Dietrich pasó las horas anteriores al banquete en sus habitaciones. Se sentía eufórico tras la victoria, pero también muy dolorido. Tras el lanzazo y la caída del caballo, tenía el lado izquierdo del cuerpo completamente magullado y los ininterrumpidos cintarazos de Roland le causaron algunas heridas.
Salomon von Kronach estaba preocupado por su joven protegido.
—Lo malo es que quiere prestar el juramento nupcial hoy mismo —dijo, dirigiéndose a Florís cuando ambos entraron en la gran sala.
En esa ocasión, quien saludaba a los caballeros junto a su madrastra era Dietrich: un indicio muy sutil característico de él, que indicaba el cambio en las relaciones de poder. A partir de ese día, Dietrich von Ornemünde era el señor de Lauenstein. El espaldarazo lo había convertido en mayor de edad y ya podía hacerse cargo de su herencia. La expresión de Luitgart era avinagrada y Roland, que ocupaba la segunda fila detrás de ambos, tenía que esforzarse por sonreír. En cambio, una amplia sonrisa iluminaba el rostro de Dietrich, pese a que sus movimientos eran un tanto torpes y apenas lograba levantar el brazo izquierdo. Aceptó la enhorabuena de los invitados con gran modestia, sin dejar de manifestar que su victoria en el combate de exhibición solo se debía a la suerte y no a su superioridad.
—A lo mejor Roland me dejó ganar adrede —le dijo a Laurent von Neuenwalde, un caballero muy experimentado cuyo hijo también había sido armado caballero aquel día. Laurent miró a Roland y este se ruborizó: el viejo luchador por fuerza debía haber notado que el combate con su pariente había sido muy desigual.
—¡Os merecisteis la victoria! —le dijo a Dietrich—. Y también vuestra herencia. ¡Habéis de saber que mis hijos y yo siempre estaremos a vuestro lado cuando se trate de defender Lauenstein! —añadió, dirigiendo otra mirada de advertencia a Roland von Ornemünde antes de abrazar a Dietrich para sellar el juramento de fidelidad.
Solo faltaba Gerlin. Dietrich la buscó con la mirada: estaba impaciente, y también Peregrin von Falkenberg parecía un poco inquieto; no obstante, la expresión de Florís era serena. El prudente caballero había rogado a su antiguo doncel que enviara a sus hermanas a acompañar a la novia, para que no estuviera tan sola antes de la boda. Claro que no todas las muchachas sentían simpatía por Gerlin, pero no por ello iban a dejar de disfrutar del hecho de ayudarla a vestirse y a cepillarse los cabellos.
Florís no se había equivocado: tras unos primeros instantes tensos, las aristocráticas jóvenes ya soltaban risitas, bromas subidas de tono y comentarios graciosos en los aposentos de la novia, hasta el punto de que a Gerlin casi le pareció encontrarse en la corte de Leonor de Aquitania, cuando una de las muchachas debía ser presentada a su caballero. Le estaba muy agradecida a Florís, pero también Salomon von Kronach le había hecho un regalo especial aquella noche: un vestido de manga larga, muy escotado y ceñido según la moda que comenzaba a imponerse en las grandes cortes. Era de color azul claro, bordados de oro y rubíes ornaban el escote y las mangas, acompañados por un ancho cinturón dorado también cuajado de gemas rojas y una toca a juego, zapatos de cuero rojo con hebillas doradas, una cadena de oro y pendientes de rubíes. Semejante atuendo era de un valor incalculable y al principio la joven se negó a aceptarlo. Pero entonces las muchachas lanzaron gritos de júbilo al contemplar el traje de novia y expresaron su impaciencia por ponérselo. Tampoco Gerlin supo contenerse: quería comprobar cómo le sentaba, y, en cuanto se lo puso, no quiso volver a quitárselo nunca más. Admiró el gusto exquisito del sabio judío. En los círculos aristocráticos, los caballeros se jactaban de su refinamiento —siempre que lo poseyeran— y se presentaban ataviados con ropas preciosas. En cambio, Salomon von Kronach siempre llevaba ropas oscuras y poco llamativas, ocultando su placer por las telas bonitas y las joyas, al igual que ocultaba la cría de caballos y el cultivo de las vides en su finca. Entretanto, Gerlin había averiguado que, oficialmente, los encargados de su propiedad eran una pareja cristiana. Aunque en Lauenstein no estaba prohibido que los judíos poseyeran tierras, Salomon siempre se mostraba muy prudente y evitaba granjearse la envidia de los cristianos, algo que en ocasiones había de resultarle difícil. Una vez había confesado a Gerlin que la viticultura era su pasión y que le dedicaba muchas horas, pero que su nombre nunca estaría vinculado a ninguno de sus vinos, al igual que jamás manifestaba el orgullo causado por los magníficos caballos nacidos en su criadero.
Gerlin reparó en la mirada complacida de Salomon cuando, flanqueada por sus doncellas de honor y cubierta por un ligero velo, ella hizo su entrada en la sala. Como siempre, la expresión bondadosa del médico pareció darle fuerzas, aún más que la mirada de admiración de su padre. Se acercó a Dietrich y Luitgart e hizo una profunda reverencia.
Dietrich la ayudó a ponerse de pie en el acto, sin soltarle las manos.
—¡Tengo el privilegio de hincar la rodilla ante vos, mi señora, y no al contrario! —dijo con una sonrisa pícara, dichoso de haber encontrado la locución adecuada—. ¡No tengo palabras para expresar la felicidad que me embarga al veros!
Gerlin le devolvió una sonrisa oculta tras el velo.
—Lo mismo me ocurre a mí, caballero. ¡Y aguardo vuestra llamada! —dijo antes de alejarse, en esta ocasión sin besarlo, un juego que ya había puesto en práctica en la corte galante: esa noche Gerlin fingiría que era la primera vez que veía a su futuro esposo.
Se sentía profundamente agradecida por ello, puesto que para muchas jóvenes de su rango la boda era cualquier cosa menos un juego. Podía considerarse afortunada por casarse con un noble amable e inteligente, a quien ya conocía y que no le infundía temor. Daba igual que Dietrich fuera un poco más joven y que un dolor agudo le oprimiera el pecho cuando se permitía contemplar a Florís de Trillon.
Gerlin tomó asiento entre las jóvenes solteras y, desganada, se enfrentó a los innumerables platos del banquete; recibió los pavos, faisanes y cisnes estupendamente presentados por el orgulloso cocinero con un aplauso, y también a los engalanados pajes que sirvieron los pescados, dorados y plateados. Además, sirvieron asado de ciervo y jabalí, y las muchachas insistieron entre risas en que probara las perdices y los pichones, que supuestamente habían de despertar la pasión de la recién casada.
Tampoco Dietrich comió mucho; no veía el momento de que el banquete llegara a su fin, quizás aún más impaciente que su prometida. Cuando finalmente se llevaron los quesos y la miel, y los pajes apartaron las mesas, la joven pareja intercambió una mirada. Dietrich inclinó la cabeza ante el obispo, que instó a los huéspedes a levantarse para pronunciar la oración. Cuando todos volvieron a tomar asiento, el nuevo castellano permaneció de pie.
—Hoy quiero agradecer al Señor tantas cosas —dijo Dietrich von Ornemünde—, que en realidad debería permanecer toda la noche rezando en la iglesia.
Los caballeros soltaron sonoras carcajadas; luego Dietrich prosiguió.
—Pero seguro que Dios nuestro Señor no lo consideraría correcto, porque supondría rechazar el mayor regalo que me ha ofrecido. Hace meses que siento un gran aprecio por la mujer más hermosa y galante del mundo, y hoy por fin puedo pedir a Gerlin von Falkenberg que me preste juramento ante el círculo de caballeros. Me ha asegurado que acudirá a mi llamada, aunque aún me cuesta creerlo. ¡Dios me ha dado su bendición y espero que también bendiga a mi amada esposa! Gerlin…
Dietrich había hablado con voz firme y clara, pero al pronunciar el nombre de su prometida casi pareció la de un niño preguntando en tono temeroso si recibirá el regalo prometido.
Gerlin se puso de pie, con el velo ocultando el rubor de su rostro, al tiempo que los caballeros formaban un círculo en el centro de la sala. Se trataba de un círculo amplio que incluía, entre otros, a todos los excitados donceles recién armados caballeros. Dietrich les dirigió una sonrisa y Gerlin volvió a pensar en sus excelentes dotes diplomáticas… aunque en ese momento Dietrich solo tenía ojos para ella. Le alzó el velo con ademán ceremonioso y la miró a la cara. La sonrisa de Gerlin era sincera: pese a no desearlo, quería a ese muchacho y jamás lo decepcionaría.
Florís de Trillon, de pie en la segunda hilera, evitó mirar a la novia: se limitó a fijarse en Dietrich y en la dicha que iluminaba su mirada.
—Con este beso —dijo el muchacho con voz quebrada y apoyando las manos en los hombros de Gerlin— te tomo como esposa —añadió, besándola en los labios con timidez y cierta torpeza.
Gerlin no pudo evitarlo: le acarició los cabellos como si fuera un niño asustado.
—Con este beso te tomo como esposo —declaró, y volvió a besarlo, con un beso menos inocente y un poco provocador. Cuando se separaron, un ligero rubor recorrió el rostro del muchacho.
Por fin los caballeros prorrumpieron en aplausos y acompañaron a la pareja a sus asientos elevados, ocupados por Dietrich y Luitgart durante el banquete. Luitgart abandonó el suyo con una sonrisa forzada, ofreció el beso de una madre o una hermana a Gerlin, y esta le indicó que tomara asiento a su lado, no sin una segunda intención: si Luitgart lo ocupaba, Dietrich no podría situar a Florís junto a ella. Y esa noche no hubiera soportado estar sentada junto al caballero aquitano.
El novio invitó a Salomon a sentarse a su izquierda, una decisión que quebrantaba las reglas, puesto que debería haber invitado a Roland a hacerlo, pero en ese caso optó por pasar por alto dicha costumbre. Florís tomó asiento junto a Salomon y al padre de Gerlin, lejos de la joven e incapaz de mirarla a la cara.
Luego juglares y trovadores iniciaron su actuación ante los caballeros, mientras estos se dedicaban a beber abundantes copas de vino. Gerlin y Dietrich solo tomaron unos sorbos, mientras que Florís y Salomon se hacían llenar las copas una y otra vez. Al notarlo, Gerlin se sintió incómoda… pero, por otra parte, esa noche los dos principales consejeros del joven conde realmente tenían algo para celebrar.
—¿Os parece… te parece bien si nos retiramos pronto? —preguntó Dietrich en voz baja después de que Gerlin recompensara al tercer trovador con una pequeña joya, guardada en un cofre como todas las demás, no sin preguntarse si la dote de su padre alcanzaría para todos los obsequios que el pueblo y los caballeros esperaban de la nueva condesa de Lauenstein. Pero a lo mejor Dietrich volvería a acudir en su ayuda.
Gerlin asintió con la cabeza.
—Ha sido un día muy largo… —murmuró, obligándose a sonreír—, al que seguirá una noche aún más larga. Que aguardo con alegría, amado mío.
Cuando finalmente acompañaron a la nueva pareja a su habitación, la mayoría de los caballeros todavía no estaban demasiado borrachos. Los aposentos eran amplios y recién decorados, y supusieron una sorpresa para Gerlin.
—¿Te gustan? —preguntó Dietrich una vez que la puerta se hubo cerrado tras los huéspedes y los músicos—. Lo he elegido todo personalmente… bien, con un poco de ayuda de Salomon.
El gusto exquisito y las influencias un tanto orientales del médico saltaban a la vista. Los sillones, las mesas y los arcones eran sencillos, solo decorados con unas pocas tallas, pero la madera era noble y cara. Mullidas alfombras cubrían el suelo y había cojines en todos los asientos, lo cual hacía que la estancia resultara cómoda. Nada parecía pesado o recargado, todo era encantador. Gerlin admiró las lámparas de aceite finamente cinceladas, las fuentes y las copas doradas, y los delicados candelabros que ornaban las habitaciones.
—¡Todo proviene de al-Ándalus! —declaró Dietrich con entusiasmo—. Así denomina Salomon las tierras de los sarracenos situadas al sur. Son…
Gerlin sonrió, encendió las velas y jugueteó con las lámparas de aceite hasta que descubrió cómo encenderlas. La luz clara que proyectaban la sorprendió.
—Sin duda resulta fascinante oír hablar de tierras extranjeras —dijo con voz aterciopelada—, pero esta noche estamos aquí para descubrir tierras ignotas, nuestra propia orilla del amor. Ven, deja que te guíe.
Dietrich se sonrojó cuando Gerlin desprendió los lazos de su vestido y dejó que este se deslizara al suelo.
—¿Por qué no me ayudas, amado mío?
Con manos temblorosas, el muchacho le soltó las cintas que sostenían su camisa y, al verla desnuda ante sí, tragó saliva. Gerlin le ayudó a desprenderse de la túnica azul que esa noche llevaba por encima de unas calzas azul oscuras y unas botas de cuero suave. A Dietrich el gesto de su flamante esposa le resultó incómodo y se apresuró a desnudarse; luego permaneció ante ella con aire intimidado, un joven delgado y huesudo, cubierto de moratones y magulladuras: parecía un niño que se había lastimado jugando, pero Gerlin sabía muy bien que ese día su joven esposo había participado en un juego mortal. Se merecía una recompensa.
—¡Ven! —dijo en tono cariñoso, cogiéndolo de la mano para conducirlo a la cama.
Alguien había dispuesto una jarra de vino y Gerlin llenó una copa, se la ofreció a Dietrich y después ella también bebió un buen sorbo. En la corte galante, las muchachas soñaban con ser seducidas, pero Gerlin sabía que habría de conducir su propia barca hasta la orilla. Indicó al muchacho que se tendiera en el lecho y empezó a besarlo, le acarició el hombro lastimado y los hematomas y le besó las heridas. Dietrich aprendía con rapidez: alguien debía de haberle explicado los principios de la seducción. Gerlin disfrutó con sus besos, con sus manos que le rozaban el cuerpo… cerró los ojos e intentó centrarse en las caricias y no en el rostro de otro, cuyas caricias habría preferido recibir. Y sobre todo evitó pensar en Salomon von Kronach, quien había escogido ese lecho para ella y se había encargado de que el juego amoroso estuviera iluminado por la luz titilante de las lámparas de aceite…
Gerlin dio gracias a Dios de que Dietrich no la poseyera con las prisas y la urgencia que había temido. El muchacho estaba demasiado temeroso y nervioso como para que su miembro se endureciera con rapidez. Sin duda disfrutaba de estar junto a ella, pero era casi como si cumpliera con un deber y fuera dando por zanjado un punto tras otro. A Gerlin casi le entró la risa: Dietrich se desempeñaba con la misma seriedad con que realizaba la práctica de armas y los estudios. Finalmente, cuando consideró que estaba preparada, Gerlin logró excitarlo mediante caricias y besos hasta el punto de que Dietrich acabó por olvidar las indicaciones de sus maestros, quizás un tanto demasiado solícitos, y dejó que la Naturaleza siguiera su curso, amando a su mujer con pasión desenfrenada y jubiloso entusiasmo. Gerlin reprimió un grito de dolor cuando la penetró, pero después lo abrazó. Cuando finalmente él se desplomó, dichoso pero agotado, encima de ella, le apoyó la cabeza en el hombro.
—Ha sido maravilloso —susurró Dietrich—. ¿Y tú… también has gozado? ¿Te he hecho feliz?
Gerlin asintió.
—¡No podría desear un esposo más dulce y considerado que tú! —dijo, sin necesidad de mentir.
Dichoso, Dietrich se durmió a su lado. Gerlin se acurrucó contra él y volvió a dar las gracias al Señor, entre otras cosas porque Dietrich se había dado por satisfecho con su amable respuesta y porque ella no tuvo que seguir hablando de su «felicidad».
A la mañana siguiente, Dietrich y Gerlin se presentaron ante la iglesia para hacer bendecir su unión. Era una nueva costumbre y no todas las parejas se sometían a ese ritual del clero, que aún no era necesario para sellar la validez de un matrimonio. Gerlin consideró que en los últimos tiempos Dios se había mostrado muy bondadoso con ella y pensó que la bendición suponía un gesto de agradecimiento. Y Dietrich insistió en cumplir con el ritual: para él era muy importante que el obispo de Bamberg efectuara la ceremonia.
Sin embargo, en aquella mañana fresca y húmeda de principios de otoño, el obispo se hizo esperar. Hacía mucho que el capellán de la corte y el abad del convento de Saalfeld aguardaban en el interior de la iglesia; ambos hubieran bendecido a la pareja de inmediato, pero al parecer el obispo estaba indispuesto. Gerlin sintió un ligero enfado. Se moría de frío con el fino abrigo que se había puesto para acudir a la iglesia, puesto que la bendición durante la que el matrimonio se arrodillaba en la escalinata de la iglesia solo duraba unos minutos. En realidad, ni ella ni Dietrich, que tiritaba de frío, se habían preparado para una espera prolongada.
Florís le alcanzó su capa a Dietrich y Helene von Abenberg, una de las bienintencionadas doncellas de honor de Gerlin, le prestó un chal.
—Al obispo le disgustó que vuestro esposo dijera que erais un regalo de Dios —le dijo—. Y que después insinuara que Nuestro Señor bendecía y aprobaba el amor carnal…
—¿Acaso no es una bendición? —preguntó Gerlin, perpleja—. ¿De dónde cree el señor obispo que provienen los niños?
Helene alzó las manos.
—¿De cuando Dios desvía la mirada y le cede el terreno a Venus? —preguntó en tono descarado. Ella también se había educado en una corte galante, había acudido directamente de Toulouse y al cabo de poco se casaría en Turingia.
Gerlin rio.
—En todo caso, no creo que Dios se tome a mal que los esposos se gusten. Pero me agradaría entrar en la iglesia: si el viento sigue soplando, me despeinaré de inmediato.
Ese día se había recogido el cabello por primera vez, tal como correspondía a una mujer casada, pero aún le faltaba bastante práctica para dominar esa habilidad.
—Aguardad un poco más, el obispo no tardará en llegar —dijo Helene—. No creo que desee ofender a Dietrich… ni generar una querella entre Lauenstein y el obispado de Bamberg. No sería muy diplomático si… ¡Vaya, mirad: allí viene!
El obispo se aproximaba envuelto en su casulla de ceremonia y seguido de sus caballeros, tan afectados como él por haber trasnochado y por la resaca, encabezados por Roland von Ornemünde y Leon von Gingst. Al principio Gerlin temió que el obispo manifestara su disgusto en voz alta, pero con suerte quizá careciera de la energía suficiente. Cuando Gerlin y Dietrich se arrodillaron ante él con aire sumiso, bendijo la unión con palabras breves y en tono rudo, tras lo cual dejó que el abad de Saalfeld se encargara de decir misa.
—A lo mejor ayer bebió demasiado —comentó Dietrich con indulgencia, y guiñó un ojo a su esposa.
Florís volvía a parecer preocupado, pero Gerlin no trató de averiguar el motivo. Aún no se atrevía a mirarlo a la cara, y, cuando notó que él la observaba, sintió cierta vergüenza.
La fiesta continuó durante los días siguientes. Habían dedicado tres jornadas a celebrar los espaldarazos y el torneo, y en ese momento festejaban la boda de Dietrich. Tiritando de frío, Gerlin presenció interminables justas: el tiempo seguía inclemente y en el pabellón montado junto a la palestra las damas se congelaban, aunque al menos las lonas de las tiendas las protegían de la lluvia.
—¡Al fin y al cabo, la tela proviene de la empresa comercial de mi hermano! —dijo Salomon en tono ofendido, tras escuchar un comentario de Gerlin al respecto.
El médico judío había recibido una invitación oficial y a Dietrich le hubiese agradado que él se ocupara de atender a los luchadores heridos, no los barberos presentes. Sin embargo, en su mayoría los caballeros rechazaban dicha ayuda y —en la medida de lo posible y procurando no ofender a Dietrich— Salomon también evitaba presenciar los combates. No sentía interés por los juegos de los caballeros y cuando Gerlin le tomó el pelo sobre eso, se limitó a mirarla muy serio.
—Mi pueblo no tiene muchos motivos para la risa, mi señora Gerlin —dijo en tono amargo—. Vivimos bajo la amenaza constante de perder nuestros bienes, de ser expulsados e incluso asesinados. O bautizados a la fuerza, como ya ocurrió en Bamberg hace cien años. Aunque luego la mayoría de los «conversos» regresó al judaísmo, lo consiguieron con gran dificultad.
Gerlin se restregó la frente con expresión avergonzada.
—Pero aquí en Lauenstein…
—Aquí en Lauenstein vivimos en paz gracias al padre de Dietrich, que siempre se mostró benevolente con nosotros. Y el abad de Saalfeld tiene otras cosas que hacer que despotricar contra nuestro pueblo. El obispo de Maguncia se llena la boca diciendo que estamos bajo su protección, pero…
—¿El arzobispo de Maguncia? ¿Acaso Lauenstein no pertenece al obispado de Bamberg?
Salomon negó con la cabeza.
—No —respondió—. Aunque ello complacería al obispo de Bamberg y a los Ornemünde de Turingia. El obispo Otto II estaría encantado de ampliar las tierras sobre las que ejerce su dominio y aún hay un par de fincas cuya propiedad está en discusión. Durante los últimos decenios talaron gran parte del Frankenwald; el obispo afirmó que penetraron hasta sus dominios. De todas formas, eso nunca llegó a demostrarse, y por ahora los nuevos colonos tampoco son capaces de pagar muchos impuestos, pero en todo caso hay un conflicto en ciernes…, y Dietrich demuestra una gran inteligencia al procurar que reine la paz entre los altos dignatarios.
De ahí la invitación al obispo a celebrar el espaldarazo y bendecir el matrimonio. Al parecer, los consejeros del joven conde confiaban en que los vínculos establecidos bastarían para calmar al obispo, algo absolutamente necesario. En general, los eclesiásticos eran casi tan quisquillosos como los caballeros en cuanto a imponer sus reivindicaciones sobre sus territorios.
Gerlin suspiró: todo eso no parecía presagiar que, a la larga, la situación de Dietrich estuviera consolidada. Salomon lo confirmó con mucha claridad, aunque evitó su mirada mientras hablaba.
—Aunque de momento vuestro esposo, mi señora Gerlin, es el señor de Lauenstein, aún es muy joven y vulnerable. En realidad todos los que no tienen un heredero están expuestos a ser impugnados. Cuando le deis un hijo, ello consolidará su situación. De lo contrario, tendrá que limitarse a superar los años venideros, granjearse la fama de ser un señor feudal sabio y previsor, y apoyar al rey y emperador en sus cruzadas o en cualquier otra onerosa aventura que se le ocurra emprender con la mayor cantidad de bienes posible… y además mantener buenas relaciones con los príncipes de la Iglesia. Por suerte, ello no supone un problema en el caso del abad de Saalfeld y del arzobispo de Maguncia… Creo que debido a la enorme extensión del obispado apenas es consciente de nuestra existencia. No obstante, está convencido de que todo el obispado de Bamberg está sometido a él, y eso también podría ser una fuente de problemas. Lauenstein no debe caer entre ambos frentes. Pero no pongáis esa cara tan afligida, mi señora Gerlin.
El médico procuró provocarle una sonrisa.
—De momento, el espaldarazo y la boda han supuesto un gran paso, y esta tarde Dietrich desea que el torneo lo sea de verdad y cabalgar con vos hasta la aldea. Allí, creedme, conquistaréis los corazones de las gentes, ¡sobre todo porque Dietrich ha ordenado que las cantinas y las tascas gratuitas permanezcan abiertas durante tres días más! —explicó, tratando de animarla—. Entre el pueblo bajo, el amor siempre pasa por el estómago. Y vos también deberíais comer un poco más durante los banquetes. Estáis pálida, todos los temores de los últimos tiempos os han afectado.
Si Florís hubiera pronunciado estas palabras, Gerlin se habría sentido dolorosamente conmovida y hubiese partido en busca del espejo más cercano para comprobar su aspecto. En cambio, la preocupación de Salomon más bien resultaba un consuelo y Gerlin asintió.
—Dicen que Dios Nuestro Señor nunca impone una carga imposible de llevar —dijo.
Salomon sonrió.
—Y nuestro pueblo procura consolarse y superar sus penas considerándose «elegido»… Pero creo que, más que el Eterno, suelen ser las personas las que se crean cargas mutuamente, y por desgracia temo ser el responsable de muchas de las vuestras. Al fin y al cabo, la idea de pedir vuestra mano para Dietrich fue mía.
Gerlin lo miró a la cara.
—No hay nada de lo que debáis arrepentiros —dijo en tono sosegado… y cuando la mano de Salomon rozó la suya durante un instante se estremeció, asustada por la placentera sensación.
Esa tarde las mejillas de Gerlin se arrebolaron por sí solas debido a la cabalgata a través del bosque helado. Su pequeña yegua bailoteaba alegremente junto a Floremon y el nuevo conde hizo todo lo posible por despertar el afecto de los campesinos y labradores de las aldeas de Lauenstein y Lauenhain, Steinbach y Luderwichs por su joven esposa. A su lado, Gerlin no solo repartió el oro que había traído de Falkenberg y los regalos para las mujeres y los niños, también vació un cofrecillo procedente del tesoro del castillo. En consecuencia, la gente alabó su generosidad y su cabalgata a través del feudo se convirtió en un desfile triunfal. Todos murmuraron que, cuando se instaló, Luitgart no había sido tan generosa. A Gerlin no le costó entender el motivo: la joven viuda no provenía de una familia demasiado acaudalada y puede que, en el caso de su tercera mujer, el padre de Dietrich no considerara necesario presentarla haciendo gala de gran esplendidez.
Gerlin y Dietrich disfrutaron de los buenos deseos y las bendiciones de los aldeanos y la joven se granjeó la amistad de las personas haciendo comentarios informados sobre sus tareas.
—¡Esta cerveza es excelente! —halagó a una campesina tras haber tomado un sorbo—. Quizá sea un poco fuerte; has de cuidar que tu marido y tus hijos no beban demasiado. Pero la especia que le has añadido… has de decirle cuál es a nuestro cervecero del castillo. ¿O acaso se trata de un secreto?
La campesina rio, tan halagada, que inmediatamente detalló la receta familiar a la nueva condesa, y quedó encantada cuando esta le confió los secretos de la elaboración de la cerveza de Falkenberg.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Dietrich en tono sorprendido cuando siguieron cabalgando—. Ni siquiera imaginaba que para elaborar cerveza había que usar levadura, ¡por no hablar de todo lo que hay que añadir!
Gerlin rio.
—Ya he dirigido una casa, amado mío. Pero no era tan distinguida como la de Lauenstein: en Falkenberg, la castellana también se ponía manos a la obra. ¡Si es necesario, señor mío, yo misma elaboraré la cerveza para ti!
Pero Dietrich apenas bebía cerveza, como tampoco vino. En ese sentido, se sintió aliviado cuando las festividades en Lauenstein empezaron a llegar a su fin. Tanto trasnochar lo había agotado, puesto que no solo cumplía con su deber de presidir el torneo, sino que por las noches se esforzaba por engendrar un heredero, en este caso con bastante más entusiasmo.
Gracias a las afectuosas enseñanzas de Gerlin, Dietrich aprendía con rapidez y ella también disfrutaba de sus caricias, al principio tímidas pero luego cada vez más imaginativas. Durante esos primeros días, la joven apenas vio a Florís y lentamente aquel beso en la balaustrada fue convirtiéndose en el recuerdo de un sueño extraño. Gerlin hizo un esfuerzo por superar el agobio que suponía el torbellino casi inacabable de banquetes y torneos, parabienes y conversaciones, homenajes para los caballeros y visitas de los dignatarios eclesiásticos. Cuando por fin regresó la normalidad, le pareció casi increíble.
Gerlin y Dietrich se despidieron de Peregrin von Falkenberg y de los demás huéspedes; uno de los últimos en partir fue el obispo de Bamberg, tan aficionado a la bebida. Para sorpresa y alegría de Gerlin, Roland von Ornemünde se marchó con él. Luitgart se despidió de su pariente con mucha amabilidad y procuró disimular, pero Gerlin no se dejó engañar: el odio estaba a punto de asfixiar a la joven viuda. Este sentimiento ardía en su mirada como una serpiente venenosa cuando se veía obligada a intercambiar unas palabras con su hijastro o la esposa de este.
—¡Ojalá también se largara esa dichosa Luitgart! —protestó Gerlin en voz alta aquella tarde, cuando tras el fin de las festividades entró en las habitaciones que compartía con Dietrich.
Su esposo estaba sentado junto a la chimenea con Salomon y Florís, y Gerlin les contó lo que acababa de suceder. Había ido en busca de la anterior castellana para pedirle las llaves de las despensas y las bodegas y de entrada Luitgart se negó a entregárselas. Gerlin recordaba sus amargas palabras: que nunca creyó que un día acabaría viviendo como una pariente pobre en el castillo que le habían prometido a ella y sus hijos. Que si su padre levantara la cabeza sabría que a partir de entonces ella tendría que mendigar cada bocado de pan.
—Y eso que casi nunca entró en las dependencias de servicio ni se destacó en cuanto a dirigir la casa —soltó Gerlin en tono enfadado—. Y tampoco es que pase hambre, precisamente: en la cocina no dejan de preparar comida… en exceso, según mi opinión. ¡A partir de ahora impondré ciertos ahorros! En todo caso, Luitgart puede comer cuanto quiera.
Florís sonrió, pero una vez más intentó restar intensidad a su mirada. El aspecto enfadado de Gerlin, el rubor de sus mejillas y sus cabellos desordenados le encantaban.
—Supongo que para la dama más bien se trata de una cuestión de principios —comentó.
—¡En todo caso, ojalá su Roland se la hubiera llevado con él! —exclamó Gerlin.
Salomon suspiró.
—Ojalá fuera tan sencillo. Pero mientras el caballero no tenga un feudo, no puede tomar una esposa. Y para seros sincero, habría preferido que Roland se quedara, porque aquí podríamos vigilarlo. Ahora quién sabe qué tramará. Me desagrada que se haya marchado con el obispo.
—¿Creéis que se quedará en Bamberg? —preguntó Florís—. ¡Allí no conseguirá un feudo! Sería más inteligente por su parte que se dirigiera al sur, puesto que en Tierra Santa siguen luchando, ¿verdad? Y en Hispania las guerras son constantes… No logran expulsar a los sarracenos de al-Ándalus. Allí puede que un caballero que luche con valor consiga un feudo.
—Ese individuo no despierta admiración ni demuestra valor combatiendo —soltó Gerlin en tono mordaz—, en todo caso, no cuando se trata de luchar contra jóvenes y donceles…
Salomon se encogió de hombros.
—Soy incapaz de juzgar el valor de ese hombre —dijo, tratando de apaciguarla—. Pero sin duda preferirá hacerse con el feudo de Lauenstein a conseguir una finca en alguna parte de las tierras fronterizas de Castilla. Y ha estado tan cerca de lograrlo… Es improbable que abandone así sin más, dado que dispone de una espía entusiasta en la persona de Luitgart.
—¡Pues nosotros no le vamos a la zaga! —se le escapó a Gerlin—. Vaya, me refiero a que nosotros también disponemos de alguien que nos mantendrá al corriente: mi hermano Rüdiger viaja junto a Roland.
En efecto: nadie se había percatado de las manipulaciones de Rüdiger durante el torneo. Roland no desconfiaba de su doncel, consideraba que lo ocurrido se debía a un accidente. El muchacho lo seguía, sediento de nuevas aventuras, como parte del contingente de un caballero errante. La idea no había entusiasmado a su hermana, pero se dejó convencer por el argumento de Rüdiger, que prometió informarla de todo lo que Roland hiciera o planeara.
Salomon arqueó las cejas.
—Todavía quería intercambiar unas palabras respecto de vuestro hermano y sus relaciones comerciales con mi sobrino. Es muy positivo que el muchacho esté de nuestra parte, aunque no creo que pueda proporcionarnos muchos informes. Por ahora, el momento de combatir ha pasado, amigos míos, y ha comenzado la hora de las intrigas.