9

—¿Que has hecho qué?

A la mañana siguiente, cuando se encontró con su hermano ante la iglesia, el miedo y la inquietud de Gerlin dieron paso a la ira. En realidad, Rüdiger debería haber estado en el interior de la iglesia, exhausto tras velar las armas toda la noche y excitado ante el espaldarazo, pero en lugar de eso seguía a Roland von Ornemünde, descansado y envuelto en el atavío festivo y multicolor de los donceles. Cuando Gerlin arrastró al muchacho hasta un nicho situado delante de la iglesia para pedirle explicaciones, el caballero se limitó a sonreír.

Mientras le contaba la misma historia que a su nuevo señor, Rüdiger no osó mirarla a la cara, pero Gerlin no le creyó ni una palabra.

—¿Dices que no te sientes preparado para ser armado caballero? Pero si hace un par de semanas afirmabas lo contrario. Y hace menos de un año querías recibir el espaldarazo y encima emular a uno de los caballeros del rey Arturo, ¿no?

—Entonces aún era un niño… —murmuró, removiendo los pies.

—¿Y ahora qué eres? ¿Un traidor? ¿Qué te ha hecho Dietrich para que apoyes a sus enemigos?

—Dietrich no tiene enemigos —afirmó Rüdiger—. Me he puesto al servicio de su pariente… ¿Qué tiene eso de malo? Y el año que viene…

—¡El año que viene quizá te hayas convertido en un bruto inculto y bribón, como los señores Roland von Ornemünde y Leon von Gingst! —exclamó Gerlin, pronunciando la palabra «señores» con sumo desprecio.

Rüdiger le lanzó una mirada angustiada.

—¡Ya está… ya está decidido, Gerlin! —dijo en tono orgulloso—. No quiero seguir hablando de ello, pero has de saber que servir a Roland von Ornemünde me convertirá en el caballero en el cual he jurado convertirme. Y ahora déjame en paz, hermana. Vete a rezar. Reza por tu Dietrich, puede que lo necesite —añadió, antes de apartarse para reunirse con su señor.

Gerlin permaneció inmóvil, desconcertada. Era como si ya no lo conociera, pero en ese momento no tenía tiempo de ocuparse del tema, porque un criado acababa de informarle de la llegada de su padre y debía idear el modo de contarle lo sucedido con su hermano. La misa y luego el espaldarazo no tardarían en dar comienzo.

Aturdida, Gerlin entró en la iglesia y se dirigió a su asiento junto a Luitgart al tiempo que su padre se acercaba a Roland y a Rüdiger, pero ya no quedaban asientos libres. Por fin Florís le indicó que se sentara junto a él y Gerlin notó que ambos cuchicheaban. Florís señaló a Dietrich: al parecer, el aquitano le mostraba al joven que había de ser su futuro yerno.

Los donceles habían ocupado los bancos delanteros y empezaron a sonar los primeros cánticos.

Ese día Dietrich llevaba una túnica de tela dorada por encima de un vestido blanco y un manto púrpura le cubría los hombros; los demás donceles también llevaban ricos atuendos. Otto II von Andechs, obispo de Bamberg, había acudido para pronunciar la misa. Tras bendecir la espada de cada uno de los donceles, Adalbert y Florís se prepararon para impartirles el espaldarazo. Dietrich se encontraba en medio del grupo: había manifestado su deseo de no recibir un trato de privilegio, así que los donceles fueron armados caballeros por orden de edad. Florís empezó por el mayor.

Un muchacho hecho un manojo de nervios llamado Burghardt von Cleve fue el primero en situarse ante el obispo y, mientras este le ceñía la espada y pronunciaba las palabras rituales, el rubor le cubrió las mejillas.

—¡Señor, bendice esta espada para que se convierta en protectora de las iglesias, las viudas, los huérfanos y todos los siervos de Dios frente a la furia de los paganos!

Burghardt era de carácter exaltado y Florís consideró que al día siguiente seguro que tendría que disuadirlo de seguir al rey y al emperador en la cruzada, pero primero le propinó la collée: un suave golpe con la mano. Leon von Gingst le puso las espuelas al nuevo caballero y luego llegó el turno del siguiente.

Cuando por fin Dietrich dio un paso adelante, Florís se encargó de ponerle las espuelas mientras Adalbert von Uslar le daba el espaldarazo con gesto ceremonioso. Pero el anciano caballero no estaba dispuesto a retirarse de inmediato: disfrutaba del momento al igual que su protegido y no quiso renunciar a decirle unas palabras de despedida.

—A partir de hoy sois un caballero y es de rigor que os diga lo que eso supone. Un caballero ha de ser osado, cortés, generoso, fiel y de discurso agradable; implacable con sus enemigos y amistoso con sus amigos. Quien demuestre destreza con las armas y mediante estas alcance el respeto de las gentes tiene derecho al honor de llamarse caballero. Por tanto, este día y todos los venideros, procurad llevar a cabo actos que merezcan ser recordados, ¡porque todo nuevo caballero debería comenzar bien!

Luego, cuando el anciano caballero lo estrechó entre sus brazos, la mirada de Dietrich adquirió un brillo especial: quizá no formara parte del rito, pero resultaba amable y alentador. Cuando Florís le puso las espuelas, que en su caso eran de oro, su rostro expresó el orgullo que lo embargaba.

Gerlin sonrió a su prometido y Dietrich le devolvió el gesto con el rostro radiante de felicidad, como si ya hubiera superado el combate decisivo y su nombre ya figurara en letras doradas en el libro de la orden de los caballeros.

Gerlin se preguntó si el muchacho sentiría tanto temor ante el combate con Roland como sus amigos y consejeros. ¿Acaso sabía que ese «pariente» quizá deseaba su muerte? En las últimas semanas, Dietrich no había dicho ni una palabra al respecto, pero no era tonto y tampoco tan ingenuo como hacía un par de semanas. Puede que, entre otros motivos, ello se debiera a las enseñanzas de Salomon: últimamente, el plan de estudios del médico había incluido numerosas lecciones sobre estrategia y táctica, pero también sobre emboscadas y traición.

En todo caso, el muchacho volvió a incorporarse a la fila de donceles y Florís prosiguió con el espaldarazo. No obstante, Roland von Ornemünde se unió a los caballeros ante el altar. Theobald y otros donceles de su entorno le habían solicitado que él los armara caballeros. Florís le cedió su puesto, pero, a diferencia de Adalbert, Roland no se limitó a pronunciar unas breves palabras, sino que soltó un pequeño sermón a cada uno de sus caballeros. Gerlin se sintió consumida de impaciencia, puesto que hasta que el último doncel fue armado caballero pasaron varias horas.

Afortunadamente las palabras de despedida de Florís, dirigidas a todos los caballeros a quienes había dado el espaldarazo, fueron breves.

—Buenos señores, sabed que la orden de los caballeros es demasiado venerada y noble como para que un caballero se vea obligado a involucrarse en un acto innoble, una bajeza o una cobardía.

¿Era cosa de su imaginación o Gerlin había visto que la mirada del aquitano rozaba la figura de Roland como por casualidad? Este estaba ante el altar, apoyado en su espada, y tal vez también impaciente por llegar al final de la ceremonia.

—Y por eso deseo que hoy y mañana, cuando por primera vez salgáis a la palestra como caballeros y miréis a un adversario a la cara, demostréis el valor que se exige de vuestra nueva condición. Procurad alcanzar el honor, de lo contrario, no tendréis derecho a llevar las espuelas que os han sido impuestas.

Los donceles sentados en los bancos ante el altar asintieron con expresión grave. Ellos también ansiaban que la ceremonia llegara a su fin y, en cuanto sonaron los últimos cánticos, se abalanzaron hacia la puerta. En el exterior les aguardaban los regalos correspondientes al espaldarazo: la casa de los Ornemünde equipaba a cada uno de ellos con una armadura y un caballo de batalla. Gerlin sabía que eso suponía el gasto más importante cuando una familia iniciaba a un joven en la orden de los caballeros. La generosidad de los castellanos era juzgada a través de los regalos destinados a los donceles, lo cual significaba que las casas pequeñas, como la de los Falkenberg, podían endeudarse durante años. Ese también era un motivo por el cual, al menos los hijos menores, casi siempre eran enviados a los castillos de señores más acaudalados para su formación.

También Peregrin von Falkenberg podía permitirse proporcionar una buena armadura y un caballo a su hijo, al igual que los demás padres de los recién armados caballeros. Por eso Florís los había elegido cuidadosamente: había repartido las mejores armaduras y caballos entre los donceles más necesitados, puesto que de ello podía depender su vida cuando luchaban por alcanzar la gloria y el honor.

Gerlin, que había participado en sus reflexiones, contemplaba la alegría de los jóvenes caballeros con una sonrisa. Pero a Dietrich también le aguardaba una sorpresa: hacía un par de semanas, el yegüero Kaspar se había dirigido a Florís para recomendarle un joven semental blanco. A partir de entonces, mientras el caballero se encargaba de entrenar al animal, Dietrich apenas podía apartar la vista del corcel. Florís permitió que lo montara varias veces y en cierta ocasión incluso que justara con él. El caballo de patas largas y el muchacho alto formaban un conjunto armonioso… y ese día Dietrich recibía el corcel como regalo. El joven caballero rebosaba de felicidad.

—¿Qué nombre he de ponerle, señora? —le preguntó a Gerlin—. ¡Elegidlo vos!

—Puesto que fue Florís quien os lo proporcionó, ¿por qué no lo llamáis Florestan? —dijo, sonriendo con amabilidad.

—Para ser precisos, fue Salomon quien os lo proporcionó —puntualizó Florís—. El caballo procede de sus caballerizas y es él quien os lo regala.

Dietrich reflexionó un instante y después su mirada se iluminó.

—¡Pues entonces se llamará Floremon! —exclamó, acariciando al corcel—. ¿Te agrada tu nombre?

El caballo blanco restregó la cabeza contra el hombro del joven.

—¿Cómo se encuentra el señor Salomon? Me prometió que asistiría a mi espaldarazo.

—¡Pero no a la iglesia! —intervino Gerlin, sacudiendo la cabeza—. ¡De lo contrario, del susto, el obispo habría dejado caer el cáliz con el agua bendita! Tened paciencia, Dietrich, estará ahí cuando llegue el momento.

Cuando llegue el momento… El combate de exhibición entre Dietrich y Roland estaba programado para media tarde. Antes y después tendrían lugar las primeras eliminatorias del torneo, astutamente organizadas por Florís, quien había manipulado el sorteo con el fin de que durante los primeros días fueran los caballeros más débiles quienes se enfrentaran entre sí. Al día siguiente, a medida que el torneo continuara, no tardarían en ser derrotados, pero esa tarde uno de ellos obtendría el premio correspondiente al vencedor y, con un poco de suerte, un caballero errante iniciaría su carrera con algo de oro en las alforjas. En todo caso, Gerlin tenía la intención de recompensar a los muchachos de manera espléndida… cuando llegara el momento.

Pero primero debía resistir a la tentación de combatir su inquietud y su temor bebiendo en demasía. Tanto en la gran sala como en la palestra, por donde Gerlin deambulaba inquieta de un tenderete a otro, servían vino y refrigerios, pero ella rechazó casi todo lo que se ofrecía y diluyó el vino con abundante agua. Poco antes del inicio de los combates, se encontró con Salomon junto a un puesto donde un mercader ofrecía telas de hilo y seda, aptas tanto para las tiendas de los caballeros como para la confección de elegantes vestidos. Salomon charlaba con el mercader y ambos dirigían miradas malhumoradas a un joven que parecía mantener una conversación íntima con un caballero.

Salomon indicó a Gerlin que se acercara y la saludó con una profunda reverencia.

—Os presento a mi hermano Jakob, noble Gerlin, y aquel inútil de allá es mi sobrino Abram —dijo, señalando al joven.

Jakob von Kronach era de tez oscura, más bajo y gordo que Salomon, pero con la misma abundante cabellera que el médico: el yarmulke —el gorro ritual de los judíos— apenas se sostenía sobre su cabeza. Por su parte, el sobrino era rubio, de ojos azules y redondos, y su rostro no era tan escuálido como el de su tío, pero sí un poco alargado, lo cual le confería un aspecto cómico cuando fruncía la boca o el ceño. En ese momento parecía que el joven trataba de convencer a un caballero de algo.

—¡Dile que lo deje, Jakob! —dijo Salomon en tono irritado—. ¡Quién sabe qué intenta venderle a ese caballero!

Jakob se encogió de hombros con aire preocupado.

—No resulta difícil de adivinar: apuesto a que se trata de un amuleto de la suerte, ya sea una escama del dragón a quien san Miguel dio muerte, o una herradura del caballo de san Jorge…

—¿Qué es lo que vende? —preguntó Gerlin frunciendo el ceño.

—Reliquias —dijo Jakob con un suspiro—. El muchacho disfrutó de una excelente educación y no es ningún tonto.

—Pero deberías haber concedido prioridad a los clásicos más que a las leyendas cristianas de los santos —comentó Salomon—. ¿Cómo se le habrá ocurrido la idea?

Jakob ordenó sus mercancías con expresión malhumorada.

—Me desagrada decirlo, pero mi hijo no es aplicado ni valiente. Le desagradan tanto el trabajo en la tienda como la vida de un viajante de negocios. No es mi hijo mayor, gracias a Dios: ese es muy trabajador y proseguirá con la obra de mi vida. Abram… vive a salto de mata y siempre procura engañar a los cristianos.

—¡Pero si yo no engaño a nadie, padre! —declaró el muchacho, que se había acercado y oído las últimas palabras.

El joven se inclinó ante Gerlin con gesto respetuoso, pero con menor sumisión y recato que sus correligionarios, y le lanzó una mirada descarada: al parecer, le resultaba indiferente encontrarse ante una aristócrata o una muchacha del pueblo.

—¡Cuánto esplendor ilumina las mercancías de mi padre! —exclamó en tono galante—. ¿Qué hemos de ofreceros, noble señora, para que paséis toda la oscura y húmeda tarde con nosotros y el sol de vuestra belleza enaltezca el brillo de nuestras sedas?

En cuanto al clima, llevaba razón: era un lluvioso día otoñal y Gerlin temía que el combate entre Dietrich y Roland se librara a la luz de las antorchas.

—Y al igual que el encanto y el resplandor de esta dama ilumina nuestro espíritu y alegra nuestro corazón, lo harán las pequeñas cosas que he vendido a nuestro caballero… o mejor dicho, que le he regalado. ¡Su valor para cualquier luchador supera con mucho el precio de compra! Esta tarde, ese paladín que acaba de alejarse entrará en combate con un jirón del estandarte portado por el arcángel san Miguel cuando condujo a los hijos de Israel a través del mar Rojo. ¡Algo que quizá nos resulte de provecho, porque así tal vez recuerde bajo qué estandarte ganó su primer combate la próxima vez que quiera asesinar a un judío! En todo caso, estar en posesión de dicho jirón le proporcionará coraje. ¡Blandirá la espada con más fuerza si cree que el arcángel dirige su mano! Al final del día me estará agradecido.

—¡Y si no fuera así, tú ya habrás puesto pies en polvorosa! —opinó su padre con disgusto.

—Como soy de talante modesto, no siempre me quedo esperando el agradecimiento de mis clientes —admitió Abram con una amplia sonrisa—. Pero veo que aquí estoy de más. Dadme vuestras mercancías difíciles de vender y dejaré que os ocupéis de vuestra honrada tarea… y de servir a esta flor de la corte, esta estrella del firmamento de la orden de los caballeros…

Abram volvió a inclinar la cabeza ante Gerlin y cogió unas lanzas o palos envueltos en tela del carro de su padre antes de dirigirse al campamento saludando con la mano. Instantes después desapareció entre la multitud.

—Es la oveja negra de nuestra familia —se lamentó Salomon en tono preocupado—. Pero ahora debéis marcharos, mi señora Gerlin; los primeros caballeros ya salen a la palestra y los donceles sentirían una gran decepción si os ausentarais de las tribunas. Yo observaré desde aquí. ¿No se os ha ocurrido… nada más para ayudar a Dietrich…? —preguntó.

—Solo podemos confiar y rezar —contestó Gerlin, negando con la cabeza—. A lo mejor nos equivocamos.

Salomon se encogió de hombros.

—Que el Eterno lo quiera —murmuró—. ¿Se alegró el muchacho de recibir el caballo?

Gerlin le dio las gracias en nombre de su futuro esposo mientras los primeros caballeros ya formaban en la palestra y el heraldo anunciaba sus nombres. Gerlin corrió hacia las tribunas, tomó asiento junto a las mujeres y bebió una copa de vino sin aguar. Lo necesitaba para presenciar los siguientes combates y soportar las miradas de las otras. Las hermanas de los otros jóvenes caballeros ocupaban los asientos en torno a ella y no cabía duda de que todas habrían deseado convertirse en la esposa del joven Dietrich von Ornemünde y Lauenstein. Tal vez no de inmediato…, pero en el momento adecuado, si es que el joven caballero conservaba su feudo.

Gerlin les lanzó una sonrisa y después se centró en lo que ocurría en la palestra. Allí no había sorpresas: todos los combatientes eran poco diestros y Gerlin se sorprendió pensando que solo podría deberse a la suerte si durante la justa algunos de ellos lograban mantenerse en la silla de montar.

Con la caída de la tarde, por fin Roland, que hasta entonces había presidido el torneo, se puso de pie para coger las armas y prepararse para el combate de exhibición. Gerlin también divisó a Dietrich, que montaba en su nuevo caballo blanco y hablaba con Florís y Salomon, quizá para obtener las últimas instrucciones. Para sorpresa de la joven, el sabio judío era un experto en el arte del combate y el muchacho recibía sus instrucciones con mayor aceptación que las de Florís y Adalbert. El médico hablaba del «brazo de la palanca» y de los «ángulos de choque», y Dietrich escuchaba sus cálculos con mucho atención. A continuación explicó al joven en tono paciente cómo aprovechar el impulso del caballo de batalla lanzado al galope para aumentar el impacto de la lanza.

—Tenéis que cabalgar en línea recta, Dietrich, y sostener el peso de la lanza con todo el cuerpo, no solo con el brazo.

Sin embargo, el muchacho solo tenía ojos para Gerlin cuando esta se acercó a él y a sus consejeros. Las otras mujeres también habían abandonado la tribuna; mientras alisaban la palestra para el combate entre Roland y Dietrich, en la sala volvían a servir refrigerios.

Gerlin sonrió al muchacho, que llevaba una nueva y resplandeciente armadura apenas decorada y portaba el escudo de su padre con orgullo.

—He venido para traeros mi divisa, caballero —dijo Gerlin—. ¡A partir de hoy podéis llevarla oficialmente!

Dietrich asintió y señaló el pañuelo de seda que ella le había regalado durante su primera justa: ya lo había envuelto en torno a la lanza.

—¡La llevaré en vuestro honor! —declaró con decisión—. Dará alas a mi valor y fuerza al brazo que blande la espada.

Cuando Gerlin le tendió un pañuelo nuevo y más visible, la mirada de Dietrich brilló. La divisa era del mismo color que su manto y sus ojos, y todos sabrían en el acto por qué dama luchaba Dietrich. El muchacho no lograba despegar la vista de ella.

—¡Pero quizá sería provechoso para vuestra fuerza combativa si ahora hicierais entrar en calor a vuestro corcel y os familiarizarais un poco más con él! —dijo Florís, apagando su entusiasmo. Gerlin confió en que sus palabras se debieran a la inquietud y no a los celos.

—Lanzaos contra aquel guerrero de madera y mostradnos la técnica de la que acabamos de hablar… ¡O mejor aún: mostrádsela a vuestra dama! ¡Pero mostrádsela, no se la expliquéis! ¡No lograréis derrotar a Roland con un discurso sobre el efecto de palanca y la aceleración!

Dietrich, que ya se disponía a soltar comentarios entusiastas, se alejó a caballo y realizó el ejercicio perfectamente… pero ¿acaso bastaría eso para derribar a su experimentado adversario?

En ese preciso instante, Rüdiger ayudaba a Roland a montar en el otro extremo de la palestra y le alcanzaba la lanza. Gerlin no se dignó mirar a su hermano.

—Ha llegado la hora —dijo Gerlin cuando Dietrich detuvo su cabalgadura ante ella—, he de marcharme. ¿Queréis un beso antes del combate, caballero?

El muchacho alzó la visera y la contempló con la expresión feliz y expectante de un niño al que le han prometido un dulce. Con cierto esfuerzo debido a la pesada armadura, se inclinó y ella depositó un suave beso en su mejilla.

—¡La próxima vez que te bese, besaré a un vencedor! —le susurró al oído, cruzando los dedos en secreto. No necesitaba un vencedor, solo quería que su joven prometido regresara a su lado sano y salvo.

Gerlin regresó a su asiento junto a Luitgart. La madrastra de Dietrich le dirigió una sonrisa triunfal: ese día, Roland cabalgaba bajo su divisa sin el menor disimulo. Gerlin se mordió los labios al pensar que ambos debían de sentirse muy seguros y, con el rabillo del ojo, notó que su padre también fruncía el ceño. Peregrin von Falkenberg era un buen observador; tras haber pasado unas pocas horas en el castillo, ya debía de haber comprendido la intriga en la que se veía envuelta su hija.

En ese momento el heraldo anunció el combate de exhibición entre los parientes y Gerlin vio que Dietrich se enderezaba cuando se refirieron a él como «caballero». También distinguió a Rüdiger en el otro extremo de la palestra: el doncel parecía nervioso y estaba muy pálido, consciente de su culpabilidad.

Gerlin se preguntó si habría participado en el juego sucio de Roland, pero eso no podía ni quería creerlo. En el último momento, Florís tomó asiento junto a ella; abajo en la palestra ya no podía hacer nada más y la tribuna de honor era el mejor lugar para observar a ambos jinetes.

Entonces el heraldo proclamó el inicio de la primera justa y los contendientes dirigieron una mirada expectante hacia la tribuna. Luitgart debía dar la señal del inicio, pero solo cuando ambos caballos mantuvieran los cuatro cascos en el suelo. Floremon, el corcel blanco, lo logró casi enseguida, pero el inmenso semental negro de Roland bailoteaba de un lado a otro. Dietrich sostenía la lanza exactamente como Salomon y Florís le habían aconsejado: era la posición clásica, cuyo objetivo era acertar en el abdomen del adversario y derribarlo del caballo. Generalmente no daba resultado, puesto que los caballeros se protegían con el escudo, pero en esa posición perdían el equilibrio con frecuencia y caían del caballo. Sin embargo, era improbable que ello le ocurriera a Roland, un luchador experto. Pero si Dietrich le asestaba un lanzazo certero tendría asegurado el aplauso del público, y, en realidad, en un combate de exhibición solo se trataba de eso.

—¡Será cerdo!

Era la primera vez que Gerlin oía semejante expresión en boca de Florís, pero este siseó las palabras al ver la posición de la lanza de Roland: apuntaba mucho más arriba que Dietrich, algo para lo que se necesitaba más técnica y más fuerza. Era bastante más difícil, pero, si daba en el blanco, el golpe también resultaba mucho más eficaz: Roland von Ornemünde apuntaba a la garganta de su joven pariente. Si acertaba y Dietrich no lograba protegerse del golpe mediante el escudo, una lanza afilada podía penetrar entre el casco y el peto, atravesar la cota de malla y perforar el cuello del adversario. Con la punta de la lanza cubierta por un forro de cuero, obligatorio en los torneos, en principio el daño no sería letal, pero un golpe certero podía destrozar la laringe de Dietrich.

—¡Álzalo! ¡Alza el escudo! —Florís pronunció estas palabras casi en un gemido, pero era en vano, pues el caballo de Dietrich ya se había lanzado al galope y este no oiría la advertencia.

Los jinetes entrechocaron. La lanza de Dietrich dio en el blanco, pero Roland rechazó el golpe sin esfuerzo. El golpe de este también fue certero; tal como había calculado, dio contra la armadura del joven a la altura del hombro y la punta trató de abrirse paso entre las placas de hierro. De pronto, un murmullo recorrió la multitud: ¡la lanza de Ornemünde no resistió el choque y, con un crujido, el asta se partió tras chocar contra la armadura de acero!

Pese a ello, Dietrich cayó. Gerlin se preguntó si se trataría de un movimiento calculado después de que el muchacho comprendiera el peligro que suponía sufrir una segunda embestida, o si, por el contrario, el ataque había sido lo bastante violento para derribarlo. Al parecer, esto último fue lo que supuso Florís, que se inclinó hacia delante con preocupación e hizo ademán de ponerse de pie y salir corriendo hacia la palestra, pero los donceles de Dietrich ya le estaban ayudando a incorporarse. Según el reglamento, el combate debía proseguir con espadas. Roland también se apeó y, al igual que el joven caballero, desenvainó una espada de madera. Solo rara vez se empleaban armas afiladas en un torneo.

—Confiemos que ahora no intente ninguna argucia —murmuró Florís.

Había aconsejado a su protegido que se limitara a defenderse. Resultaba mucho más fácil fingir un accidente cuando el adversario atacaba y mostraba su punto débil, ya que desde una posición defensiva era más justificable que se golpeara con excesiva violencia.

Pero tras la justa Dietrich ya debía de haber comprendido que el enfrentamiento con Roland no era un juego. Además, parecía tener dificultades para alzar el brazo izquierdo: tras el lanzazo seguramente tendría el hombro cubierto de hematomas.

El combate continuó. El proceder de Roland fue irreprochable: atacó a Dietrich, no dejó de intentar otros ángulos y técnicas, y ofreció al joven caballero la oportunidad de demostrar lo aprendido. No obstante, también logró fatigarlo con sus duros golpes.

—Intenta cansarle el brazo con que sostiene el escudo —le susurró Florís a Gerlin—. Impide que Dietrich se acerque a él con la espada, pero lo obliga a alzar y bajar el escudo constantemente.

Gerlin asintió, comprendiendo cuál sería el resultado. Roland no se lanzaba al ataque con el mismo ritmo que al luchar con Leon o con Florís. Disponía de buenas reservas y, en algún momento, cuando el brazo de Dietrich perdiera fuerza, embestiría, pasaría por debajo del escudo y le clavaría la espada en el ojo, la garganta o el abdomen. Todos los caballeros conocían los puntos débiles de una armadura… y una espada de madera, blandida con la fuerza de un guerrero como Roland von Ornemünde, bastaría para herir gravemente al contrincante. Pese a ello, Dietrich se defendía con valor.

Y entonces aconteció el segundo milagro del día.

Entretanto, Dietrich —ya bastante desesperado y casi completamente exhausto— intentó un ataque. En realidad no podía contar con salir victorioso, pero no cabía duda de que quería poner fin al combate. Si lo atacaba con excesiva lentitud, Roland daría en el blanco, él podría dejarse caer y el heraldo proclamaría vencedor a su pariente. Al parecer, en realidad, el heraldo, cuya expresión revelaba que no estaba de acuerdo con el desarrollo del combate de exhibición, solo aguardaba a que llegara ese momento. Un pariente auténticamente bienintencionado, de vez en cuando, hubiera mostrado su punto débil durante el combate, hubiese permitido que su adversario más joven puntuara y hubiera procurado que el combate acabara en un empate.

Pero entonces Dietrich atacó a Roland, el caballero se defendió con agilidad, su espada chocó contra el peto del joven y… ¡el arma de madera se partió en mil pedazos! Con expresión incrédula, Roland clavó la vista en el trozo de espada rota que sostenía en la mano. Dietrich aprovechó la oportunidad para apartar el escudo de su adversario de un golpe, pero no lo obligó a tenderse en el suelo y solo le apoyó la espada en la garganta. Después se levantó la visera y soltó una carcajada.

El heraldo se interpuso entre ambos, quizás impulsado por el instinto, puesto que había caballeros que, embriagados por el fragor del combate, arremetían incluso con una espada hecha pedazos.

—¡Con esto proclamo al señor Dietrich von Ornemünde y Lauenstein vencedor de la justa!

Gerlin se descubrió aplaudiendo y gritando entusiasmada como si fuera una campesina, pero su júbilo quedó apagado por los aplausos de los otros caballeros, siervos y donceles, que golpeaban sus escudos con las espadas. Los jóvenes armados caballeros esa mañana consideraban que el muchacho se merecía el triunfo, al haber demostrado que uno de ellos —y ni siquiera el mejor— también podía salir victorioso en la lucha contra un caballero mayor y más fuerte. Claro que solo con un poco de suerte. Pero eso era algo habitual en los torneos: en casi todos los combates, uno o dos duelos se decidían cuando las armas de madera se rompían. Lo único extraordinario de ese día era que Dietrich le había dado dos veces a Roland.

Entretanto, los caballeros habían abandonado la tribuna de honor y Dietrich tendió la mano a su pariente. El joven tenía el semblante pálido y bañado en sudor, pero al dirigirse a Roland rebosaba de felicidad y orgullo.

—¡Esto solo demuestra que sois demasiado fuerte para luchar con estas armas de juguete! —declaró en voz alta y clara—. ¡Bienaventurados los castellanos que a su lado dispongan de caballeros como vos! No tibios luchadores de torneos, sino caballeros invencibles en el auténtico combate con armas afiladas.

Gerlin besó a su futuro esposo en los labios y saboreó la sal de su sudor. Lo recompensó formalmente con una cadena, mientras Luitgart, por su parte, entregaba a Roland una joya de oro mucho más valiosa, sin duda procedente del tesoro de los Von Lauenstein. A esas alturas, Luitgart ya debía de estar convencida de que pronto tendría que despedirse de su amado, convertido una vez más en caballero errante: entonces el oro le resultaría necesario. Ambos se alejaron, acompañados por el júbilo de los espectadores. A los siguientes jóvenes participantes del torneo les resultaría difícil conservar la atención del público.

La tribuna de honor se vació y con toda seguridad muchas de las mujeres y jóvenes no regresarían. Gerlin tampoco tenía la menor intención de seguir presenciando más combates. Debía engalanarse para su boda.