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Por supuesto, todos comprendieron que Luitgart rechazara la idea de celebrar el espaldarazo el día de Pentecostés, puesto que ya estaban en abril y resultaba imposible preparar semejante fiesta en tan poco tiempo. Entre otras cosas, había que anunciar el torneo, invitar a los huéspedes y organizar el equipamiento de los donceles, que requerían nuevos atuendos, caballos de batalla y armas. Pero al menos lograron ponerse de acuerdo en celebrarlo el día de San Miguel, a principios de otoño, cuando aún hacía buen tiempo. De este modo todos tendrían oportunidad de organizar la celebración y preparar a los jóvenes caballeros. Dietrich y sus consejeros aceptaron la fecha… y de hecho Florís incluso hubiera consentido que aquella noche no hubieran fijado ninguna fecha para el espaldarazo. Lo importante era el anuncio: todos los donceles informarían a sus familias de la futura ceremonia y no habría marcha atrás, sobre todo porque Roland von Ornemünde ya no tendría oportunidad de imponer su veto: Adalbert von Uslar podía armar caballero a Dietrich cuando lo considerara adecuado. Después el muchacho tendría vía libre, podría tomar posesión de su herencia y prestar los debidos juramentos a su prometida.

No obstante, los días que faltaban para que llegara el otoño pusieron a prueba la paciencia de la joven. No sabía muy bien en qué emplear el tiempo, entre otras cosas porque su posición en el castillo de Lauenstein no era muy clara. En general, no había un largo período de espera antes de una boda: cuando una novia llegaba al castillo de su futuro marido, la casaban con rapidez y después esta se ocupaba de sus deberes como dueña, pero, en el castillo de Lauenstein, la que seguía ocupándose de todos los menesteres era Luitgart… y no parecía tener la menor intención de compartir las tareas con Gerlin. La relación entre ambas mujeres no había cambiado y se trataban con una cortesía distante. Gerlin aborrecía permanecer en compañía de Luitgart y sus criadas cosiendo o bordando, tal como solían hacer las mujeres.

Lo que más le gustaba era participar en las labores relacionadas con la gran fiesta. Era costumbre que los castellanos proporcionaran nuevos atuendos a los donceles que celebraban el espaldarazo junto con su hijo y, en ese caso, suponía la confección de muchas calzas, camisas, túnicas y capas, pero Gerlin evitaba la compañía de Luitgart cuanto podía y en general no participaba en los pasatiempos habituales de las mujeres del castillo, como observar y animar a los caballeros durante sus prácticas. El motivo de ello era que no quería compartir la balaustrada con Luitgart von Ornemünde ni escuchar sus comentarios mordaces sobre la falta de destreza de Dietrich en el manejo de las armas.

De todas formas, con respecto a esto último, el muchacho mejoró mucho durante los meses anteriores al espaldarazo. Adalbert, que parecía flotar en una nube de felicidad debido al honor que le habían conferido, se encargó de la formación de Dietrich y el anciano caballero resultó ser un maestro armero infinitamente mejor que Leon y Florís. Adalbert conocía todas las fintas y los trucos capaces de proporcionar la victoria incluso a un caballero debilitado y cansado. Y, además, siempre estaba amablemente dispuesto a escuchar los problemas que afectaban a los donceles.

Florís le cedió las tareas de armero de buen grado y por su parte se centró en proteger a Dietrich de posibles emboscadas con la mayor discreción posible, examinando las espadas con las que practicaban y los forros de cuero de las lanzas que cubrían las armas afiladas durante el entrenamiento y en el torneo. Instó a Dietrich a que ensillara su caballo él mismo y, cuando no era posible, supervisaba a los mozos o los donceles que se encargaban de ello. Cuando los caballeros salían de caza, Florís se mantenía detrás del muchacho y no perdía de vista a los caballeros que lo rodeaban. Sin embargo, no pudo evitar que su protegido fuera derribado del caballo una y otra vez durante las justas o que se cubriera de moratones durante los combates con las espadas de madera.

—¡Pero si alguno intenta clavarle la espada en el ojo, lo notaré a tiempo! —afirmó, dirigiéndose a la también preocupada Gerlin.

Durante esas semanas, Florís procuraba pasar el mayor tiempo posible con ella. Sabía que la joven se aburría y solía invitarla a cabalgar por la comarca. Al principio coqueteaba con ella como solían hacer los caballeros galantes, pero en algún momento ambos se cansaron de los juegos de palabras y empezaron a mantener conversaciones más serias. Florís le habló de su infancia en la dorada Aquitania, y Gerlin se sintió transportada a un mundo fantástico poblado de viñedos y castillos blancos, donde el sol brillaba y el cielo era azul. Gerlin conocía el paisaje gracias a los recuerdos de la reina y a su vez le habló del exilio de Leonor de Aquitania y de los años que pasó en la isla de Oléron, donde el clima solía ser lluvioso y brumoso, y de su corte, que solo adquirió brillo gracias al ilimitado coraje y optimismo de la señora Aliénor. Donde esta se encontraba, también lucía el sol de Aquitania y las muchachas se solazaban con la calidez de sus rayos.

Florís demostró un gran interés por las palabras de Gerlin acerca de las escasas visitas del rey Ricardo. El magnífico caballero, al que ya llamaban Corazón de León, era su héroe y su ejemplo.

Tanto Gerlin como Florís gustaban de recordar los juegos y los entretenimientos de las cortes galantes y procuraron revivirlas en el castillo de Lauenstein. Dietrich gozaba como un niño cuando Gerlin lo invitaba a bailar y a coquetear, unos momentos en que el encuentro de la pareja siempre suponía un juego de equilibrio para no caer en la indecencia. Una dama podía recibir a su caballero galante para elogiarlo o reprenderlo, pero el ceremonial cortesano no incluía reglas sobre la relación entre prometidos, así que Gerlin no solía invitar a Dietrich a sus aposentos, y, cuando lo hacía, siempre se aseguraba de que también estuvieran presentes Florís y otros caballeros. Resultaba fácil convencerse de que solo lo hacía para guardar las formas y que disfrutaba de la presencia de Dietrich tanto como de la del joven caballero de Aquitania.

Gerlin no quería confesarse a sí misma hasta qué punto la hacía feliz el hecho de contemplar la sonrisa de Florís y escuchar su suave acento aquitano. Florís tampoco habría admitido jamás que albergaba otros sentimientos por Gerlin que no fueran los que correspondían al paternal amigo de su futuro esposo. Ambos tenían claro que la dama solo lo convidaba a sus pequeñas fiestas por motivos relacionados con la decencia, y si durante estas intercambiaban alguna sonrisa de complicidad, únicamente se debía al regocijo que Dietrich les proporcionaba cuando practicaba el discurso galante y el servicio a la dama.

—Quizás el hecho de haber permanecido a lomos del caballo durante el combate con la espada tras haber derribado a Theobald no se correspondía con las virtudes caballerescas, mi señora Gerlin, pero Adalbert consideró que era perfectamente correcto cuando uno de los caballeros pesa el doble que el otro. ¿Me despreciáis por ello?

Gerlin reprimió una sonrisa y apaciguó al pequeño guerrero.

—Por supuesto que no, mi señor Dietrich; al fin y al cabo habéis salido victorioso y habéis llevado mi divisa con honor. Pero os conmino a comer más y alcanzar el mismo peso de Theolbald lo antes posible.

Pero en cuanto se sentaba a jugar una partida de ajedrez con el joven, su regocijo se desvanecía. Las primeras veces él la dejó ganar, pero cuando Gerlin lo reprendió por hacerlo, pasó a derrotarla con regularidad, tanto a ella como a Rüdiger y a todos los otros donceles y caballeros. Solo Salomon lograba ganarle alguna partida de vez en cuando, tal como le confesó Florís.

—La fuerza de vuestro futuro esposo reside en su inteligencia, no en el brazo con el que blande la espada —dijo, encogiéndose de hombros—. Todos hemos de aceptarlo. ¡Ojalá existiera la posibilidad de reemplazar la liza que ha de celebrarse tras el espaldarazo por un torneo de ajedrez! Me horroriza exponer a Dietrich a ese peligro.

—¿Acaso es muy peligroso? —preguntó Gerlin, sin ocultar su sorpresa.

Ya había presenciado numerosas justas organizadas para celebrar un espaldarazo y no lograba recordar que nadie hubiera sufrido un accidente grave. En general, los donceles no tenían suficiente fuerza —por no hablar de dominar la técnica necesaria— como para herir a un adversario con armas de madera; además, estaban acostumbrados a caerse del caballo sin hacerse daño, o en todo caso en menor medida que los caballeros de mayor edad que de pronto decidían volver a competir en un torneo o que los jóvenes caballeros errantes que cabalgaban arriesgando la vida para impresionar a un castellano.

Florís se encogió de hombros.

—Depende de cuánta malevolencia esté en juego. Veréis, mi señora Gerlin: durante los combates de prácticas solo enfrentamos a Dietrich con donceles que no lo superen demasiado en peso y estatura. El combate con Theobald supuso una excepción… ¡provocada por ese pequeño impertinente! Ambos discutieron y montaron a caballo antes de que yo pudiera intervenir, y creedme: ¡no es fácil irritar a un muchacho como Dietrich hasta el extremo de que primero derribe al otro del caballo y después prosiga la lucha con la espada sin desmontar caballerosamente!

Claro que en la guerra un caballero no desmontaba tras derribar a un enemigo, sino que seguía atacándolo desde una posición más elevada, pero en un torneo eso se consideraba poco elegante. En general, el vencedor de la justa desmontaba y se enfrentaba a pie a su adversario en el combate con la espada.

—Pero en el torneo no podemos controlar quién se enfrentará a vuestro prometido —prosiguió Florís—. Y además, Dietrich casi no tiene enemigos entre los donceles, al contrario: en su mayoría los muchachos sienten afecto por él.

Gerlin asintió. Para ella supuso una gran alegría constatar que Rüdiger formaba parte del círculo de Dietrich y no del jactancioso grupo de amigos de Theobald, y que últimamente su hermano se dedicaba a aprender a jugar al ajedrez con el mismo entusiasmo que a blandir la espada.

Pero para Florís, el aprecio de que era objeto Dietrich tenía una contrapartida negativa.

—Existe el peligro de que lo dejen ganar por un malentendido sentido de la amistad, y que después tenga que enfrentarse a un maleducado como Theobald y sus compinches. ¿Os habéis percatado de que Roland suele invitar a los individuos que rodean a ese bellaco a realizar prácticas especiales? La semana pasada incluso vi que luchaba con Theobald… ¡Está tramando algo! Y durante el torneo no estaré junto a los combatientes, sino que habré de alentarlos desde la tribuna, al igual que vos. Dietrich no podrá contar con nadie y temo por él.

—¿No existe ningún modo de evitar que participe en ese torneo? —quiso saber Salomon.

Gerlin y Florís habían cabalgado hasta la finca del médico, situada a una hora a caballo del castillo. De momento, maese Salomon se hallaba allí, aunque aparecía en el castillo casi todos los días para instruir a Dietrich y a otros donceles en las artes relacionadas con la astronomía, la filosofía y la estrategia. Dietrich también estudiaba latín y griego con mucho entusiasmo a fin de poder leer las obras de los clásicos. Sin embargo, Roland y Leon aseguraban que nada de todo eso «era caballeresco», así que ofrecían a los donceles la opción de continuar ejercitándose en el combate. Por su parte, el capellán de la corte temía que el judío ejerciera su influencia sobre los muchachos para alejarlos de la Iglesia, pero Dietrich insistió en seguir tomando clases con su maestro. Antes de morir, su padre le había confiado la educación de su hijo y el único que adujo un motivo para prohibir las clases fue su tutor.

En cuanto a Florís y Gerlin, no solían tener ocasión de ver al médico y aún menos de reunirse para conspirar, así que la visita a la finca les proporcionaba una oportunidad. Salomon mandó escanciar buen vino y agasajó a sus huéspedes sirviéndoles pan, frutas y quesos elaborados por él.

—¿Acaso no es absolutamente lícito que un castellano se limite a presidir el torneo sin participar en este? —preguntó el médico al tiempo que le servía más vino a Gerlin, quien le lanzó una sonrisa: como siempre, la presencia de Salomon suponía un consuelo.

—¿El día de su espaldarazo?

Florís negó con la cabeza y se mordió el labio inferior, un gesto que le confirió un aire juvenil… pero Gerlin reprimió la sonrisa que pugnaba por aflorar a sus labios, puesto que la actitud del caballero denotaba que estaban hablando de asuntos muy graves. De hecho, ya lo había notado debido a la escasa atención que le prestaba: mientras que Salomon no había ahorrado cumplidos sobre el brillo de sus ojos tras la cabalgata en ese día soleado y estival, Florís no tenía tiempo para lisonjas. Estaba demasiado preocupado por Dietrich.

—Bien, no es lo acostumbrado, pero nos hallamos ante una circunstancia excepcional, claro está. Hemos de averiguar cómo se maneja una situación en la que el hijo de un noble se convierte en el señor de su castillo mediante el espaldarazo.

Gerlin procuró recordar sus conocimientos sobre la etiqueta cortesana.

—En ese caso, lo normal es que presida el torneo su madre, la que antes ejercía la regencia —les informó—. Y es improbable que ella le eche encima a asesinos contratados mientras su hijo se enfrenta a un par de justas. Por otra parte, maese Salomon tiene razón: que un rey o un castellano no participe en las justas durante su propio torneo más bien habla a su favor, porque de lo contrario siempre se genera la misma situación desagradable. Si sale victorioso, dirán que el torneo ha sido manipulado. Si resulta derrotado, mostrará un punto débil en su propio territorio.

Salomon escuchó sus palabras con mucha atención.

—Al parecer, sois muy versada en el tema —comentó—. Aunque es verdad que tuvisteis la mejor de las maestras, así que reflexionad, mi señora Gerlin. ¿Cómo habría manejado la situación Leonor de Aquitania? ¡Hacednos participar de lo que aprendisteis sobre el poder de Venus detrás del trono!

Gerlin comió unas uvas y reflexionó.

—Tal vez Dietrich pueda demostrar su valía en un combate de exhibición que acabe en un empate —dijo—. Sabe blandir la espada y no importa si el público nota que su adversario no lo ataca con excesiva violencia, puesto que aquel más bien ha de ser un caballero experto como vos, Florís, y no un doncel.

El aludido sonrió de oreja a oreja.

—¡Eso es, mi señora Gerlin, una excelente solución!

Salomon también asintió con aprobación y Gerlin volvió a disfrutar de la calidez de su mirada y de la risa que iluminaba su rostro, de lo contrario siempre muy serio.

—Mis respetos, mi señora Gerlin. ¡Demostráis el mismo talento para la diplomacia que vuestro futuro esposo! ¡Lauenstein florecerá bajo vuestro gobierno! Eso es lo que hemos de hacer, Florís. Lo único que me pregunto es cómo se lo explicaremos a Dietrich, porque de momento solo se dedica a redactar poemas sobre caballeros que se lanzan a combates inútiles bajo la divisa de su dama… Seguro que sentirá una gran desilusión.

Gerlin sonrió.

—Dejadlo en manos de su dama —dijo con voz suave—. Ginebra obligó a Lanzarote a tragar sapos mucho peores…

Cuando faltaba alrededor de un mes para el espaldarazo, antes de la hora de práctica matutina, Florís informó a los donceles del programa del torneo. Aparte de ciertas risitas sarcásticas por parte de Theobald y sus amigos, todos consideraron que era lógico que Dietrich no participara en las justas y solo interviniera en un combate de exhibición. Para muchos de los donceles más pobres —numerosos de ellos eran hijos menores de familias poco importantes a los que les esperaba una vida como caballeros errantes—, incluso podía suponer una alegría y un alivio. Cuanto menor fuera el número de adversarios, tanto mayor era su oportunidad de obtener una buena clasificación o una recompensa de Luitgart o de Gerlin, y así tendrían una mejor entrada en la excitante pero dura vida de adulto.

Dietrich hizo una reverencia y dirigió una cálida sonrisa a Florís.

—Supone una alegría especial para mí, porque también significa la oportunidad de intercambiar un par de golpes con vos, aunque no seáis vos quien me arme caballero. No os andéis con miramientos, caer derrotado por vos será un placer.

Sin embargo, poco después, Roland tomó una medida que había de cambiar radicalmente la situación. Aquella noche volvió a invitar a todos los caballeros, donceles y mujeres del castillo a un banquete, y Gerlin se olió algo malo cuando el caballero se puso de pie y se dirigió a los reunidos.

—Hoy me he enterado de que Dietrich von Ornemünde, mi bienamado sobrino, solo presidirá el torneo celebrado el día de su espaldarazo en vez de medirse con los demás caballeros de su misma edad. Frente a dicha decisión nacida de la humildad y la mesura, solo puedo darle la enhorabuena; sé lo duro que ha de resultarle a un joven caballero renunciar a la competición. Y para demostrar el gran respeto que siento por él, me ofrezco a ser su adversario en el combate de exhibición en el que pretende presentarse como caballero. ¡Dietrich se merece un adversario de su mismo rango y de su misma sangre noble!

Una expresión de absoluto espanto crispó el rostro de Gerlin, quien tardó un momento en recuperar el control. Florís, sentado a su izquierda, apretó los puños: ¡las palabras de Roland también suponían un menoscabo para su propio rango y para su familia! Gerlin confió en que no retara a duelo a Roland en el acto.

—¡Ni se os ocurra retar a duelo a ese bellaco! —siseó Salomon en ese preciso instante; Roland también lo había invitado al banquete, seguramente para gozar de su indignación—. ¡Lo último que nos hace falta es un enfrentamiento abierto!

—¡Si lo reto a un combate con armas afiladas, el enfrentamiento se acabará con rapidez! —masculló Florís en voz baja—. Así Roland pasaría a formar parte del pasado aquí en Lauenstein.

—¡O vos, Florís! —replicó Gerlin en tono agudo. El temor por Florís casi superaba la inquietud por Dietrich—. Puede que ambos seáis del mismo rango, pero Roland también os iguala en destreza. Podríais sucumbir y entonces, ¿qué?

Florís procuró calmarse.

Entretanto, Dietrich se puso en pie.

—Os estoy muy agradecido por el honor que me concedéis, Roland —dijo en tono sosegado—, y espero mostrarme digno de él.

El doncel hizo una reverencia cortés y volvió a demostrar su serenidad.

Gerlin se retiró pronto. Estaba profundamente inquieta y se sentía muy culpable: el combate de exhibición se le había ocurrido a ella. Si Roland acababa matando al muchacho…

—¡Tonterías, no puede permitirse el lujo de asesinar a su sobrino ante toda la corte y cientos de huéspedes! —exclamó Salomon, caminando de un lado a otro en los aposentos de Gerlin. Esa noche los hombres habían prescindido del ceremonial cortesano y se habían reunido allí para discutir la nueva situación. Dietrich no estaba presente, pero sí Rüdiger, que aprovechó para escuchar las palabras de los consejeros de su compañero.

—¿Qué pensarán los demás si Roland da muerte a su pariente durante un combate de exhibición?

—Que fue un accidente —replicó Florís, llevándose las manos a los rubios cabellos, tan consternado que parecía más joven. Gerlin a menudo consideraba que esa desorientación resultaba encantadora, pero en ese momento habría preferido que el caballero demostrara más aplomo y agresividad. Y también que Salomon exhibiera su tranquilidad y sosiego habituales y no la agitación que lo embargaba esa noche.

—El bueno de Roland se mostrará inconsolable y le hablará del asunto al emperador tras recluirse unos días en un convento para llorar su pena; después se ofrecerá como reemplazante. Habrá desposeído a Lauenstein de su heredero, pero se ofrecerá a ocupar el lugar de este. Le hará la corte a la viuda del antiguo castellano, o tal vez a vos, Gerlin, ¡quizá le resulte indiferente!… y dirigirá el feudo en recuerdo de Dietrich von Lauenstein, lo cual sería la solución ideal según su punto de vista.

—¿Y el emperador lo aceptaría? —preguntó Gerlin, horrorizada.

—De momento el emperador está camino de Tierra Santa —dijo Florís—, y sus desvelos son otros…

—Y, por otra parte, un soberano solo siente interés por dos cosas —añadió Salomon—. Primero: ¿está bien administrado y defendido el feudo? Segundo: ¿cumple con sus obligaciones el vasallo? En Lauenstein se dan ambas cosas y da igual bajo el mando de quién. Roland y Luitgart tendrían que ser muy derrochadores para arruinar el feudo, y no creo que sean tan tontos para eso. Es probable que el emperador jamás haya oído hablar de Dietrich von Lauenstein y que le resulte completamente indiferente si el Ornemünde que gobierne el castillo se llama Roland, Karl o Friedrich.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó Gerlin, suspirando.

Florís se retorció las manos.

—Nada. Excepto tratar de preparar a Dietrich lo mejor que podamos. A partir de ahora se acabaron las clases de latín, maese Salomon; Dietrich solo aprenderá a blandir la espada y sobre todo a defenderse. Semejante combate de exhibición no será eterno: si Dietrich logra resistir durante un cuarto de hora, el heraldo podrá interrumpir el combate. Mi única duda es si lograré convencer a Dietrich de esta estrategia, porque no me cabe duda de que intentará atacar.

—¿No podríais convencerlo de que se dejara caer del caballo al principio, mi señora Gerlin? —preguntó Salomon con desánimo—. A lo mejor puede intercambiar un par de cintarazos con otro doncel, como para entrar en calor, y después recibir un golpe y lamentablemente sufrir una torcedura en el brazo que maneja la espada…

Gerlin negó con la cabeza.

—No lo hará, ni siquiera por mí —contestó en voz baja—, ¡porque vosotros, señores míos, habéis insistido en inculcarle las virtudes caballerescas!

Cuando los tres se separaron estaban bastante desalentados y nadie prestó atención a Rüdiger, que había escuchado la conversación en silencio.

Virtudes caballerescas… Aquella noche, el joven doncel tomó una decisión que en las semanas siguientes había de causar grandes quebraderos de cabeza a su hermana.