8

—No sé qué le ocurre a Rüdiger… —dijo Gerlin, confiando sus cuitas a Florís mientras ambos observaban los ejercicios de los donceles escasos días antes de la celebración del espaldarazo.

El muchacho acababa de lanzar su caballo contra el de Dietrich, derribándolo en el primer intento, y luego lo atacó con la espada de madera: no cabía duda de quién saldría victorioso en ese intercambio de golpes.

Florís sacudió la cabeza.

—Que los donceles ataquen a Dietrich sin miramientos no tiene nada de malo. Los he instado a hacerlo…, aunque he reflexionado un buen rato antes de tomar esta decisión. Tengo claro que con las derrotas mermará la confianza de Dietrich en sí mismo; hasta ahora se consideraba más fuerte de lo que realmente es, pero más vale que lo acepte y que después no muestre sus puntos débiles a Roland. Él…

—¡No se trata de Dietrich, me refiero a Rüdiger! —lo interrumpió Gerlin—. Ha cambiado por completo. Hasta ahora creí que era amigo de Dietrich; formaba parte de su círculo y ambos se enfrentaban en las justas, pero no existía rivalidad entre ellos. Sin embargo, últimamente suele reunirse cada vez más a menudo con los muchachos del grupo de Theobald. Participa en sus brutales chanzas y en la práctica de armas con Roland. Apenas le dirige la palabra a Dietrich y también parece evitarme a mí. Me preocupa este muchacho.

Florís se encogió de hombros.

—La verdad es que de momento no tengo tiempo de ocuparme de ello. Quizá solo se trate de un capricho pasajero. En todo caso, ya tomaremos medidas una vez celebrado el espaldarazo… siempre y cuando Dietrich salga con vida. Cuando eso ocurra, Theobald von Thurgau regresará a casa, puesto que es de sangre noble y lo aguarda un gran feudo. Y Rüdiger también es un heredero.

—¿Y si a ambos se les ocurre la idea de primero recorrer mundo como caballeros errantes? —preguntó Gerlin, al borde de la desesperación.

—Entonces tampoco podremos impedirlo —dijo Florís, suspirando—. Puede que Rüdiger se lance a semejante aventura, pero no Theobald: es un matón y un malvado, pero carece de auténtico coraje. Si las cosas se ponen feas, ese matón se refugiará en el castillo de su padre, donde se dedicará a aterrorizar a caballeros errantes y a maltratar a los campesinos. A la larga, no supone un peligro para vuestro hermano. Por otra parte, Roland von Ornemünde también acabará largándose en algún momento, en caso de que el día de San Miguel no obtenga un feudo de manera inesperada y debido a circunstancias trágicas. Para impedirlo, he de cumplir con mi tarea. Lamento que, de momento, eso me obligue a renunciar al discurso cortés y a las atenciones, mi señora Gerlin…

La joven asintió con aire meditabundo mientras el caballero intervenía en la lucha entre los donceles y daba indicaciones a Dietrich sobre cómo empuñar la espada. El muchacho no tardó en empezar a defenderse mejor de las embestidas de Rüdiger, pero Gerlin no se hacía ilusiones: tal vez la nueva técnica desconcertara a los demás donceles, pero Roland von Ornemünde esquivaría los cintarazos con una sonrisa. En realidad, solo un milagro salvaría a Dietrich… o un acto de cobardía indigno de un caballero, y Dietrich nunca estaría dispuesto a rebajarse hasta tal punto.

Gerlin se preparó para verlo morir.

Antes de aproximarse a los caballeros que se encontraban ante los establos comentando las aptitudes de un corcel de batalla, Rüdiger von Falkenberg inspiró profundamente. Leon von Gingst y Roland von Ornemünde mantenían una acalorada discusión acerca de si este último debía montar en el semental durante el combate de exhibición con Dietrich, o si por el contrario convenía que montara en un caballo más viejo y experimentado. El espaldarazo debía celebrarse al cabo de dos días. Rüdiger titubeó: ¿sería mejor aguardar a que Roland estuviera solo? No, no tenía sentido postergar el asunto.

Antes de hacer una reverencia ante Roland, el doncel carraspeó.

—¿Puedo intercambiar unas palabras con vos, mi señor? —preguntó en tono respetuoso—. Hay algo que me preocupa…

—¿Y pretendéis que yo me ocupe de ello, Rüdiger? —preguntó el caballero soltando una carcajada—. ¿No sería mejor que consultarais a vuestro antiguo armero? Leon os entrenó en Falkenberg, ¿verdad?

Rüdiger asintió.

—No me importa que Leon esté presente —dijo, aunque no era verdad. Pero en el fondo daba igual: de todos modos, al cabo de un par de horas todo el castillo hablaría del asunto—. Y Leon también sabe que… Veréis, señor Roland, se trata de mi honor como caballero. Pasado mañana debiera recibir el espaldarazo, pero sé que es precipitado.

Ambos caballeros fruncieron el ceño. Rüdiger había conseguido captar su total atención, porque sin duda era la primera vez que un doncel consideraba que era demasiado pronto para ser armado caballero. En general, los muchachos se morían por recibir el espaldarazo.

—¿Estás diciendo que no quieres ser armado caballero? —preguntó Leon, confuso.

Rüdiger bajó la cabeza.

—Sabéis perfectamente que aún estoy muy lejos de alcanzar la perfección, Leon. Todavía he de aprender muchas cosas para poder salir airoso de un combate.

—¿Acaso teméis no sobrevivir durante mucho tiempo como caballero errante? —preguntó Roland. En efecto: muchos jóvenes caballeros perdían la vida en los primeros combates. Tenían escasa experiencia en combatir con armas auténticas y si no empezaban por participar en un torneo, sino que se hacían contratar como escoltas de una caravana, de vez en cuando descubrían que los salteadores de caminos no luchaban según las reglas caballerescas.

—Pero eres el heredero de Falkenberg, ¿verdad? ¿Por qué no regresas a casa y te haces cargo de tu castillo? —dijo Roland, pasando a tutear al muchacho.

—Muchos opinan que… bien, que da igual si un futuro señor feudal destaca en el combate —contestó Rüdiger—. Incluso he oído decir a ciertos caballeros que es más importante dominar la lectura y la escritura y otras artes más indicadas para clérigos y mujeres. Pero creí que precisamente vos, Roland, no opinaríais lo mismo…

Leon von Gingst asintió con la cabeza.

—¡Demuestras un auténtico espíritu caballeresco! —lo elogió—. ¡Compruebo que has aprovechado mis enseñanzas!

—¿Y qué piensas hacer —preguntó Roland von Ornemünde en tono impaciente— cuando Florís dé por acabada tu formación y tú rechaces el espaldarazo?

Rüdiger se obligó a mirarlo a la cara.

—Antaño, señor…, antaño los donceles completaban su formación junto a un gran caballero. Aprendían de su ejemplo, procuraban imitarlo. Si me permitierais que os sirviera durante un año, mi señor…

—¿Quieres ensillar mi caballo, lustrar mi armadura y cargar con mis armas? —preguntó Roland, atónito.

Rüdiger asintió.

—Si consideráis que no soy digno de ello… —dijo, e hizo ademán de marcharse.

Roland dirigió una mirada de aprobación a su amigo Leon.

—¡Por todos los diablos, Leon, habéis educado excelentemente a este doncel! Pero, ¿qué dirá vuestra hermana, Rüdiger? ¿Acaso habéis informado a la señora Gerlin de vuestro plan?

Rüdiger alzó la cabeza con gesto arrogante.

—¡No estoy bajo la protección de mi hermana, señor caballero! La señora Gerlin no es mi ama ni la guardiana de mi conciencia, así que, ¿me aceptaréis como alumno, señor Roland? —exclamó, hincando la rodilla.

Roland von Ornemünde aún le lanzó una última mirada desconcertada a Leon; después tendió la mano a Rüdiger y lo ayudó a ponerse de pie.

—Será un honor para mí, doncel. Y, por mí, puedes empezar de inmediato. Atrapa al semental y ensíllalo. Y ensilla un caballo para ti: quiero comprobar tu talento para justar. Se acabó lo de andar holgazaneando, Rüdiger: ¡dentro de un año, mi doncel ganará el torneo organizado para celebrar su espaldarazo!

Aquel día, el último anterior a la fiesta celebrada en honor a Dietrich, Rüdiger procuró evitar a Gerlin y tampoco hizo acto de presencia en la iglesia, donde los donceles vestidos de blanco velaban sus armas antes de ser armados caballeros.

Gerlin lo echó en falta durante la misa, pero supuso que su hermano se encontraba entre la multitud de muchachos ataviados de blanco. La joven tomó asiento entre las mujeres y, mientras los donceles se reunían ante el altar, se esforzó por mostrarse amable con Luitgart. En realidad, esa noche solo tenía ojos para Dietrich, cuyo aspecto era el de un caballero apuesto y noble. Alto y pálido, pero iluminado por una luz interior, presidía el grupo de donceles. Para la mayoría de ellos el espaldarazo era un rito sagrado, sobre todo para los oriundos de tierras francesas y normandas, para quienes ser armado caballero estaba íntimamente relacionado con la religión. En su mayoría, las órdenes religiosas —como la de los sanjuanistas y los templarios— reclutaban a sus miembros entre dichos jóvenes.

Para los muchachos de origen alemán la consagración de la espada no tenía la misma importancia, pero también ellos se veían afectados por la formalidad y solemnidad del acto. Sin embargo, algunos se volvieron hacia sus familiares y amigos antes de que estos abandonaran la iglesia, mientras que Dietrich y otros caballeros jóvenes y serios ya se hallaban sumidos en sus oraciones. Pese a su educación cosmopolita y su amistad con el judío Salomon, el futuro esposo de Gerlin era profundamente devoto. Seguro que oraría con fervor, volvería a examinar su conciencia y rogaría a Dios que bendijese su espada y su carrera como caballero. Gerlin confió en que Dietrich lograra dormir unas horas antes del combate. La mayoría de los donceles sucumbieron al sueño en algún momento de la noche.

Pero ella no lograba tranquilizarse. Mientras Luitgart y Roland presidían el banquete, al que ya asistía un gran número de invitados y participantes en los torneos que habían de celebrarse durante los siguientes días, ella recorría inquieta los pasillos del castillo y finalmente se encontró en la entonces desierta balaustrada, donde, para su gran sorpresa, descubrió a Florís de Trillon. El joven caballero estaba apoyado en la barandilla contemplando la palestra ornada de gallardetes multicolores, la tribuna de honor bajo el pabellón de seda y todas las tiendas grandes y pequeñas de los caballeros errantes montadas en el solar situado ante el castillo.

Iluminado por la luz del atardecer, todo parecía alegre y pacífico, casi como si un niño hubiera montado el conjunto para jugar con caballeros y donceles de madera al día siguiente. Entonces se encendieron unas hogueras —puesto que allí abajo los donceles y los siervos también se dedicaban a celebrar— e incluso en la aldea empezaron a asar bueyes. Mientras duraran las festividades, los castellanos seguirían alimentando a su gente durante varios días…, a menos que se vieran obligados a suspender las celebraciones debido a un lamentable accidente.

Gerlin intuyó lo que Florís estaba pensando y le apoyó la mano en el brazo con suma delicadeza.

—A lo mejor no ocurre nada —dijo en voz baja.

Florís resopló con gesto irónico.

—O quizá la mañana no llegue nunca —comentó.

Gerlin trató de sonreír.

—En serio, Florís, es muy posible que nuestros desvelos sean infundados. Claro que Roland puede intentar hacerse con un feudo recurriendo al asesinato, pero él también es un caballero… y Dietrich es de su misma sangre.

—Por favor, Gerlin —replicó Florís, restregándose la frente—, ¡su parentesco con el muchacho es muy lejano! Puede que nadie sepa a través de qué línea. Hay tantos Ornemünde como granos de arena en el mar. Y en cuanto a sus virtudes caballerescas… —añadió, lanzando un suspiro.

Pero entonces levantó la vista y su expresión angustiada dio paso a una cariñosa mirada de admiración. Aquella noche, el atavío de Gerlin también era de color claro. Llevaba un vestido de manga larga de lana ligera y blanca, un cinturón de seda cuajado de gemas procedente del arcón enviado por Salomon von Kronach, y encima un manto azul celeste. Un ancho tocado cubría sus cabellos sueltos y largos. Al mirarlo a la cara, un ligero rubor le cubrió las mejillas.

—Pero vos también estáis preocupada, mi señora Gerlin, ¿verdad? —dijo Florís en tono apagado—. Estimáis a Dietrich.

Ella asintió.

—Igual que vos, caballero. Claro que nuestra relación es reciente, pero es… un buen muchacho.

—Ha de convertirse en vuestro esposo —susurró Florís—, quizá ya mañana. ¿Pensáis en ello… alguna vez?

Aunque Gerlin procuró reír y rechazar su extraña pregunta con una respuesta burlona, ni siquiera logró esbozar una sonrisa: sabía muy bien qué se ocultaba tras esas palabras.

—Pienso en muchas cosas, caballero —contestó, y pese a que procuró hacerlo en tono firme, su voz era ronca—. En aquello que acontecerá, en lo que podría acontecer… y que no debe pasar. Si Dietrich sobrevive al día de mañana, le prestaré los juramentos. Y lo haré de buen grado, puesto que, como ya os he dicho…, es un buen muchacho. Ambos lo tenemos en alta estima. Nadie me ha preguntado si lo amaré como Ginebra amaba a Lanzarote o Isolda a Tristán. Y tampoco deberíamos pensar en ello. Pero vos… seréis mi amigo, ¿verdad?

Florís le cogió la mano.

—Sabéis que he jurado serviros con fidelidad, mi señora.

Gerlin asintió, pero de pronto se sintió incapaz de soportarlo. Su corazón latía como un caballo desbocado a causa de la angustia, del miedo, de la preocupación… y de algo innombrable e impensable.

—¡Entonces besadme, caballero que me habéis jurado fidelidad! —dijo en tono sosegado y firme, tal como quiso que sonaran sus palabras anteriores—. Besadme una única vez, antes de que…

Ignoraba cómo acabar la frase, pero sabía que al día siguiente se iniciaba una etapa nueva y diferente.

Florís no preguntó. La atrajo hacía sí y sus labios se fundieron con los de Gerlin. Puede que con ese beso la enviara al matrimonio con Dietrich, quizás ella lo enviara a la muerte… puesto que Florís de Trillon no se quedaría de brazos cruzados si Roland mataba a Dietrich y ocupaba el feudo. Antes retaría en duelo al caballero, y nadie sabía qué ocurriría después.

Cuando se separaron, Gerlin y Florís permanecieron en silencio. Había oscurecido y la hora mágica transcurrida en la balaustrada llegó a su fin. Las hogueras iluminaban el campamento de los caballeros y también la aldea, mientras que de la iglesia surgía la suave luz de las velas que aliviaba la vigilia de los donceles. De la gran sala del castillo surgían voces y cánticos.

Gerlin quiso obligarse a regresar a la sala y participar del banquete, pero no tenía apetito, y esa noche ya no quería seguir soportando miradas curiosas. Al ver a Gerlin en la iglesia, los padres y los parientes de los otros donceles ya habían murmurado, y Luitgart no había hecho más que avivar su desconcierto. Una prometida que aguardaba a que celebraran el espaldarazo de su prometido, que apenas era más que un niño… Las mujeres que ocupaban la sala darían rienda suelta a sus lenguas viperinas. Gerlin procuró no pensar en lo que Luitgart les habría dicho a las madres y las hermanas de los donceles que yantaban junto a los caballeros: que la anterior señora del castillo disfrutara de su último triunfo. Si todo salía bien, el día de mañana le pertenecería a Gerlin.

Hacía semanas que Dietrich hablaba de presentarse ante el círculo de caballeros con ella y que luego él y su joven esposa presidirían el banquete celebrado en honor de su espaldarazo y su boda. Finalmente, justo antes de entrar en la gran sala, Gerlin dio media vuelta y se encaminó a sus aposentos. No podía dirigirse a la iglesia, pero aquella noche rezó con fervor arrodillada ante su reclinatorio.