentra mejor? Vaya: aún recuerdo cuánto temimos por su vida cuando era niño. Siempre ha sido muy propenso a enfermar…

Apretando los dientes, Gerlin le aseguró que en esa ocasión su esposo no corría peligro de morir. Una vez más, la relación con su antecesora dejaba bastante que desear, así que aprovechaba los días fríos para permanecer junto al hogar en sus aposentos y repasar los libros en los que figuraban los ingresos y los gastos, las provisiones y las limosnas. Desde la muerte del viejo conde, resultaba evidente que la administración del castillo había dejado mucho que desear. Luitgart había gastado grandes cantidades de dinero, pero no había apuntado el montante de los impuestos de los campesinos pendientes de pago, como tampoco el diezmo destinado al obispo de Maguncia.

—¡Me pregunto si no lo habrá hecho adrede! —se enfadó Gerlin—. Nada convence más a un señor de que un feudo no está correctamente administrado que el impago de los impuestos. Pero claro: ¿qué podrían esperar los señores de un heredero menor de edad y de su joven e ignorante madrastra? Alguien como Roland von Ornemünde sabría poner remedio con rapidez. Afortunadamente, el emperador tiene otras cosas de las que ocuparse aparte de nuestros asuntos.

En ese momento el emperador Enrique VI estaba de camino a Italia a fin de conquistar el reino de Sicilia, heredado por su esposa, mediante una cruel campaña militar.

Dietrich le dirigió una sonrisa exhausta, pero también tierna y admirativa.

—¡Y ahora el joven conde de Ornemünde obtiene ayuda gracias a los sabios consejos de su dama! Enviaremos el diezmo de inmediato, acompañado de una disculpa y con la promesa de que a partir de ahora el feudo estará en buenas manos.

Entretanto, Gerlin también había tomado el mando sobre la cocina y las bodegas del castillo, y no dejaba de desconcertar a los cocineros, al bodeguero y a las criadas poniéndose ella misma manos a la obra. Dietrich y Florís la reprendían cada vez que la descubrían ayudando a hornear y asar ataviada con un viejo vestido en vez de limitarse a supervisar las tareas.

—Aunque tengáis un aspecto encantador con ese delantal y el pañuelo en la cabeza, estáis minando vuestra autoridad —declaró Florís—. Sí, ya sé que os agrada hacerlo, pero ¿no podríais encontrar una tarea más conveniente para una castellana? ¿Acaso no hay algún convento de monjas que pudierais apoyar, o dedicaros a alguna ocupación similar adecuada para una dama?

Gerlin se carcajeó de él.

—¡En ese caso, primero habría de sobrar algo con que prestarles apoyo! Pero tras las costosas celebraciones que supuso el espaldarazo y después de pagar el diezmo al obispo no disponemos de mucho dinero para hacer regalos. Y bordar paños de altar no me divierte. Dejad que siga jugando a ser un ama de casa, Florís, al menos mientras dure el invierno. En verano volverán a acudir jóvenes caballeros al castillo y daré la bienvenida a poetas y cantantes; prefiero prestarles apoyo a ellos que a un convento de monjas. ¡Que Dios me perdone! A lo mejor también nos envían un par de muchachas para que las eduquemos: los nuevos donceles tal vez acudan acompañados de sus hermanas. Y si estas me ayudan con el bordado…

También Luitgart contemplaba la obstinada dedicación de Gerlin con desagrado. Era evidente que la joven viuda se aburría y Gerlin albergaba la esperanza de que le rogara a Dietrich que dispusiera que la acompañaran al castillo de sus padres. A su edad, Luitgart no había de tener ningún problema para conseguir un segundo marido, pero quizás aún estaba apenada por la ausencia de Roland.

—¡Y además espía para él! —comentó Salomon, que volvía a estar de visita en el castillo, en esa ocasión satisfecho al comprobar la mejoría de Dietrich—. ¿Qué noticias hay de Rüdiger, mi señora Gerlin?

No había muchas novedades. Como era de esperar, Roland von Ornemünde pasaba el invierno en Bamberg; antes de la primavera no merecía la pena emprender aventuras. Durante los meses fríos, incluso en al-Ándalus la guerra se tomaba un descanso. Por supuesto, el joven caballero podría haberse retirado a las posesiones de su familia en Turingia, pero al parecer prefería servir al obispo. Incluso era posible que el caballero fuera apreciado: el príncipe de la Iglesia a menudo requería su protección cuando viajaba, y Rüdiger recorría el obispado como doncel. Pero no había descubierto ninguna intriga.

Así transcurrió el primer invierno de Gerlin en Lauenstein, y en primavera su embarazo era tan evidente que Luitgart tendría novedades que comunicar a su cómplice, en caso de que realmente se mantuviera en contacto con Roland.

Dietrich volvió a recorrer la comarca a caballo, comprobando el estado de la cosecha de heno e impartiendo justicia; de momento solo se trataba de juzgar a los cazadores furtivos, en general campesinos a quienes se les habían acabado las provisiones al final del invierno. Como siempre, sus veredictos eran misericordiosos y, más que a los pecadores arrepentidos, prefería reprender a los jefes de las aldeas que no obligaban a los habitantes a aprovisionarse como es debido.

—¡Si pasáis hambre, acudid al castillo y pedid limosnas! —instó a los campesinos—. ¡Así me ahorraréis los daños causados en el bosque y a vosotros, los azotes!

Pronto Gerlin ya no pudo seguir cabalgando, pero no desatendió las tareas del hogar. La joven condesa supervisaba la administración del castillo y hablaba con los campesinos que acudían para pagar sus impuestos y el diezmo, así que al menos averiguó quién era relativamente rico y quién tenía dificultades en los alrededores del castillo, qué mujeres habían enviudado o se habían quedado embarazadas por quinta vez en cuatro años. Dietrich ordenó a sus administradores que en esos casos fraccionaran los impuestos o incluso se los perdonaran, y otorgaba a los futuros padres un permiso especial para pescar y cazar… al tiempo que ejercía mayor presión sobre los arrendatarios acaudalados pero morosos.

En general, los habitantes del condado estaban más que conformes con su joven señor. Y tampoco Gerlin podía quejarse de su esposo. Siempre que disponía de unas horas, el serio señor feudal Dietrich von Lauenstein se convertía en un apasionado y muy enamorado joven caballero, el amante con el que cualquier jovencita de una corte galante podría soñar. Entonces conducía a Gerlin fuera de la cocina y la bodega hasta los jardines o paseaba con ella por los prados. Le trenzaba coronas de flores silvestres o de manzano, se tendía junto a ella en los prados perfumados y la besaba bajo el sol primaveral.

A Gerlin le agradaba cuando por fin se dormía con la cabeza apoyada en su regazo mientras la brisa jugueteaba con sus rizos claros; en esos instantes aún parecía un niño, y ella disfrutaba de su juventud y de su evidente agradecimiento por el amor que le profesaba y por la criatura que llevaba en su seno. Dietrich no se cansaba de apoyar la mano o incluso la mejilla contra su vientre para sentir la presencia del niño y escuchar los latidos de su corazón.

—¡Pero si no puedes oírlos! —se burlaba ella, pero Dietrich insistía en que el corazón de su hijo latía al unísono con el suyo.

El niño de Gerlin nació en un soleado día de agosto, mientras los carros de heno iban atravesando la puerta del castillo. Cuando la joven madre notó las primeras contracciones, tuvo que renunciar a tomar nota de las entradas y dejó la tarea en manos del capellán de la corte, poco entusiasta, pero, al menos, sabía escribir. Después las comadronas se apiñaron en sus aposentos, ya que todos los campesinos que se enteraron de la inminencia del parto habían enviado a la curandera de su aldea o incluso a su propia esposa para que ayudaran.

Dietrich observaba la multitud con expresión preocupada.

—¿De verdad deseas ponerte en manos de esas mujeres? —preguntó no sin nerviosismo—. ¿No sería mejor que llamara al médico…?

Pese a los dolores, Gerlin le sonrió.

—¿Por qué no? Prefiero considerarlas como hadas. Son siete, ¿verdad? Depositarán siete obsequios en la cuna de nuestro hijo.

Al final, quien depositó al hijo de Gerlin en sus brazos fue una mujer muy joven de largas trenzas castañas. La hija de la comadrona de Ludewichsdorf no tenía nada de mística y no cabía duda de que le deseaba lo mejor al primer hijo de su ama. Por ser una primeriza, el parto no había presentado complicaciones, pese a que el niño no era pequeño en absoluto. El recién nacido agitó los brazos y las piernas mientras las mujeres lo envolvían en pañales, gritó a pleno pulmón y solo se apaciguó cuando Gerlin le dio el pecho. Cuando el inquieto y temeroso Dietrich, que no entendía por qué el bebé gritaba tanto y se preocupaba por su estado, finalmente entró en la estancia, se encontró con su hijo dormido. Estaba encantado con la diminuta criatura de rostro enrojecido y entonces notó los latidos de su corazón, pero solo se calmó del todo cuando al día siguiente Salomon examinó al bebé y constató que estaba en perfecto estado.

—Un niño sano y fuerte, mi señora Gerlin —dijo en tono afectuoso, y entregó una preciosa cadena a la joven madre y un sonajero de plata para el niño, una pequeña obra de arte procedente de tierras sarracenas—. Será un excelente caballero, pero no permitáis que las mujeres lo envuelvan en pañales tan ajustados, porque apenas podrá respirar, por no hablar de agitar las piernecitas. ¡Con razón protesta!

Para celebrar el nacimiento del pequeño Dietmar, Dietrich volvió a ordenar que repartieran regalos entre sus súbditos. Sirvieron vino y cerveza en las aldeas, prepararon gachas en inmensas perolas y asaron bueyes enteros, así que los campesinos y los artesanos compartieron la alegría del conde y su mujer… Solo las enhorabuenas de Luitgart sonaron un tanto frías.

Inmediatamente después del primer juicio celebrado tras la cosecha, cuando Dietrich presidía la corte en la gran sala del castillo, resolvía querellas y prestaba oídos a las preocupaciones y los problemas de sus campesinos y caballeros, un par de muchachos se presentaron ante el conde y pidieron audiencia.

—Queríamos rogaros, señor, que nos dierais permiso para talar una nueva demarcación…

Loisl, un joven delgado pero fuerte de cabellos rubios, no se anduvo con rodeos.

—… que pensábamos… ¡que queremos llamar Dietmarsdorf en honor a vuestro hijo! —exclamó en tono casi triunfal: al parecer, con el fin de obtener la benevolencia del conde, los jóvenes habían reflexionado sobre dicha jugada durante días. Hicieron una reverencia ante Dietrich y Gerlin, que también presenciaba la escena.

Ambos contestaron a los halagos inclinando la cabeza. En general, las nuevas aldeas solo recibían un nombre tras ser fundadas, y con frecuencia el nombre elegido era poco imaginativo, como «Aldea Nueva», por ejemplo.

—Somos quince hombres de Lauenstein y de los alrededores —prosiguió el joven—. Provenimos de familias campesinas y sabemos cultivar la tierra, pero todos somos hijos menores, no heredaremos nada, no podremos fundar una familia y conocemos el mismo número de muchachas que por ese motivo permanecerán solteras…

Dietrich sonrió a los peticionarios.

—Sí, es verdad, mis campesinos tienen familias extensas —constató en tono amable—. Dios nos ha bendecido otorgándonos tierras fructíferas, de modo que en nuestras aldeas nunca falta algo que llevarse a la boca.

—¡No nos basta con llevarnos algo a la boca! —replicó el joven—. No queremos vivir como criados y criadas en las granjas de nuestros hermanos, preferimos talar el bosque y obtener nuevas tierras. Pero para ello requerimos vuestro permiso.

Dietrich asintió.

—¿Qué parte del Frankenwald queréis talar? —quiso saber—. No me gustaría expulsar a los pastores y los yegüeros, y el coto de caza…

En gran medida, el castillo alimentaba a los habitantes mediante la caza cobrada en los bosques de los alrededores y una de las obligaciones sociales de Dietrich consistía en invitar a los nobles vecinos y a los dignatarios de la Iglesia a cazar en otoño.

—La zona de caza no se verá afectada —le aseguró el joven—. No queremos ampliar la aldea, queremos fundar una nueva, siempre que vos ejerzáis el patronato. Pensamos en un claro situado a un día a caballo hacia el este, cerca del camino a Kronach, que así también resultaría más seguro, pues estamos dispuestos a ofrecer alojamiento a los viajeros. Allí resultaría fácil talar la primera demarcación para levantar las chozas este mismo otoño, talar la segunda en primavera y construir casas. ¡Entonces las mujeres podrían trasladarse allí el siguiente otoño!

Era el procedimiento habitual durante la fundación de nuevos asentamientos… y esos jóvenes tenían mucha prisa. Seguro que a algunos de ellos los impulsaba el amor por una joven aldeana.

Dietrich lo sabía y les sonrió con expresión comprensiva.

—Bien, al parecer ya habéis reflexionado a fondo sobre el asunto y creo poder acceder a vuestros deseos. Venid a verme mañana, entonces hablaremos en detalle sobre el tema y también respecto de las herramientas y las yuntas que necesitaréis. Estoy dispuesto a ayudaros, y ahora, tras la cosecha, hay caballos y carros disponibles…

—¿No supondrá un problema con el obispo de Bamberg? —preguntó Gerlin al día siguiente. Los jóvenes colonos acababan de marcharse tras recibir cuatro yuntas y varios caballos, así como herramientas y lonas para montar tiendas durante las primeras semanas que pasarían en el bosque. Los campesinos guardaban un pequeño pergamino en el que Dietrich había registrado la futura colonia como si fuera un tesoro—. ¿Acaso los límites del obispado no atraviesan dicha zona? —prosiguió.

Dietrich se encogió de hombros.

—Sí, por algún lugar, qué duda cabe. Pero mientras el obispo no envíe ningún grupo que quiera asentarse en el mismo lugar, no creo que exista un conflicto de intereses. El bosque es inmenso e impenetrable, Gerlin; en general, la gente evita adentrarse en él. Esos hombres tienen cabeza y valor, y lo que dice Loisl es verdad: el camino a Kronach, en la medida en que se puede llamar camino a ese sendero cada vez más cubierto de malezas, resultará más seguro si allí existe una aldea. Es precisamente el obispo quien más se queja de que el trayecto es peligroso y plagado de forajidos.

—¿Piensas al menos informarle de ello? —preguntó Gerlin, aún no muy convencida.

Dietrich le dirigió una sonrisa pícara.

—¡No tengo la menor intención de despertar a eclesiásticos dormidos! El obispo de Bamberg no es mi señor feudal, no tengo por qué poner en su conocimiento una ampliación de mis aldeas.

Salomon, a quien Gerlin informó del asunto con preocupación, lo confirmó.

—Si uno pide permiso a los señores, eso supone otorgar mucha importancia al asunto —dijo—. Pero, de todos modos, yo hubiera aconsejado a Dietrich que concediera otras tierras a los colonos —añadió, suspirando.

—Ay, los jóvenes caballeros… Aunque nuestro conde Dietrich es más sensato que la mayoría, nunca dejan de lado sus pequeños juegos. Por otra parte, el bosque situado al oeste también es muy espeso.

En esta ocasión Florís tomó partido por Dietrich. Tras el nacimiento de Dietmar, el caballero consideraba que la situación del conde era sólida. También dejó de preocuparse por Roland y consideraba que la idea de Gerlin de deshacerse de Luitgart mediante halagos era excelente; además, no temía al obispo de Bamberg en absoluto. Tras la nueva cosecha, Lauenstein había enviado generosas sumas a su cofrade de Maguncia y también había hecho importantes regalos a la abadía benedictina más próxima. Además, hacía poco que el abad había bautizado a Dietmar. Por tanto, Florís no consideraba que esa pequeña provocación a Otto II implicara un peligro, sino que, al igual que el joven Dietrich, disfrutaba de la travesura. Ninguno de los dos caballeros olvidaba que el obispo había hecho esperar a Gerlin y a Dietrich ante la iglesia. El conde era una persona paciente, pero su actitud estaba relacionada con su honor. La nobleza tendía a no olvidar las ofensas y Florís incluso reprochó a Gerlin sus «temores judíos» cuando ella defendió la opinión de Salomon.

Al oírlo, la joven se encogió de hombros. Durante las semanas que siguieron al parto, cuando aún permanecía en casa sin salir, Salomon la había visitado con frecuencia. Hacía tiempo que estaba mucho más enterada de la historia de los judíos de Bamberg y Maguncia que los caballeros, y podía comprender las precauciones y los cálculos del médico. Casi consideró que debía disculparse por las ideas de Dietrich y de Florís, pero el judío hizo un gesto negativo con la mano.

—De todas maneras, el asunto ya está zanjado, puesto que Dietrich ya ha aprobado los planes de los muchachos campesinos. Y la verdad es que tampoco puede ocurrir gran cosa…, ¡siempre que los señores no olviden por completo que el bien de este condado todavía no está asegurado por cadenas de hierro! Puede que el hilo de la vida de un niño o de un joven sea más resistente que un hilado de seda, pero incluso un hilo sólido puede ser cortado por una espada.